La reina de los condenados (62 page)

BOOK: La reina de los condenados
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Le di la espalda. No quería quedar alucinado por su resolución o por su belleza; ni por el reflejo de la luz en sus ojos negro azabache. Sentí sus manos en mis hombros, sus labios en mi cuello.

—Cuando hayan pasado los años —continuó—, cuando mi jardín haya florecido muchos veranos y haya dormido muchos inviernos, cuando las viejas leyes de violación y de guerra no sean sino un recuerdo y las mujeres miren las viejas películas, perplejas de que cosas así pudieran haber sucedido nunca; cuando las leyes de las mujeres hayan sido inculcadas a todos los miembros de la población, con naturalidad, como hoy en día se inculca la agresión, entonces quizá los hombres puedan reingresar en la sociedad. Poco a poco podrá incrementarse su número. Los niños serán criados en una atmósfera donde la violación sea impensable, donde la guerra sea inimaginable. Y luego…, luego… podrán ser hombres. Cuando el mundo esté preparado para ellos.

—No funcionará. No puede funcionar.

—¿Por qué lo dices? Echemos un vistazo a la naturaleza, como querías hacer sólo unos momentos. Salgamos al lujuriante jardín que rodea esta villa; estudiemos las abejas en sus colmenas y las hormigas que trabajan como han hecho siempre. Son hembras, príncipe mío, a millones. Los machos sólo son aberraciones, elementos para cumplir determinada función. Aprendieron este sensato truco mucho antes de que yo me decidiera a limitar el número de hombres.

»Y ahora vivimos en una época en que los varones son completamente innecesarios. Dime, príncipe, actualmente ¿cuál es la principal función de los hombres, sino proteger a las mujeres de los demás hombres?

—¿Qué te hace quererme aquí? —exclamé desesperadamente. De nuevo me volví hacia ella—. ¿Por qué me has elegido como consorte? Por el amor de Dios, ¿por qué no me matas con los demás hombres? ¡Elige a otro inmortal, a algún antiguo ser que ansíe tal poder! Debe haber alguno. ¡Yo no quiero reinar en el mundo! ¡No quiero reinar en nada! Nunca quise.

Su expresión se modificó un poco. Pareció que surgía una débil, evanescente tristeza en toda su persona, una tristeza que le hundió los ojos en la oscuridad durante un instante. El labio inferior le tembló, como si quisiera decir algo pero no pudiese. Por fin respondió.

—Lestat, aunque hubiera que destruir a todo el mundo, a ti no te destruiría —dijo—. Tus limitaciones son tan radiantes como tus virtudes, por razones que ni yo misma acabo de comprender. Pero quizá la verdad sea que te amo porque eres, a la perfección, todo lo que está mal en lo masculino: agresivo, lleno de odio, de impudencia y de elocuentes (interminablemente elocuentes) excusas para la violencia… eres la esencia de la masculinidad. Y esta pureza tiene una magnífica cualidad. Pero sólo porque ahora puede ser controlada.

—Por ti.

—Sí, cariño. Para eso vine al mundo. Para eso estoy aquí. Y no tiene ninguna importancia si nadie ratifica mi propuesta. La llevaré adelante. Ahora mismo el mundo arde con fuego masculino; es una conflagración. Pero cuando el mundo sea corregido, tu fuego arderá aún con más viveza, como arde una antorcha.

—Akasha, ¡demuestras lo que digo! ¿No crees que las almas de las mujeres anhelan ese mismo fuego? Dios mío, ¿por qué no arreglas la vida de las mismísimas estrellas?

—Sí, el alma lo anhela. Pero verlo en la llama de una antorcha, como he indicado, o en la llama de una vela. Pero no como ahora, que atraviesa furioso todos los bosques, montañas y valles. ¡No hay mujer viva que quiera nunca ser quemada por él! ¡Quieren la luz, preciosidad, la luz! ¡Y el calor! Pero no la destrucción. ¿Cómo podrían? Sólo son mujeres. No están locas.

