—Las excavaciones debían continuar, ¿comprendes? —prosigue Guillaume, moviéndose agitadamente—. ¡Hay que encontrarlo! ¡Como sea! Al igual que en el pasado, la sangre derramada podía interrumpir las excavaciones… Así que corté su piel fría… y sangró… ¡Y esta vez la sangre derramada lo ayudará!
—Guillaume, ¿viste al asesino, a la persona que huyó por la ventana? Descríbemelo.
—Tal como se dice en el cuaderno, las tinieblas dirigen su venganza contra los vivos —murmura—, pues codician el alma del espectro, un alma con un patrimonio de casi mil años de vagabundeo entre los dos mundos. La oscuridad quiere esa alma, y se apodera de la de los mortales que intentan quitársela revolviendo las vísceras de la Virgen Soterraña. Era la oscuridad criminal… ¡Pero yo reconocí al antiguo monstruo del abismo, el del pasado! ¡Porque la cripta es esa fuerza de las tinieblas, ella es la que quiere conservarlo! La sombra de la cripta condenada a la sombra, que protege el vientre de la tierra para que regrese a su sagrada negrura y los vivos no vuelvan a tocarlo…
—Guillaume, cálmate… Ese cuaderno del que hablas es una prueba, la única prueba de que todo lo que dices es verdad… La policía no lo ha encontrado en tu casa. Dime dónde lo has escondido; iré a buscarlo y, gracias a él, se demostrará que eres inocente y saldrás de aquí.
El semblante del joven se inmoviliza. Guillaume frunce el entrecejo. La situación se vuelve peligrosa. Desconfía de ella.
—¿Te crees que soy tan tonto como para guardarlo en mi casa? —masculla—. Y donde está, nadie lo encontrará, ni siquiera tú.
Se hace un silencio denso. Johanna no sabe cómo hacerle entrar en razón. Sin embargo, tiene que entender que ese cuaderno es el punto de conexión irrefutable entre la fantasía y la realidad, entre el ayer y el hoy.
—En el fondo —dice Guillaume tranquilamente—, creo que me he equivocado. Tú eres como los demás y no has creído una sola palabra de todo lo que te he dicho sobre el espectro. Me has hecho hablar con mucha habilidad, pero lo único que te interesa es el cuaderno de dom Larose. Es cierto que, como ha sucedido con el manuscrito de fray Román, si lees ese documento, me creerás. Crees en el papel… Pero es falso que harás que me suelten, porque entonces sabrás lo que hay que hacer para liberar al monje decapitado y querrás hacerlo tú. ¡Quieres quitármelo! ¡Y yo me pudriré aquí hasta el fin de los tiempos! ¡Por fin he entendido por qué has venido al Monte! ¡Para robarme al fantasma! —grita, intentando incorporarse pese a que tiene los brazos y los tobillos atados—. ¡Quieres arrebatarme mi infancia y todos sus secretos! ¡Socorro! ¡Ayudadme! ¡Venid! ¡Auxilio! ¡Es el asesino!
Al oír los primeros gritos, Bontemps y el auxiliar irrumpen en la habitación. Johanna está a unos pasos de la cama, desarmada frente a la violencia de Guillaume. Rápidamente, el comisario la coge de un brazo y la hace salir. Una enfermera y un médico entran para ponerle una inyección de tranquilizantes al demente. Guillaume está congestionado, con los ojos en blanco, tira con todas sus fuerzas de las correas y no para de enviarle escupitajos e insultos. Johanna está en el pasillo, inmóvil, mientras la bandada blanca se afana en la habitación.
«Guillaume —se dice para sus adentros—, eres mi cómplice y mi hermano porque compartimos sueños, todo un imaginario… No te abandonaré.»
Consternada, se deja conducir por Bontemps fuera del edificio. Piensa en el padre Placide. Tiene que verlo, hablarle de Guillaume, del crimen, pedirle su opinión… El comisario la sienta como si fuera una muñeca en un banco de los jardines del hospital. Inclinado sobre ella, le ordena que respire hondo.
