La Prisionera de Roma (17 page)

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Authors: José Luis Corral Lafuente

Tags: #Novela histórica

BOOK: La Prisionera de Roma
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La carga cerrada de la caballería pesada palmirena arrasó las primeras líneas de la infantería enemiga y las dispersó con la misma facilidad que el vendaval arrastra las hojas secas en la tormenta.

Las lanzas de los jinetes palmirenos ensartaron a los atemorizados infantes persas, que, desprovistos de armadura, fueron masacrados sin piedad, mientras los jinetes de la caballería ligera, equipados con sus arcos cortos, asaeteaban a los que huían despavoridos. Centenares de horrorizados campesinos, utilizados como improvisados e inexpertos soldados, fueron liquidados en unos instantes, pues la mayoría quedó paralizada de terror y apenas ofreció resistencia. Los soldados persas veteranos, colocados en la segunda línea, algunos de ellos ya bregados en anteriores guerras contra los romanos, dudaron. Sin la defensa de los catafractas, que seguían en Ctesifonte, los generales de Sapor decidieron colocarse en la retaguardia y aquella maniobra fue interpretada por las mejores tropas persas como una retirada. Carentes del ánimo de sus jefes y abatidas las primeras líneas, los soldados veteranos dieron unos pasos atrás y abrieron su formación, quedando sus filas descolocadas y descompuestas. Entre ellas se coló Giorgios al frente de sus caballeros acorazados que, formando en cuña, rompieron por varios sitios el segundo frente de la infantería persa, ante lo que se produjo una desbandada general. El joven Hairam se condujo con valor en la batalla; aprendía rápido de la experiencia del griego, que en los combates siempre se mantenía cerca del primogénito de Odenato.

En unos instantes, la avanzada de la caballería pesada palmirena, que mantenía una posición cerrada y sólida en forma de rombo, alcanzó las primeras tiendas del campamento sasánida y el emperador Sapor, viéndose amenazado, huyó precipitadamente, abandonando a algunas de sus esposas y concubinas y no pocos tesoros que había llevado consigo al campamento para que sus soldados se convencieran de su determinación de resistir.

En cuanto las atribuladas tropas persas se apercibieron de la huida de su emperador, corrieron en desbandada alejándose del frente de aquella batalla. Odenato ordenó entonces que el ataque se concentrara en el campamento de Sapor a fin de recoger el botín abandonado allí mismo y para evitar la dispersión de su ejército.

Giorgios desplegó sus regimientos de jinetes acorazados en el flanco sur, formando una barrera de trescientos pasos de ancho a modo de protección de un posible contraataque de la caballería pesada persa, cuyos catafractas habían llegado tarde a la batalla y ni siquiera tuvieron la oportunidad de intervenir; éstos, desorientados ante la falta de decisiones de sus generales y confusos por la huida desordenada de la infantería, se detuvieron al contemplar el formidable muro de jinetes acorazados palmirenos que había formado Giorgios.

Las dos formaciones de jinetes acorazados estaban ahora frente a frente. Los catafractas, que se consideraban herederos del batallón de los Inmortales, la guardia personal de los grandes emperadores persas del pasado, ofrecían un aspecto formidable. Sus grandes caballos, cubiertos de placas de acero, piafaban nerviosos ante la batalla que se intuía; a unos quinientos pasos de distancia, los palmirenos enarbolaban sus lanzas, todavía ensangrentadas tras haber masacrado a la infantería de Sapor. El rutilante estandarte rojo de Palmira tremolaba al viento.

—Preparados para rechazar su carga. Manteneos firmes y no dudéis. ¡Fuerza y honor! —gritó Giorgios para evitar cualquier atisbo de desánimo.

La carga de los catafractas parecía inminente, pero cuando los palmirenos ya la esperaban, los persas dieron media vuelta y se marcharon en busca de la protección de los muros de Ctesifonte sin siquiera amagar con un envite.

Mientras los persas se alejaban hacia el sur rodeados por los restos de la infantería, Zabdas percibió la maniobra de su subordinado y se ratificó en que había sido una decisión muy acertada nombrar a aquel griego como su segundo.

Acabada la batalla, con los sasánidas desbaratados y en retirada, Odenato se dirigió al pabellón de Sapor, una enorme tienda de fieltro y seda en la que algunos soldados custodiaban las ricas posesiones que había abandonado su dueño.

—Señor —informó Zabdas—, hemos encontrado media docena de cofres cargados de objetos de oro, plata, piedras preciosas y perlas; y a treinta mujeres. Todas dicen que son esposas de Sapor, aunque creo que algunas son criadas y esclavas.

—Veamos. —Odenato entró en el enorme pabellón imperial, decorado con los emblemas de la dinastía sasánida y con tapices bordados en seda con escenas de animales y flores.

En el centro de la estancia principal, separada del resto mediante pesados cortinajes de lino, se habían colocado las seis arcas y a un lado se agrupaban las bellísimas mujeres, custodiadas por soldados que las observaban asombrados. Odenato comprobó uno a uno el contenido de los baúles.

