La Prisionera de Roma (22 page)

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Authors: José Luis Corral Lafuente

Tags: #Novela histórica

BOOK: La Prisionera de Roma
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Un santón del santuario de la Kaaba le explicaba a Giorgios el origen del pueblo árabe y del lugar más sagrado de La Meca ante la atención de los principales miembros de los clanes que gobernaban la ciudad, quienes, a pesar de haber escuchado aquella historia en cientos de ocasiones, prestaban tal interés a la narración que parecía como si la estuvieran oyendo por primera vez.

—Aquello constituiría un grave inconveniente para los planes del patriarca Abraham —supuso Giorgios.

—En efecto —continuó el santón—. Dos herederos engendrados de dos mujeres de diferente condición significaban un problema, y Sara, celosa de la juventud y de la belleza de Agar, obligó a Abraham a que expulsara a la esclava y a su hijo Ismail de su casa. Abraham así lo dispuso, y madre e hijo fueron arrojados de la patria del padre y se vieron obligados a vagar por los desiertos sin rumbo y sin defensa. Estaban a punto de perecer de hambre y de sed, perdidos en la soledad, cuando Dios se apiadó de ellos e hizo surgir del suelo un pozo de agua. En el lugar donde brotó el manantial, que salvó la vida de Ismail y de su madre, se construyó una fuente, a la que se llamó Zem-Zem, y en su entorno creció esta ciudad sagrada de La Meca. Por eso, éste es el lugar más sagrado del mundo.

—Imagino que ésa es la fuente que os abastece.

—Una de ellas, pero ésta es la fuente sagrada para todos los árabes. De este modo es como relata nuestra tradición la fundación de nuestra ciudad —intervino Ibn Umayya, el caudillo más influyente de La Meca, en cuya casa Giorgios, como comandante de la expedición de Palmira, había sido invitado a comer junto con un grupo de notables de la ciudad.

—Un lugar extraordinario —puntualizó el griego.

—Así es. Allah, todopoderoso señor del cielo y padre de todos los dioses, eligió este preciso sitio para hacer manar de la arena estéril el agua de la vida, y desde entonces aquí se encuentra el único santuario que veneramos todos los árabes. Mañana podrás visitarlo, si te parece.

—Tendré mucho gusto en hacerlo.

Unos criados sacaron bandejas repletas de salchichas de cordero, puré de garbanzos, harina hervida con verduras, pescado seco guisado en salsa de dátiles y tortas de pan ácimo.

El jefe de los mercaderes de La Meca, también guardián del santuario, y Giorgios se entendían en arameo, aunque algunas palabras tenían que ser traducidas del árabe al griego o del griego al árabe por alguno de los intérpretes que habían viajado con la expedición.

A la mañana siguiente Ibn Umayya se presentó en el campamento de los palmirenos, que habían desplegado sus tiendas a una milla de La Meca, al abrigo de unas rocas.

El caudillo árabe montaba un nervioso corcel bayo de pequeña alzada y de patas finas y estilizadas, un magnífico ejemplar de la raza de la que tan orgullosos estaban los habitantes de Arabia. Iba acompañado por cuatro jinetes de su clan, todos montados en caballos negros zainos.

Invitado por su anfitrión, Giorgios montó su alazán tostado, más grande y poderoso que el corcel árabe pero menos rápido y ágil, y se dirigieron al santuario de La Meca. Dos soldados palmirenos acompañaban a su general.

—Lo llamamos la Kaaba —le explicó Ibn Umayya mientras entraban ya a pie en el recinto del santuario, ubicado en una amplia explanada rodeada de un sencillo muro de mampostería en cuyo interior se levantaban algunos humildes templetes y numerosos aras y altares con estatuas de piedra, de madera y de barro cocido—. Aquí tienen su altar y su estatua todos los dioses de los árabes. Te aseguro que no existe bajo el cielo un lugar más sagrado que éste. Mira, aquél es Hubal —el árabe señaló un ídolo de piedra gris del tamaño de un hombre grande, tallado de manera burda y poco elegante, colocado sobre un pedestal de piedra tosca casi en el centro del recinto—, una de nuestras principales divinidades. Debes encomendarte a él si deseas tener un camino propicio y libre de sobresaltos cuando salgas de viaje; es el dios protector de los mercaderes, por eso es el más apreciado entre los mecanos.

