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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantasía

LA PUERTA DEL CAOS - TOMO II: La usurpadora (39 page)

BOOK: LA PUERTA DEL CAOS - TOMO II: La usurpadora
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Un sudor frío cubrió el rostro y el cuerpo de Karuth cuando pensó en que semejante responsabilidad recaía sobre sus hombros, y apretó el paso, ansiosa por llegar a la intimidad de sus aposentos. Al llegar a la puerta, manoseó torpemente la cerradura; por fin consiguió hacer girar la llave y entró en la habitación. Cerró la puerta con llave antes de avanzar lentamente hasta el centro de la habitación, donde se quedó inmóvil, con las manos apretadas contra las mejillas, mientras su mente trabajaba febrilmente.

Ailind le había prohibido expresamente realizar cualquier operación mágica, pero ¿se enteraría necesariamente si lo desobedecía? Era poderoso, inmensamente poderoso, pero ¿era omnipotente? No lo creía, porque si lo fuera, Ygorla y su padre demonio no serían ya más que un recuerdo desagradable y sus almas estarían agostándose y aullando en los Siete Infiernos. Era probable, sólo probable, que si hacía lo que debía hacerse, con rapidez y a solas, tendría una oportunidad de que Ailind no se diera cuenta y no pudiera intervenir a tiempo de impedir que su mensaje llegara al Caos.

Karuth sabía que correría un peligro tremendo, pero reprimió la idea y con ella su miedo. No podía pensar en su seguridad. Hasta ahora había elegido la opción de los cobardes, y lamentaba amargamente los resultados. Eso debía cambiar. Por el bien de su cordura, debía cambiar.

Alzó la cabeza y contempló la habitación. El fuego se había apagado y con el breve día a punto de acabar, la luz se iba convirtiendo rápidamente en una ominosa penumbra uniforme. Junto a la ventana, tras la cual seguía cayendo la nieve, se encontraba su mesa de trabajo, y sobre ella la caja de madera labrada que contenía sus instrumentos arcanos personales, que rara vez había empleado durante los últimos años. Sin pensarlo más, para que no la abandonara el valor, Karuth se acercó a la mesa, con la intención de sacudir la película de polvo y alzar la tapa de la caja… pero se detuvo. No había tiempo para ceremonias; y, además, existía el gran peligro de que un ritual completo alertara a Ailind de sus actividades antes de que consiguiera nada. Debía dejar de lado todas las formalidades y confiar sólo en sus poderes innatos.

Corrió las cortinas, cerrando el paso a la poca luz que había, y regresó al centro de la habitación. Se quitó los zapatos y, siguiendo un impulso, desató su túnica de lana y se la quitó, con lo que quedó vestida únicamente con una fina camisa. Cerró los ojos e imaginó mentalmente que en el suelo, a sus pies, surgía una llama de fuego azul verdoso, que se iba extendiendo en una curva sinuosa hasta cerrar un círculo completo a su alrededor. Era difícil mantener la imagen —hacía mucho tiempo que no trabajaba de aquella manera, y era bastante fácil olvidar el truco—, pero se concentró con toda su voluntad y despacio, muy despacio, las frías llamas se fueron haciendo cada vez más altas. Pudo oír, muy lejano, el crujir intermitente de energías desencadenadas, y sus fosas nasales se llenaron con un olor limpio, penetrante, como una mezcla de escarcha y salmuera. Se le puso la piel de gallina en los brazos cuando el fuego sobrenatural le heló la piel; las llamas alcanzaron la misma altura que ella, un muro resplandeciente de colores traslúcidos que brillaban a su alrededor. En algún lugar del laberinto de abrigados recovecos del tejado, sobre su cabeza, un gato maulló un desafío a un rival, pero el sonido ni siquiera se registró en la mente de Karuth. Había establecido el primer nexo con otras dimensiones, otros mundos, y el poder estaba cuajando en su interior. Estaba preparada.

