LA PUERTA DEL CAOS - TOMO II: La usurpadora (41 page)

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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantasía

BOOK: LA PUERTA DEL CAOS - TOMO II: La usurpadora
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Asintió.

—Os… comprendo, mi señor.

—Bien. Entonces abandonaré a este mensajero y lo dejaré una vez más bajo tu cuidado —una pausa; luego la voz suave e implacable añadió—: No me falles esta vez, Karuth. No creo que haya otra oportunidad para que te redimas.

Algo parecido a la sombra de un ala gigantesca pasó por la habitación. Durante un par de segundos, la visión de Karuth quedó oscurecida; luego sus ojos se despejaron y, parpadeando, enfocó la vista una vez más en la cama. Strann la miraba. Su piel estaba en perfectas condiciones, el sudor había desaparecido y sus ojos de color avellana miraban con cierto desconcierto.

—¿Karuth? —Hasta su voz tenía el acostumbrado tono de barítono ligero, sin el menor rastro de ronquera—. ¿Qué haces aquí? Me dijeron que no se me permitía tener visitas.

—Strann… —La transformación había tenido lugar con tal rapidez que la había dejado temblando y aturdida. Sabía que lo que había visto y oído no era una ilusión, pero el veloz y traumático regreso a la normalidad la había dejado desorientada, y apenas podía dar crédito a que aquello hubiera sucedido realmente. El instinto se hizo cargo, y puso una mano en la frente de Strann con aire profesional. Estaba fría—. Pero si estabas…

—¿Dormido? Debo de haberlo estado. Lo siento, no era manera de recibirte. —Se incorporó y se sentó en la cama—. ¡Hay luz afuera! ¿Qué hora es?

—¡Túmbate! —dijo ella, empujándolo otra vez contra las almohadas—. ¡Estabas enfermo! —Vio la incomprensión en su rostro—. ¿No lo recuerdas? Delirabas. Sanquar me llamó porque nunca había visto una fiebre tan violenta. Y entonces… —Karuth titubeó, y se preguntó hasta qué punto se atrevería a ser sincera; luego decidió quedarse en un término medio. Se sentó en la cama—. Escucha, Strann. Me hablaste en medio de tu delirio febril, me diste un mensaje. ¿Lo recuerdas?

Él reflexionó y meneó la cabeza.

—No, no recuerdo nada de eso. Ni siquiera un sueño… —De repente, entrecerró los ojos—. ¿Qué dije?

—No puedo decírtelo. Si no lo recuerdas, es más seguro que el asunto quede tal y como está por el momento.

Debería haber sabido que Strann no era ningún idiota, porque volvió a sentarse, esta vez sin hacer caso de su intento de impedirlo.

—Karuth, ¿tiene algo que ver con Yandros?

—Sssh. —Le tocó los labios con un dedo rápidamente, haciéndolo callar antes de que dijera nada más—. No pronuncies su nombre, ¡o nos pondrás a los dos en peligro!

Él le cogió la mano y, cuando ella quiso soltarse, no la dejó.

—Dime qué quieres decir.

Karuth miró por encima del hombro. La puerta seguía cerrada. La paciencia de Sanquar todavía no se había agotado. Volviéndose, tomó una decisión. No podía mentirle a Strann. Estaba tan implicado en aquello como ella, aunque fuera en contra de su voluntad, y ella no tenía derecho a pretender que las cosas fueran de otra manera. Por el bien de ambos, tenía que saber, al menos, una parte de la verdad.

Se inclinó hacia adelante.

—Strann, no puedo explicártelo todo, pero te diré cuanto puedo revelar sin poner nuestras vidas en peligro. No —le indicó cuando él, impresionado, intentó hablar—, no me interrumpas; sólo escucha. Strann, estás prisionero, y mi condición es poco mejor que la tuya. Los señores del Orden han enviado aquí a un emisario, y mi hermano está completamente bajo su dominio. El Orden conoce tu mensaje.

