La Prisionera de Roma (21 page)

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Authors: José Luis Corral Lafuente

Tags: #Novela histórica

BOOK: La Prisionera de Roma
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—Pues ha vuelto a ocurrir. Cuando nazca ese niño, Meonio tendrá por delante a cuatro herederos que lo precederán en derechos al trono de Palmira; su esperanza de convertirse en soberano de esta ciudad se desvanecerá para siempre.

—¿Y qué tengo que ver yo en todo esto?

—Meonio ha convencido a Odenato para que tú dirijas esa expedición a Arabia; quiere alejarte de aquí. Imagino que considera que si Odenato muere, Zenobia podría hacerse con el poder en Palmira, y si eso ocurriera y tú estuvieras a su lado…

—General, eres un tipo muy astuto.

—Además, en esta ocasión Zenobia ha estado de acuerdo con Meonio y ha propuesto a Odenato que seas tú quien encabece esa embajada a Arabia.

—¿Quiere perderme de vista?

—Creo que lo que no le gustará es que la veas preñada… por otro hombre.

Giorgios se estremeció. Hacía meses que sólo pensaba en esa mujer, en su cuerpo de gacela y en sus ojos como de vidrio negro. Cada vez que se acostaba con alguna de las prostitutas de los burdeles de Palmira o cuando seducía a alguna joven de la ciudad y la llevaba a su tálamo para fornicar con ella, cerraba los ojos e intentaba imaginar que era Zenobia la que ocupaba aquel lecho, y entonces su corazón se agitaba y su cuerpo se tensaba como la cuerda de un arco y cabalgaba sobre sus amantes con la fuerza de un purasangre lanzado a todo galope por la llanura. Pero cuando volvía a abrir los ojos y contemplaba a la hembra que estaba montando la realidad retornaba de golpe a su cabeza y sentía una tremenda angustia por no poseer a la mujer con la que soñaba, a la que probablemente nunca tendría entre sus brazos.

CAPÍTULO XII

Arabia, otoño e invierno de 263;

1016 de la fundación de Roma

La expedición encabezada por Giorgios salió de Palmira en dirección a las ciudades del oeste de Arabia. Guiados por conductores de caravanas que recorrían cada año la ruta del sur, los embajadores palmirenos llegaron primero a Bosra, sede de la III Legión Cirenaica, la gran ciudad siria en la que se levantaba el segundo teatro más grande de todo el oriente romano, construido en piedra negra, al que sólo superaba en capacidad el de Apamea. Allí pudo asistir a la representación de una obra de Plauto, en la que un viejo tacaño sufría al ver su dinero dilapidado por su hijo irreverente.

Tras asistir a la representación de la comedia, interpretada por unos actores cuya actuación resultó demasiado histriónica, como era del gusto de la mayoría de los espectadores en los teatros de Oriente, el gobernador romano de Bosra lo invitó a degustar un banquete en el que se sirvió como plato central el pentafármaco, un guiso elaborado con carne de faisán, tetina de cerda, jamón adobado y cocido, cabeza de jabalí y pasteles de carne de pavo.

—Este suculento plato —le explicó el gobernador mientras lo servían unas jóvenes hermosísimas, de ojos oscuros como el azabache, piel tostada como la miel de romero y labios rojos como el sol en los atardeceres otoñales de Palmira— fue el favorito del emperador Adriano, de gloriosa memoria. En Roma lo consideramos como el más importante de la cocina imperial. Suele servirse en el palacio de los césares cu ocasiones excepcionales debido a su compleja elaboración.

Cuando supe que el legado del cónsul Odenato iba a visitar esta ciudad, pensé que te agradaría degustarlo.

Giorgios partió un pedazo de pan de pita y lo usó a modo de cuchara para envolver un bocado de carne de una de las bandejas donde se había repartido el pentafármaco. Lo rebañó con su mano derecha y lo saboreó con deleite.