Tomó aliento para pronunciar en voz baja las primeras palabras de su invocación al Caos; y, sin previo aviso, la puerta se abrió de golpe y una colosal ráfaga de aire caliente arrasó la habitación. El fuego frío se desintegró con un ruido que atravesó chirriante todo el espectro sonoro hasta que Karuth gritó de dolor y su conciencia fue arrancada del mundo astral y arrojada con violencia de vuelta a la realidad física. Sus pies fueron barridos por lo que parecía ser una mano gigantesca, y se vio arrojada a través de la habitación hasta chocar contra su cama con tremendo impacto.

Aturdida, mareada de la impresión, Karuth se aferró a las colgaduras de la cama para sostenerse, y alzó la cabeza de manera vacilante. Le dolía tremendamente el cráneo en el lugar en que había golpeado el armazón de madera, tenía el brazo derecho arañado y dolido, si no algo peor, y las plantas de los pies le quemaban. Desde el pasillo, la luz se derramó por la puerta abierta en forma de rayo brillante y perfilado, y recortada en la luz vio una silueta. El oro brilló brevemente, el oro de unos ojos inhumanos, sobrenaturales, y la voz de Ailind llegó suavemente a través de la niebla que parecía envolver su cerebro.

—Un aviso, Karuth Piadar. No habrá otro.

Se alejó y, sin mano que la moviera, la puerta se cerró.

Karuth tardó mucho tiempo en moverse. Una mano se aferraba a la colgadura de la cama, apretando y soltando convulsivamente, y tenía el rostro apretado contra su edredón acolchado como si entre sus pliegues pudiera enterrarse y ocultarse del mundo. Por fin, sin embargo, encontró las fuerzas para levantarse y descansar el cuerpo sobre el colchón. Pasaron otros diez minutos antes de que sus manos dejaran de temblar lo suficiente para permitirle sentarse y encender una vela; y a su luz, con severo método en un esfuerzo por mantener sus pensamientos a raya, examinó el daño que había sufrido. No tenía el brazo roto, como había temido al principio; tan sólo muy contusionado. La parte posterior del cráneo le dolía cuando la tocaba y tendría un tremendo dolor de cabeza más adelante, pero seguramente nada peor. Y los pies… No, aunque le dolían las plantas como si hubiera caminado descalza sobre unas brasas, la piel ni siquiera parecía enrojecida.

Se tumbó de espaldas y permaneció así, contemplando el dosel. Su rostro parecía de piedra, los ojos vacíos de toda expresión. No podía dar salida de ninguna manera a los sentimientos que en silencio gritaban en su interior —la tristeza, la rabia, la vergüenza— ni al miedo que tenía sus garras clavadas tan hondo en su alma que creía que nunca soltaría la presa. No quedaba nada. Nada.

Karuth alargó el brazo y apagó la vela, y la habitación quedó a oscuras. Al cabo de un rato cerró los ojos, y las lágrimas se secaron en sus mejillas a la vez que, exhausta y con una desesperada necesidad de encontrar un refugio en el que esconderse y lamer sus heridas, se hundía en un sueño intranquilo.

—Como puedes ver, nuestro secreto ha sido descubierto. —Yandros caminaba despacio por un saliente increíblemente estrecho que daba a un cañón por el cual el fuego discurría como un río. Sus ojos, en aquel momento de un negro purpúreo, se centraron en Tarod, que caminaba unos pasos por detrás de él—. Más me hubiera valido no confiar un mensaje tan vital a un mortal.

—Strann no tiene la culpa —opinó Tarod—. No podía hacerlo mejor. Además, ¿qué otra opción te quedaba?

Yandros suspiró con irritación, consciente de que su hermano tenía razón, pero resintiéndose de las circunstancias que daban peso a su argumento.

