El crisol emitió un siseo, y el metal tintineó contra el metal al reaccionar al violento asalto del agua fría. El vapor se elevó en una densa nube, y el elemental vaciló, llameó y desapareció. Karuth sintió el soplo de fuego y hielo de su partida, y la impresión momentánea de que la habitación se comprimía y se expandía. Parpadeó para aclarar su visión, y las proporciones y la perspectiva retornaron a la normalidad.
El agua estaba a punto de rebosar el crisol; apresuradamente rescató la vela antes de que se apagara y apartó la nube de vapor. Le dolía la espalda y estaba agotada; debía de ser casi el amanecer, pensó, y pronto los más madrugadores del Castillo empezarían a moverse. Necesitaba dormir. Y hasta haber dormido y descansado, no quería pensar en las implicaciones de lo que había averiguado aquella noche.
Con un cuidado fastidioso, fruto de un largo adiestramiento, Karuth recogió todos los elementos utilizados, volvió a meter en la caja los inciensos y el frasco ambarino, y dejó aparte el crisol y el trípode para que se enfriaran del todo. Cuando hubo hecho esto, fue a su escritorio, sacó una carpeta de piel de uno de los cajones y extrajo los papeles que contenía. Aquél era su archivo personal mágico, una crónica de cada operación de magia que había realizado desde su primera iniciación en el Círculo. Por muy cansada que estuviera, debía anotar hasta el detalle más nimio del ritual de aquella noche antes de pensar en dormir.
Preparó la pluma y la tinta, y comenzó a escribir. Era una tarea conocida, pero que la tranquilizaba, puesto que disciplinaba su mente con el estricto régimen de su adiestramiento y le permitía apartar la preocupación de los pensamientos que intentaban atravesar la barrera que ella misma había levantado. Cuando hubo acabado se dirigió por fin a la cama… y entonces se detuvo.
Había oído un sonido al otro lado de la puerta. Era débil, apenas audible: un maullido inquisitivo. Segundos después sintió una nueva presencia en su mente, una sonda tentativa. Se relajó un tanto y fue a abrir la puerta.
Fuera, en el pasillo a oscuras, dos gatos, uno blanco y el otro a franjas grises y marrones como un pequeño gato montés, la miraban con ojos resplandecientes llenos de interés. Karuth sonrió y abrió más la puerta para dejarlos entrar en la habitación. Debía haberlo supuesto; era prácticamente imposible realizar un rito oculto sin atraer la atención de por lo menos uno de los muchos habitantes felinos del Castillo. Medio salvajes, medio domesticados, telepáticos y con una insaciable curiosidad, los gatos acudían atraídos por el perfume de los rituales como las luciérnagas a la luz, y Karuth los observó mientras empezaban a explorar, olisqueando, soltando de vez en cuando un ronroneo suave. El gato blanco, una hembra si Karuth recordaba bien, que tenía una nueva camada de gatitos oculta en algún lugar de las cocinas del Castillo, se le acercó y se frotó contra su pierna. Karuth se inclinó a acariciarla, a lo que la gata respondió con un fuerte ronroneo; después se dirigió a la cama y se acostó. Los silenciosos vagabundeos de los gatos no la molestarían y su presencia sería un alivio. Mucho mejor, pensó, que estar totalmente sola.
Mientras apagaba la vela y se disponía a dormir, Karuth siguió escuchando el ronroneo de la gata.
—… D
e manera que si me llega palabra de otro desgraciado incidente… uno solo, tenedlo en cuenta… no vacilaré en informar sobre vosotros al Sumo Iniciado de manera inmediata. —Tirand hizo una pausa y miró con dureza a los tres jóvenes bellacos de la noche anterior, colocados en línea ante él en una de las antesalas del salón principal del Castillo. Ninguno se atrevió a devolverle la mirada—. No creo que sea necesario que os explique las medidas que él puede estimar convenientes como resultado de ello. ¿He hablado claro?
Hubo un murmullo de asentimiento y uno de ellos soltó un «Sí, señor».
—Muy bien. Entonces podéis dar el asunto por concluido. Y consideraos afortunados si por esta vez habéis escapado sólo con una reprimenda.
Se volvieron y echaron a andar hacia la puerta, pero Tirand habló de pronto:
—Calvi…
—¿Señor? —El más pequeño y joven de los tres se detuvo y lo miró. Sus azules ojos, bajo una mata de pelo rubio, mostraban preocupación.
—Una palabra más, por favor. —Tirand se dio cuenta de repente de que su expresión seguía siendo dura, y se esforzó en relajar los músculos de la cara para adquirir un aspecto más benigno. Calvi Alacar, el hermano de quince años del Alto Margrave, llevaba ya casi un año estudiando filosofía en el Castillo, y, aunque no poseía las capacidades mágicas para convertirse en iniciado del Círculo, Tirand creía que tenía muchas posibilidades como maestro y profesor seglar. No se le habían concedido privilegios especiales —el Castillo juzgaba a sus alumnos estrictamente por sus méritos, no por su rango—, pero Tirand pensaba que cierto grado de interés especial por el chico era obligado, aunque sólo fuera por mantener las buenas relaciones entre la Península de la Estrella y la corte de la Isla de Verano. No le gustaba la relación que parecía estar surgiendo entre Calvi y algunos de sus compañeros de estudios más alborotadores, y, si bien sabía que el tema debía ser tratado con cuidado, estaba ansioso por cortar de raíz cualquier problema potencial.