El rostro de Strann perdió el poco color que había recuperado cuando se dio cuenta de lo que eso significaba.

—El adepto de cabellos blancos…

—No es un adepto.

—Oh, dioses… —Su mano intacta se cerró en un puño—. Si me hubiera dado cuenta, si hubiera sabido…

—No tuve tiempo de avisarte, y ahora no me atrevo a entrar en detalles. —De nuevo, Karuth miró nerviosa por encima del hombro—. No sé lo que Tirand y el emisario querrán hacer con esa información, y, aunque lo supiera, no podría decirlo en voz alta, porque desconfían de mí y me vigilan, e ignoro con cuánta proximidad lo hacen. Strann, es imperativo que hagas lo que voy a pedirte sin preguntar ni discutir. No puedo correr el riesgo de decirte por qué, pero creo que eres lo bastante inteligente para averiguarlo tú solo.

Strann entrecerró los ojos.

—¿Esto tiene que ver con lo que dije en el momento de mi ataque febril?

Ella asintió.

Strann dejó escapar el aire entre los dientes.

—Entiendo. Bien, al menos parece que me ha dado una segunda oportunidad. ¿Qué quieres que haga?

Karuth agradeció en silencio su rápida y aguda inteligencia.

—Dos cosas. Primero, actúa como un hombre que se recupera lentamente de una enfermedad extraña, violenta, pero breve. Tu fiebre no era natural. Te fue inducida como medio de ponernos en contacto, pero es esencial que nadie más sospeche que era otra cosa que una genuina enfermedad. Segundo, guarda silencio. No recuerdas nada, no sabes nada, no digas nada a nadie. Limítate a ser un viajero cansado y perplejo que ha cumplido su deber y que ahora aguarda pasivamente el destino que el Sumo Iniciado decrete para él.

El labio de Strann se dobló.

—Eso no dista mucho de ser la verdad.

—Por el momento, sí. Pero puede que las cosas cambien en los próximos días. Rezo porque así sea.

—¿Ésa es tu labor?

—No me preguntes, Strann.

Él asintió.

—Muy bien, comprendo. Haré lo que me pides. —Un fantasma de su antiguo ingenio regresó y añadió—: Al menos será un buen ejercicio para mí. Puedes confiar en mi discreción… y en mi talento de actor.

Karuth cerró los ojos brevemente.

—Gracias.

Él tenía su mano cogida todavía; Karuth hizo ademán de levantarse, pero Strann no la soltó.

—Karuth…

Ella lo miró. Lenta pero deliberadamente se llevó su mano a los labios y le besó los nudillos.

—Ten cuidado. No corras riesgos innecesarios… y no sólo por tu propio bien.

Ella permaneció sentada, inmóvil, creyendo entender lo que él quería decir, pero no permitiéndose estar totalmente segura de ello.

—No lo haré —contestó al fin.

—¿Puedo contar con eso?

Ella se soltó la mano. Le cosquilleaba ligeramente.

—Sí, puedes —repuso. Entonces, bruscamente, la otra Karuth, la máscara, el rostro público volvió a imponerse y se puso de pie—. Voy a darte un fuerte sedativo. Estarás inconsciente durante algunas horas, lo que hará que tu rápida recuperación resulte más convincente. A partir de ahora, Sanquar cuidará de ti; yo no podré volver. Al menos hasta que… —No terminó la frase.

Strann sonrió.

—No hace falta que digas nada más, dama Karuth. Me pondré en manos de Sanquar, y seré un enfermo modélico, aunque inusualmente callado.

Ella preparó el sedativo y permaneció de pie mientras Strann, haciendo una mueca al probarlo, se lo bebía. Después cogió la copa vacía y se dirigió hacia la puerta. Cuando su mano tocó el picaporte, Strann la llamó.

—Karuth.

—¿Sí? —Se volvió a mirarlo.

—Que nuestros dioses te acompañen.

La sonrisa de Karuth fue vacilante pero cálida.

—Que nos acompañen a los dos, Strann.

