Takeshi había nacido el año en que la señora Otori cumplió los treinta y dos; a esa edad, muchas mujeres se convertían en abuelas. Se casó con Shigemori cuando ella tenía diecisiete años y él, veinticinco. Había concebido un descendiente casi de inmediato, levantando así grandes expectativas y una pronta garantía de sucesión; pero el primogénito, un varón, nació muerto y el siguiente, una niña, sólo vivió unas horas después de nacer. Varios abortos vinieron a continuación, hijos del agua consignados al cuidado de Jizo. Daba la impresión de que el vientre de la señora Otori fuera incapaz de llevar el embarazo a buen término. Se efectuaron consultas a médicos y luego, a sacerdotes; por último, aun chamán de las montañas. Los doctores prescribieron alimentos para fortalecer la matriz: arroz en caldo, huevos y soja fermentada. Desaconsejaron la anguila y cualquier otro pescado caracterizado por una intensa actividad, y elaboraron infusiones conocidas por sus propiedades calmantes. Los sacerdotes cantaron oraciones e inundaron la vivienda de incienso y de talismanes procedentes de remotos santuarios. El chamán ató un cordel de paja alrededor del vientre de la señora Otori para sujetar al niño y le prohibió contemplar el color rojo, pues al hacerlo reavivaría el deseo de sangrar de la matriz. El señor Shigemori recibió en privado el consejo por parte de sus lacayos de que tomase una concubina —o acaso varias—, pero sus hermanastros Shoichi y Masahiro se opusieron a la idea, argumentando que la sucesión de los Otori siempre se había llevado a cabo con herederos legítimos. Otros clanes podrían solucionar sus asuntos de diferente manera; pero los Otori, al fin y al cabo, descendían de la familia imperial, y para el Emperador supondría un gran insulto la instauración de un heredero ilegítimo. Cierto era que el hijo podría ser adoptado y, de esta forma, legitimado; pero Shoichi y Masahiro no eran tan leales a su hermano mayor como para no albergar sus propias ideas en cuanto a la herencia familiar.
Chiyo, la doncella principal de la señora Otori, a quien había amamantado y criado, acudió en secreto a las montañas, a un santuario consagrado a la diosa Kannon. Trajo consigo un talismán —elaborado con pelo de caballo y tiras de papel tan fino como la gasa— que guardaba un encantamiento, y lo cosió al dobladillo del manto de dormir de su señora, sin mencionárselo a nadie. Cuando el hijo fue concebido, Chiyo se aseguró de que sus propias disposiciones para mantener el embarazo se siguieran al pie de la letra: mucho descanso y buena alimentación; nada de emociones, ni de doctores, sacerdotes o chamanes. Deprimida por los numerosos descendientes que había perdido, la señora Otori albergaba pocas esperanzas de que este nuevo hijo pudiera vivir; de hecho, apenas nadie se atrevía a esperar un retoño sano. Cuando nació un varón que daba muestras de querer sobrevivir, la alegría y el alivio del señor Shigemori fueron extremos. La señora Otori, convencida de que el niño pronto sería apartado de su lado, no pudo amamantarle. La hija de Chiyo, quien acababa de dar a luz a su segundo hijo, se convirtió en su ama de cría. A la edad de dos años, el primogénito recibió el nombre de Shigeru.
Otros dos niños del agua fueron enviados al cuidado de Jizo antes de que Chiyo realizase una nueva peregrinación a las montañas. Esta vez llevó el cordón umbilical del heredero como ofrenda a la diosa, y regresó con otro talismán.
Shigeru tenía cuatro años cuando nació su hermano, al que llamaron Takeshi. A menudo, los Otori elegían nombres que incluían los términos
shige
o
take,
con la intención de que sus hijos varones recordaran la importancia de la tierra y de la espada, la bendición de la paz y los deleites de la guerra.
De esta manera, la sucesión legítima quedó asegurada para alivio generalizado, con la excepción de Shoichi y Masahiro, quienes ocultaron su contrariedad con la fortaleza de ánimo propia de la casta de los guerreros. Shigeru fue criado a la manera estricta y disciplinada de los Otori, que en los hombres adultos valoraban el coraje y la destreza física, la inteligencia sobresaliente, la alerta mental, el autocontrol y la cortesía, y en los niños la obediencia. Fue instruido en la equitación; en el manejo de la espada, el arco y la lanza; en el arte y la estrategia de la guerra; en el gobierno y la historia del clan, así como en la administración y tributación de sus tierras.
Estas tierras comprendían la totalidad del País Medio, desde el mar del norte hasta el del sur. En el norte se hallaba la ciudad portuaria de Hagi, sede del castillo de los Otori, que gozaba de gran prosperidad gracias al comercio con el continente y a las actividades pesqueras en los fructíferos mares septentrionales. Artesanos procedentes de Silla, en el continente, se asentaron en Hagi e introdujeron numerosas industrias a pequeña escala, entre las que destacaba la hermosa cerámica —la arcilla de la zona tenía un original color que aportaba un tono rosáceo al pálido vidriado—. Yamagata, en el centro del país, era la segunda ciudad en importancia, mientras que en el puerto sureño de Hofu también se efectuaban transacciones comerciales. De los Tres Países, el País Medio era el más próspero, por lo que sus vecinos lo contemplaban con ojos codiciosos.