Calvi se le acercó vacilante y él condujo al chico hacia la chimenea, donde ardía un fuego para hacer frente al frío otoñal de la mañana. La puerta se había cerrado al salir los otros jóvenes, y Tirand colocó una mano protectora sobre el hombro de Calvi.
—Estrictamente, no debería decirte esto, Calvi —le dijo—, pero creo que has aprendido la lección y no veo el motivo de prolongar tu inquietud. Sólo quiero comunicarte que es muy poco probable que este incidente llegue a oídos de Lias Barnack. De manera que puedes contar con que el único informe de tus progresos que llegará al Alto Margrave será favorable.
Las pálidas mejillas de Calvi, que ya estaban sonrojadas por la vergüenza tras la reprimenda recibida, se ruborizaron aún más.
—Gracias, señor —repuso mirando al suelo.
—Pero —continuó Tirand— sí que estoy seguro de que tu hermano se vería muy afectado si llegara a pensar que no estás aprovechando al máximo las oportunidades que aquí se te ofrecen. —Sonrió—. Está orgulloso de ti y anhelante de que tengas todas las posibilidades para desarrollar al máximo tu talento. Sé que tú no quieres decepcionarlo.
Por fin, Calvi consiguió mirarlo a los ojos. Su sonrisa era titubeante, pero Tirand creyó que el sermón estaba calando.
—Nosotros también tenemos mucha fe en ti, Calvi —añadió—. No malgastes aquello que los dioses te han concedido; asegura el orden de tus prioridades y no te apartes de él.
—Eso haré, señor. Gracias.
—Bien, entonces será mejor que vayas al comedor ahora que todavía debe de quedar algo para desayunar —concluyó, haciendo un gesto en dirección a la puerta—. Ve.
Al marcharse Calvi, Tirand se volvió hacia el fuego y exhaló un suspiro. No había llevado bien la última parte de la entrevista; su intención había sido ofrecer un consejo amistoso, pero lo había expresado de una manera que para un chico de la edad de Calvi debía de haber sonado a rígido y pomposo. Pensó con ironía que nunca había tenido ni tendría la facilidad natural de Karuth para hacer que otros se encontraran a gusto, y sólo deseaba no haber hecho más mal que bien al hablar con Calvi.
En conjunto, pensó, no había sido un día propicio hasta el momento. Anoche apenas había dormido, porque las cuestiones planteadas en la reunión, y después en su charla con Karuth, le habían zumbado en la cabeza como un enjambre de abejas. Se había levantado al amanecer, lleno de energía reprimida a la que no podía dar salida; había querido ver a Karuth para saber los resultados de su conjuro, pero no podía ni pensar en molestarla a aquellas horas. Su padre también seguía todavía en la cama y por el Castillo sólo andaban unos cuantos siervos adormilados, de manera que Tirand no había tenido más remedio que aceptar que los acontecimientos se sucederían a su propio ritmo, y había intentado acallar su inquietud dando un paseo madrugador por el exterior de los muros del Castillo.
Había salido por la puerta principal y había cruzado el césped en dirección al delgado brazo de roca que unía la Península de la Estrella con el continente. El sol naciente brillaba con todo esplendor en un cielo despejado, convirtiendo en plata el mar oriental y haciendo que el rocío que cubría el césped resplandeciera como gemas. Tirand respiró hondo, disfrutó del áspero frescor del aire en sus pulmones y del hormigueo que el frío le producía en las manos y en la cara; luego se detuvo al llegar a un trozo de césped que destacaba de cuanto lo rodeaba, formando un rectángulo aislado y peculiar. Allí la hierba era de un color verde más intenso, más rico, como si un jardinero excéntrico hubiera cuidado atenta y deliberadamente aquel fragmento y descuidado lo demás. Tirand, dubitativamente, frotó con un pie la fina capa de rocío.
