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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantasía

LA PUERTA DEL CAOS - TOMO II: La usurpadora (42 page)

BOOK: LA PUERTA DEL CAOS - TOMO II: La usurpadora
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A pesar de las firmes promesas que se hizo, se sintió aliviada de todos modos cuando, uno a uno, los demás ocupantes de la biblioteca fueron saliendo hasta que por fin se quedó sola. En cuanto la puerta se cerró detrás del último visitante tardío, dejó a un lado el libro de medicina y comenzó a rebuscar entre los manuscritos con apremiante energía. ¡Había tantos! Registros de nacimientos y muertes y matrimonios, listas de diezmos procedentes de las provincias, disputas legales, informes acerca de los progresos de estudiantes… Sólo uno de cada tres documentos parecía contener referencias a los ritos del Círculo o a prácticas de magia, lo que a la vez la sorprendió y la preocupó. ¿Podría haberse perdido alguno de los viejos documentos o incluso haber sido destruido deliberadamente, quizás en la época del cambio? Si era así, su búsqueda podría ser totalmente inútil. ¿Y qué haría entonces?

Estaba sentada junto a una de las largas mesas, hojeando su tercera pila de mohosos pergaminos cuando escuchó un crujido en la puerta. Apresuradamente abrió el libro de medicina que seguía teniendo al lado para mantener las apariencias y alzó la vista.

Calvi Alacar estaba en el umbral. Durante un momento la miró con inseguridad; luego aventuró una sonrisa vacilante.

—Hola, Karuth. Creí que todo el mundo estaba en el comedor.

El corazón de Karuth latió dolorosamente en su pecho. Aparte de Ailind y Tirand, Calvi era la persona que menos ganas tenía de ver en aquel momento.

—Yo… —Dioses, se estaba poniendo colorada, lo notaba—. Tengo que hacer algo de investigación. —Indicó el libro de texto—. Es más fácil concentrarme cuando no hay nadie más que me distraiga.

Calvi pasó por alto la burda insinuación y siguió mirándola, de manera extraña, pensó ella; ¿o es que su nerviosismo la llevaba a imaginar demonios ine xistentes? Entonces él cogió una silla y se sentó al otro lado de la mesa.

—Vine aquí porque también yo quería estar un rato a solas —explicó—. Pero ahora, yo… bueno, me alegra verte. —Soltó una risita burlándose de sí mismo—. Eres una de las pocas personas que no me hacen reverencias ni me llaman Alto Margrave a todas horas mientras intentan ocultar su convencimiento de que no estoy hecho para mi cargo.

Su mirada se paseaba por la mesa, y con cuidado Karuth tapó el pergamino con el libro abierto para asegurarse de que no fuera a leerlo.

—Ten cuidado, Calvi. Empiezas a parecer un cínico.

—¿Sí? No creo ser un cínico, de verdad. Sólo estoy… confundido. —Frunció el entrecejo—. Muy confuso. —Hizo una larga pausa y luego, de pronto, la miró de nuevo, esta vez con dolorosa franqueza—. Karuth, me alegro de haberte encontrado aquí. Desde ayer quería hablar contigo, pero no ha habido ocasión.

La expresión de Karuth siguió siendo de no tomar partido.

—¿Sobre algún asunto médico?

—No. —Pareció sorprendido y un poco dolido—. No, nada de eso. Es acerca de Strann.

—¿Strann? —
Cuidado
, dijo una voz interior.

—Sí. A propósito, he oído que se está recuperando de la fiebre. Me alegro. Me gustó cuando nos encontramos por primera vez… en la boda de Blis. —Tragó saliva—. Y creo que ahí está el problema. Quiero decir que es tan difícil dejar de apreciar a alguien, ¿no crees? No importa lo que pueda haber hecho; uno no puede cambiar totalmente su punto de vista sin dar como mínimo una segunda oportunidad. Por eso tengo que preguntar, tengo que saber. Karuth… ¿Strann es un traidor?

