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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantasía

LA PUERTA DEL CAOS - TOMO II: La usurpadora (38 page)

BOOK: LA PUERTA DEL CAOS - TOMO II: La usurpadora
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Karuth miró por encima del hombro; su rostro era una máscara inexpresiva. Salió del estudio dando un portazo.

Ailind miró la puerta cerrada durante algunos instantes hasta que supo que Karuth ya no se encontraba en las cercanías; entonces se volvió hacia Tirand. El Sumo Iniciado estaba junto a la chimenea, con un brazo apoyado en la repisa. Parecía no querer mirar lo que lo rodeaba y, cuando por fin lo hizo, en su rostro se advertía una mezcla de miedo, inseguridad y sentimiento de culpa.

—No te preocupes, Tirand —dijo Ailind, con cierta amabilidad—. Puede que tú y tu hermana tengáis la misma sangre, pero soy perfectamente consciente de que no pensáis de igual manera.

Tirand lo miró con expresión infeliz. Aunque lo irritaba la presunción de Karuth, sentía, sin embargo, que la censura del señor del Orden había sido de una dureza innecesaria. No se atrevería a decirlo; al fin y al cabo, Ailind era uno de sus dioses y su sabiduría no podía ponerse en duda. Pero ¿no habría sido suficiente una reprimenda? Apartar tajantemente a Karuth de todas las actividades del Círculo y a la vez prohibirle adorar abiertamente a quien deseara, le parecía…, bueno, no diría injusto, porque Ailind nunca podría serlo, pero…

—¿Algo drástico? —La voz de Ailind lo sobresaltó bruscamente, y comprendió, consternado, que le había leído el pensamiento con toda claridad. No pudo responder, y Ailind se acercó con pasos lentos a la ventana.

—Sumo Iniciado, tu disposición a ver lo mejor en los demás te honra, pero también te traiciona, porque no te hace ser realista. Tu hermana es y será fiel al Caos: se negó a abandonar su fidelidad cuando todas las pruebas apuntaban a que el Caos había roto su pacto; y ahora que las pruebas parecen ser falsas, se considera la campeona del Caos. No queremos eso, Tirand. Es importante para nuestra causa, incluso diría que vital, que cualquier idea que Karuth, o cualquier otro, tenga de invocar al Caos pidiendo ayuda sea aplastada antes de que dé fruto.

Tirand se quedó perplejo.

—Lo siento, mi señor, pero no entiendo —confesó—. Si el Caos comparte nuestro deseo de liberar al mundo de la usurpadora…

—No estoy hablando de la usurpadora —lo interrumpió Ailind, encarándose con él—. Su destrucción será un asunto trivial. Estoy hablando de algo totalmente distinto. —Miró a Tirand con dureza, de una manera que hizo que el Sumo Iniciado se amedrentara. Mantuvo aquella mirada durante medio minuto quizá, y luego se relajó, satisfecho al parecer, con lo que había descubierto.

—Sí —dijo—. Veo que puede confiarse en ti, y eso está bien, porque te necesitaremos dentro de poco. Lo que estoy a punto de decir, Sumo Iniciado, no debe ser repetido a nadie más. Ni al Alto Margrave, ni a la Matriarca ni a ninguno de tus adeptos superiores. ¿Entendido?

Tirand estaba ahora completamente desconcertado. Hizo un gesto de asentimiento.

—Entendido, mi señor.

—Bien. Veamos: aunque, como ya he dicho, el mensajero de Yandros nos ha contado la verdad, eso plantea la nueva pregunta de si puede o no confiarse en la palabra de Yandros. Mis hermanos y yo conocemos desde hace mucho tiempo a nuestros contrarios del Caos; son retorcidos, impredecibles y malévolos. Y la historia que Yandros ha contado a su siervo puede ser una mentira con algún propósito secundario y tenebroso. Sin embargo, en este caso me inclino a pensar que por una vez nuestro viejo enemigo no nos está engañando. —Miró por la ventana en dirección al patio, mientras en su rostro se dibujaba una sonrisa lobuna—. En cuyo caso, Yandros no se mostrará satisfecho cuando descubra que su mensajero, sin darse cuenta, nos ha proporcionado un arma tremendamente valiosa.