—Dice uno de los escribas que contienen tesoros por un valor de no menos de millón y medio de sestercios —informó Zabdas.

—¿Puedo quedarme con algunas joyas y con tres de esas mujeres? —preguntó Hairam, entusiasta admirador de todo lo persa.

—La mitad de este botín se repartirá entre los soldados, incluidos los que se han quedado custodiando Palmira. Con el resto financiaremos las obras de abastecimiento de agua, como prometí. Si todavía sobra dinero, levantaremos un nuevo templo en Palmira —decidió Odenato ignorando la petición de su primogénito.

—¿En honor a qué dios? —preguntó Zabdas.

—En el de todos los dioses, como el que dicen que existe en Roma.

Giorgios entró en el pabellón.

—Sapor ha huido hacia Ctesifonte protegido por los catafractas; deberíamos perseguirlo, tal vez podamos darle alcance todavía —propuso.

Odenato lo miró contrariado. Acababa de darse cuenta de algo que Giorgios había intuido desde el principio del ataque: el abandono del pabellón imperial había sido una treta de Sapor para distraerlos y retardar el avance de los palmirenos, y así ganar tiempo para escapar con sus mejores tropas intactas. Si lo hubieran perseguido en lugar de detenerse para apoderarse del botín, es probable que ahora no sólo tuvieran ese tesoro en sus manos, sino también al propio Sapor y todas las riquezas de Persia.

Solo Giorgios se había apercibido de ello en el fragor del combate y, además, había ordenado a sus jinetes que se colocaran en guardia por si la maniobra de Sapor encerraba una trampa y decidía regresar con tropas de refresco aprovechando que los palmirenos estaban distraídos con el saqueo del campamento, una táctica que habían utilizado con éxito grandes generales en el pasado.

Odenato había cometido un error estratégico, pero sólo Giorgios y Zabdas se habían percatado de ello.

—Reagruparemos las tropas y descansaremos aquí esta noche. Mañana continuaremos hacia Ctesifonte. General —le ordenó a Giorgios—, encárgate de organizar los turnos de la guardia de noche.

—¿Qué hacemos con estas hermosas mujeres, señor? Algunas de ellas son esposas imperiales —preguntó Zabdas.

—No merecen pertenecer a un cobarde. Hairam —Odenato se dirigió a su hijo—, elige a las tres que más te gusten y quédatelas, pero no cojas ni una sola de esas joyas; y si a alguno de vosotros, mis generales, os apetece alguna de esas mujeres, tomadla. Las demás vendrán con nosotros a Palmira. Creo que habrá comerciantes dispuestos a casarse con las que han sido esposas de un rey.

Meonio, que había asistido a esa escena con una irónica sonrisa en sus labios, se acercó hasta Giorgios y le susurró:

—Ese muchacho —se refería a Hairam— no será un buen gobernante; le gusta demasiado el lujo y un soldado debe regirse por la disciplina y la austeridad.

Giorgios se volvió hacia el primo de Odenato, que sonreía como un perro, con ese rictus propio de los cínicos y los cobardes.

—Todavía es peor un aspirante ambicioso y ávido de poder que un gobernante al que le atraiga lo bello.

Ante la respuesta del general, Meonio apretó los dientes y torció el gesto.

Las imponentes murallas ocres de Ctesifonte seguían siendo un obstáculo insalvable para el ejército palmireno.

Odenato las contemplaba con impotencia desde la llanura regada por el curso del río, entre feracísimas huertas y frondosos palmerales. Además de por los poderosos muros, la capital de Sapor estaba defendida por profundos fosos y trincheras que la convertían en un objetivo muy difícil de conquistar.

—De nuevo estamos aquí. ¿Qué sugieres ahora, Zabdas? —preguntó a su general.

—Tenías razón, mi señor, con nuestras fuerzas no podemos conquistar esa ciudad. Apenas disponemos de capacidad para mantener un asedio que se volvería contra nosotros si Sapor concentrara aquí a tropas procedentes de diversas provincias de su Imperio. Observa sus muros y sus defensas… Serían necesarias decenas de máquinas de asalto, las más potentes catapultas y, sobre todo, varios miles de hombres más para intentar el asalto a Ctesifonte. Y si lográramos romper esos muros y ocupar la ciudad, ¿qué haríamos luego? ¿Cómo la mantendríamos en nuestro poder? Es probable que dentro de esas murallas haya más de doscientas mil personas; veinte por cada uno de nuestros soldados. Acertaste cuando hablaste de ello durante la campaña del año pasado. Hemos causado otra importante derrota a Sapor y le hemos demostrado que podemos vencerlo en campo abierto una y otra vez. No creo que se atreva a lanzar una contraofensiva sobre Palmira o sobre cualquier otra ciudad de Siria en mucho tiempo. Nuestros soldados están contentos por la victoria y alegres por el reparto del botín que les has prometido. Si regresamos ahora, lo haremos triunfantes y dichosos. Mi opinión es que debemos regresar a casa.

