La Prisionera de Roma (65 page)

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Authors: José Luis Corral Lafuente

Tags: #Novela histórica

BOOK: La Prisionera de Roma
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—No te entiendo, señora.

—Son cosas de Platón, el más grande de los sabios. Deberías leerlo.

—No sé leer, señora.

—Le diré a Longino que te adjudique un preceptor para que te enseñe a hacerlo.

—No sé si podré…

—Claro que podrás; no eres tonta. Además, ahora que ya no vas a volver a ver a Kitot tendrás más tiempo para aprender.

Yarai bajó la cabeza y el odio hacia la que la había privado de la presencia del hombre al que amaba creció en su interior como un incendio avivado por un huracán.

—Te recuerdo, señora, que la cena está servida —reiteró Yarai.

—No tengo apetito; llévate a Vabalato y cena con él. Después acuéstalo. Yo me quedaré aquí un rato más.

—Como gustes.

Yarai tomó de la mano al pequeño emperador y se lo llevó a regañadientes. Zenobia se quedó sola; intentó imaginar que Giorgios estaba a su lado, que la acariciaba, que le hacía el amor con la energía y la delicadeza que acostumbraba, pero no sintió otra cosa que la cálida brisa del desierto en su rostro y el soniquete lejano y repetitivo de los martillos templando en las fraguas el acero para la guerra.

En medio de la palestra, Kitot golpeaba a sus adversarios con su maza de adiestramiento como si en cada golpe le fuera la vida. Aquella mañana había lesionado a tres de sus bisoños oponentes durante los ejercicios de pelea cuerpo a cuerpo que se seguían dentro del plan diseñado por Zabdas y Giorgios para adiestrar a los nuevos reclutas.

Uno de los oficiales, al observar la furia con la que se empleaba el gigante armenio, informó a Giorgios.

—General, Kitot está golpeando a los reclutas con todas sus fuerzas. Vengo a comunicarte que en lo que va de mañana ha roto el brazo a dos hombres y ha dejado a otro con el hombro descoyuntado. Si sigue así, no tendremos soldados para enfrentarnos a Roma.

—¿Le has recriminado por ello? —le preguntó Giorgios.

—No, mi general; el comandante Kitot es mi superior. Pero he creído que debía informarte de su conducta.

Giorgios se presentó en la palestra donde varias decenas de parejas peleaban con espadas de madera y escudos ensayando golpes, defensas y fintas.

En ese momento Kitot estaba amedrentando a un joven mercenario árabe recién alistado que apenas podía hacer otra cosa que parapetarse tras su escudo e intentar evitar que el antiguo gladiador lo descalabrara.

—¡Basta, Kitot! —gritó Giorgios.

Todos cuantos combatían se detuvieron al escuchar la potente voz del general, pero el armenio hizo caso omiso y siguió golpeando sin piedad.

—¡He dicho basta! —Giorgios se abalanzó sobre el gigante intentando frenar su catarata de golpes.

Kitot se lo sacó de encima con un empujón tan poderoso que lanzó al ateniense a varios pasos de distancia. Este trastabilló y a punto estuvo de caer, pero se recompuso, tomó una espada de madera y un escudo y de un salto se interpuso entre Kitot y su atemorizado adversario. La maza del armenio golpeó de lleno el escudo de Giorgios, que se resintió por el contundente golpe, pero aguantó firme. Antes de que volviera a cargar, el ateniense apuntó con su espada de madera a la garganta de Kitot.

—Basta, amigo.

El armenio mantuvo en alto su brazo, miró con los ojos inyectados de ira a su general y por un momento pareció que iba a partirle la cabeza con la maza. Pero poco a poco bajó su brazo, resopló con fuerza y se serenó.

—Nuestros enemigos, a los que hemos de abatir a golpes, son los romanos.