—Debí haber seguido tu primer consejo, mandar a los Siete Infiernos el pacto y haber actuado antes de que Aeoris y los de su prole pudieran tomarnos ventaja. Ahora es demasiado tarde; dado que el Círculo ha roto formalmente sus lazos con nosotros, no tenemos justificación para intervenir como la hubiéramos tenido antes. El Orden nos lleva la delantera, Tarod. Se le ha solicitado, con toda la pompa y ceremonia que puede reunir el Círculo, que intervenga en los asuntos de los mortales. A nosotros no se nos ha pedido. Y con Ailind cómodamente instalado en el Castillo, tirando de los hilos de Tirand Lin, hay menos posibilidades que para un perro de los Siete Infiernos de que alguien nos invoque ahora y con ello se nos abra el camino.

Siguieron andando. Muy por encima de ellos, arrojando sus sombras sobre el río de fuego, seis enormes prismas flotaban en el cielo negro y sin estrellas del Caos, girando y latiendo con su propia luz incandescente. Tarod los miró pensativo y dijo:

—Queda todavía Karuth Piadar.

Yandros se volvió. Bajo la radiación de los colores siempre cambiantes de los prismas, su rostro era demoníaco.

—¿Todavía? Lo intentó una vez, y Ailind se interpuso antes de que pudiera conseguir nada. Si vuelve a intentarlo, la destruirá y ella lo sabe. Puede que nos sea leal, Tarod, pero los mortales tienen sus limitaciones, y no puedo considerar seriamente que esté dispuesta a sacrificar su vida por nuestra causa. La verdad es que sería estúpida si lo hiciera.

—A menos —señaló Tarod— que contara con la protección del Salón de Mármol.

Yandros se detuvo. Sus ojos se volvieron de un azul vívido y se entrecerraron hasta convertirse en rendijas que miraban a su hermano.

—¿El Salón de Mármol? ¡Claro! Nuestra creación, y un lugar donde los señores del Orden no pueden llevar su influencia. Sí, había pasado por alto el Salón de Mármol.

—Y tiene otra propiedad que puede resultarnos valiosa.

—Así es, así es —asintió Yandros con expresión pensativa—. Ten en cuenta que no será un asunto sencillo para Karuth acceder al Salón. Tirand Lin tiene la llave, y difícilmente querrá ponerla en manos de su hermana, sea en el caso que fuere. Tendremos que hacer otros arreglos para ella. Y luego está la cuestión de cómo podremos hacerle conocer nuestros deseos. Cualquier acción directa alertaría a Ailind de nuestro interés, y en estos momentos es algo que desde luego no queremos.

—¿Los gatos del Castillo? —sugirió Tarod.

—No lo creo. Son fieles servidores, lo reconozco, pero su capacidad de comunicación con los humanos es poco fiable, en el mejor de los casos. No…, no, tengo una idea más segura. Creo que el mismo Strann podría hacer algo más por nosotros. Tenemos todavía un nexo con él, aunque tenue, y hay una manera segura de llevar nuestro mensaje a Karuth sin que se despierten sospechas donde no queremos. —Yandros sonrió—. No le gustará la experiencia, pero no puede evitarse. Podría enseñarle que la indiscreción trae escasas recompensas, y al mismo tiempo le daría la oportunidad de redimirse.

—Y, si tu estrategia tiene éxito —dijo Tarod—, ¿qué le pedirás a Karuth Piadar?

La sonrisa de su hermano se hizo más amplia, hasta adquirir una expresión feroz.

—Una tarea muy sencilla y pequeña. En un pasado lejano era algo común para nosotros; pero ahora que se les ha dado a los humanos las riendas de su propio destino, debemos tener un servidor humano que voluntariamente haga girar la llave y abra el portal. —Miró al cielo, a los enormes prismas que giraban despacio, latiendo como corazones sobrenaturales de cristal, muy por encima de sus cabezas—. Por primera vez en muchos siglos, creo que ha llegado la hora de reactivar el más poderoso de nuestros antiguos nexos entre este dominio y el mundo mortal. Tengo intención de abrir la Puerta del Caos, Tarod. Y pienso utilizarla.

