—¿Jianna está muerta?
—¿No lo sabíais?
—No. No, nosotros… Oh, dioses…
Strann apartó la mirada del afligido rostro del Sumo Iniciado.
—Lo siento, señor. No me di cuenta, o habría intentado daros la noticia de manera más apropiada. —Hizo una mueca—. Me sorprende que Ygorla no os haya enviado un mensaje triunfante el mismo día en que ocurrió.
—No —contestó Tirand con tirantez—. Por una vez, no lo hizo. —Se quedó mirando el escritorio—. ¿Es que nadie pudo hacer nada para salvarla?
Strann sintió la tentación de responder: «Sólo Aeoris», pero, conociendo las inclinaciones de Tirand, contuvo la lengua. Por fin, Tirand alzó de nuevo la mirada.
—Cuando sea oportuno, guardaremos luto por Jianna como es debido —dijo con una voz inexpresiva—. Por ahora, creo que es mejor que prosigas con tu historia. —Miró a Strann—. Dices que fue su muerte lo que finalmente te empujó a invocar al Caos pidiendo ayuda…
Strann asintió y siguió contando su historia. Puso especial cuidado en no omitir ni el más mínimo detalle de la historia de su encuentro con Yandros. Contó el mensaje del señor del Caos al Círculo, y su revelación acerca del origen demoníaco del poder de Ygorla, debido a su progenitor, Narid-na-Gost. A medida que iba narrando la historia, se iba dando cuenta de lo incompleto que era su conocimiento acerca de lo sucedido, puesto que Tirand comenzó a interrumpirlo con frecuentes preguntas y, las más de las veces, Strann no podía ofrecerle una respuesta. Pero acabó por contar todo lo que sabía —excepto una cosa— y al concluir, el silencio se apoderó de la habitación. El Sumo Iniciado se miraba las manos, que tenía entrelazadas sobre el escritorio. Karuth lo observaba intranquila, y la expresión de Ailind era impasible. Strann esperó y por fin Tirand levantó el rostro.
—Nos has contado una buena historia, amigo mío. Ahora debo preguntarme si hay en ella una sola palabra que sea cierta.
—Es cierto todo, Sumo Iniciado.
—Eso dices. Pero, claro está, no puedes demostrarlo, ¿verdad? Puede ser que hayas inventado toda la historia, con la connivencia de tu ama reina bruja o sin ella. O por otro lado, tal vez sea una conspiración del Caos con el propósito de engañarnos, y seguramente a ti también, y hacernos creer que no han roto el pacto del Equilibrio. Eso nos da tres posibilidades, y no me ofreces ninguna prueba o evidencia que pruebe o niegue cualquiera de ellas.
—Puedo negar la primera, señor —repuso Strann.
—¿Puedes? —Tirand no disimuló su escepticismo.
—Eso creo. Al menos creo que puedo convenceros de que mi afirmación de que he hablado con Yandros no es una invención. Creo que ya debéis haberos dado cuenta de que, a pesar de su poder, Ygorla no puede contemplar este Castillo, por lo que no sabe nada de lo que aquí ocurre. No obstante, yo sé que, a instancias vuestras, el Círculo realizó hace poco un rito en el que renunció formalmente a su lealtad hacia el Caos. —Hizo una pausa—. Fuera de estas murallas, sólo los dioses conocen ese hecho.
Oyó a Karuth lanzar un hondo suspiro, pero Tirand movió la cabeza.
—No basta, Strann. Hay todo tipo de maneras y caminos por los que podría conseguirse esa información; incluyendo la posibilidad de que lo hayas oído decir desde que llegaste aquí.
Karuth hizo ademán de protestar.
—Tirand, eso no es justo… —pero antes de que pudiera decir nada más, Ailind habló por primera vez.
—Creo, Sumo Iniciado, que quizá no deberíamos rechazar esa afirmación de una manera tan ligera —dijo—. Por mi parte —intercambió con Tirand una mirada que Strann advirtió, pero no pudo interpretar— me inclino a pensar que, al menos en ese caso, nuestro amigo dice la verdad.