—¿Y aquellas tres figuras de mujer? —Giorgios señaló tres esculturas femeninas de talla poco refinada.

—Son las deidades más veneradas aquí en La Meca después de Allah. Se trata de Allât, Al-Uzza y Manat, las hijas predilectas del dios padre Allah; cada una de ellas está dotada de unas facultades especiales. Allât es la madre de muchos dioses menores y la divinidad que garantiza la fecundidad de las mujeres y del ganado; a ella se encomiendan las embarazadas y a ella le ofrecemos presentes todos los árabes para que nuestro primer hijo sea un varón. Al-Uzza es la poderosa, la diosa del amor y de la belleza; todos los atardeceres luce la primera, en forma del astro más luminoso y bello, en el cielo vespertino, y es la última en desaparecer del firmamento. Las jóvenes de La Meca suelen subir a las azoteas de las casas cuando se pone el sol y asoma Al-Uzza en el horizonte para alzar sus rostros hacia ese astro a fin de que las ilumine con su belleza y les transfiera algo de su hermosura. Manat es la diosa del destino, de la fortuna y también de la guerra; a ella le ha entregado Allah el secreto del futuro de cada uno de nosotros y sólo ella sabe lo que nos aguarda el mañana; nunca dejes de encomendarte a Manat antes de una batalla si deseas conservar la vida tras el combate.

—Así lo haré.

—Esos otros ídolos representan a dioses menores, como aquel bloque de piedra roja dedicado al dios al-Fals; o aquel ídolo de madera, el dios Sad; o esa escultura de piedra blanca, nuestro dios al-Gasad; o este otro, el más venerado por mi familia, el dios Muzdalifa, el señor del trueno y de las tormentas, que nos protege en las travesías del desierto y nos custodia de las tempestades de arena y de los fatídicos rayos.

»Y ahí está el centro del mundo.

Tras atravesar medio recinto habían llegado ante una construcción de piedra de forma cúbica de unos doce pasos de lado. Era el único edificio de todo aquel complejo religioso, un bloque con las paredes macizas construidas con mampuesto de piedras trabadas entre sí con argamasa y sin ningún vano; sólo en el lado sur se abría una pequeña puerta de tablones de madera pintados de negro.

—¿Qué es eso?

—La morada de Allah —Ibn Umayya empleó la palabra árabe para nombrar a Dios—, la divinidad suprema, el padre de todos los demás dioses de los árabes, el creador del universo, al que algunos nombran como el Único. No hay ningún otro dios como Allah. Es el principio de todo, del cielo y de la tierra, del agua y de la arena, del viento y del fuego, de los dioses y de los hombres. Allah es el creador; no había nada antes que El. Allah engendró a los otros dioses, creó todas las cosas y a todos los hombres.

—¿Qué guardáis ahí dentro? —preguntó Giorgios.

—Nuestra más preciada reliquia.

—¿Puedo verla?

Ibn Umayya asintió con la cabeza y le indicó que lo siguiera; los seis hombres que los acompañaban se quedaron fuera.

A la puerta del cubo de mampostería estaba sentado el santón que el día anterior había relatado la fundación de La Meca durante la comida en casa de Ibn Umayya. Giorgios lo saludó llevándose la mano a la frente y al corazón, como había visto que hacían los árabes. El santón le devolvió el saludo.

—Buen día, Abdallah —lo saludó Ibn Umayya—. Nuestro amigo Giorgios —el jeque árabe pronunció el nombre del ateniense de un modo que sonó como «Yuryus»— desea visitar el santuario de Allah.

—Sé bienvenido a la casa de Allah —dijo el santón Abdallah a la vez que abría la puerta de tablones y lo invitaba a pasar.