Capítulo XXI

—S
ospecho —dijo Sanquar— que debe haber sido una reacción provocada por los rigores del viaje. El método de su cuerpo, si quieres, de decirle que ya tenía bastante.

—Sí —repuso Karuth con tono distraído. Estaba sentada a la mesa de la enfermería, revisando su inventario; cuando Sanquar la miró, sólo pudo verle la nuca. Lo intentó otra vez.

—O quizás es algo que contrajo en la Isla de Verano, que permaneció latente hasta que el agotamiento y la debilidad lo hicieron vulnerable. Sólo los dioses saben qué tipo de fiebres son endémicas del sur, sobre todo desde que la hechicera usurpó el trono.

Si hubiera estado prestando algo más que la mínima atención, Karuth podría haberle preguntado en qué manera las devastaciones de Ygorla podían provocar un incremento de las fiebres virulentas; pero, tal como estaba, sólo dijo:

—Es posible —y siguió revisando su lista.

Sanquar se rindió. Había muchas preguntas que deseaba hacerle, en especial concernientes a la manera en que había logrado una remisión tan rápida y extraordinaria de la fiebre de Strann, pero parecía que deberían esperar. Desilusionado pero flemático, cogió su bolsa de médico.

—Todavía tengo que atender a unos cuantos pacientes que guardan cama, de manera que iré a verlos ahora si no me necesitas aquí.

Esta vez ella alzó por fin la vista, aunque Sanquar tuvo la desconcertante impresión de que sólo advertía su presencia a medias.

—¿Qué? No, está bien, Sanquar. Es una buena idea. —Volvió a mirar a otra parte y Sanquar, encogiéndose de hombros, se fue.

A solas en la enfermería, Karuth intentó concentrarse de nuevo en el inventario que tenía delante, pero al cabo de unos minutos se dio cuenta de que la tarea que con tanta determinación se había impuesto era imposible. No podía mantener la atención fija en asuntos mundanos, no mientras las palabras susurradas por Yandros resonaban de manera incesante en su cerebro, sin darle respiro. «
El Parlamento de la Vía
…» Aquella frase no la dejaba en paz, y por vigésima vez sintió que un miedo, muy próximo al pánico, crecía en su interior mientras intentaba de nuevo, y de nuevo fracasaba, reprimir aquella idea y ponerla fuera de su alcance. Debía encontrar una distracción. Si Ailind podía ver en su mente con la claridad que había dado a entender, tan sólo sería necesario un segundo de descuido en el momento equivocado para echarlo todo a perder y para ponerse a sí misma en peligro mortal.

Miró el rectángulo de la ventana. Se acercaba el anochecer, y el patio, todavía nevado pero con la nieve surcada ahora por las huellas de muchos pies que se entrecruzaban, tenía un aspecto húmedo y tristemente opresivo. Karuth encendió dos lámparas y corrió las cortinas; luego se dirigió a la puerta y se asomó al pasillo. Aquel pasillo era uno de los caminos principales hacia el comedor, y ya había unos cuantos adeptos y estudiantes que se dirigían hacia aquella sala para disfrutar de la cena. Cerró de nuevo la puerta, pensando con rapidez, y tomó una decisión. Cada hora —de hecho cada instante— que se retrasara y disimulara, aumentaría el riesgo tanto para ella como para la realización de la tarea que le había impuesto Yandros. No podía abrigar la esperanza de ocultarle a Ailind durante mucho tiempo lo que sabía, y no habría momento más apropiado para su misión que aquella hora del anochecer, cuando la mayor parte de sus iguales se reunían para cenar y el resto del Castillo estaba casi desierto. Debía hacer acopio de valor y actuar ahora. Mañana podría ser demasiado tarde.

