La Reina del Sur (10 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Policíaco

BOOK: La Reina del Sur
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Lo había hecho. Sólo dos veces, en el tiempo que llevaba en Melilla. Y el Güero tenía razón. Tampoco ella había esperado gran cosa. La primera vez fue por curiosidad: quería saber cómo se sentía después de tanto tiempo, con el recuerdo lejano de su hombre y el mas reciente y doloroso del Gato Fierros, su sonrisa cruel, su violencia, todavía firmes en la carne y en la memoria. Había elegido con cierto cuidado no exento de casualidad, sin problemas ni consecuencias. Era un guachito joven, un militar que la abordó a la salida del cine Nacional, donde ella había estado viendo una película de Robert de Niro en su día libre: una de guerra y de amigos con un final bien chueco, dándole a la ruleta rusa como una vez que ella vio al Güero y a su primo, muy tomados de tequila, haciendo el idiota con un revólver hasta que se puso a gritarles y les quitó el arma y los mandó a dormir mientras se reían, los borrachos desgraciados e irresponsables. Lo de la ruleta rusa la puso triste, recordando; y quizá por eso, a la salida, cuando se le acercó el militar —camisa de cuadros como los sinaloenses, alto, amable, pelo clarito y corto como el Güero—, ella se dejó invitar a un refresco en el Anthony's y escuchó la conversación intrascendente del otro, y acabó con él en la muralla de la ciudad vieja, desnuda de cintura para abajo, la espalda contra la pared y un gato encima de una tapia mirándolos interesado, con ojos que la luna hacía relucir. Apenas sintió nada porque estaba demasiado atenta observándose a sí misma, comparando sensaciones y recuerdos, como si de nuevo se hubiera desdoblado en dos personas y la otra fuese el gato que estaba enfrente mirando, desapasionado y silencioso igual que una sombra. El guachito quiso volver a verla y ella dijo claro, mi vida, otro día; pero sabía que no iba a volver a verlo nunca más, e incluso que si un día se lo cruzaba en algún sitio —Melilla era una ciudad pequeña— no lo conocería apenas, o haría semblante de no conocerlo. Ni siquiera retuvo su nombre.

La segunda vez fue un asunto práctico, y un policía. La gestión para sus documentos provisionales de residencia iba despacio, y Dris Larbi aconsejó que agilizara los trámites. El tipo se llamaba Souco. Era un inspector de mediana edad y razonable aspecto, que cobraba favores a emigrantes. Había ido un par de veces al Yamila —Teresa tenía instrucciones de no cobrarle las copas— y se conocían vagamente. Fue a verlo y el otro le planteó sin rodeos la cuestión. Como en México, dijo, sin que ella fuera capaz de establecer qué entendía aquel hijo de su madre por costumbres mejicanas. Las opciones eran dinero o lo otro.

Respecto al dinero, Teresa ahorraba hasta el último céntimo, así que se inclinó por lo otro. Por un curioso prurito machista que a ella misma estuvo a punto de hacerla reír, el tal Souco procuró esmerarse durante el encuentro, en la habitación 106 del hotel Avenida —Teresa había establecido con toda claridad que sería una cita y no más—, y hasta reclamó un veredicto a la hora del cigarrillo y el hastío, atento a su autoestima y todavía con el preservativo puesto. Me vine, respondió ella vistiéndose despacio, el cuerpo empapado en sudor. ¿Me vine es me corrí?, preguntó él. Claro, repuso ella. Luego, de regreso a su casa, estuvo sentada en el cuarto de baño, lavándose pensativa y despacio, mucho rato, antes de fumarse un cigarrillo ante el espejo, observando con aprensión cada uno de los rasgos de sus veintitrés años de vida como si tuviera miedo a verlos alterarse en una mutación extraña. Miedo a ver, un día, su propia imagen sola en la mesa, como los hombres de aquella cantina de Culiacán; y no llorar, y no reconocerse.