Zenobia, que había permanecido al margen hasta entonces en aquella campaña, miraba a los dos guerreros sentada sobre almohadas de seda en una de las sillas de madera con sendas cabezas de toro labradas en los reposabrazos que se habían requisado en el campamento de Sapor.

—Zabdas ha hablado con sabiduría. Si seguimos aquí sólo podemos perder cuanto hemos ganado. Retornemos a Palmira. —Zenobia se incorporó de su asiento y dio un par de pasos hacia los dos hombres.

—¿No quieres que te ofrezca Ctesifonte y sus riquezas? —le preguntó Odenato.

—Ya hemos conseguido bastante más de cuanto habíamos siquiera imaginado. Muchos de nuestros soldados son mercenarios, pero otros son campesinos, artesanos y comerciantes que anhelan retornar a casa cuanto antes; permíteles que disfruten de esta nueva victoria en compañía de sus mujeres e hijos.

—De acuerdo; regresamos.

Aquella noche no hubo fiesta en el campamento palmireno. Algunos hombres quisieron celebrarlo en cuanto sus comandantes les comunicaron el regreso, pero Giorgios los convenció para que se mantuvieran alerta, pues los sasánidas seguían siendo peligrosos, y les pidió que reservaran su alegría para cuando se encontraran de vuelta en Palmira. No sería la primera ocasión en la historia de las guerras en que un ejército se relajara tras una victoria y fuera sorprendido al día siguiente por su enemigo. El general ateniense sabía que los catafractas persas mantenían todos sus regimientos intactos y dudaba si en un enfrentamiento en campo abierto serían capaces de derrotarlos.

Meonio habló con Odenato y le aconsejó que reprimiera las ansias que su hijo Hairam mostraba hacia el lujo y la atracción por lo persa, pues no era un buen ejemplo para los palmirenos. Pero Odenato sentía una especial debilidad por su primogénito, al que consentía casi todos sus caprichos. Aquella misma noche el lecho del heredero fue ocupado por las tres más bellas esposas de Sapor, que pasaron a formar parte del pequeño harén del joven Hairam, en el que ya moraban una docena de hermosas mujeres.

La vuelta a Palmira se realizó con precauciones similares alas que se habían organizado al inicio de la campaña y el ejército fue recibido con los mismos fastos que el año anterior. Hereniano, de año y medio de edad, corrió en esta ocasión hacia los brazos de su madre, que lo besó con delicadeza ante la mirada complacida de Odenato.

Algo estaba ocurriendo entre las gentes de aquella ciudad del desierto que estaba alterando su espíritu de comerciantes, ganaderos y campesinos, transformándolo en uno nuevo de soldados y guerreros; en ello tenía mucho que ver el gobierno de Odenato y sus contundentes victorias contra Persia. Desde luego, parecía que era mucho más fácil hacerse rico conquistando un gran botín a los sasánidas que arriesgando en el comercio con las caravanas.

Palmira, otoño de 262;

1015 de la fundación de Roma

Poco tiempo después del regreso a Palmira de la expedición a Ctesifonte, un correo imperial enviado por Galieno se presentó ante Odenato con la solicitud de ayuda urgente. El hijo de Valeriano no era reconocido como legítimo emperador en la mitad de las provincias del Imperio y en varias de ellas ciertos generales que tenían algunas legiones bajo su mando se habían autoproclamado emperadores. La revuelta más importante la habían protagonizado Macrino y Quieto, hijos del prestigioso general Macriano que, aunque ya anciano, continuaba gozando de un enorme prestigio entre los legionarios. Macriano y Carisio, otro condecorado general, habían negado fidelidad a Galieno, alegando su cobardía y su inanidad ante la captura de su padre por los persas, y ambos manifestaron su apoyo a los rebeldes.

En su carta, Galieno trataba a Odenato como a un igual, lo calificaba como corregente en Siria, lo que suponía la delegación efectiva del poder imperial en esa provincia del Imperio, y concedía a la ciudad de Palmira el título de «metrocolonia», una dignidad que suponía equipararla con la mismísima Roma.

En la terraza de su palacio, Odenato y Zenobia bebían vino dulce de Anatolia en copas de oro persas. Hereniano jugueteaba a su lado con una espada de madera persiguiendo a un perrillo que soportaba con paciencia sus acometidas.

—Mira nuestra ciudad, la segunda Roma —dijo Odenato orgulloso mientras sus dedos recorrían los pequeños relieves de las cabezas de toros cinceladas en su copa—. Roma nos necesita para poder sostener su Imperio.

—No entiendo a los romanos —intervino Zenobia—. Todos dicen amar su ciudad, sentirse orgullosos de su origen, vivir y luchar sólo por la grandeza de su Imperio, y en cambio se masacran entre ellos por alcanzar el poder y la púrpura y son capaces de arrastrar a la ruina a Roma si con ello consiguen poder, propiedades y dinero.

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