—De acuerdo. Supongamos que realizas tus propósitos, que inicias esta revolución que barre al mundo. Bien, yo no creo que tal cosa ocurra. Pero si tu lo crees, ¿no habrá nada bajo la bóveda del cielo que clame venganza por la muerte de tantos millones? Si no existen dioses ni diosas, ¿no habrá algún modo en que los mismos humanos (y tu y yo) se vean obligados a pagar por lo que hayan hecho?

—Es la entrada a la inocencia y así será recordado. Y nunca jamás se permitirá que la población masculina aumente en tales proporciones, porque ¿quien puede querer otra vez tales horrores?

—Obliga a los hombres a obedecerte. Deslúmbralos como has deslumbrado a las mujeres, como me has deslumbrado a mí.

—Pero, Lestat, he aquí el quid de la cuestión: nunca obedecerían. ¿Obedecerías tú? Antes morirían, como tú morirías. Tendrían otra razón para rebelarse, si alguna vez les ha faltado alguna. Se reunirían y organizarían una resistencia magnífica. Imagínate, ¡una diosa luchando! Y, de lucha, habrá más que suficiente dentro de poco. No pueden evitar ser hombres. Y yo sólo podría mandar por medio de la tiranía, por medio de la inacabable matanza. Y llegaría el caos. Pero, de la otra forma, se interrumpirá la gran cadena de la violencia. Una nueva era de paz total y perfecta hará su aparición.

Quedé en silencio de nuevo. Podía pensar en miles de respuestas, pero serían todas inútiles. Ella sabía demasiado bien cuáles eran sus propósitos. Y la verdad era que tenía razón en mucho de lo que decía.

Ah, ¡pero era una pura fantasía! Un mundo sin hombres. ¿Qué se habría logrado en realidad? Oh, no. No, ni siquiera puedo aceptar la idea por un solo instante. Ni siquiera… Pero la visión volvió, la imagen que vislumbré en aquel miserable pueblo de la jungla, la visión de un mundo sin miedo.

Imaginad intentar explicarles cómo han sido los hombres. Imaginad intentar explicarles que había habido un tiempo en que uno podía ser asesinado impunemente en las calles de las ciudades; imaginad intentar explicar lo que significaba la violación para el macho de la especie… imaginad. Y vi aquellos ojos (los ojos de ellas) que me miraban, aquellos ojos atónitos de incomprensión que trataban de imaginárselo, que intentaban dar aquel gran paso en entendimiento. Sentí que aquellas blandas manos me tocaban.

—¡Pero esto es locura! —susurré.

—Ah, ¿por qué te resistes tanto a mí, príncipe? —masculló. Su mirada relampagueó de ira, herida. Se acercó a mí. Si volvía a besarme, echaría a llorar de nuevo. Había creído saber lo que era la belleza en las mujeres; pero la de ésta había sobrepasado todo el vocabulario que poseía para expresarla.

—Príncipe —repitió en un susurro—. Esto tiene una lógica muy refinada. Un mundo en que sólo se conserva un puñado de hombres para la procreación será un mundo femenino. Y será un mundo nunca conocido en nuestra sangrienta y miserable historia, una historia en la cual los hombres producen gérmenes en tubos de ensayo para aniquilar a continentes enteros en una guerra química, y fabrican bombas cuya explosión puede sacar a la Tierra de su trayectoria.

—¿Y si las mujeres se dividen entre ellas según los principios de masculino/femenino, como los hombres hacen con frecuencia cuando hay hembras?

—Ya sabes que esta objeción es una tontería. Estas distinciones ya no son más que superficiales. ¡Las mujeres son mujeres! ¿Puedes concebir bandas de mujeres vagabundas cuyo solo objetivo sea la destrucción? ¿O la violación? Tal cosa es una absurdidad. Para las pocas infractoras habrá justicia inmediata. Pero, sobre todo, algo completamente impensable hasta el momento va a tener lugar. ¿No te das cuenta? La posibilidad de paz en la tierra siempre ha existido, y siempre ha habido personas que podían lograrla, y conservarla, y estas personas son las mujeres. Sólo basta que desaparezcan los hombres.