Karuth suspiró con cansancio, preguntándose qué travieso duendecillo había hecho que Calvi eligiera el peor momento para plantear aquella cuestión. No quería hablar de Strann. No quería pensar en Strann, no allí, no ahora. Era demasiado peligroso.

Intentó distanciarse sin que el rechazo fuera demasiado evidente.

—¿Qué te hace pensar que yo puedo responder a semejante pregunta, Calvi? —repuso—. No poseo conocimientos especiales y no soy una hechicera.

—Pero conoces a Strann.

—Poco mejor que tú. No puede decirse que seamos viejos amigos. Pareces haber olvidado que sólo me encontré con él una vez antes de que llegara aquí. —Su tono, sin quererlo, era duro. Calvi se ruborizó y miró hacia otro lado.

—No quería suponer. Pensaba…

Ella lo interrumpió.

—Por favor, ésta no es la ocasión ni el lugar para hablar de Strann y de lo que podría o no podría ser. —Debía sacárselo de encima, pensó. No quería herirlo con un brusco rechazo, pero tampoco podía permitirse el lujo de pensar en sus sentimientos íntimos en aquel momento—. Calvi, no quiero ser desagradable contigo, pero tengo trabajo que hacer y necesito concentrarme en ello y no distraerme con preguntas y especulaciones. No puedo decirte nada sobre Strann. Si necesitas alguien con quien hablar, estaré encantada de pasar un rato contigo mañana, si eso te ayuda. Pero ahora necesito estar a solas. Lo siento.

La silla de Calvi rascó ásperamente el suelo de piedra cuando la echó para atrás.

—No —dijo con voz distante y débil—, soy yo quien lo siente. No me había dado cuenta. Pensé que quizá… Bueno, no importa. —Se puso de pie—. Perdóname. Te dejaré en paz.

La miró con sus azules ojos, y Karuth supo que esperaba que ella se ablandara. Antes había sido susceptible con frecuencia a su encanto, pero esta vez se limitó a decir:

—Te veré mañana. Tal vez entonces esté de mejor humor.

Él inclinó la cabeza ante la tácita disculpa y se dirigió hacia la puerta. En el umbral se volvió para mirarla.

—¿Algo va mal, Karuth? ¿Puedo ayudarte de alguna manera?

Karuth no cedió.

—No pasa nada. Buenas noches, Calvi.

Él vaciló como si fuera a decir algo más, pero lo pensó mejor.

—Buenas noches —dijo con abatimiento, y sus pasos se perdieron en la escalera.

Karuth encontró el pergamino diez minutos después. Estaba entre un paquete de manuscritos descoloridos y casi ilegibles en el estante más bajo, y cuando descifró las primeras palabras, escritas en una caligrafía elegante pero arcaica, el estómago le dio un vuelco de excitación.

Con mucho cuidado, porque el pergamino era peligrosamente frágil, quitó una capa de polvo de su superficie y se inclinó más sobre la mesa. El polvo la hizo estornudar, y cuando comenzó a leer, descubrió que había fragmentos en los que la escritura apenas era descifrable, pues la gramática era extraña y el texto contenía muchas palabras y frases que habían caído en desuso hacía mucho tiempo. Aquel documento debía de tener siglos de antigüedad; el ritual no seguía ninguna de las formas tradicionales, sino que era completamente extraño en todos sus detalles, y Karuth empezó a darse cuenta de hasta qué punto las prácticas del Círculo —y quizá mucho más que las prácticas— debían de haber cambiado desde el día en que aquel antiguo sortilegio había sido transcrito al pergamino.