—Muy sabroso, gobernador; digno de un emperador, en verdad.

El banquete discurrió entre risas, abundante vino y música y baile. Al son de unas flautas dobles y de timbales, varias bailarinas vestidas con vaporosas gasas que apenas cubrían una parte mínima de su anatomía se contorsionaron como si estuvieran hechas de arcilla húmeda recién modelada por las manos expertas del más hábil de los alfareros.

—Una magnífica música y unas excelentes danzarinas —comentó Giorgios.

—Los músicos son los mejores de Bosra, tal vez de toda Siria, y las bailarinas forman parte de una compañía de acróbatas recién llegada de Bizancio; la mayoría de ellas son macedonias aunque creo que también hay algunas griegas de la región de Tesalia, mujeres ardientes como ascuas, según dicen. Pero si sus cabriolas son admirables, espera a que conozcas las que aseguran que son sus mejores artes —musitó el gobernador a la vez que dibujaba una lasciva sonrisa en sus labios.

Finalizado el banquete, los principales comensales se dirigieron a un discreto salón en el que se habían dispuesto varios lechos, con cuatro grandes cojines en cada uno de ellos, enlazados por una fina redecilla sobre la que se había depositado una capa de pétalos de rosa.

Algunas de las bailarinas que habían animado la cena, perfumadas ahora con embriagadores aromas de Persia, entraron en la sala contorneándose al son de flautas, cítaras y liras y se fueron desnudando conforme fluía la música. Uno a uno fueron tomando de la mano a los invitados, a los que condujeron a los lechos entre tocamientos y procacidades. Allí fornicaron con los invitados del gobernador sobre cobertores de seda en los que se habían depositado lirios frescos. A las danzantes macedonias y griegas se había sumado un pequeño grupo de rameras africanas, armenias y persas. Y también varios efebos, pues alguno de los comensales prefería a un joven musculoso como compañero de juegos amatorios.

En medio de la vorágine de aquella bacanal, Giorgios fue requerido por dos hermosas mujeres: una esclava nativa del lejano Sudán, de piel negra como la noche más oscura, de cuerpo sedoso y músculos tersos, pechos tan voluminosos como la mitad inferior de un ánfora y pezones gruesos como ciruelas, curvas rotundas y labios carnosos, y una bella sierva armenia de cabello castaño largo y rizado, de ojos verdes ligeramente rasgados, de pechos pequeños y duros como manzanas, con pezones anaranjados y sólidos como botoncitos de ámbar y piernas y brazos torneados y fuertes. Pese al deleite que le proporcionaron aquellas dos hetairas, no pudo quitarse a Zenobia de su cabeza mientras copulaba con ellas.

Los expedicionarios palmirenos se hubieran quedado mucho más tiempo en Bosra, pues el gobernador los trató como a distinguidos huéspedes y no faltaron ni la comida más exquisita ni las mujeres más exuberantes, pero Giorgios ordenó a sus hombres que se prepararan para continuar hacia Arabia.

En otoño el sol calienta las tierras del desierto del norte de Arabia como en los atardeceres estivales del Mediterráneo pero ya no abrasa como en los meses del estío en los que luce en lo más alto del cielo; los días son más cortos y por la noche refresca lo suficiente como para poder descansar tras una larga jornada de camino, aunque a mediodía hace todavía demasiado calor.

El griego dividió la marcha en dos períodos en cada etapa diaria: desayunaban de manera abundante poco antes del amanecer, se ponían en camino con las primeras luces del alba y avanzaban hacia el sur hasta cerca del mediodía. Cuando el sol comenzaba a apretar, se detenían y permanecían descansando en algún lugar sombrío si ello era posible, o si no bajo las lonas de sus tiendas desplegadas para hacer sombra, y tomaban una comida ligera con galletas, queso y frutos secos y abundante agua. Cuando remitía el calor, iniciaban la segunda etapa de cada jornada hasta que el sol declinaba; en ese momento se detenían para instalar el campamento, justo con las últimas luces del ocaso, para encender el fuego, comer y pasar la noche a la escucha de los lejanos aullidos de los lobos.

