La Prisionera de Roma (19 page)

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Authors: José Luis Corral Lafuente

Tags: #Novela histórica

BOOK: La Prisionera de Roma
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Giorgios miró a Zenobia a los ojos, esos ojos negros y brillantes que irradiaban un vigor extraordinario. La suya era la mirada de una diosa; sí, así debían de ser los ojos de las diosas del Olimpo, pensó.

El intenso perfume de esencia de áloe y narciso que se había aplicado Zenobia inundó la nariz de Giorgios, que volvió a contemplarla y a admirar su increíble belleza, su sonrisa, sus dientes perfectos e inmaculadamente blancos y su cabello negro irisado de reflejos azulados. Le sobrevino la tentación de abrazarla y besarla, pero se contuvo. Era la esposa de su señor, de Odenato, del hombre que lo había ascendido al rango de general de la caballería palmirena y que le había otorgado toda su confianza.

Además de su hermosura, había algo en aquella mujer que lo atraía como la magnetita al hierro. Desde luego admiraba su talle de diosa, sus caderas ahora más rotundas tras los dos partos, su cintura estrecha y su vientre firme, sus pechos redondos y armoniosos, y sus brazos y sus piernas como cincelados en mármol por los mismísimos Fidias o Praxiteles, pero, sobre todo, relucía su espíritu, un espíritu fascinante que la rodeaba con un aura que hubiera envidiado el más noble de los dioses del cielo.

—Me halagas, general.

—Ya sabes cuánto te admiramos todos los palmirenos, señora.

—Tú eres griego.

—Desde ahora, también me considero un palmireno más.

—Esta ciudad es acogedora para los que vienen a contribuir a su grandeza; y tú la has ayudado mucho con tu espada. Mi esposo te tiene en gran estima. En alguna ocasión me ha dicho que tu presencia en el ejército ha sido muy importante para nuestras victorias sobre los sasánidas.

—Agradezco las palabras de tu esposo, señora, pero Odenato ya los derrotó en ocasiones anteriores sin mi ayuda, y, si he de serte sincero, creo que tú has sido la causa principal de tantos triunfos.

—¿Yo, una mujer?

—Sí, tú, señora. Si les preguntaras uno a uno a nuestros soldados y fueran sinceros en sus respuestas, te confesarían que fuiste tú la razón esencial de su empeño en cada una de las batallas. Te veían a su lado, vestida como ellos, con tu casco de combate de plata adornado con las plumas escarlatas y querían ofrecerte todas las victorias. Te aseguro que no hubiéramos luchado con tanto vigor y tanta fuerza si tú no hubieras estado allí cada vez que nos enfrentamos con los persas.

—Creo que exageras, general.

—En absoluto, mi señora. Dura Europos, la principal fortaleza de Roma en Mesopotamia, fue arrasada sin remedio pese a sus formidables muros, y las siete mejores legiones que pudo reunir Valeriano fueron desbaratadas por el ejército de Sapor. Entre los defensores de Dura Europos o entre los soldados de aquellas siete legiones no había hombres ni más cobardes ni más débiles que entre los nuestros, ni, probablemente, eran peores sus estrategas. La diferencia en esos combates, mi señora, es que los palmirenos te tenían a ti y los romanos no. En ti contemplan una señal, el símbolo vivo de Palmira, y han luchado a muerte por ese símbolo, por ti. Puedo asegurarte que jamás he visto batirse a nadie con el vigor con el que esos soldados han luchado bajo los estandartes palmirenos. Y sé muy bien que la razón de semejante entrega en el combate has sido tú.

—¿Estás casado? —Zenobia cambió el tema de la conversación y el tono de sus palabras.

Habitualmente, y pese a su juventud, la señora de Palmira tenía un timbre de voz claro y rotundo, semejante al de un varón seguro de sí aunque modulado con la delicadeza de una dama, pero en aquellos momentos sonaba dulce y melodioso, como el susurro de una poetisa recitando unos versos delicados y líricos.