* * *
En el cuarto mes del año posterior a la muerte de Kikuta Isamu, Otori Shigeru, de doce años de edad, acudió a visitar a su madre tal como hacía una vez por semana desde que abandonara la casa en la que creció y se trasladara al castillo en calidad de heredero de su padre. La casa se asentaba en un terreno cercano a la confluencia de los dos ríos que circundaban la ciudad de Hagi; las granjas y bosques que ocupaban la orilla de enfrente pertenecían a su familia materna. La vivienda estaba hecha con madera y rodeada de verandas cubiertas por amplios aleros. La parte más antigua tenía techumbre de paja, pero el abuelo de Shigeru había ordenado construir un ala nueva con una segunda planta y tejado de tablillas de madera; el ala contaba con una sala en el piso superior y una escalera de roble pulido. Aunque quedaban varios años para que Shigeru cumpliera la mayoría de edad, el muchacho portaba ya una espada corta en el cinturón de su túnica. Dado que las visitas a su madre se consideraban ocasiones de cierta formalidad, aquel día vestía ropas de ceremonia, con el blasón de la garza bordado en la espalda de su casaca de amplias mangas; bajo la larga túnica llevaba pantalones anchos. Fue trasladado en un palanquín laqueado en negro, con costados de entramado de cañas y cortinas de seda engrasada que él siempre descorría. Habría preferido cabalgar —le encantaban los caballos—, pero como heredero del clan se le pedía cierto protocolo que él obedecía sin cuestionar.
En un segundo palanquín le acompañaba su preceptor, Ichiro, primo lejano de su padre que había estado a cargo de su instrucción desde que Shigeru cumpliera los cuatro años y había iniciado al niño en la lectura, caligrafía, historia y poesía, así como en el estudio de los clásicos. Los porteadores del palanquín atravesaron la cancela de entrada a la casa. Todos los guardias se adelantaron y se postraron de rodillas mientras el vehículo se colocaba sobre el suelo y Shigeru desmontaba. El muchacho respondió a las reverencias de los soldados con una ligera inclinación de cabeza, y luego aguardó respetuosamente a que Ichiro consiguiera salir del palanquín. El maestro, hombre sedentario, padecía de dolores en las articulaciones que le dificultaban los movimientos. El anciano y su joven pupilo se quedaron inmóviles unos instantes, contemplando el jardín, ambos embargados por la misma alegría repentina. Las azaleas estaban a punto de florecer y los arbustos mostraban un leve resplandor rojizo. Alrededor de los estanques, los lirios mostraban sus capullos blancos y púrpuras, y las hojas de los frutales ostentaban un flamante color verde. Un torrente atravesaba el jardín y las carpas doradas titilaban bajo la superficie del agua. Desde el extremo más lejano llegaba el sonido del río en marea baja, un gentil chapoteo, así como el familiar olor a barro y a pescado que se ocultaba bajo el aroma de las flores.
En el muro que rodeaba la vivienda había un orificio de poca altura a través del cual el torrente fluía e iba a desembocar en el río, al otro lado de la tapia. Una rejilla de cañas de bambú solía tapar la abertura para evitar que los perros callejeros entrasen al jardín; pero Shigeru se fijó en que había sido apartada a un lado y sonrió para sí, recordando cómo él mismo acostumbraba a salir a la orilla del río de la misma forma. Takeshi debía de estar jugando en el exterior, sin duda enfrascado en una batalla de piedras, y la señora Otori se encontraría inquieta por su causa. Más tarde, el niño recibiría una reprimenda por no encontrarse preparado, ataviado con sus mejores ropas, para saludar a su hermano mayor; pero ni su madre ni su hermano tardarían mucho en perdonarle. Shigeru percibió una ligera punzada de satisfacción ante la perspectiva de volver a ver a Takeshi.
Chiyo dio la bienvenida al recién llegado desde la veranda, y al girarse, Shigeru vio a una de las criadas arrodillada en el entarimado junto a un cuenco de agua para lavarle los pies. Ichiro exhaló un profundo suspiro de satisfacción y, esbozando una amplia sonrisa que nunca dejaba ver en el castillo, se encaminó en dirección a la casa. Antes de que Shigeru tuviera oportunidad de seguir a su maestro, se escuchó un grito desde detrás del muro del jardín y Endo Akira llegó corriendo por el torrente, salpicando agua a su paso. Estaba cubierto de barro y le brotaba sangre de varios cortes en la frente y en el cuello.
—¡Shigeru! ¡Tu hermano se ha caído al río!