A Strann lo sorprendió encontrar apoyo en aquel hombre, y se sorprendió aún más cuando Tirand no discutió, sino que se limitó a hacer un gesto de asentimiento. Ailind sonrió y prosiguió.
—Sin embargo, nos queda todavía el enigma de los motivos de Yandros, y ésa es otra cuestión. Nada hemos escuchado que nos convenza sin lugar a dudas de que la usurpadora no es una sierva del Caos; de hecho, todas las apariencias apuntan de manera inequívoca a que sí lo es. Si Yandros desea verla muerta, como dice, entonces ¿por qué no la destruye a ella y a su padre demonio con sus propias manos? Desde luego, para él no habría nada más sencillo.
Strann le lanzó una mirada triste. Sabía la respuesta a aquella pregunta, pero también recordaba con claridad la advertencia de Yandros. Si el Círculo ya no era leal al Caos, ¿cómo reaccionaría ante las noticias de que Yandros y sus hermanos eran víctimas de un chantaje por parte de Ygorla? Disimuló y dijo con incomodidad:
—Hay que tener en cuenta el pacto…
—Ah, no —lo interumpió Ailind, sonriendo con frialdad—. Creo que debes de haber sido un mal estudiante si tan poco conocimiento tienes del catecismo. El Orden y el Caos juraron no intervenir en los asuntos humanos y, al menos en su origen, este asunto no concierne a los mortales. Si, como dices, Narid-na-Gost es un demonio del Caos y la hechicera Ygorla es su hija, entonces ambos deben su origen al Caos. Por lo tanto, ¿por qué no se deshace de ellos el Caos, como haría con cualquier otro de su dominio?
Tres pares de ojos se clavaron en el rostro de Strann, y éste compremdió que, con riesgo o sin él, debía decirles la verdad. No podía inventar una respuesta que sonara verosímil; no había ninguna que lograra convencerlos.
Señor Yandros
—pensó—,
perdonadme, pero no creo que haya otra salida
. En voz alta dijo:
—El Caos nada puede hacer contra Ygorla y su padre. No se atreven. Narid-na-Gost tiene en su poder la gema del alma de uno de los siete dioses.
Tirand lo miró.
—¿Tiene qué?
—La gema del alma de…
—¿Gema del alma? —repitió Tirand, incrédulo—. ¿Pretendes decirme que se limitó a arrancársela a su legítimo dueño y…?
—Esperad, Sumo Iniciado. —Ailind alzó una mano e hizo callar a Tirand—. No estemos tan prestos a ponerlo todo en duda.
De nuevo intercambiaron miradas; de nuevo Strann no supo decir qué significaban aquellas miradas. Entonces, Ailind se encaró con él.
—Dinos todo lo que sabes de esto, Strann.
Ahora que lo había soltado, nada ganaría con evasivas, de forma que Strann contó la historia del robo de la joya perpetrado por Narid-na-Gost y cómo el Caos no se atrevía a hacer nada contra él y su hija por miedo a que destruyeran la joya y con ella a su legítimo dueño. Cuando terminó, nadie dijo nada durante un rato. Después, Ailind se puso en pie.
—Sumo Iniciado, desearía hablar con vos en privado, por favor.
Se retiraron al otro extremo de la habitación, y Ailind le dijo a Tirand algo al oído. Strann no pudo oír lo que le decía ni tampoco pudo hacerlo Karuth, a juzgar por su expresión, pero cuando acabaron, Tirand se dirigió a la cuerda de campana que colgaba junto a la chimenea y tiró de ella. Un minuto después el mayordomo Kern se presentó respondiendo a la llamada.
—Kern —Tirand señaló a Strann—, querrás hacer el favor de acompañar a nuestro invitado al piso superior y buscarle una habitación adecuada. —De manera que sólo lo viera el mayordomo, hizo un movimiento con la mano que imitaba al gesto de cerrar con llave y Kern, que lo entendió, asintió.