Cogió su chal de detrás de la puerta y se cubrió con él la cabeza y los hombros. A la escasa luz del pasillo, vestida como iba con una túnica gris corriente, lo más probable es que cualquiera que la viera pasara de largo sin dedicarle más atención; y, en efecto, llegó a las puertas que daban el patio sin que nadie la saludara. Los escalones del patio estaban resbaladizos, y bajo el pórtico la nieve se había fundido y se había vuelto a congelar al caer la noche, formando una capa de hielo. Karuth avanzó resbalando precariamente sobre el hielo hasta alcanzar la puerta de la biblioteca, se agachó para pasar por su bajo dintel y comenzó a descender lentamente en la oscuridad.

Cuando estaba alcanzando el final de la escalera de caracol, advirtió con consternación que no sólo se veía luz abajo, sino que también se oían voces apagadas. Había rezado para encontrar la biblioteca vacía a aquella hora de la noche, pero aunque los dioses del Caos estuvieran de su parte, la suerte a secas no lo estaba. Karuth bajó los últimos peldaños, abrió la puerta y entró. Había cinco personas en la cámara abovedada e iluminada por antorchas; los conocía a todos, pero ninguno era un amigo en especial, por lo que un breve movimiento de cabeza y una sonrisa fue saludo suficiente. Por mor de la prudencia, Karuth se dirigió a las estanterías de libros sobre medicina y extrajo un pesado compendio, que se puso bajo el brazo antes de dirigirse a la esquina llena de telarañas donde se almacenaban los manuscritos y pergaminos más antiguos. Mientras contemplaba las polvorientas hileras, fue presa del desánimo. Aquellos antiguos documentos no estaban catalogados; sencillamente, habían sido amontonados donde cupieran y no estaban ordenados en ninguna secuencia lógica. Como mínimo tardaría días en encontrar lo que estaba buscando.

Desalentada, intentó recordar las horas que había pasado con Arcoro Raeklen Vir, antes de que éste dejara el Castillo, buscando una clave para el secreto todavía no descifrado del Laberinto. No recordaba que durante aquella investigación hubieran encontrado ninguna mención del
Parlamento de la Vía
; claro está que si entonces se hubiera tropezado con la frase, podría haberla desechado por irrelevante. Parecía, pues, que debía comenzar de nuevo la laboriosa tarea, esta vez con mucha más urgencia.

—¿Investigando los métodos de nuestros antepasados, Karuth?

Se giró al escuchar la voz y vio a una mujer de mediana edad y cabellos claros, una maestra adepto que se llamaba Silve Rayna Cotal y que la miraba con curioso interés. Karuth sintió cómo la tensión subía en su interior y esperó que al menos su aspecto exterior siguiera aparentando calma.

—Sí —respondió—. Me sorprende con qué frecuencia los documentos más antiguos contienen información que estudiosos posteriores desecharon o consideraron demasiado trivial para incluirla en sus trabajos.

—Sobre todo en el asunto de fiebres raras, ¿eh? —Silve sonrió—. Tengo entendido que obraste un pequeño milagro hoy con uno de tus pacientes.

Parte de la tensión de Karuth cedió cuando se dio cuenta de cuál era el motivo de interés de Silve. Le devolvió la sonrisa.

—Yo no lo llamaría un milagro, Silve, sino pura suerte; eso estaría mucho más cerca de la verdad.

—¿Y el hombre se está recobrando?

—Rápidamente, me alegra decirlo. No creo que los demás tengamos nada que temer. He llegado a la conclusión de que se trataba de un caso fuera de lo corriente pero aislado y que la etapa infecciosa debe de haber ocurrido en algún momento anterior a su llegada al Castillo.

—Ah. —Silve pareció aliviada—. Son buenas noticias. Bueno, tengo que irme. Mi estómago me dice que casi es la hora de cenar.

Karuth le dirigió una sonrisa de despedida y volvió a mirar las estanterías, mientras Silve se dirigía hacia la puerta.
Cálmate
—se dijo terminantemente, intentando aminorar el incómodo palpitar de su cora zón—.
Nada tienes que temer. Silve no sospechó de ningún engaño, y nadie más lo hará. Sigue con la búsqueda ¡y deja de pensar que tu secreto brilla a tu alrededor como una aureola!

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