La luz al otro lado del agua se encontraba ya a escasa distancia. Shigeru podía distinguir su superficie fracturada, aunque no conseguía alcanzarla. Abrió la boca sin querer, tal vez para respirar, acaso para pedir ayuda, y se le inundó de agua. Sus pulmones parecieron lanzar un grito de dolor.
El río se había convertido en una prisión; sus aguas ya no eran fluidas y suaves, sino que conformaban una sólida membrana que se iba cerrando a su alrededor, asfixiándole.
"Impúlsate hacia arriba. Impúlsate hacia arriba." Fue como si la joven le hubiera hablado. Sin saber cómo, descubrió que le quedaba un resto de energía. La luz se transformó en un resplandor y, a continuación, Shigeru atravesó la superficie con la cabeza y empezó a tragar aire a trompicones. El río soltó las ataduras que le inmovilizaban y le mantuvo a flote, con Takeshi entre sus brazos.
Los ojos de su hermano estaban cerrados y daba la impresión de que el niño no respiraba. Tiritando, Shigeru colocó su boca sobre la de Takeshi y comenzó a soplar, al tiempo que llamaba a las deidades y los espíritus para que le ayudaran. Increpó al dios del río, increpó a la muerte misma, negándose a permitirles que trasladaran a su hermano a su oscuro mundo subterráneo.
Los guardias de la vivienda acababan de llegar a la orilla del río y se lanzaban al agua. Uno de ellos agarró a Takeshi y, nadando con fuerza, se dirigió con él hacia la orilla. Otro soldado tiró de Kahei y le ayudó a regresar a nado. Un tercer guardia trató de socorrer a Shigeru, pero éste le apartó de un empujón.
—Mori Yuta sigue ahí abajo. Sácale.
El hombre empalideció y a toda prisa se zambulló en el agua.
Shigeru escuchaba los sollozos del hijo menor de los Mori, que seguía junto a la presa. En algún lugar distante una mujer chillaba; era un sonido agudo, como el grito del zarapito. Mientras nadaba hacia la orilla y salía del agua dando traspiés, Shigeru observó la tranquilidad habitual del atardecer, la calidez del sol, los olores de las flores y del barro, el suave toque del viento del este.
El guardia había colocado a Takeshi en la orilla, boca abajo. Arrodillado a su lado, le empujaba suavemente en la espalda para vaciarle el agua de los pulmones. El hombre mostraba una expresión ensombrecida y horrorizada, y no dejaba de sacudir la cabeza.
—¡Takeshi! —gritó Shigeru—. ¡Despierta, Takeshi!
—Señor Shigeru... —comenzó a decir el guardia, a quien la voz le temblaba. Era incapaz de formular sus terribles sospechas y, presa de la emoción, apretó con más ahínco los hombros del niño.
Takeshi parpadeó y comenzó a toser violentamente. Empezó a brotarle agua de la boca y se atragantó, soltó un alarido y se puso a dar arcadas. Shigeru le incorporó, le secó la cara y le rodeó con sus brazos en tanto que las náuseas volvían a atacar al niño. Notó que los ojos de su hermano se cuajaban de lágrimas y pensó que tal vez Takeshi llorase por el alivio o la conmoción; pero el pequeño consiguió ponerse en pie y empujó a Shigeru hacia un lado.
—¿Dónde está Yuta? ¿Le he ganado? ¡Así aprenderá a dejar en paz nuestro puente!
Los calzones de Takeshi y las mangas de su casaca estaban llenos de piedras. El guardia las volcó, entre risas.
—Tus propias armas han estado a punto de matarte. No ha sido muy inteligente por tu parte, ¿verdad?
—¡Yuta me empujó al agua! —gritó Takeshi.
A pesar de las protestas del niño, el hombre le llevó en brazos hasta la casa. Las noticias sobre el accidente se habían extendido con rapidez; las criadas se habían acercado corriendo y se hallaban congregadas junto a la orilla.