Giorgios ayudó al joven árabe a levantarse del suelo. El mercenario estaba atemorizado, temblaba como un conejo acosado por un hurón y tenía el brazo izquierdo completamente agarrotado.

El armenio arrojó su maza y su escudo al suelo, dio media vuelta y se alejó rumiando su ira.

—Vamos —ordenó el oficial que había ido a buscar al general—; se acabó la fiesta, continuad con los ejercicios.

—Que atiendan a ese hombre y que lo vea el médico —indicó Giorgios, que salió en busca del gladiador.

El gigante se había apartado a la sombra, bajo el pórtico de la palestra. Estaba sentado sobre el suelo, con la espalda apoyada en una de las columnas. Respiraba hondo y parecía en calma.

—¿Por qué lo has hecho? Esos reclutas no eran oponentes para ti.

—Tampoco lo eran algunos de los luchadores que maté en el circo. No creas que todos los combatientes a los que abatí eran expertos gladiadores. Algunos de aquellos pobres diablos no eran sino insignificantes delincuentes a los que colocaban una espada en la mano y lanzaban a la arena como al matadero para que practicáramos con ellos. Se trataba de ofrecer sangre y más sangre a los espectadores, y no importaba a quién se mataba.

—Eso no es excusa para lo que has hecho. Vamos, amigo, nos conocemos hace tiempo. Dime qué te ocurre.

Kitot tomó aire e inspiró con fuerza.

—Se trata de Yarai. Pretendí comprarla para hacerla mi esposa, pero Zenobia no quiso desprenderse de ella. Me relevó de mi puesto en la guardia de palacio y me envió a Anatolia para alejarme de su lado.

—Algo sé de eso, pero no creí que esa muchacha te importara tanto.

—Pues sí me importa, y mucho. Cuando todo esto acabe quiero hacerla mi esposa, tal vez entonces la reina acceda a vendérmela. Pero entre tanto, cada día que pasa sin estar a su lado es como un día en el infierno.

Aquel coloso, capaz de derribar de un solo puñetazo a un buey, parecía en ese momento un pobre y desvalido idiota al que un niño hubiera podido abatir de una patada.

—Si tanto te interesa puedo interceder ante la reina…

—No. Sería mucho peor, porque tú eres la causa fundamental de que la reina no quiera que Yarai venga conmigo.

—¿Yo?, ¿qué tengo que ver yo en esto?

—Los celos, estúpido. La reina sabe que no puede tenerte a su lado y se limita a citarte de vez en cuando para poder estar contigo de manera clandestina. Mientras yo hacía lo mismo con Yarai, ella lo consentía, pero cuando le dije que pretendía convertirla en mi esposa, Zenobia estalló en cólera.

—Creo que la subestimas; debe de tener razones más poderosas para no acceder a tu petición. Sabes que la reina te aprecia mucho.

—Su corazón de mujer se ha impuesto en esta ocasión a su cabeza de soberana. Sé que te ha sorbido los sesos y no te das cuenta de que no tiene sentimientos…

—Y por eso descargas tu frustración con esos pobres soldados.

—Si no veo pronto a Yarai me volveré loco. Esta mañana, cuando tenía en mis manos la maza, sólo pensaba en golpear con todas mis fuerzas, destruir, arrasar a cuantos se pusieran por delante. Hubo un momento en el que creí estar de nuevo en medio de la arena del Coliseo de Roma, incluso escuché en el interior de mi cabeza a la multitud demandando la sangre de los gladiadores. ¡Por todos los dioses!

—Debes calmarte o te meterás en graves problemas, Kitot. Deja que pase el tiempo, ocupa toda tu mente en entrenar a esos soldados para que podamos vencer a Roma y olvida este asunto por el momento. Los romanos estarán pronto aquí; si los vencemos, yo conseguiré que Zenobia te entregue a Yarai y podrás pasar el resto de tu vida con ella. Te lo juro por los dioses inmortales.

—Tú no crees en ningún dios —dijo Kitot.