—¿Se encuentra mejor? —le pregunta, mirándola con benevolencia—. ¿Quiere que vaya a buscarle algo de beber?
Ella le indica por señas que no mientras su semblante recupera el color.
—Lo siento —murmura él—. Hacía bien en desconfiar; nunca se sabe cómo van a reaccionar esos tipos. De todas formas, parecía que la cosa había empezado bien, ha hablado mucho, por lo que he visto… ¿Revelaciones inéditas, o le ha contado el mismo cuento que a nosotros?
—Lo mismo que a ustedes, pero yo no creo que sea un cuento —responde Johanna, febril pero lúcida—. Bueno, lo que quiero decir es que estoy convencida de que no miente: él no ha matado a nadie y cree sinceramente en la leyenda del fantasma decapitado al que hay que liberar de la cripta. Lo sé, parece descabellado a primera vista, en nuestra época, pero no lo es cuando vives en el Monte, cuando estás, como él y como yo, impregnado de la historia de la peña y te pasas el tiempo en la Edad Media. Los hombres medievales creían de verdad en los espectros, los que no creían en ellos eran los insensatos.
—No discuto los conocimientos de ambos en materia de historia medieval —dice el comisario, mirándola con más dureza—, pero, por si no se ha dado cuenta, ya no estamos en la Edad Media.
Johanna se sonroja.
—Mire —prosigue él en un tono más suave—, lo ha intentado y no lo ha conseguido. No se reproche nada; eso indica que ese tipo está realmente loco, nada más. Gracias a usted, ahora estoy convencido de ello. No es su famoso fantasma, sino él quien está atrapado en el tiempo, bloqueado en la Edad Media. Los psiquiatras nos lo devolverán al siglo XXI, no se preocupe. Y acabará por confesar que ha matado a Dimitri Portnoi. Mientras tanto, lo mantendremos a la sombra. Está usted de enhorabuena, pues, en vista de su estado, si no lo hubiéramos detenido, seguro que ese chiflado habría seguido matando… a los componentes de su equipo o incluso a usted misma. Sí, tiene suerte de que hayamos atrapado al asesino, señorita, porque de lo contrario habría hecho suspender esas excavaciones, tal como me ha pedido el señor Brard.
En la carretera que la conduce al Monte, Johanna nota el peso de los siglos sobre sus hombros. El milenio que separa el siglo XI del XXI posee la fuerza de atracción del tiempo que se ha escapado antes que ser vivido.
«Guillaume… —piensa Johanna—. ¡Qué desastre, qué embrollo! Ha hablado, y sus palabras lo han condenado a esa prisión sin ángulos rectos, sin abertura al cielo, con el cuerpo atado a una cama… Ahora, su calabozo está en su cabeza. ¿Qué puedo hacer para salvarlo de sí mismo? Sin el cuaderno de Aelred Croward, no hay ninguna esperanza. A no ser que detengan al verdadero asesino. Primero el aire, después el agua. Como Moira. Como en mis dos primeros sueños: el ahorcado del campanario y el ahogado en la bahía. No. No debo seguir pensando en eso. Es imposible. Es una casualidad. No se trata de eso. No puede ser. Hay que tenerlo en cuenta todo, separar, desglosar, para no sucumbir a mis sueños como le ha sucedido a Guillaume. Pero ¿quién es? ¿Por qué lo hace? Misterio… Hay que atenerse a la realidad y al presente; de momento, el sacrificio de Guillaume ha logrado su objetivo: salvaguardar las excavaciones.»
30 de mayo, día siguiente de la Ascensión. Solo quedan diecisiete días de excavaciones, menos los fines de semana. La tierra está bajo nuestros pies. Guillaume sintió la llamada de lo subterráneo, lo enterrado. Johanna no ha seguido dudando; ha hecho retirar varios adoquines de las naves gemelas. Unos centímetros de tierra y luego la roca. De nuevo la roca. Los sondeos dicen: roca, piedra impenetrable. Todo está estancado, las excavaciones y la investigación criminal, que no aporta nada nuevo aparte de palabras para describir la locura de Guillaume: esquizofrenia paranoica con tendencias alucinatorias. Reclusión forzosa y neurolépticos en dosis de caballo. A través de Guillaume, Johanna sabe que también está condenada. Si dice algo, si habla, la declararán también loca de atar. Pero ella lucha callando.