Shigeru recogió su ropa del barro y se vistió. Se preguntó si debería bañarse y cambiarse antes de ver a su madre. Volvió la mirada al río. La muchacha se había vuelto a subir a la barca y se había vestido. No dirigió la vista a Shigeru, sino que empezó a remar corriente abajo, contra la marea. Los hombres seguían zambulléndose en el agua en busca de Yuta. Shigeru recordó el abrazo pegajoso y asfixiante del río y un escalofrío le recorrió el cuerpo, a pesar de la calidez del sol. Se inclinó de nuevo y recogió una de las piedras, negra y redonda, pulida por el agua.
—¡Señor Shigeru! —exclamó Chiyo—. Ven, te buscaré ropa limpia.
—Pídele disculpas a mi madre de mi parte —dijo él mientras se subía de un salto a la orilla—. Lamento que haya tenido que esperar.
—Seguro que se le ha pasado el enfado —respondió Chiyo con una sonrisa. Examinó rápidamente el rostro de Shigeru—. Se sentirá orgullosa de ti, y tu padre también. No estés triste, no le des más vueltas; has salvado la vida a tu hermano.
El alivio le hacía desfallecer. La catástrofe que habría podido suceder era aún demasiado reciente. Si él no hubiera estado en el jardín; si Akira no le hubiera encontrado; si hubiera llamado a los guardias en primer lugar; si la muchacha no se hubiera lanzado al agua detrás de él... A Shigeru le habían educado para que no temiera a la muerte y no sufriese en exceso por las muertes de otros; pero por el momento no había perdido a ningún ser querido, y hasta entonces no se había dado cuenta del intenso amor que profesaba a su hermano. El desconsuelo se aproximó a él con su aliento gris, aniquilante, con su arsenal de armas insidiosas que flagelan el corazón y atormentan la mente. Entendió que se trataba de un enemigo al que había que temer en mayor medida que a cualquier guerrero; cayó en la cuenta de que no contaría con armadura alguna que pudiera protegerle de su asalto. Entonces, supo que dedicaría el resto de su vida a luchar para poner freno al desconsuelo, lo que sólo sería posible si mantenía a Takeshi con vida.
Al día siguiente, el cuerpo de Mori Yuta fue arrastrado por el agua hasta la orilla contraria, a escasa distancia de la residencia familiar. Fuera cual fuese el sufrimiento de sus padres, lo ocultaron celosamente a causa de la vergüenza y el remordimiento que les provocaba el hecho de que su primogénito hubiera estado a punto de ahogar al hijo del señor del clan. Yuta tenía doce años; ya era casi un hombre. No debería haber tomado parte en juegos infantiles, poniendo en peligro la vida de un niño de ocho años. Después del entierro su padre solicitó una audiencia con el señor Otori, que le fue concedida.
Shigemori y sus hermanos menores se hallaban sentados en la sala principal de la residencia de los Otori, situada en los terrenos del castillo y rodeada de jardines que conducían pendiente abajo a los formidables muros de piedra que se elevaban directamente desde el mar. Endo Chikara, Miyoshi Satoru e Irie Masahide, los lacayos principales de la familia, también se encontraban presentes. El sonido de las olas y el olor a salitre penetraban a través de las puertas abiertas. A medida que el verano seguía su curso, los días se iban volviendo más cálidos y húmedos; pero allí el aire resultaba fresco debido a la brisa y al bosque frondoso que cubría la colina situada a espaldas del castillo. En lo alto de la colina se hallaba un santuario dedicado al dios del mar, donde colgaba una campana de bronce inmensa que, según la leyenda, había sido fabricada por un gigante; se hacía sonar cuando se divisaban barcos extranjeros o ballenas varadas en la arena. Los tres señores de los Otori estaban ataviados con ropas formales; llevaban sendos bonetes negros y sujetaban un abanico en la mano. Shigeru se arrodilló en un lateral. También él lucía ropas de ceremonia. No eran las mismas que se habían manchado de barro y de agua; aquéllas habían sido lavadas cuidadosamente y luego, entregadas en el pequeño santuario cercano a la casa de su madre, en el que se veneraba al dios del río, junto con otras muchas ofrendas de vino de arroz y objetos de plata, con la esperanza de aplacar al espíritu. Muchos en la ciudad murmuraban que el dios estaba ofendido por la construcción del nuevo puente y, llevado por la furia, había atrapado a los niños. El accidente había sido una advertencia; la construcción debía detenerse de inmediato. El gentío escupió al cantero y la familia de éste sufrió toda clase de amenazas; pero el señor Shigemori había puesto todo su empeño en la construcción del puente y no se dejó disuadir. Los cimientos de las arcadas del puente ya estaban colocados, y la primera de ellas empezaba a levantarse.