No mucho tiempo atrás, el propio Shigeru había participado en batallas similares, y Akira había ejercido el papel de uno de sus oficiales principiantes. Los hermanos Otori, junto con Akira y Miyoshi Kahei, el mejor amigo de Takeshi, habían mantenido una perpetua contienda con los hijos de la familia Mori, que residía en la margen contraria y consideraba la presa del río como un puente de su exclusiva propiedad. Los chicos libraban sus batallas con guijarros negros que extraían del lodo de la orilla durante la marea baja. Todos ellos se habían caído al río en alguna ocasión, y habían aprendido a enfrentarse a las aguas en sus diferentes estados de ánimo. Shigeru vaciló, reacio a lanzarse al agua, poco inclinado a mancharse la ropa o a insultar a su madre al hacerla esperar.
—¡Mi hermano pequeño sabe nadar!
—¡Pero es que no ha salido a la superficie!
Una oleada de miedo le dejó la boca seca.
—Vamos. —De un salto, se plantó en el torrente y Akira le siguió. Desde la veranda, Ichiro le llamaba, indignado.
—¡Señor Shigeru! No es momento de juegos, tu madre te aguarda.
Shigeru reparó en lo mucho que tenía que inclinarse para pasar por el agujero en forma de arco perforado en el muro, y al tiempo escuchó las diferentes melodías del agua: la cascada del jardín y el chapoteo del torrente mientras fluía a través del conducto e iba a desembocar a la orilla del río. El joven se dejó caer sobre el lodo pestilente, notó que se le pegaba a las sandalias y se las quitó de un tirón, al igual que la casaca y la túnica, que arrojó sobre el barro, apenas sin darse cuenta, tan sólo consciente de la pardusca y desierta superficie del río. Corriente abajo, a su derecha, divisó el primer pilar del inacabado puente de piedra que se elevaba desde el agua —la marea entrante formaba remolinos en su base— y también una barca, arrastrada por la misma marea y guiada por una joven. En el instante mismo en que Shigeru se fijó en ella, vio que la muchacha, conocedora del accidente, se levantaba y se quitaba su túnica exterior, preparándose para saltar al agua. Luego Shigeru volvió la vista corriente arriba, hacia la presa donde los dos hermanos Mori de menor edad se encontraban de rodillas, observando el agua.
—Mori Yuta también se ha caído —explicó Akira.
En ese momento se escuchó un chapoteo y emergió a la superficie Miyoshi Kahei, falto de aliento, con el rostro verdoso y los ojos fuera de las órbitas. Respiró hondo unas cuantas veces y luego, volvió a sumergirse.
—Ahí están —señaló Akira.
—Ve a buscar a los guardias —ordenó Shigeru, si bien era consciente de que no había tiempo que perder. Salió corriendo hacia delante y se lanzó al río. A pocos pasos de la orilla el agua aumentaba en profundidad, y la marea empujaba con fuerza lanzándole hacia la presa. Kahei emergió de nuevo, a corta distancia de Shigeru, tosiendo y escupiendo agua.
—¡Shigeru! —exclamó—. ¡Se han quedado atrapados bajo la presa!
En ese momento, el joven Otori tan sólo podía pensar en que no permitiría que su hermano perdiera la vida en el río. Se zambulló en las aguas turbias al tiempo que notaba la fuerza de la marea, que iba en aumento. Divisó las figuras borrosas de los niños, como si fueran sombras; tenían sus pálidas extremidades entrelazadas, parecía que aún siguieran enzarzados en la lucha. Yuta, mayor y más pesado, se encontraba en la parte exterior. Empujado contra la estructura de madera de la presa, a causa del pánico, había forzado a Takeshi a adentrarse a más distancia entre los pilotes. Daba la impresión de que su ropa se le había enganchado en una astilla de madera.
Shigeru enumeraba para sí con objeto de mantener la calma. La sangre empezaba a golpearle en los oídos a medida que sus pulmones demandaban aire. Tiró del tejido empapado, pero no logró soltarlo; no conseguía apartar a Yuta para llegar hasta Takeshi. Percibió un movimiento en el agua, a su lado, y cayó en la cuenta de que no se hallaba solo. Pensó que sería Kahei, pero entonces vislumbró la pálida silueta del pecho de una muchacha, que contrastaba con la madera oscura y las algas verdosas. Agarró a Yuta y tiró con fuerza de él. El paño se soltó. La boca del muchacho estaba abierta, si bien no salían burbujas; se diría que estaba muerto. Shigeru podía salvar a uno, pero no a los dos. Además, en ese momento no era capaz de pensar en nadie más que en Takeshi. Se sumergió a mayor profundidad y aferró a su hermano por los brazos.
Los pulmones le estallaban, la visión se le teñía de rojo. Las extremidades de Takeshi parecían moverse; pero no era más que el río, que las hacía oscilar. Resultaba asombrosamente pesado; demasiado pesado para un niño de ocho años, demasiado pesado para que Shigeru pudiera levantarle. Pero no estaba dispuesto a soltarle. Moriría en el río junto a su hermano antes que dejarle abandonado. La muchacha se encontraba a su lado, tirando de Takeshi, empujándolos a ambos hacia arriba. Shigeru era capaz de apreciar los ojos de la desconocida, oscurecidos y concentrados a causa del esfuerzo. La joven nadaba con la agilidad de un cormorán, mejor que el propio Shigeru.