—Sí, Sumo Iniciado. —Hizo una ligera reverencia ante Strann—. Si quiere acompañarme, señor…
Strann vaciló, pero sólo fue un instante antes de que la lógica le dijera que era poco probable que sus anfitriones le guardaran alguna sorpresa desagradable a aquellas alturas. Si el Sumo Iniciado hubiera decidido que el mundo sería un lugar más seguro sin Strann, el
Narrador de Historias
, podía ordenar su ejecución sumaria sin tener que recurrir a subterfugios. Tranquilizado en cierta medida, Strann hizo una reverencia ante el grupo y salió tras Kern. La última imagen que se llevó de la habitación fue la de Karuth, con la cabeza vuelta para no verlo y la espalda rígida y tensa, que miraba por la ventana. Luego la puerta se cerró y la ocultó de su vista antes de que pudiera preguntarse por qué, de repente, ella no podía mirarlo a la cara.
D
urante breves instantes, una vez que Strann y el mayordomo hubieron salido, nadie se movió. Karuth seguía mirando por la ventana, y Tirand, levantado, contemplaba sus pies. Sólo Ailind parecía impasible mientras esperaba que alguien rompiera el silencio.
Por fin, Tirand habló. Su actitud era deferente y su tono de voz no demasiado firme.
—Mi señor —le dijo a Ailind—, no sé qué pensar.
Ailind sonrió distante.
—No debéis preocuparos, Sumo Iniciado. Nuestro buen amigo el trovador no ha dicho nada más que la verdad.
Sorprendido, Tirand parpadeó, y la sonrisa de Ailind se convirtió en una suave carcajada.
—Mi buen Tirand, ¿es que piensas que no soy capaz de leer su corazón con la misma facilidad con que tú miras por la ventana? No es un traidor. Puede que sea un cobarde y un egoísta, pero es tan enemigo de la usurpadora como cualquiera de los adeptos del Círculo. Por desgracia, su lealtad no es tan favorable a nuestra causa, porque, aunque dice reverenciar al Orden, su fidelidad natural es para con el Caos.
—Y por eso invocó a Yandros —acotó Tirand.
—Precisamente. —Ailind cogió uno de los útiles de la chimenea y lo estudió con detenimiento—. Eso podría situarlo en una posición de desventaja.
Karuth se volvió inesperada y bruscamente, apartándose de la ventana.
—¿En desventaja, mi señor? —dijo con aspereza—. No comprendo. ¿No tiene Strann el mismo derecho que cualquiera de nosotros a entregar su lealtad a quien desee?
Tirand giró sobre los talones, horrorizado al escuchar su tono desafiante y dispuesto a reprenderla, pero Ailind se lo impidió.
—Desde luego, tiene ese derecho —replicó secamente—. Pero ahora el Círculo ha decidido seguir otro camino, y quienes son amigos de Yandros no son amigos míos. —Su voz adquirió un tono siniestro—. Harías bien en recordar eso, adepto Karuth.
Karuth se quedó mirándolo un instante; luego la intuición disparó una señal de alarma en su cabeza, y se volvió con rapidez hacia Tirand.
—¿Qué piensas hacer con Strann? ¿Adónde lo ha llevado Kern?
Su hermano le devolvió una mirada iracunda.
—Escuchaste tú misma mi orden. Strann recibirá el mismo trato que recibe cualquier huésped. La única diferencia es que la puerta de su habitación estará cerrada con llave hasta que el señor Ailind decida su suerte.
—¿Su suerte? —Se sintió espantada—. ¿Qué suerte? ¿Qué delito ha cometido? —Presa de una repentina furia, se encaró con Ailind olvidando su naturaleza y su poder—. ¡Acabáis de decir que no es un traidor y que todo lo que ha dicho es cierto! ¿Castigáis a los hombres por ser sinceros?