Recorrieron la calzada empedrada construida por los legionarios romanos tiempo atrás para la conquista de Judea, que discurría paralela al Mar Muerto, al que llamaban así porque en sus salobres aguas no podía vivir ningún animal, y porque además cada cierto tiempo emanaba asfalto, de modo que algunos también lo llamaban Asfaltites. Ocho días después de dejar Bosra llegaron a la ciudad de Petra, la capital del viejo reino de los nabateos, a mitad de camino entre el Mar Rojo y el Mar Muerto, lugar de paso de las caravanas que atravesaban Arabia de norte a sur.

Petra ya no era la fastuosa ciudad que había florecido cien años atrás. En el último siglo su población se había reducido a menos de la mitad de los habitantes que había alcanzado en su época más floreciente, la del emperador Marco Aurelio; el agua de sus pozos, acumulada durante siglos en depósitos naturales subterráneos, se estaba agotando deprisa y barrios enteros se habían despoblado, pero pese a ello seguía manteniendo en pie su monumental arquitectura, con sus templos y grandes edificios excavados en las canteras de piedra caliza de los profundos acantilados rocosos entre los que surgía la ciudad como una catarata de piedra. Los manantiales y pozos que suministraban agua a sus habitantes, y que habían sido sobreexplotados en el pasado hasta el derroche, apenas llevaban caudal suficiente para cubrir la demanda de los viajeros, lo que había provocado un exorbitado aumento del precio del agua; algunas caravanas habían decidido desviar su ruta hacia el oeste, por lo que Petra había perdido buena parte de la importancia comercial que tuvo antaño. No obstante, seguía siendo un centro destacado en las rutas comerciales terrestres entre Arabia, Siria y Egipto. La decadencia de la ciudad de piedra, también erigida en medio de un desierto, entre desfiladeros pétreos que le proporcionaban protección y sombra, le hizo pensar a Giorgios que tal vez algún día le ocurriera lo mismo a Palmira.

En Petra se detuvieron un par de días para aprovisionarse de harina, aceite, dátiles y carne y pescados secos, para continuar de inmediato con los tramos más difíciles del camino que les restaba por delante, pues al sur de la ciudad excavada en la roca comenzaban las etapas más duras. Algunos soldados aprovecharon para visitar uno de los afamados burdeles, pues los proxenetas les dijeron que no volverían a encontrar una mujer con la que acostarse hasta su regreso de La Meca. Les previnieron de que los árabes del sur, tanto los habitantes de los oasis como los beduinos nómadas, eran celosos guardianes de sus esposas, y que la mujer sorprendida fornicando con un hombre que no fuera su marido era lapidada hasta la muerte, a veces al lado de su ocasional amante, que solía correr la misma suerte si era un extranjero.

Varios soldados palmirenos se creyeron aquel cuento y se gastaron buena parte de su paga copulando como posesos con rameras en un prostíbulo que regentaba un árabe gordo y seboso como un cerdo bien cebado, cuyo cuello, brazos y dedos estaban tan cargados de brazaletes y anillos de oro que apenas dejaban entrever un pedazo de piel.

Como pudieron comprobar más adelante, resultaron engañados con aquella argucia, pues eran muchos los árabes que a lo largo de los oasis de la ruta hacia el sur, e incluso en pleno desierto a veces, les ofrecieron a sus esposas e hijas, o al menos a las que decían serlo, para que se acostaran con los viajeros por un par de piezas de plata.

Antes de partir, los palmirenos asistieron a una ceremonia en el templo del Sol para pedirle que la ruta hacia La Meca les fuera propicia. El sacerdote les recordó que se dirigían a la tierra donde vivía el Ave Fénix; allí residía durante quinientos cuarenta años, la cuarta parte de una edad zodiacal, que duraba dos mil ciento sesenta años. El ave sagrada se consumía en llamas, pero renacía una y otra vez de sus propias cenizas para volver a la vida e iniciar un nuevo ciclo.