—No, no tengo esposa. Mi vida ha transcurrido en una continua guerra, entre cuarteles, fortalezas y batallas. Además, a los soldados romanos se les prohíbe contraer matrimonio, aunque esa norma no suele cumplirse nunca; en la frontera del Danubio había muchos legionarios casados y nadie les impedía tener cerca a sus esposas, a las que visitaban a menudo, en aldeas próximas al campamento. Las autoridades de las legiones suelen hacer la vista gorda en estos casos y permiten que los legionarios lleven consigo a sus mujeres y a sus hijos, que se instalan en poblados junto a los campamentos sin que nadie se lo impida.

»Todo hombre necesita una mujer a su lado. Aunque algunos de entre los más grandes filósofos griegos estiman que las mujeres distraen la atención y que lo más conveniente para un sabio es permanecer célibe y alejado de ellas.

—Por como peleas, no pareces uno de esos filósofos —comentó Zenobia.

—No lo soy. Cuando era un adolescente, mi padre dispuso que estudiara en la Academia de Atenas, y durante tres años asistí a las clases de filosofía y gramática que allí se impartían. Pero cuando los godos invadieron Grecia y asesinaron a mi familia, la diosa Atenea, la que concede el don de la sabiduría a los elegidos, se olvidó de mí. Tal vez por la ira que me invadió o por los deseos de venganza que brotaron en mi corazón, fue Ares, nuestro dios de la guerra, el que, al parecer, intervino para marcarme con el signo de los guerreros.

—¿Has conocido a muchas mujeres? Los soldados tenéis fama de ser muy promiscuos en el amor.

—Puedo asegurarte que no es así. Si no estamos en campaña o en guerra, la mayor parte de nuestro tiempo la dedicamos a prepararnos para el próximo combate, porque hay una batalla a la vista que te espera con la muerte siempre al acecho, deseando cobrar su precio en sangre. En este peligroso oficio, si aprecias en algo tu vida, debes permanecer constantemente en guardia. Si te relajas un instante, si no ejercitas tus músculos cada día, si no mejoras tu técnica de esgrima y no mantienes despiertos tus reflejos, te aseguro que no saldrás vivo de la siguiente batalla. En un trabajo tan expuesto como éste resta poco espacio para el amor. Conozco a legionarios que han servido veinte o veinticinco años en el ejército y los han pasado esperando el día de su licencia, para entonces, si han conseguido ahorrar algunos sestercios, regresar a su tierra natal, comprar una finca, buscar una esposa y convertirse en campesinos; algunos lo han logrado cuando comenzaban a rayar la ancianidad, pero otros muchos han dejado su vida en el camino.

—Tú eres un hombre apuesto, seguro que tienes mucha experiencia en el amor —insistió Zenobia.

Giorgios se acercó hasta colocarse apenas a un palmo de distancia de ella. Ahora, además del aroma de su perfume, podía sentir su aliento, fresco y dulce. Lo invadió un ardiente deseo de besarla. Levantó despacio el brazo derecho y dirigió la mano hacia el rostro de Zenobia, pero se detuvo antes de acariciarlo. Sus dedos casi rozaban la piel de la joven princesa, que el general intuía suave y cálida.

—Yo sí tengo esposo —le dijo Zenobia.

Giorgios retiró despacio su brazo pero, antes de que acabara de hacerlo, Zenobia le cogió la mano y la dirigió al centro de su pecho, justo debajo del cuello. Tal y como él había imaginado, su piel era sedosa y tersa.

—¿Has sentido algo parecido ante otra mujer?

—No he conocido a ninguna como tú, mi señora. —Giorgios tomó la mano de Zenobia y la besó—. Y no creo que exista otra semejante en ningún lugar del mundo.

El sol comenzó a ocultarse tras los cerros rocosos del valle de las tumbas y las hojas de las palmeras se tiñeron de violeta, como las doradas arenas del desierto.

Regresaron caminando hacia el improvisado campamento donde continuaba la fiesta. Giorgios se detuvo unos cien pasos antes de llegar hasta el círculo de fogatas y esperó a que Zenobia llegara hasta el grupo donde estaban su esposo y los altos oficiales del ejército.