Pero el Güero Dávila, tan preciso en sus predicciones como en sus imprevisiones, se equivocó en un punto del pronóstico. A partir de ciertas cosas, sabía ella ahora, la soledad no resultaba difícil de asumir. Ni siquiera los pequeños accidentes y concesiones la alteraban. Algo había muerto con el Güero, aunque ese algo tuviera menos que ver con él que con ella misma. Tal vez cierta inocencia, o una injustificada seguridad. Teresa salió muy joven del frío, dejando atrás la calle hosca, la miseria y los aspectos en apariencia más duros de la vida. Creyó alejarse de todo aquello para siempre, ignorante de que el frío seguía ahí, acechando tras la puerta cerrada y equívoca, a la espera del momento para deslizarse por los resquicios y estremecer de nuevo su existencia. De pronto piensas que el horror está lejos, bien a raya, y éste se te cuela dentro. Ella todavía no estaba preparada, entonces. Era una chavita: la morra de un narco bien puesta en casa, coleccionando videos y porcelanas y láminas con paisajes para colgar en la pared. Una de tantas. Siempre lista para su hombre, que se lo devolvía de lujo. Bien padre. Con el Güero todo era reírse y coger. Más tarde ella había visto las primeras señales de lejos, sin prestar atención. Signos nefastos. Avisos que el Güero se tomaba a broma o, para ser más exactos, le importaban un carajo. Le valían madres, porque él era bien listo, pese a lo que otros decían. Muy vivo y muy lanza. Simplemente decidió saltarse la barda y no esperar. Ni siquiera a ella la había esperado el cabrón. Y como resultado, un día y de pronto, Bip-bip: Teresa viéndose de nuevo en el exterior, a la intemperie, corriendo desconcertada con una bolsa y una pistola en las manos. Y luego el aliento del Gato Fierros y su miembro endurecido encajándose en ella, el fogonazo de los tiros, la cara de sorpresa de Potemkin Gálvez, la capilla de Malverde y el olor del cigarro habano de don Epifanio Vargas. El miedo que se le pegaba a la piel como el tizne de las velas encendidas, espesándole el sudor y las palabras. Y al cabo, entre el alivio de lo que quedaba atrás y la incertidumbre del futuro, un avión con ella misma, o con la otra mujer que a veces se le parecía, mirándose —mirándola— en el reflejo nocturno de la ventanilla, a tres mil metros sobre el Atlántico. Madrid. Un tren hacia el sur. Un barco moviéndose por el mar y la noche. Melilla. Y ahora, a este lado del largo viaje, Teresa ya no podría olvidar nunca el soplo siniestro que rondaba afuera. Ni aunque tuviese otra vez la piel y el vientre disponibles para quienes ya no eran el Güero. Incluso aunque —la idea siempre la hacía sonreír de un modo extraño— amase de nuevo, o creyera hacerlo. Pero tal vez la secuencia correcta, pensaba al repasar su caso, fuese primero amar, después creer amar, y al fin dejar de amar o amar un recuerdo. Ahora sabía —eso la asustaba y, paradójicamente, la tranquilizaba al mismo tiempo— que era posible, incluso fácil, instalarse en la soledad como en una ciudad desconocida, en un apartamento con un viejo televisor y una cama cuyo somier rechina cuando te revuelves, insomne. Levantarse a orinar y quedarse allí quieta, un cigarrillo entre los dedos. Meterse bajo la ducha y acariciarse el sexo con la mano humedecida de agua y jabón, los ojos cerrados, recordando la boca de un hombre. Y saber que eso podría durar toda la vida, y que ella podría extrañamente acostumbrarse a que así fuera. Resignarse a envejecer amarga y sola, estancada en aquella ciudad como en cualquier otro rincón perdido del mundo, mientras ese mundo seguía girando como siempre lo hizo, aunque antes no se diera cuenta: impasible, cruel, indiferente.