Estaba oscuro; sólo un par de lamparillas de aceite ubicadas en dos de los rincones iluminaban tenuemente el interior del cubo, un recinto de unos diez pasos de lado, un espacio abierto que se cubría con un techo sostenido por vigas elaboradas con troncos de palmeras. Giorgios tuvo que esperar un rato a que sus ojos, todavía inundados de la intensa luz del exterior, se acostumbraran a tanta penumbra.

En las paredes, colocados en pequeñas hornacinas, había varios ídolos, más pequeños que los que se mostraban en el recinto exterior pero de mejor factura, realizados por manos de artistas mucho más expertos en el manejo del cincel, el martillo y el escoplo.

En uno de los lados había una estatua de madera de Hubal, de mejor traza que la que se mostraba en el exterior, del tamaño de un hombre mediano, con los ojos pintados de rojo y perfilados de negro; estaba desnudo, con los brazos extendidos hacia adelante y mostraba un enorme falo enhiesto. En la pared oeste se alzaban tres esculturas femeninas, las tres diosas de La Meca, las hijas de Allah, también desnudas, con enormes pechos y las vulvas muy resaltadas; parecían labradas por un artista egipcio de segunda fila.

En la pared orientada hacia el este, en dirección a la salida del sol, sólo había un sencillo pedestal de basalto de la altura de un hombre adulto sobre el cual brillaba una piedra negra, de forma almendrada y del tamaño de una cabeza de niño.

—Esa es la Kaaba, la piedra del cielo, el sagrado talismán del pueblo árabe, la señal de Allah a los hombres. Es la reliquia que Allah nos envió desde su palacio en las alturas del firmamento para que lo veneráramos —indicó Abdallah.

—¿No existe una imagen de Allah, una escultura como la de Hubal?

—Aliali es el único dios que no puede ser representado en efigie. Allah no tiene ni cuerpo ni imagen humanos; sólo es espíritu y, por tanto, no puede ser plasmado en forma de ídolo. El nos envió, hace mucho tiempo, esta piedra, que cayó del cielo una noche de luna envuelta en una bola de fuego. Aunque algunos dicen que se trata de un narciso blanco, nuestra flor sagrada, que Allah entregó a los hombres para que lo cuidaran en su nombre, pero que se ha ennegrecido y endurecido a causa de los pecados cometidos contra el Creador del mundo, hasta convertirse en esa roca. ¡Quién sabe! En cualquier caso es un envío de Allah.

El viejo guardián le pareció a Giorgios un pobre orate.

Se despidieron de Abdallah y salieron del santuario; la luz del sol invernal estalló de nuevo en los ojos del ateniense, que tardó algunos instantes en volver a acostumbrarse a la intensa luminosidad exterior.

—Y, por fin, aquí está la fuente sagrada del Zem-Zem. —Mostró Umayya, señalando un pozo que brotaba de un manantial en una zona vallada con un parapeto de piedra dentro del recinto de la Raaba.

—¿Puedo beber? —preguntó Giorgios.

—Claro, te purificará aunque no seas un árabe.

Giorgios tomó una escudilla de madera y dio un sorbo.

—Es ligeramente salada —comentó.

—Sí, tiene un sabor salino, el sabor que Allah le dio para que quienes la beban recuerden cuán excelso es su divino poder y cuán humildes debemos postrarnos todos los hombres ante su celestial majestad. Todos los árabes debemos acudir aquí en peregrinación al menos una vez en la vida. Esta fuente y este santuario es lo que nos une, lo que nos recuerda que, aunque ahora estemos divididos en varias tribus y clanes, y que incluso libremos guerras fratricidas entre nosotros, nuestro origen es común y formamos parte de un único pueblo, de una misma sangre. Algún día tal vez volvamos a unirnos y consigamos formar una gran nación. Nuestra profecía más sagrada anuncia que eso ocurrirá y que nacerá un profeta extraordinario y único, el enviado de Dios, que unirá a todos los árabes bajo su caudillaje, y entonces sí seremos una sola nación y una sola comunidad con el mismo destino.