Odenato y Zabdas reían a carcajadas recostados sobre esterillas de fieltro alrededor de una fogata en la que, ensartados en enormes espetones, se asaban algunas aves y varios corderos; a un lado bailaban varias muchachas al son de las desacompasadas palmas de los soldados y de la música de cítaras, rabeles y tambores.

Meonio bebía vino de una copa de plata mientras observaba cómo Zenobia, que acababa de dejar a Giorgios, se acercaba hacia ellos. Se acomodó al lado de su esposo, que la besó con delicadeza, y los soldados la vitorearon alzando sus copas de vino y brindando por su prosperidad y la de Palmira.

En la distancia, el ateniense contempló la fiesta durante un largo momento; luego se alejó cabizbajo y regresó a la ciudad rumiando su melancolía. Su corazón latía como el de un corcel desbocado en la carrera.

Zenobia acababa de desayunar con Odenato y se dirigían hacia el gabinete donde ella recibía sus clases matinales.

—Pablo de Samosata sigue ejerciendo de patriarca de los cristianos de Antioquía —le dijo Odenato—. Ha vuelto a pedirme ayuda. Dice que se siente en peligro y que vive amenazado.

—¿Y qué más puedes hacer? Ese hombre es un problema.

—Pretendo convertir Palmira en un centro de cultura y para lograrlo he invitado a que se instalen aquí a intelectuales sirios, griegos, egipcios e incluso romanos. Mi plan es crear una escuela de sabios en torno a la corte y que tú y nuestros hijos recibáis la mejor instrucción posible. Pablo de Samosata es un intelectual muy relevante, del cual admiro su capacidad para la retórica. Tal vez debería convencerlo para que renunciara a su patriarcado de Antioquía y se instalara aquí en Palmira.

—Si lo que pretendes es convertir Palmira en un centro de cultura, tendrás que traer a hombres tolerantes con todas las creencias, y Pablo, a lo que parece, no lo es. Su presencia, lejos de lo que pretendes, no haría sino entorpecer la política que pretendes de acercamiento entre los distintos cultos que se practican en Siria.

—Pablo es un hombre letrado, erudito, cultísimo y con notables conocimientos teológicos, pero su perversa desviación de la ortodoxa cristiana y su carácter soberbio y colérico lo han convertido en un personaje incómodo. Desde Antioquía ha llegado una carta de la comunidad cristiana dirigida a mí como
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de esta provincia en la que se denuncia el comportamiento que ha mostrado tanto como patriarca cristiano como procurador civil. Según me dicen, Pablo se ha rodeado de una guardia personal formada por una docena de mercenarios violentos y brutales que lo acompañan a todas partes como si se tratara de una jauría de feroces perros guardianes, y también afirman que ha convertido su dignidad patriarcal y su cargo como procurador ducenviro en una sinecura personal, desde donde favorece a los amigos y persigue los que no le rinden la pleitesía que exige a todos los cristianos e incluso a otras gentes no cristianas de la ciudad.

—Es decir, que ese sacerdote cristiano está actuando como un verdadero tirano —concluyó Zenobia.

—Así es. Incluso ha llegado a construirse en el templo cristiano donde radica la sede patriarcal que él ocupa una tarima de madera sobre la que ha ordenado colocar un trono, al estilo de los emperadores, desde donde dicta sentencias como procurador, rodeado de un público fiel que lo jalea como si se tratara del juez supremo del más alto e inapelable de los tribunales.

Los dos esposos llegaron al gabinete, donde Longino estaba sentado a la mesa, preparando la clase que iba a impartir a Zenobia.

El preceptor dejó sobre la mesa su tablilla de cera, donde había tomado algunas notas, y se incorporó respetuoso al ver aparecer a los dos esposos.

—¿Qué opinas de los cristianos? —le preguntó de sopetón Zenobia.

—¡Ah, ésos…! Los considero una secta de fanáticos alocados que adoran a un absurdo hombre-dios del que aseguran que murió en la cruz en tiempos del emperador Tiberio.

—¿Y de sus diversas sectas y sus internas diferencias doctrinales?