—En ese caso, te doy mi palabra.

—Eso sí me basta, general.

—¿Qué ha ocurrido esta mañana con Kitot en la palestra? —le preguntó Zabdas a Giorgios mientras se daban un baño reparador en las termas.

—Ha malherido a cuatro reclutas inexpertos. Se ha empleado con demasiada violencia en los ejercicios de combate. Va le he recriminado su acción. No volverá a ocurrir.

—¿Por qué lo ha hecho?

—Desconozco sus razones.

—No me mientas.

—Está bien. Se trata de una esclava de palacio: Kitot se ha encaprichado de ella y está encoñado como un garañón en celo. Al parecer se la tiraba cuando estaba de servicio en la guardia real y quiso comprársela a Zenobia para convertirla en su esposa. La reina le dijo que no y el armenio se ha comportado como un cretino, descargando su frustración en los reclutas.

—Las mujeres no acarrean otra cosa que problemas. Sobre todo para los que se encoñan con ellas. Hace tiempo que aprendí esa lección; desde entonces, sólo me acerco a ellas para aliviar mis testículos cuando los siento llenos de semen y necesito vaciarlos.

»He visto a muchos hombres perder la cabeza por caprichosas mujeres que no merecían la pena, pero no imaginé que ese armenio pudiera caer en semejante debilidad. Es fuerte como un toro pero ha demostrado ser lelo como un cabestro. Sólo espero que no muestre esa misma debilidad en la batalla; necesitaremos toda su fuerza.

—Descuida; ya te he dicho que no sucederá otra vez. He hablado con él y creo que lo ha entendido.

—Y aprende tú también la lección, Giorgios.

—¿A qué te refieres?

—A que tengas en cuenta que en esta guerra vas a pelear por Palmira.

—No te comprendo, mi general —mintió Giorgios.

—Claro que me entiendes. Sé que si continúas aquí es por ella, que te dejarías matar y que harías cualquier cosa por la reina. No te lo reprocho, ya lo sabes, porque es imposible conocerla y no enamorarse de esa mujer, pero cuando estemos en el campo de batalla no pienses en otra cosa que en vencer en el combate. Déjala al margen o te sucederá lo mismo que a Kitot, acabarás obsesionado y perderás la cordura.

En realidad, Giorgios ya la había perdido; Zenobia estaba tan enraizada en su corazón que era capaz de cometer cualquier locura por ella.

CAPÍTULO XXXV

Palmira, finales de otoño de 271;

1024 de la fundación de Roma

Un agente de Miami se presentó en Palmira atravesando el desierto desde la costa mediterránea. Había navegado de cabotaje por el Egeo, pese a la proximidad del invierno, y había reventado tres caballos para llegar cuanto antes desde el puerto de Tripolis, en la costa fenicia.

—¡Se ha puesto en marcha!

El agente apenas podía hablar; estaba agotado, cubierto de polvo y medio deshidratado tras cabalgar decenas de millas por el desierto.

Nada más llegar a Palmira, los soldados de guardia en la puerta de Damasco lo llevaron al cuartel general, donde Giorgios, Zabdas y el propio Miami lo acosaron a preguntas.

—Por favor, mis señores, necesito tomar aire. No he parado un instante desde que arribé a Tripolis —se excusó el mensajero, completamente derrengado.

—Ya tendrás tiempo para descansar más tarde. Ahora suelta lo que sepas, deprisa.

El mensajero se humedeció los resecos labios con la lengua.

—Hace tres semanas llegó desde Roma un correo al campamento de Aureliano en Moesia Inferior, que lo esperaba ansioso. Traía la respuesta de los sacerdotes custodios y augustos intérpretes de los
libros sibilinos
a la pregunta que el emperador había efectuado.

—¿Y bien?—se impacientó Miami.