—De eso precisamente quería hablarte. Como ya te avanzaron nuestros mensajeros, venimos en nombre de Odenato, señor de Palmira y
dux
de Oriente. Su origen también es árabe, pues procede de una nobilísima familia de beduinos que se estableció en una ciudad llamada Edesa, al norte de Mesopotamia, donde se convirtieron en custodios del templo dedicado a Dios…

—¿Dux
…? —se extrañó Ibn Umayya.

—Es un título muy importante que le concedió el emperador de Roma; se trata de un gran honor, sin duda sólo reservado a hombres muy especiales. Odenato está orgulloso de su origen árabe y gobierna la provincia de Siria, la más rica del Imperio romano; su deseo es que los comerciantes de Arabia, sus hermanos de sangre, hagáis lucrativos negocios con Palmira, y que vuestras caravanas fluyan hacia nuestra ciudad y las nuestras hacia las vuestras cargadas con ricas mercancías en beneficio de ambas partes. Odenato garantiza la seguridad de los caminos y unas pingües ganancias para todos aquellos mercaderes de La Meca que acudan a comerciar a Palmira.

Ibn Umayya condujo a Giorgios a un porche cubierto con ramas de palma y adosado al muro del santuario. Lo invitó a sentarse sobre unos cojines ubicados en una tarima de madera colocada sobre el suelo de tierra pisada y luego ordenó a los sirvientes del santuario que trajeran una infusión de hierbas, licor de dátiles, pastelitos de harina y miel, pasas, dátiles confitados, nueces y pistachos.

—Los mecanos hemos comerciado con nuestros vecinos desde que existe memoria de esta ciudad. La Meca es paso obligado de las caravanas que vienen del fértil Yemen, al sur, y se dirigen a la tierra de los nabateos y a su capital, Petra. Aquí se aprovisionan, aquí hacen negocios, aquí rezan a nuestros dioses… ¿Para qué necesitamos a Palmira?

Giorgios indicó a uno de los soldados que sacara un lienzo de tela de una bolsa que portaba colgada del hombro.

—Mira. —Lo desplegó y se lo mostró al árabe—. Es un paño de seda; un regalo de Odenato.

Ihn Umayya acarició la seda y se asombró ante el rutilante tornasol de brillantes reflejos que desprendía según incidieran sobre ella los rayos de luz.

—Conozco este tejido…

—Pero no de esta calidad y no en tanta cantidad y al precio que podrías comprarla si te decidieras a firmar un tratado con Palmira. Y no sólo seda: piedras preciosas de la India, delicadas telas y brocados de Shiraz, embriagadores perfumes de Persia, sabrosísimos vinos especiados de Grecia y de Anatolia, espadas y otras armas de las mejores fundiciones de Damasco y de Bosra, caballos celestiales del valle de Fergana, en el interior de Asia, hermosísimas esclavas armenias y germanas, mujeres tan bellas como las diosas mecanas, de cabellos de oro y ojos de cielo… Todo eso significa comerciar con Palmira, amigo, todo eso.

Ibn Umayya dio un sorbo a su vaso de licor de dátiles y engulló varios pistachos.

—¿A cambio de qué? —demandó.

—De que los mecanos, y cuantas tribus nómadas del desierto de Arabia podáis convencer, actuéis como aliados de Palmira, de que mantengáis las rutas comerciales abiertas y seguras hacia el norte… y de que rompáis cualquier relación con los sasánidas. Como bien sabes, una de las dos grandes tribus árabes del norte, los gashánidas, son nuestros aliados y suelen combatir a nuestro lado, y hemos dispuesto en nuestro ejército de algunos de sus mejores jinetes, pero la otra tribu, la de los lájmidas, es una tradicional aliada de los persas. En las batallas que hemos librado contra ellos hemos comprobado que en su ejército se integran algunas unidades de la caballería ligera lájmida. Sus jinetes son muy eficaces y en algunos combates nos han causado ciertos problemas. Si consigues que los lájmidas abandonen la alianza con Sapor y se unan a Odenato, Palmira te compensará con numerosas riquezas.

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