Volvió a verlo una semana más tarde, junto al mercadillo de la cuesta Montes Tirado. Ella había ido a comprar especias a la tienda de ultramarinos de Kif-Kif —a falta de chile mejicano, su gusto por el picante había terminado adaptándose a los fuertes condimentos morunos— y caminaba calle arriba, una bolsa en cada mano, buscando las fachadas con más sombra para evitar el calor de la mañana, que allí no era húmedo como en Culiacán, sino seco y duro: calor norteafricano de rambla sin agua, chumbera, monte bajo y piedra desnuda. Lo vio salir de una tienda de repuestos eléctricos con una caja bajo el brazo, y lo reconoció en el acto: Yamila, días atrás, el hombre al que había dejado terminar su copa mientras Ahmed limpiaba el suelo y las chicas se despedían hasta mañana. También él la reconoció; pues cuando pasó a su lado, apartándose un poco para no estorbarla con la caja que llevaba, sonrió de la misma forma que cuando tenía el whisky encima de la barra y pedía permiso para terminarlo, más con los ojos que con la boca, y dijo hola. Ella también dijo hola y siguió camino mientras él metía la caja en el maletero de una furgoneta aparcada junto a la acera; y sin volverse supo que seguía mirándola, hasta que al cabo, cerca de la esquina, sintió sus pasos detrás, o creyó sentirlos. Entonces Teresa hizo algo extraño, que ella misma era incapaz de explicarse: en vez de continuar recto a su casa, se desvió a la derecha para entrar en el mercado. Anduvo al azar, como sí buscara protección entre la gente, aunque no habría sabido responder en caso de preguntarle de qué se protegía. Lo cierto es que caminó sin rumbo entre los animados puestos de fruta y verduras, con las voces de tenderos y clientes resonando bajo la nave acristalada, y tras deambular por el recinto de la pescadería salió por la puerta que daba al cafetín de la calle Comisario Valero. De ese modo, sin mirar atrás ni una vez en todo el largo rodeo, llegó a su casa. El portal estaba al final de una escalera encalada, en un callejón que subía Polígono arriba entre rejas con macetas de geranios y persianas verdes —era un buen ejercicio bajar y subir dos o tres veces al día—, y desde la escalera se veían los tejados de la ciudad, el minarete rojo y blanco de la mezquita central, y a lo lejos, en Marruecos, la sombra oscura del monte Gurugú. Al fin se volvió a mirar atrás mientras buscaba las llaves en el bolsillo de los liváis. Entonces pudo verlo en la esquina del callejón, quieto y tranquilo, igual que si no se hubiera movido de ese lugar en toda la mañana. El sol reverberaba en las paredes encaladas y en su camisa dorándole los brazos y el cuello, proyectando en el suelo una sombra neta y definida. Un solo gesto, una palabra, una sonrisa inoportuna, habrían hecho que ella girase sobre sus talones y abriese la puerta para cerrarla a su espalda, dejando al hombre atrás, afuera, lejos de su casa y de su vida. Pero cuando sus miradas se cruzaron él se limitó a quedarse como estaba, inmóvil en la esquina entre toda aquella luz de las paredes blancas y de su camisa blanca. Y los ojos verdes parecían sonreír de lejos, como cuando ella dijo es hora de cerrar en la barra del Yamila, y también parecían ver cosas que Teresa ignoraba. Cosas sobre su presente y su futuro. Tal vez por eso, en vez de abrir la puerta y cerrarla tras de sí, dejó las bolsas en el suelo, se sentó en un peldaño de la escalera y sacó el paquete de cigarrillos. Lo sacó muy despacio, y sin levantar la vista permaneció así mientras el hombre se movía escalera arriba hasta llegar a su altura. Por un momento su sombra ocultó la luz del sol. Después se sentó al lado, en el mismo peldaño; y aún con la vista baja ella vio unos pantalones de algodón azules, muy lavados. Unos tenis grises. Las vueltas de la camisa remangada sobre los brazos tostados por el sol, delgados y fuertes. Un reloj sumergible Seiko con correa negra en la muñeca izquierda. El tatuaje del Cristo crucificado en el antebrazo derecho.

Teresa encendió el cigarrillo, inclinando el rostro, y el cabello suelto le cayó sobre la cara. Al hacerlo se acercó un poco al hombre, sin pretenderlo; y éste se ladeó igual que había hecho en la calle cuando cargaba con la caja, como para no estorbarle el movimiento. No lo miró, y supo que él tampoco la miraba. Fumó en silencio, analizando ecuánime cada uno de los sentimientos y sensaciones físicas que le recorrían el cuerpo. La conclusión era sorprendentemente simple: mejor cerca que lejos. De pronto él se movió un poco, y ella se vio a sí misma temiendo que se marchara. Pa' qué te digo que no, pensó. Si sí. Alzó el rostro, apartando el cabello para observarlo. Tenía un perfil agradable, huesudo el mentón, bronceada la cara, el ceño un poco fruncido por efecto de la luz que le hacía entornar los ojos. Todo bien chilo. Miraba lejos, hacia el Gurugú y Marruecos.