Me senté en la cama, consternado, como un mortal. Apoyé los codos en las rodillas. ¡Buen Dios, buen Dios! ¿Por que me venían a la cabeza esas dos palabras una y otra vez? ¡No había Dios! Estaba en la habitación con Dios.

Ella rió exultante.

—Sí, preciosidad —dijo. Me tocó la mano, dio la vuelta a mi alrededor y me acercó hacia ella—. Pero, dime, ¿no te atrae ni siquiera un poquito?

—¿Qué quieres decir?

—Tú, el impulsivo. El que convirtió a aquella niña, Claudia, en una bebedora de sangre, sólo para ver lo que ocurría. —Su tono era burlón pero afectuoso—. Venga, ¿no tienes ganas de ver lo que sucede si los varones desaparecen? ¿No sientes ni una pizca de curiosidad? Busca la verdad en las profundidades de tu alma. Es una idea muy interesante, ¿no?

No respondí. Luego sacudí la cabeza.

—No —dije.

—Cobarde —musitó.

Nunca nadie me lo había llamado, nadie.

—Cobarde —repitió—. Un ser insignificante con sueños insignificantes.

—Quizá no habría guerra, ni violaciones, ni violencia —dije—, si todos los seres fuesen insignificantes y tuviesen sueños insignificantes, para utilizar tu término.

Rió, blandamente, perdonando.

—Podríamos estar discutiendo durante toda la eternidad —susurró—. Pero pronto lo vamos a saber. El mundo será como quiero que sea; y veremos que ocurre como yo digo.

Se sentó junto a mí. Por un momento pensé que yo estaba perdiendo la cabeza. Deslizó sus finísimos brazos desnudos entorno a mi cuello. Me pareció que no había existido nunca una mujer con un cuerpo tan suave, nunca nada tan complaciente y voluptuoso como su abrazo. Sin embargo era tan dura, tan fuerte.

Las luces de la alcoba perdían intensidad. Y, en el exterior, el cielo parecía aun más vivido y más oscuramente azul.

—Akasha —susurré. Yo miraba al otro lado de la terraza descubierta, hacia las estrellas. Quería decir algo, algo crucial que arrasara todos sus argumentos; pero las palabras se me escapaban. Me sentía adormecido, y esto seguramente lo había provocado ella. Akasha estaba echando un hechizo, pero saberlo no me liberaba de él. Sentí de nuevo sus labios en los míos, y en mi cuello. Sentí el fresco satén de su piel.

—Sí, descansa, preciosidad. Y, cuando despiertes, las víctimas estarán esperando.

—Víctimas… —Casi estaba soñando, cuando la tomaba en mis brazos.

—Pero ahora tienes que dormir. Aún eres joven y frágil. Mi sangre está trabajando en tu interior, te está cambiando, perfeccionando.

Sí, destruyéndome; destruyendo mi corazón y mi voluntad. Vagamente era consciente de que me movía, de que me tumbaba en la cama. Me hundí en los almohadones de seda, y la seda de su pelo se acercó a mí, sentí el contacto de sus dedos y, de nuevo, de sus labios en mi boca. Sangre en su beso; sangre retumbando bajo su beso.

—Escucha el mar —susurró—. Escucha cómo se abren las flores. Ahora puedes oírlas, ya sabes. Puedes oír las diminutas criaturas del mar, si escuchas con atención. Puedes oír los delfines cantar, porque cantan.

Flotando. A salvo en sus brazos; ella era poderosa; ella era la que todos temían.

Olvida el acre hedor de los cadáveres quemándose; sí, escucha el mar retronando como cañonazos en la playa de abajo; escucha el sonido del pétalo de una rosa soltándose de la flor y cayendo en el mármol. Y el mundo se va al infierno, y yo no puedo evitarlo; estoy en sus brazos y voy a dormirme.