Al fin levantó la vista. Su mirada se centró en una de las antorchas de la pared más lejana, pero no la vio. El rito era tan sencillo… No requería purificación ceremonial, ni invocación de los guardianes elementales, ni estado de trance. Un niño novicio podría realizarlo sin pensarlo dos veces y lo completaría en cuestión de minutos. Pero en cuanto a qué resultaría, el manuscrito no daba la más mínima pista. Tan sólo el nombre que los antiguos hechiceros le habían dado —el
Parlamento de la Vía
— insinuaba apenas cuál podría ser la naturaleza del sortilegio, y la insinuación no le decía nada a Karuth. Un misterio, un enigma. Gritar en la oscuridad.

Pero ¿se atrevería a dar ese grito, sabiendo que podía tener respuesta? El
Parlamento de la Vía
daría a los señores del Caos, o al menos eso le habían hecho creer, la oportunidad de acceder al Castillo; y si entraban en el mundo de los mortales, se enfrentarían inevitable e inmediatamente con Ailind del Orden. ¿Cuáles podrían ser las consecuencias? Imposible suponerlo y casi igual de difícil imaginarlo. Por lo que sabía, lo que estaba dispuesta a hacer podía significar el desastre para todos. Ailind debía de tener, sin duda, su plan para derrotar a la usurpadora; ¿cuál sería el resultado de la repentina intervención del Caos en su plan?

Karuth volvió a mirar el pergamino. La verdad es que no podía predecir nada con exactitud. Hiciera lo que hiciese, ya fuera realizar el rito o volver a esconder el pergamino e intentar olvidar que jamás lo hubiera visto, estaría jugando al azar. Y, fuera cual fuese el camino elegido, las apuestas eran altas. Pensó en la sobrenatural manifestación de Yandros en el dormitorio de Strann. Recordaba su voz, la voz por la que sentía una afinidad instintiva. Luego pensó en Ailind, y recordó su dura advertencia cuando había realizado a solas su fracasado intento de invocar al Caos, y el estómago se le encogió en una arcada. No importaba cuáles fueran sus planes ni cuál el precio de su interferencia: no podía aceptar que las draconianas medidas de Ailind fueran correctas ni para el Círculo en su actual crisis ni —lo que era más importante— para el futuro. Debía seguir su instinto, y éste le decía a gritos que actuara. Debía arrojar los dados y rezar porque su tirada trajera el bien y no el mal.

Cuando se levantó de la silla y se dirigió hacia la pequeña puerta que daba al Salón de Mármol, sintió las piernas como si estuvieran hechas de madera reseca y agrietada. El crujido del picaporte le pareció un ruido ensordecedor; cerró cuidadosamente la puerta tras de sí, luego tragó saliva y comenzó a descender por el estrecho y serpenteante pasillo. Pronto la familiar fosforescencia tenue apareció ante ella, enseñándole el camino y haciéndose más brillante a medida que avanzaba, hasta que el pasillo dio una última curva y la puerta de plata que conducía al Salón quedó delante de ella.

En cuanto la vio, Karuth se paró sorprendida. La puerta no desprendía su usual resplandor fantasmal, sino que parecía estar envuelta en fuego; fuego de plata, un brillo frío y cegador que inundaba el pasillo. Aturdida, Karuth adelantó una mano con los dedos desplegados para taparse el rostro y evitar que sus ojos se dañaran con la claridad. La luz chisporroteó en el aire a su alrededor y formó dibujos extraños y chispeantes sobre su piel, y de pronto recordó la pesadilla que había tenido, en la que permanecía indefensa en aquel mismo lugar mientras el viejo Sumo Iniciado, Keridil Toln, le hacía señas desde la puerta de plata y una sombra maligna y alargada avanzaba por el suelo para atraparla.

Furiosamente, dominó sus nervios y se recordó que aquello no era un sueño y que tenía pleno control de sus actos. Aspiró hondo, con la mano todavía protegiéndole el rostro, y sin hacer caso de su desbocado pulso, comenzó a avanzar una vez más…

Un terrorífico estallido de lívida blancura surgió de la puerta y, durante una fracción de segundo, la imagen de una estrella de siete puntas abrasó el cerebro de Karuth. Retrocedió, gritando de terror, y cuando chocó contra la pared, la brillante luz se desvaneció, dejando sólo una iluminación grisácea y tenue que se filtró por el pasillo. Jadeando, Karuth se enderezó con movimientos vacilantes, mientras sus ojos parpadeaban luchando por ajustarse al violento cambio.