—¿Dónde estuviste? —preguntó ella.

—De viaje —su voz tenía un ligero acento que no había notado la primera vez: una modulación agradable y suave, algo cerrada, diferente del español que se hablaba por allí—. Regresé esta mañana.

Ocurrió así, como si reanudaran un diálogo interrumpido. Dos viejos conocidos que se encuentran, sin sorprenderse el uno del otro. Dos amigos. Tal vez dos amantes.

—Me llamo Santiago.

Al fin se había vuelto. O eres muy listo, pensó ella, o eres un encanto. En cualquier caso, daba lo mismo. Los ojos verdes sonreían de nuevo, seguros y tranquilos, estudiándola.

—Yo soy Teresa.

Repitió el nombre de ella en voz baja. Teresa, dijo en tono reflexivo, como si por alguna razón que ambos todavía ignoraban debiera acostumbrarse a pronunciarlo. Siguió observándola mientras ella aspiraba el humo del cigarrillo antes de expulsarlo de golpe, a la manera de una decisión; y cuando dejó caer la colilla al suelo y se puso en pie, él permaneció sin moverse, sentado en el peldaño. Supo que se quedaría allí sin forzar las cosas, si no le facilitaba el siguiente paso. No por inseguridad o timidez, desde luego. Estaba claro que no era de ésos. Su calma parecía establecer que aquello era un asunto al cincuenta por ciento, y que cada cual debía recorrer su trecho del camino.

—Ven —dijo ella.

Era diferente, comprobó. Menos imaginativo y divertido que el Güero. No había, como en el otro caso —el guacho joven y el policía nada tenían que ver con eso—, bromas, ni risas, ni osadías, ni procacidades dichas a modo de prólogo o de aderezo. En realidad esa primera vez apenas hubo palabras: aquel hombre callaba casi todo el tiempo mientras se movía muy serio y muy lento. Tan minucioso. Sus ojos, que incluso entonces eran tranquilos, no la perdían un instante. No se desviaban ni entornaban nunca. Y cuando una rendija de luz entraba por las varillas de la persiana, haciendo brillar minúsculas gotas de sudor en la piel de Teresa, los destellos verdes parecían aclararse más, fijos y siempre alerta, tan serenos como el resto del cuerpo delgado y fuerte que no la acometía impaciente, como ella había esperado, sino que se adentraba firme, seguro. Sin prisas. Tan atento a las sensaciones que la mujer mostraba en el rostro y a los estremecimientos de su carne como al propio control; prolongando hasta el límite cada beso, cada caricia, cada situación. Repetidos una y otra vez los mismos gestos, las mismas vibraciones y respuestas, todo aquel complejo encadenamiento: olor a sexo desnudo y húmedo, tenso. Saliva. Calidez. Suavidad. Presión. Paz. Causas y efectos que se convertían en nuevas causas, secuencias idénticas de apariencia interminable. Y cuando ella tenía vértigos de lucidez, como si fuera a caerse desde algún lugar donde yacía o flotaba abandonada, y creyendo despertar correspondía de algún modo, acelerando el ritmo, o llevándolo allí adonde sabía —creía saber— que todo hombre desea ser llevado, él movía un poco la cabeza, negando, y se acentuaba la sonrisa serena en sus ojos, y pronunciaba en voz baja palabras inaudibles, y una vez hasta alzó un dedo para amonestarla dulcemente, espera, susurró, quieta, ni parpadees; y tras retroceder e inmovilizarse un instante, rígidos los músculos de la cara, concentrado para recobrar el control —lo sentía entre los muslos, bien duro y mojado de ella—, de repente se hundió de nuevo, suave, todavía más lento y más hondo, hasta bien adentro. Y Teresa ahogó un gemido y todo volvió a comenzar otra vez mientras el sol en las rendijas de la persiana la deslumbraba con ráfagas de luz breves y tibias como cuchilladas. Y así, entrecortado el aliento, mirándolo desorbitada tan de cerca que parecía tener su rostro y sus labios y sus ojos también dentro de sí, prisionera entre aquel cuerpo y las sábanas revueltas y húmedas a su espalda, lo apretó más intensamente con los brazos y las manos y las piernas y la boca mientras pensaba de pronto: Dios mío, Virgencita, santa madre de Cristo, no estamos usando condón.

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