Los cuatro arqueólogos vuelven de comer; toman un bocadillo al aire libre, en la terraza del oeste cuando no está invadida por los turistas y el soplo del viento, o, aprovechando que tienen acceso a lugares prohibidos al público, en los balcones de piedra del exterior del coro de la iglesia, que ofrecen una vista mágica sobre las gárgolas, los arbotantes, los pináculos y la escalera de Tracería, cien metros por encima de la playa. Después de haber comido bajo el cielo, el regreso a la tierra de la cripta siempre es un momento extraño, un descenso a los orígenes de la humanidad. Un objeto incongruente atrae de inmediato la atención de Johanna. En el altar de la Trinidad, apoyado contra un instrumento de perforación, un sobre blanco, rectangular, corriente, con una sola letra escrita sobre su superficie: una J estilizada, trazada con tinta roja. Instintivamente, se lo guarda en un bolsillo confiando en que los demás no lo hayan visto. Mientras están ocupados retirando otras baldosas del suelo, se retira a una esquina del coro de la Virgen y abre el sobre. Una hoja de papel tan común como su continente. El contenido, sin embargo, no lo es: Johanna reconoce la escritura en minúscula Carolina, la misma que utilizó fray Román en el manuscrito de Cluny. La carta alterna el empleo de tinta roja y verde, los colores del
scriptorium
montesino. La inicial Q está iluminada a la manera medieval. No obstante, el texto está escrito en francés moderno, sin firma, de modo que no hace falta ningún especialista para descifrarlo:
Que cese vuestra acción sacrílega en la cripta de la Virgen Soterraña, si no, la muerte se os llevará… a todos
.
Johanna esconde inmediatamente el documento en un bolsillo del pantalón. ¡Con tal de que nadie la haya visto, con tal de que no la haya recibido nadie más! Les entraría miedo, suspenderían las excavaciones.
«Es evidente que ha sido el asesino de Dimitri quien ha escrito esta nota —deduce—. La mano que ha trazado con tanta habilidad estas letras románicas es la misma que la que mantuvo la cabeza de Mitia bajo el agua. ¡Qué horror! Pero ¿cómo ha entrado el asesino en la Virgen Soterraña para depositar su obra? Cuando nos hemos ido a comer, no había nada desacostumbrado sobre el altar; si no, me habría llamado la atención. Recuerdo perfectamente haber cerrado con llave la puerta de la cripta al salir y haberla abierto yo misma al volver. A no ser que haya accedido por un pasadizo secreto que no he descubierto, eso significa que el asesino tiene una llave. Claro que todos los guías-conferenciantes y los empleados de Monumentos Históricos tienen una llave. Además de mi equipo…»
Se vuelve hacia Sébastien, Florence, Patrick…
«¡Fenoy! Se ha ausentado un cuarto de hora, supuestamente para comprar un zumo de naranja. Fenoy…, ese traidor, ese intrigante, ¿es también un criminal? Tengo que pedir a la administración un candado suplementario cuya llave solo tendré yo. Sí, eso es lo más urgente. Después pensaré en lo demás.»
Se precipita hacia la gran puerta de madera, la cruza y se da de bruces con Christian Brard, que se disponía a entrar.
—Ah, precisamente la buscaba a usted —le dice—. Venga enseguida a mi despacho. Se trata de algo grave.