Y el silencio se vio roto por un débil pero enfático chasquido.

Miró la puerta de plata y vio que se estaba abriendo, moviéndose sobre sus silenciosos goznes y mostrando el Salón de Mármol al otro lado. La niebla, surcada por espectrales colores en tonos pastel, flotaba como agua en lento movimiento, y a través de ella las hileras de altas columnas se alzaban oníricas y remotas. Sin apenas darse cuenta de lo que hacía, empujada por una mezcla inconsciente de instinto y deseo, Karuth avanzó lentamente hacia la puerta y se quedó vacilando en el umbral, mientras sus sentidos psíquicos calibraban la atmósfera. El Salón de Mármol estaba sereno y en silencio. Parecía un lugar seguro, un refugio donde podría esconderse y donde ningún poder la alcanzaría contra su voluntad. Entró. Al cruzar el suelo de mosaico, sus pies hicieron un ruido apagado y la niebla la envolvió como si fuera una capa extraña y resplandeciente. Pasó la primera hilera de columnas, luego la segunda, mientras seguía con la vista el dibujo del mosaico, buscando el círculo negro del que se decía —aunque nadie lo había sabido con certeza en aquel lugar de dimensiones peculiares— que señalaba el centro exacto del Salón. Allí estaba, una zona oscura como la boca abierta de un profundo pozo en el suelo delante de ella, incongruente entre los dibujos de sutiles colores que lo rodeaban. Karuth se acercó deprisa y, parándose en su borde, lo contempló. Sabía que ahora debía reunir el valor para romper un tabú que existía desde hacía muchas generaciones, porque el
Parlamento de la Vía
debía ser pronunciado dentro del círculo negro, donde ningún adepto se había atrevido a colocarse desde hacía siglos. Karuth no sabía cómo había surgido el tabú ni por qué, y alejó de su mente todas las especulaciones acerca de su posible origen. No era momento de perder el tiempo. Había aprendido de memoria el ritual, había alcanzado la seguridad del Salón de Mármol, y Yandros le había dicho que aquí estaba fuera del alcance de la influencia de los señores del Orden. Ahora nadie podía detenerla. El rito debía realizarse.

Comenzó a respirar lentamente y con regularidad, tal y como le habían enseñado de novicia, tranquilizando la mente y dejando que se relajaran los músculos del cuerpo. Después, cuando el ejercicio empezó a hacer efecto, alzó la cabeza y miró más allá del círculo negro, al lugar donde se alzaban sobre sus pedestales los siete colosos que representaban a los dioses del Caos y el Orden, enormes y fantasmales en medio de la niebla. Karuth contempló durante unos momentos las figuras esculpidas, cada una espalda con espalda con su contrario del reino opuesto. Yandros y Aeoris; Aeoris severo, Yandros que sonreía con un toque de tenebroso humor. Y los hermanos menores, cuyos nombres eran desconocidos… con una excepción. Se preguntó cuál sería la estatua de Ailind. A diferencia de los señores del Caos, los rostros de los dioses del Orden eran todos iguales hasta en el más mínimo detalle, y cualquiera de las seis máscaras de piedra, de serena expresión, pero sin sonrisa, podía representar al ser que había venido al Castillo. Bien, pensó Karuth con una mínima sonrisa, ahora carecía de importancia. Ya no tenía que temer nada ni de Ailind ni de ninguno de sus hermanos.

Su mente estaba tranquila, el cuerpo flexible y relajado. Dejando a un lado los últimos jirones de su vieja duda y del miedo, se preparó para entrar en el círculo negro.

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