En Petra acababa el mundo civilizado, el espacio en el que Koma y otras culturas del oriente mediterráneo habían dejado su huella, y unas decenas de millas al sur comenzaba el territorio más inhóspito y desolado que pudiera imaginarse: centenares de millas de áridos parajes pedregosos con el suelo cubierto de piedras de basalto con aristas cortantes como cuchillos, o de enormes dunas de arena barridas por inesperadas tormentas que eran capaces de engullir y enterrar a caravanas enteras en unos instantes.

El desierto de Arabia es inmenso, terrible y tórrido como un horno de pan. Los caminos estables no existen y sólo los más expertos conductores de caravanas son capaces de dirigir a las recuas de camellos a través de aquellas vastas soledades abrasadas por el sol y barridas de vez en cuando por aterradoras tempestades de arena. En medio de aquella dilatada devastación es muy fácil perder la orientación y desviarse de la ruta, lo que implica una muerte inevitable. En todas esas regiones el agua es escasísima incluso fuera de la época estival y sólo es posible acceder a ella en los oasis y en algunos pozos, excavados a profundidades enormes, que están controlados por clanes celosos de su posesión. Sobrevivir en ese medio hostil sólo está al alcance de los beduinos, quienes desde que nacen se acostumbran a aprovechar los escasos recursos que ofrece el desierto.

Treinta días después de dejar Petra, y siempre siguiendo las rutas más transitadas, el cuerpo expedicionario que dirigía Giorgios avistó la ciudad de La Meca, el principal emporio comercial de la alargada llanura costera que se extiende entre las costas del Mar Rojo y la cordillera de montañas del interior de Arabia, que discurre de norte a sur paralela a la costa.

La Meca es un oasis en medio de un asolado desierto de rocas y arena, rodeado de montes pedregosos abrasados por un sol inclemente. Debe su fortuna a la existencia de un manantial que nunca se agota y que, según la tradición, brotó del suelo por orden del mismísimo Dios.

Tras instalarse en un campamento en las afueras de La Meca, Giorgios fue recibido por los magistrados de la ciudad árabe; el ateniense mostró sus credenciales, escritas en arameo y en griego, como embajador de Palmira.

Los magnates de la ciudad, que sabían de su llegada porque se habían adelantado dos jinetes palmirenos para anunciarla, se mostraron afectuosos en grado sumo, mucho más de lo que esperaba el ateniense. Nada más saludarse, comenzaron a contarle la tradición que explicaba la fundación de esa ciudad, de la que se sentían especialmente orgullosos a pesar de que al lado de los edificios de Palmira o de Petra, los de La Meca parecían un montón desordenado de cabañas para guardar ganado.

—Abraham, el patriarca común de judíos y árabes, vivía en la ciudad de Ur y estaba casado con una mujer llamada Sara, la cual, pese a sus deseos de otorgarle descendencia, no conseguía quedarse embarazada. Dios había prometido a Abraham que lo convertiría en el patriarca fundador de un numeroso linaje y de un gran pueblo, y que su descendencia sería tan abundante como las estrellas del cielo, pero Sara no había concebido ningún hijo y ya tenía demasiada edad como para poder hacerlo. Por ello, Abraham tomó como concubina a una joven muchacha llamada Agar, que era su esclava, copuló con ella con el consentimiento de Sara y la dejó preñada. El viejo Abraham también copuló entre tanto con Sara, su esposa legítima, y, cuando ya habían perdido toda esperanza de ser padres, se obró el milagro, pues la anciana quedó encinta. Abraham se encontró entonces con dos herederos: Ismail, nacido de la joven esclava Agar, e Isaac, nacido de Sara, la esposa legítima.

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