Capítulo XX

A
ilind levantó la vista del pergamino que tenía sobre la mesa y sonrió a Tirand.

—Sí —dijo—. Está bien.

El Sumo Iniciado le devolvió la sonrisa sin demasiado entusiasmo. Parecía que Ailind había olvidado, o bien no le importaba, el hecho de que los mortales, a diferencia de los dioses, necesitaban descansar, y el trabajo de toda la noche había dejado a Tirand agotado hasta los huesos, con la cabeza aturdida por la falta de sueño. Con movimientos entumecidos mojó la pluma en el tintero que tenía al lado y se inclinó sobre el pergamino una última vez. La mano le tembló ligeramente al firmar con su nombre y título; luego selló la carta con el anillo de su cargo. No necesitaba leer de nuevo el mensaje, porque tenía la sensación de que cada palabra había quedado grabada de manera indeleble en su cerebro. El saludo formal con sus elegantes cumplidos, el elocuente reconocimiento del tono conciliador del mensaje de Ygorla y la comunicación de la disposición del Círculo a responder de igual manera, y por último una invitación para que la emperatriz visitara la Península de la Estrella, acompañada de una delicada pero inconfundible insinuación de que el Círculo era ante todo pragmático y que vería con buenos ojos la posibilidad de una alianza en lugar de nuevos enfrentamientos.

Creía que Ygorla mordería el anzuelo. Strann le había dicho que su deseo de atravesar triunfalmente las puertas del Castillo rondaba casi la obsesión. Tirand no se fiaba de la palabra de Strann, y menos aún de los caprichos de una mujer demente; pero Ailind le había asegurado que la estratagema daría el resultado deseado, y eso era suficiente. Estaba hecho, estaban preparados, y Tirand estaba satisfecho.

Ailind lo estaba esperando. La carta debía ser enviada con las primeras luces del alba, para lo que faltaba menos de una hora. Todo lo que quedaba por hacer era despertar al halconero Handray y darle instrucciones para que preparase a su ave más veloz para el viaje. Tirand atravesó la habitación para abrir la puerta y, al hacerlo, la luz de las velas se reflejó por un instante en la insignia de oro que el Sumo Iniciado llevaba en el hombro derecho; no era la insignia normal que habían llevado todos los adeptos del Círculo durante los últimos ochenta años, sino un broche más antiguo que mostraba un emblema también más antiguo. Nadie lo había tocado durante su vida ni durante la de su padre, pero la noche anterior Ailind le había concedido el permiso para llevarlo. El doble círculo seccionado por un relámpago, el antiguo símbolo del dominio único del Orden y la misma insignia que, mucho tiempo atrás, había sido la preciada posesión de Keridil Toln.

El Sumo Iniciado abrió la puerta, hizo una profunda reverencia para dejar pasar a Ailind, y juntos salieron al pasillo a oscuras, en dirección a las puertas principales.

Desde una discreta grieta, el gato gris los vio alejarse. Aunque la presencia del señor del Orden lo había disuadido de intentar colarse en el estudio, había mantenido la guardia durante toda la noche, intentando averiguar algo de lo que ocurría al otro lado de la puerta. Sin embargo, las imágenes que había captado de la mente de Tirand eran vagas e inconcluyentes, por lo que, muy a su pesar, el gato reconoció que no había averiguado nada que satisficiera su curiosidad. En circunstancias normales habría perdido interés en los asuntos del Sumo Iniciado y habría dedicado su atención a alguna actividad más absorbente; pero una imperiosa necesidad difícil de concretar, de la que ni siquiera era consciente, seguía despierta en lo más profundo de su mente, y cuando por fin salió de su escondrijo, no se limitó a alejarse, sino que se dirigió con determinación a otra parte del Castillo desde donde podría salir al exterior sin esperar al amanecer y a que los adormilados criados humanos abrieran las puertas.

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