Tirand frunció el entrecejo.

—¿Un arma?

—Efectivamente. Ahora sabemos por qué los señores del Caos no han actuado contra la hechicera Ygorla y su padre. Están sometidos a chantaje.

—La gema del alma —dijo Tirand—. Sí…, pero ¿serían capaces de destruirla, mi señor? ¿Es posible semejante cosa?

—Oh, es posible. Aunque si Yandros y sus hermanos fueron tan estúpidos de utilizar vehículos tan frágiles, deberían haber previsto ese peligro y tomado medidas para evitarlo. —Ailind sonrió apenas—. Nosotros, los del Orden, jamás seríamos tan descuidados. Pero puede que la pérdida del Caos se convierta en nuestra ganancia, si conseguimos utilizar las grandiosas ambiciones de la hechicera para nuestros propósitos.

Tirand se sentía horrorizado.

—Señor Ailind, ¿no querréis significar que tenéis intención de negociar con Ygorla?

—¿Negociar con ella? —Ailind enarcó sus pálidas cejas—. Efectivamente, Sumo Iniciado, eso es exactamente lo que pienso hacer. O, más bien, lo que quiero que hagas tú. —Su sonrisa, que no había desaparecido, se hizo depredadora y peligrosa—. Cobraremos, como creo que dicen vuestros cazadores, dos pájaros con una sola flecha. Provocaremos la caída de Ygorla y de su demonio progenitor, y al mismo tiempo daremos un golpe contra el Caos del que nunca se recobrará.

Se apartó de la ventana y cruzó la habitación con pasos lentos. Tirand lo observó. Creía empezar a comprender el armazón del plan de Ailind, y esa comprensión lo sumió en un aturdido silencio. Por fin, Ailind dejó de pasear y lo miró de nuevo. Cuando habló, su voz había perdido el tono de dureza y sonaba casi amable.

—Dime, Tirand, en tus más íntimos pensamientos ¿no has imaginado a veces que te gustaría ver reinstauradas las viejas maneras? Creo que, desde que renunciaste formalmente al Caos, te has sentido como si te hubieran quitado un peso de tus hombros, una carga que te obligaba a ir contra los dictados de tu corazón, inclinándote ante los principios del Equilibrio, ¿no es así? ¿No te sientes más feliz, y tu alma más apaciguada, ahora que puedes adorar abiertamente sólo al Orden?

Tirand no pudo responder, porque las palabras de Ailind habían despertado el espectro de una terrible guerra mental que acosaba sus sueños desde la noche del ritual: la guerra entre el desgarrador tirón de su conciencia y las oscuras corrientes soterradas, y no menos poderosas, de su deseo. El catecismo que había aprendido de niño le decía que el Equilibrio había sido logrado a un precio alto y amargo, y durante ochenta años ese tesoro había sido guardado con diligencia, primero por Keridil Toln, y después por el padre de Tirand, Chiro, antes de que él a su vez heredara el noble papel. No podía traicionar la confianza que se había depositado sobre sus hombros. Aun así, pensó, ¿no se había inclinado Keridil ante el Cambio sólo porque no tenía otra elección? Keridil nunca había querido al Caos; había ofrecido a Yandros la debida reverencia en sus palabras y rituales pero, hasta el final de su larga vida, su alma había permanecido fiel al Orden.

—Éramos los únicos dioses de vuestros antepasados —prosiguió Ailind en voz baja—. Hace falta algo más que un único siglo para borrar semejante herencia, y algo más que una orden por parte de alguien como Yandros para que cambien los corazones de los hombres. El Equilibrio es una farsa; nunca fue elección nuestra, sino que nos fue impuesto por el capricho del Caos cuando nos derrotaron en aquella gran batalla. Nos gustaría ver su final, Tirand. Nos gustaría ver restauradas las viejas costumbres y que el Caos fuera desterrado de nuevo a un lugar desde donde no pueda amenazar la paz y la armonía de las que disfrutaba este mundo bajo el gobierno del Orden. Y gracias a lo que hemos descubierto hoy, tenemos los medios de conseguirlo.