El Laberinto. No había sido utilizado en toda su vida ni, por lo que sabía, en la de su padre, y se preguntó si quedaba vivo algún adepto que conociera el sortilegio que lo haría despertar de su letargo. Muchos siglos antes de que se iniciaran los primeros archivos escritos, cuando los dioses del Caos —que dominaban entonces el mundo sin rival alguno— dieron forma al Castillo, Yandros quiso colocar el gran edificio desplazado una fracción del tiempo y el espacio normales, de manera que atravesar sus portales era entrar en una dimensión que difería ligeramente de la norma. El Laberinto hacía de puente entre las dos realidades, de la misma forma que el brazo de roca unía el continente con el macizo de la península. Si estaba abierto, unía el Castillo con el resto del mundo, pero cuando se cerraba restablecía la alteración dimensional, de forma que sólo podían entrar en el Castillo quienes sabían cómo salvar aquel obstáculo. Según los archivos del Círculo, cuando el Laberinto permanecía cerrado, el Castillo era invisible para quienes se encontraran al otro lado del puente de piedra. Tirand se volvió para mirar la gran masa oscura e intentó imaginar —aunque no lo consiguió— qué aspecto tendría el macizo sin la imponente presencia del Castillo. Antes del Equilibrio, el Laberinto había permanecido siempre cerrado, excepto cuando algún suceso importante atraía a gran número de extranjeros a la Península de la Estrella. Pero en los años posteriores, con el Castillo abierto a los visitantes como nunca lo había estado antes, la tradición se perdió y el Laberinto llevaba sin ser usado más de medio siglo.
Tirand apartó el pie y observó la estrecha senda que había aplanado en la hierba. El Castillo contenía tantos secretos que sus habitantes ni siquiera alcanzaban a comprender, aunque hubieran aprendido a encauzarlos en su propio beneficio… Tirand se preguntó qué otras propiedades desconocidas podrían descansar ocultas y no reveladas entre sus muros o bajo sus cimientos. Era una conjetura familiar, pero, ahora que miraba el único signo evidente de la existencia del Laberinto, lo inquietó de una manera renovada, que no consiguió explicarse; como si, en algún lugar, detrás de toda aquella maraña de pensamientos y especulaciones, se hallaran las respuestas a muchas más cosas que a una simple pregunta ociosa.
Una fuerte ráfaga de aire que sopló desde el mar hizo que los cabellos de Tirand le cubrieran el rostro, anunciando un frío más intenso. Alzó la cabeza para mirar más allá del Castillo; las nubes se estaban arremolinando en el horizonte septentrional, adquiriendo los tintes rosados y púrpuras que presagiaban mal tiempo. Sus cenicientos e inquietantes colores le recordaron a los primeros heraldos de un Warp, y, pese a saber que aquello era un fenómeno más natural, no por eso dejó de sentirse inquieto. Fijando de nuevo la vista en el Castillo, volvió sobre sus pasos y atravesó el enorme arco negro de la puerta principal.
En los escasos minutos en que había abandonado su recinto, el Castillo había comenzado a despertar, y la intranquilidad de Tirand encontró por fin una salida. Se lavó, se afeitó y después mandó llamar a los tres alborotadores, y durante un rato olvidó sus preocupaciones para ocuparse en asuntos cotidianos. Pero ahora, terminado el sermón y con nada más que ocupara su atención, la inquietud volvía a surgir, insidiosa, negándose a dejarlo en paz.
Los ruidos procedentes del comedor empezaban a filtrarse en su conciencia e iban subiendo poco a poco de volumen, a medida que más y más residentes del Castillo se iban sentando a las largas mesas para la comida comunal de la mañana. Tirand abandonó la antesala y anduvo por el corto pasillo, abrió las puertas de doble hoja del comedor y entró. La estancia estaba llena en más de una cuarta parte, y la mayoría de la gente buscaba asiento cerca del fuego que llameaba con viveza en la gran chimenea. Paseó la mirada, revisando los rostros, con la esperanza de que Karuth ya hubiera despertado y hubiera bajado.
No estaba, pero llegó al cabo de media hora, cuando Tirand estaba acabando de desayunar. La vio y le hizo señas; estaba sentado solo, habiendo rechazado con educación a posibles compañeros. Ella se acercó a su mesa, se sentó y se echó para atrás su suelta cabellera pasándose por ella los dedos cansinamente.
—Me siento como si no hubiera comido nada en tres días —dijo—. ¿Qué tenemos? ¿Alguna cosa apetecible?
Tirand hizo que un criado trajera una bandeja, y Karuth escogió un cuenco de harina de avena endulzada, empanada de carne de caza y un trozo de pastel de frutas pasas. Tirand sirvió cerveza para ambos e intentó contener su impaciencia mientras su hermana comía. Le observó la cara y pensó que parecía agotada y un poco ojerosa aquella mañana, y sintió un atisbo de culpabilidad. Ella terminó por fin y apartó los platos lanzando un suspiro.
—No sé por qué, pero siempre me despierto muerta de hambre después de una actividad mágica —comentó—. La última vez me pasé todo el día siguiente yendo y viniendo de las cocinas picoteando cosas. Es una maravilla que no esté tan gorda como una vieja yegua en un campo de maíz.
Tirand se miró las manos entrelazadas.
—Los trabajos a solas siempre consumen más energía que un ritual ortodoxo del Círculo. No debería habértelo pedido. Lo siento.
—No, no —negó ella, mientras se limpiaba la boca con una servilleta; luego lo miró fijamente—. Después de lo que averigüé anoche, te estoy agradecida por haberlo hecho. Algo está pasando, Tirand, algo extraño. Y no me gusta.