—¿No ha ocurrido ya un millón de veces, querido? —susurró—.

¿Volver la espalda a un mundo lleno de sufrimiento y muerte, como millones de mortales hacen cada noche?

Oscuridad. Espléndidas visiones teniendo lugar; un palacio aun más bello que éste. Víctimas. Sirvientes. La mítica existencia de los pachas y de los emperadores.

—Sí, querido, todo lo que tú desees. Todo el mundo a tus pies. Te construiré palacio tras palacio; lo harán; porque te adoran. Eso no es nada. Es la parte más simple. Y piensa en la caza. Ya que es casi seguro que huirán de ti, se ocultarán de ti, pero los encontrarás.

En la luz menguante (antes de llegar los sueños), pude verlo. Pude verme viajando por el aire, como los héroes de antaño, por encima del extenso campo donde parpadeaban sus hogueras.

En manadas como lobos viajarían, cruzando tanto ciudades como bosques, osando aparecer sólo de día; porque sólo entonces estarían a salvo de nosotros. Llegaríamos al caer la noche; y seguiríamos su rastro por sus pensamientos, por su sangre y por las confesiones susurradas de las mujeres que los habían visto y que quizá los habían cobijado. Saldrían corriendo a campo abierto, disparando sus armas, inútiles para nosotros. Y les caeríamos encima, los destruiríamos uno a uno, nuestras presas, exceptuando a los que quisiéramos vivos, aquellos cuya sangre tomaríamos lentamente, despiadadamente.

¿Y de esta guerra saldría la paz? ¿De este horroroso juego saldría un jardín?

Traté de abrir los ojos. Sentí que me besaba los párpados.

Soñando.

Una llanura yerma y el suelo resquebrajado. Algo que emerge, que empuja y aparta los secos terrones de tierra. Yo soy ese algo. Ese algo que anda por la llanura yerma cuando el sol se pone. El cielo aún está rebosante de luz. Bajo la vista hacia la ropa manchada que me cubre, pero este algo no soy yo. Yo soy sólo Lestat. Y tengo miedo. Desearía que Gabrielle estuviese aquí. Y Louis. Quizá Louis pudiera hacerla entrar en razón. Ah, Louis, el que, de todos nosotros, siempre sabía…

Y he aquí de nuevo el sueño familiar, las mujeres pelirrojas arrodillándose ante el altar del cadáver (el cadáver de su madre) y dispuestas a consumirlo. Sí, es su deber, su sagrado derecho: devorar el cerebro y el corazón. Pero nunca conseguirán hacerlo porque siempre lo impide algo horroroso. Vienen soldados… Desearía saber el significado.

Sangre.

Desperté con un sobresalto. Habían transcurrido varias horas. La habitación se había refrescado un poco. El cielo se veía maravillosamente claro por las ventanas abiertas. De allí provenía toda la luz que llenaba la habitación.

—Las mujeres están esperando, y las víctimas tienen miedo.

Las víctimas. La cabeza me daba vueltas. Las víctimas estaban llenas de exquisita sangre. Hombres que de todas formas habrían muerto. Muchachos, todos míos, para poseerlos.

—Sí. Pero, ven, por fin, a su sufrimiento.

Vacilante, me levanté. Ella me envolvió con una larga capa tirada a los hombros, algo más simple que su propia vestimenta, pero cálida y suave al tacto. Con las manos me acarició el pelo.

—Masculino versus femenino: ¿es lo único que hay? —susurré. Mi cuerpo quería dormir algo más. Pero la sangre…

Levantó el brazo y me tocó una mejilla. ¿Lágrimas otra vez?

Salimos juntos de la alcoba, seguimos un largo rellano (con una baranda de mármol) del cual descendían las escaleras que, después de una vuelta, daban a una inmensa sala. Candelabros por todas partes. Difuminadas luces eléctricas que creaban una sensual penumbra.

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