—Son gentes extrañas, divididas en varios grupos enfrentados entre ellos. Los hay que creen en una especie de divinidad trinitaria compuesta por tres deidades, o «personas» como ellos las llaman, una de las cuales fue ese tal Jesucristo, el hombre-dios al que adoran en sus altares y del que dicen beber svi sangre y comer su carne en sus horrendas ceremonias iniciáticas; en cambio, otros consideran que Cristo sólo fue un hombre designado por Dios para transmitir un nuevo mensaje, que llaman Evangelio, a toda la humanidad. Todos ellos resultan exaltados y vehementes en defensa de sus irracionales creencias y, aunque son capaces de matarse entre ellos por la más inocua de las nimiedades, están de acuerdo en no admitir la menor idea que provenga de otras religiones.

—¿Crees que hay que vigilarlos?

—Yo no les prestaría demasiada atención, aunque hay quien estima que hay que estar atentos y controlarlos muy de cerca porque, si pudieran, se convertirían en los dueños del mundo y dictarían lo que se debe hacer y lo que debe prohibirse.

—Yo no los considero tan irrelevantes —asentó Zenobia.

—Mi esposa tiene razón —terció Odenato, que asistía con cierto interés a las preguntas de Zenobia y las respuestas de Longino—. Su número crece de manera constante en toda Siria; hasta Palmira han llegado algunos de ellos predicando la doctrina de su fundador. Al norte de Damasco hay aldeas en las cuales todos sus habitantes son miembros de esa secta; allí han levantado santuarios e iglesias donde rezan a una mujer llamada Tecla, que murió por su fe y a la que atribuyen la realización de numerosos milagros. Y en Antioquía son muy influyentes; su patriarca, Pablo de Samosata, incluso ocupa el cargo de procurador.

—A mí me repugnan, pero no me parecen demasiado peligrosos, al menos por el momento. Las autoridades romanas saben cómo tratarlos y los mantienen a raya; algunos de los más fanáticos han sido ejecutados a causa de su rechazo al poder del emperador o por atentar contra nuestros dioses y nuestros ritos. Dicen que incendiaron Roma en tiempos del emperador Nerón y que desde entonces abogan por acabar con el Imperio de los Césares para instaurar lo que llaman el reino de su dios en la Tierra. Algunos de ellos son unos locos exaltados. Hace años vivió en el norte de África uno de los más radicales: se llamaba Tertuliano y era muy violento en la defensa del cristianismo.

—Pero en los últimos años su número está creciendo, y mucho; se asegura que el porcentaje de cristianos también es muy notable en Roma y existe una pequeña comunidad de cristianos incluso aquí, en Palmira.

—Mi señora, durante el tiempo que llevo en esta ciudad he comprobado que conviven adeptos a la mayoría de los credos y religiones conocidas en el mundo. En estos dos años en Palmira me he encontrado con judíos seguidores de laTorà que transmitiera su profeta Moisés; poseen incluso una pequeña sinagoga donde acuden a rezar todos juntos los viernes al atardecer. También he visto a los adoradores del fuego, que veneran a su profeta Zaratustra. En el mercado no faltan comerciantes árabes llegados de los desiertos del sur que adoran a espíritus de la naturaleza que consideran que habitan en lugares significados como fuentes, ríos, palmeras e incluso grandes piedras y creen que todos sus dioses residen en un recinto sagrado en un lejano oasis de Arabia al que llaman La Meca, donde acuden en peregrinación para purificarse con las aguas de una fuente sagrada que mana de un pozo salino. La misma religión de los palmirenos admite en su ritual a no menos de setenta dioses; todas las religiones se basan en asertos humanos, pero la divinidad sólo suele inspirar a los que buscan algún destello de su luz con el corazón abierto y sincero. Hoy tenía preparada para ti una lección en la que te iba a explicar que Platón ya aseguraba que los hombres no podíamos observar la realidad del mundo de manera directa sino a través de sus sombras. Creo que eso es precisamente lo que les ocurre a los cristianos, que sólo han contemplado difusas sombras pero creen que han estado en presencia de la luz. Confunden las cosas y toman el oscuro reflejo de la realidad por la realidad misma, y tratan de imponer sus creencias erradas a todos los demás. Y creo que, si pudieran, las impondrían a la fuerza.

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