Estos pensamientos cruzaron por la mente de Shigeru mientras Mori Yusuke se postraba ante los tres hermanos Otori. Era un experto jinete, y adiestraba a Shigeru y a otros hijos de guerreros. Criaba y domaba los caballos Otori que, según se decía, eran engendrados por el río; ahora, el río había tomado a su propio hijo a cambio. Los Mori eran una familia de rango medio, si bien gozaban de fortuna; las aptitudes de sus miembros y las vegas de su propiedad les reportaban holgados beneficios. Shigemori valoraba a Yusuke hasta el punto de poner en sus manos el adiestramiento de su propio hijo.
Mori Yusuke estaba pálido, aunque sereno. Ante la orden del señor Shigemori, levantó la cabeza y habló con voz baja pero clara.
—Señor Otori, lamento profundamente el dolor que os he causado. Vengo a ofreceros mi vida. Sólo os pido que me permitáis quitármela a la manera de los guerreros.
Shigemori guardó silencio durante unos instantes. Yusuke volvió a inclinar la cabeza. Shigeru percibió la indecisión por parte de su padre; conocía el motivo. El clan no podía permitirse perder a un hombre de la competencia de Yusuke, pero había que tomar medidas a causa de la afrenta, pues de otro modo Shigemori perdería prestigio y sería tomado por débil. A Shigeru le pareció notar visos de impaciencia en la expresión de sus tíos; Endo también fruncía el ceño de forma ostentosa.
Shoichi se aclaró la garganta.
—¿Puedo tomar la palabra, hermano?
—Deseo escuchar tu opinión —respondió el señor Otori.
—A mi entender, el insulto y la ofensa a la familia han sido imperdonables. Es un honor demasiado alto permitir que esta persona se quite su propia vida. También se deberían exigir las vidas de toda su familia, así como la confiscación de sus tierras y propiedades.
Shigemori parpadeó varias veces.
—El castigo me parece un tanto excesivo —respondió—. Masahiro, ¿qué dices tú?
—Tengo que darle la razón a mi hermano. —Masahiro se pasó la lengua por los labios—. Tu amado hijo Takeshi ha estado a punto de morir. El señor Shigeru también se expuso al peligro. Nuestro sobresalto y abatimiento han sido extremos. La familia Mori debe pagar por ello.
Shigeru no conocía bien a sus tíos; apenas los había visto durante los años que habitó en casa de su madre. Eran considerablemente más jóvenes que el padre del muchacho y habían nacido de una segunda esposa que aún vivía con Shoichi, el mayor de los dos. Shigeru sabía que ambos tenían hijos propios, de corta edad, si bien nunca los había visto. Ahora se fijaba en los rostros de sus tíos y escuchaba sus palabras como si procediesen de desconocidos. Sus expresiones eran de lealtad hacia su hermano mayor y devoción a la familia, pero le pareció discernir algo más profundo e interesado tras las frases corteses, pronunciadas con tono suave. Shigemori estaba en lo cierto: el castigo que demandaban era demasiado severo; no había razón para pedir las vidas de todos los miembros de la familia. Shigeru se acordó del niño que sollozaba en la presa y del otro hermano; de la mujer que había gritado en la orilla como un zarapito... Tal vez sus tíos ambicionasen las posesiones de los Morir las fértiles tierras y los cultivos de Yusuke y, en especial, sus caballos.