El administrador ha recibido una carta igual esa mañana. Original, no fotocopiada. Pero él no tenía ningún motivo para esconderla, así que ha informado al comisario Bontemps. Al igual que el manuscrito de Román cuando fue encontrado, el documento está siendo analizado. Por grafólogos y expertos de la policía, no por codicólogos. Es un falso manuscrito medieval, pero una auténtica carta amenazadora. El testamento de Román permitió pasar a la acción; ese papelucho puede detenerla. Johanna está hundida. Delante del administrador, intenta minimizar el hecho, pero Brard se toma el documento muy en serio. Claro, siempre se ha opuesto a las excavaciones; en el fondo, debe de estar feliz. Sin embargo, no parece satisfecho, sino más bien inquieto.
—Comprenda que no puedo arriesgarme a que se produzca otro drama —le dice a la arqueóloga—. ¡Renunciaría encantado a la publicidad que ya nos está haciendo la prensa! Todos quieren ver la abertura que está junto al potro, hemos tenido que condenarla. Como supondrá, un asesinato en esta abadía, o dos, excita la imaginación. Y aquí hace falta poco para enardecer las mentes… Si los periodistas se enteran de la existencia de la carta anónima… Kelenn está a buen recaudo, o sea que a lo mejor se trata de una broma, pero tal vez no. Considero que ustedes están bajo mi responsabilidad y, por lo tanto, me niego a correr ese riesgo. Piense que la vida de todos se encuentra amenazada.
—Yo creo que lo único que se encuentra amenazado, en lo que a usted respecta, es su puesto —replica Johanna con amargura—. En cuanto a Guillaume Kelenn, esa carta anónima demuestra su inocencia.
—En primer lugar, usted no sabe nada. Pudo escribirla antes de que lo internaran y tener un cómplice que la ha enviado. En segundo lugar, aunque le pese, deseo conservar mi puesto —dice, ofendido—. Nada me obliga a informarla, pero le advierto que también he puesto al corriente al Centro de Monumentos Nacionales y al ministerio de este… de este hecho inquietante. En nombre del principio de precaución, he solicitado de nuevo, y lo he hecho oficialmente, la interrupción de la campaña arqueológica en la cripta.
2 de junio. Saint-Lô, brigada criminal, despacho del comisario Bontemps. Once horas.
—El análisis de nuestros especialistas ha establecido por el momento una cosa —anuncia el policía a Johanna—: la carta ha sido escrita con la mano izquierda, y Guillaume Kelenn-Bréhal es diestro. No obstante, eso no quiere decir que no se haya beneficiado de la complicidad de alguien. Alguien cercano a él, física y, sobre todo, psicológicamente, apasionado por la Edad Media y que no soporta verlo recluido en ese hospital, alguien que ha pensado que esa carta podía contribuir a que se reconociera su inocencia, que conocía el manuscrito de fray Román, así como la abadía,, y habría podido dejar fácilmente las dos cartas, una en el despacho del administrador y la otra en la cripta, cuyas llaves tiene…
—Sospecha de mí, pero no tiene en cuenta que ese alguien también debe estar absolutamente en contra de las excavaciones —contesta ella, furiosa.
—Tranquilícese, señorita, confieso que por un momento pensé en usted, pero el test grafológico al que se ha prestado demuestra que es una auténtica diestra, ni siquiera un poco ambidextra.
—¡Es ridículo! —se rebela Johanna—. Hubiera hecho falta que fuese ambidextra, desde luego, pero también que poseyera el don de la ubicuidad. Yo no estaba en el Monte la noche del asesinato de Dimitri, lo ha comprobado usted sobradamente. Y lo único que me interesa son los trabajos en la cripta. ¡Sería autosabotaje!
—Era una pista como cualquier otra… El ser humano posee lógicas complejas, incluso cuando no está loco. Podría haber querido desembarazarse de sus colegas, meterles miedo, alejarlos. El autor de la carta no es forzosamente el asesino del señor Portnoi, puesto que al asesino lo tenemos… Bueno, eso creo. Pero, como todavía no hemos identificado a ese misterioso zurdo, mi deber es protegerlos, a usted y a su equipo, hasta que este asunto se aclare del todo, como se dice en las novelas policíacas.