—La respuesta fue que los hados eran propicios para un ataque a Palmira, pero antes requerían del emperador que les ofreciera sacrificios. Aureliano ordenó entonces inmolar decenas de cerdos, carneros y bueyes en todos los templos de las ciudades del
limes
del Danubio donde había tropas acantonadas en espera de partir hacia Oriente. Todo lo que tiene de austero y frugal en su mesa y en su vida cotidiana se relajó en esas carnicerías.

—¿Cómo han respondido los legionarios?

—Entusiasmados. Todos ellos están al lado de un emperador que come su misma comida, su ración diaria de trigo, el queso curado y duro, la carne salada de cerdo, el pescado seco y los huevos cocidos en sus mismas cacerolas y en sus mismos cazos. Incluso ha ordenado que se funda la vajilla de oro que empleaba el emperador Heliogábalo para incrementar así la acuñación de monedas y disponer de más recursos para pagar a los soldados. En Roma ya lo consideran el emperador perfecto, o al menos el necesario para estos tiempos. Al reducir los gastos suntuarios, los romanos han comprendido que no viene a enriquecerse ni a rodearse de lujos, como hicieron la mayoría de sus predecesores, sino a salvar Roma de la decadencia y devolverle el brillo de antaño. Todos hablan ahora de recuperar el pasado esplendor y de regresar a los tiempos de la grandeza de los emperadores Octavio Augusto o Trajano.

—Toma. —Giorgios le ofreció al mensajero una copa de vino con miel—. Te reconfortará.

El hombre dio un buen trago a la copa y se relamió con deleite.

—Continúa —le pidió Miami.

—Todas las tropas seleccionadas para la campaña contra Palmira se dirigen ahora hacia el delta del Danubio. Allí embarcarán en los navíos de las flotas del Ponto y del Egeo y cruzarán el mar hasta las costas de Bitinia.

—¿Sabes a qué puertos se dirigen?

—Creo que a los de Heraclea Póntica, Amastris y Amisus.

—Como habíamos supuesto —intervino Zabilas—, ha formado tres ejércitos que confluirán en las costas do Bitinia para avanzar después hacia el sur. Por la ubicación de los puertos elegidos, estimo que agrupará sus tropas en Capadocia. Sólo me cabe una duda: si atravesará las montañas del Tauro, al norte de Cilicia, por el camino de Tiana a Tarso, o las bordeará hasta aparecer en el alto Eufrates, por la calzada de Melitene a Edesa y Zeugma.

—Tal vez decida navegar por los estrechos del Bósforo y el Helesponto y bordear las costas del Egeo en Anatolia hasta alcanzar la de Siria y desembarcar allí —supuso Miami.

—No, no hará eso. Busca incorporar nuevos contingentes a su ejército entre los legionarios replegados de Mesopotamia y Siria que se han refugiado en Bitinia, y sobre todo no dejar a su espalda regiones donde haya tropas hostiles que puedan causarle problemas. Avanzará desde territorio amigo para proteger su retaguardia, y en toda Asia sólo le queda Bitinia como aliada —dedujo Zabdas.

—Entonces deberíamos ir a su encuentro en Anatolia —propuso Giorgios.

—No. Dejaremos que llegue hasta Capadocia y que decida por qué vía continuar. Y cuando lo haga, lo estaremos esperando a las puertas de Siria, en el valle del Orontes.

Aureliano partió desde sus campamentos en Moesia Inferior a finales del otoño. Como estaba previsto, embarcó a sus legiones en los navíos de las flotas del Egeo y del Ponto y atravesó este mar hasta desembarcar en las costas de Bitinia, donde agrupó al ejército en tres divisiones, al frente de cada una figuraba un delegado especial del Senado.

Pero el propio Aureliano, al mando de una legión, cruzó los Balcanes y se plantó en Bizancio; allí aguardó la llegada de seis de las nueve cohortes pretorianas, desplazadas desde Roma por mar, que incrementaron sus efectivos en casi cinco mil hombres más.

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