Shigemori interrumpió sus pensamientos.
—Señor Shigeru, tú fuiste el más directamente afectado por los hechos. En tu opinión, ¿cuál sería el castigo más justo y eficaz?
Era la primera vez que le habían solicitado hablar durante una audiencia, aunque había estado presente en muchas de ellas.
—Estoy convencido de que a mis tíos les mueve su devoción por mi padre... —dijo al tiempo que hacía una profunda reverencia. Tras incorporarse, prosiguió:— Pero considero que el juicio del señor Otori es acertado. El señor Mori no debe quitarse la vida; en cambio, ha de continuar a las órdenes del clan, que se beneficia en gran medida de su lealtad y talento. Ha perdido a su hijo mayor, por lo tanto el Cielo ya le ha castigado. Hagamos que pague su culpa entregando a uno de sus otros hijos al servicio del dios del río, en el santuario, al que también donará caballos.
Shoichi dijo:
—El señor Shigeru demuestra una sabiduría impropia de su edad. Aun así, considero que semejante acuerdo no anula el insulto hacia nuestra familia.
—El insulto no ha sido tan grande —replicó Shigeru—. Fue un accidente que ocurrió mientras unos niños jugaban. Los hijos de otras familias estuvieron implicados. ¿Acaso vamos a culpabilizar también a sus padres?
Todos los padres involucrados se hallaban presentes en la estancia: Endo, Miyoshi, Mori y el propio Shigemori. Algo prendió una chispa de ira en el interior de Shigeru, y estalló:
—No deberíamos matar a los nuestros. Tenemos enemigos que ya tienen bastantes ganas de acabar con nosotros.
Su argumento sonaba lastimosamente infantil aun a sus propios oídos, y optó por quedarse en silencio. Le pareció notar una expresión de desdén en el rostro de Masahiro.
El señor Otori tomó la palabra.
—Estoy de acuerdo con el juicio de mi hijo. Se hará tal como él sugiere, con una salvedad. Mori, te quedan dos hijos, según tengo entendido. Que el más pequeño se instale en el santuario y el otro venga a alojarse con nosotros. Entrará al servicio de Shigeru y recibirá instrucción junto a él.
—El honor es excesivo... —empezó a protestar Mori, pero Shigemori levantó una mano.
—La decisión está tomada.
Shigeru era consciente de la contrariedad que sus tíos ocultaban ante semejante decisión, lo que le desconcertaba en gran medida. Ambos contaban con todas las ventajas que su rango acarreaba y una riqueza más que suficiente; aun así, no estaban satisfechos. No habían deseado la muerte de Mori por cuestiones de honor, sino por razones más oscuras como la ambición, la crueldad y la envidia. El joven no se sentía capaz de expresar sus impresiones a su padre o a los lacayos principales —parecería una grave deslealtad a la familia—, pero a partir de aquel día los vigiló a escondidas y no volvió a confiar en ellos.
Mori Kiyoshige pasó a convertirse en el mejor amigo de Shigeru. Mientras su hermano pequeño se había quedado sollozando en la presa, Kiyoshige había salido corriendo en busca de ayuda. No había llorado ni entonces ni con posterioridad; se decía que jamás derramaba una lágrima. Su madre se había preparado para la muerte de su esposo y la ruina de toda la familia; cuando Yusuke regresó a casa sano y salvo, con la noticia de que el hijo mayor de ambos iba a instalarse en el castillo, rompió a llorar de alivio y de alegría.