Tirand estaba temblando. Ahora comprendía, y le costó mucho encontrar su voz.

—Queréis destruir la gema del alma del señor del Caos.

—Sí. Destruir la piedra y con ella a su dueño. Alterar, sin posible remedio, el Equilibrio que nos ha impedido volver a ocupar nuestro lugar por derecho como regentes del mundo mortal. Somos siete, pero los señores del Caos serán seis y, por lo tanto, su poder quedará roto para siempre. El Orden triunfará y la usurpadora, que debe al Caos su existencia, será nuestro instrumento en el triunfo.

Mientras hablaba, Ailind observaba con sumo cuidado a Tirand, pero el Sumo Iniciado permaneció inmóvil, al parecer incapaz de responder. De pronto, Ailind estiró un brazo y apoyó una mano en el hombro de Tirand, y se dio cuenta de que éste tuvo que hacer un esfuerzo para no retroceder asustado.

—No desvíes la mirada, Sumo Iniciado —dijo—. Conozco lo que hay en tu mente, incluso mejor que tú mismo. No importa las costumbres que te hayan enseñado: tu esencia más íntima conoce la verdad, aunque hasta este momento no te habías atrevido a admitirla. No te culpamos por ello, amigo mío…, pero ha llegado el momento de que la franqueza ocupe el lugar del autoengaño. Mírame.

Tirand lo hizo. Los ojos del dios brillaron como estrellas gemelas en su cráneo, estrellas que de pronto se convirtieron en soles. La habitación se llenó de luz y, durante un instante vertiginoso y glorioso, las conocidas paredes parecieron desvanecerse y Tirand se encontró en un jardín de esbeltos árboles y césped perfecto con flores de todos los colores. Desde el aire le llegaban trémulas armonías, la brisa traía perfumes embriagadores y, más allá del muro blanco que cercaba el jardín, se veía un paisaje colosal e impresionante de colinas de un color tostado, que se extendían bajo un cielo azul sin nubes. Entonces, con un estremecimiento, la imagen desapareció y se vio otra vez ante Ailind, en su despacho, dentro del Castillo en medio del invierno, escuchando el sordo crujir del fuego en la chimenea.

Ailind habló con suavidad.

—Paz, Tirand Lin. Eso es lo que nuestro dominio puede ofrecer a vuestro mundo. Paz y armonía para siempre, sin que la mancha del Caos aceche vuestros sueños.

Tirand movió la boca con violencia, como un mudo que intentara decir algo. Pero no podía encontrar las palabras. Aquél era su dios, aquel era el ser a quien su alma y su corazón debían fidelidad. Ya no podía seguir aparentando que era de otra manera.

Se cubrió el rostro con ambas manos y dobló una rodilla, con la cabeza muy inclinada.

—Levántate, amigo mío. —Un calor, como el calor del sol de verano, inundó a Tirand cuando Ailind puso ligeramente una mano sobre su coronilla. Despacio, con inseguridad, el Sumo Iniciado volvió a ponerse en pie, y cuando osó mirar al dios a la cara, vio que Ailind sonreía.

—Ahora nos entendemos, Tirand. Serás nuestro fiel servidor, eso creo.

—Sí… —La voz de Tirand tembló y, con un gran esfuerzo, consiguió controlarla—. Por vuestra divina gracia, mi señor, rezo para serlo.

Había cinco gatos junto a la puerta de Strann. Karuth sintió el ligero contacto de sus sondeos telepáticos aun antes de verlos, y sintió, también, la ansiosa súplica que proyectaron sobre ella cuando reconocieron el esquema de su mente. Dobló la esquina del pasillo tenuemente iluminado, y sus pasos se hicieron indecisos cuando vio lo que le aguardaba.