—¡Karuth! —Tirand se adelantó, la cogió por el brazo y la llevó a un lado—. ¿Cómo osas hablar al señor Ailind en ese tono? Pide perdón enseguida o…
—¿O qué? —Se soltó—. ¿Qué harás, Tirand? ¿Me castigarás? Declararás anatema sobre mí, ¿o le pedirás a tu dios que lo haga por ti? ¿Hasta ahí has llegado desde que abandonaste los principios del Equilibrio?
—Adepto Karuth.
La voz de Ailind los dejó helados. Muy despacio, Karuth se volvió para mirarlo y, al hacerlo, su coraje se desvaneció de pronto. La ira la había hecho ser temeraria, y en el calor de su indignación se había olvidado de que Ailind no era un mortal más con quien pudiera discutir como con cualquiera de sus compañeros adeptos. Ahora, al ver su rostro, recordó quién era de forma tan impactante que sintió un escalofrío de terror ciego que le sacudía el cuerpo, mientras sus pulmones y estómago parecían encogerse hasta sentir que una enorme mano invisible los aplastaba y los convertía en nada. Un aura fría y blanca ardía alrededor de la silueta del señor del Orden, y sus ojos habían perdido toda semblanza de humanidad, convertidos de nuevo en dos orbes dorados abrasadores.
—Ven aquí, Karuth —dijo con voz suave—. Ven aquí ante mí.
No tenía elección. Su poder la abrumaba y, aun sin aquella compulsión, su violento miedo la hubiera obligado a obedecer. Temblando, dio un paso hacia él, otro, otro más y se detuvo rígida como si estuviera atrapada entre paredes de hielo, mientras él la contemplaba. Ailind no dio ningún atisbo de qué veía en su rostro o en su mente; arrojó su miedo a un lado con despreocupación, desechó su odio como si ni siquiera mereciera su desprecio y le habló en un tono que produjo escalofríos a Tirand.
—Pareces haber olvidado, hija mía, que han ocurrido muchos cambios dentro de estos muros en los últimos días. Puedes aferrarte todavía al aprecio que sientes por los habitantes del Caos, pero ahora estás sola entre tus iguales. Ahora el Círculo sirve al Orden; y aunque puedes decidir desafiar a tu Sumo Iniciado, te advierto que si me desafías a mí, te atendrás a las consecuencias. ¿Lo comprendes?
El rostro de Karuth estaba blanco.
—Sí… —susurró con voz casi inaudible.
—Entonces diré lo que tengo que decir una sola vez, y espero que prestes atención. A partir de este momento no tendrás ninguna información acerca de las decisiones que tome el triunvirato bajo mi mando. Seguirás con tus deberes como médico, pero como adepto no tendrás ninguna función que realizar. No tomarás parte en las actividades del Círculo, y no practicarás la magia ni con otros ni a solas. Y lo que es más importante, no repetirás ni una palabra de lo que has oído entre estas cuatro paredes a nadie. —Extendió el brazo, y un largo dedo alzó la barbilla de Karuth, que se vio obligada a mirarlo a los ojos—. No cometas la estupidez de tomar a la ligera mi advertencia, Karuth Piadar. Sé lo que hay en tu corazón, pero no permitiré desobediencias. Sencillamente, se te tolera. Recuerda eso y todo irá bien; olvídalo, y sabrás que los del Orden no miramos con buenos ojos a quienes nos llevan la contraria. —La soltó, y bruscamente sus ojos volvieron a adquirir apariencia humana—. Ahora deseo hablar con tu hermano a solas, de manera que puedes dejarnos y regresar a tu trabajo.
Karuth dio un paso atrás, temblando y con el rostro del enfermizo color del papel viejo. No quiso ni mirar a Tirand; dio la vuelta sin decir palabra y se dirigió con la poca dignidad de que fue capaz a la puerta. Cuando puso la mano en el picaporte, Ailind añadió:
—Te aconsejo fervorosamente que reflexiones acerca de tu actitud futura, Karuth. En los días venideros, la lealtad al Caos puede que no sea un recurso sabio o prudente para ningún mortal.