El criado que montaba guardia ante la puerta intentaba atraer a los gatos y llamar su atención, pero éstos no le hacían ningún caso. Se mantenían alejados y lo miraban con acerada frialdad, moviendo las colas para expresar su irritación. Al escuchar los pasos de Karuth, el criado, que estaba agachado intentando atraer a uno de los gatos, miró y se enderezó con presteza.

Karuth hizo un breve gesto a modo de saludo.

—¿Es ésta la habitación que se le ha dado al emisario de la Isla de Verano?

—Sí, señora. Pero…

—Abre la puerta, por favor. Tengo que hablar con nuestro invitado.

El hombre se puso muy colorado.

—Lo siento, señora, pero no puedo hacerlo.

Karuth intentó esbozar una sonrisa agradable.

—Creo que sabes quién soy. Por favor, abre la puerta.

El criado tragó saliva con esfuerzo.

—Lo siento, dama Karuth, pero el Sumo Iniciado dio órdenes concretas de que no se dejara entrar a nadie en esta habitación. Ni siquiera a vos, señora. De hecho… —Se interrumpió apresuradamente, y Karuth entrecerró los ojos.

—De hecho, especialmente a mí. ¿Es eso lo que ibas a decir?

El hombre no respondió a su acida pregunta, pero su rubor, aún más intenso, fue la confirmación que Karuth necesitaba. No dijo nada más; hizo un gesto seco como dando por cerrado el tema, giró sobre sí misma y se alejó. Mientras lo hacía, sintió el desánimo de los gatos; querían que estableciera contacto con Strann y les había fallado. Bueno, no podía evitar su desilusión. Había querido poner a prueba las intenciones de Tirand —o, más exactamente, las de Ailind—, y sus temores se veían confirmados. Strann era un prisionero y a ella se le prohibía hablar con él.

Sintió la conocida sensación de la furia que crecía una vez más en su interior, pero esta vez dirigida sobre todo contra sí misma. Había sido una estúpida al desafiar a Ailind, porque ahora que estaba avisado de la profundidad de sus sentimientos y, por lo tanto, de su potencial como elemento perturbador, la vigilaría igual que un halcón vigila a un conejo, y a la menor provocación se vengaría. Karuth no podía aparentar que no lo temía. La advertencia que le había hecho, en el sentido de que sabía lo que había en su corazón, había sido como una estocada; al intentar ver a Strann, había corrido un riesgo calculado desafiándolo, pero no se atrevía a poner más a prueba su tolerancia.

Aun así, tenía que hacer algo. La impresión inicial de las revelaciones de Strann había pasado a segundo término en su mente ante preocupaciones más inmediatas, pero ahora comenzaba a arraigar y las implicaciones eran aterradoras. El Caos impotente por la traición de uno de los de su especie; parecía imposible, más allá de toda lógica, pero el propio Ailind había confirmado que Strann decía la verdad. Karuth había visto la expresión de los ojos de Ailind mientras Strann les comunicaba las nuevas, y se había dado cuenta de que para él eran tan sorprendentes como para ella y para Tirand. También advirtió el brillo de puro gozo que vino a continuación, y aunque no podía estar segura de lo que entrañaba, la había dejado helada. Strann, con total inocencia, había revelado la debilidad del Caos a su más poderoso y mortal enemigo, y Karuth no conseguía creer que Ailind y, a través de él Aeoris, no intentara utilizar la información obtenida para ganar ventaja y perjudicar al Caos.

La cuestión más urgente ahora era si Yandros estaba enterado del terrible e involuntario error cometido por Strann. Nadie sabía con seguridad hasta qué punto los dioses eran capaces de observar el mundo de los mortales, y era posible que incluso ahora los señores del Caos no hubieran advertido la presencia de Ailind en el Castillo. En ese caso, era vital que recibieran aviso de lo que sucedía, y deprisa. Pero ¿cómo conseguir eso? Puede que Strann tuviera todavía un tenue nexo con Yandros, pero todavía no se había dado cuenta de que algo andaba mal; cosa que dejaba a una sola persona en el Castillo que tuviera la capacidad y la voluntad de establecer contacto con el Caos.

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