La Prisionera de Roma (14 page)

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Authors: José Luis Corral Lafuente

Tags: #Novela histórica

BOOK: La Prisionera de Roma
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—Algún día contemplaré tu ciudad desde la colina de la Acrópolis, y pasearé entre sus templos y sus palacios —comentó Zenobia.

—Ven a comer con nosotros, Giorgios, te has ganado un descanso y un refrigerio —lo invitó Odenato.

El ateniense obedeció, e intentó que sus ojos no fueran una y otra vez en busca de la hermosura del cuerpo de su nueva señora.

—Serás mi lugarteniente —le comunicó el general Zabdas a Giorgios—. Deseo que ocupes el segundo lugar en la escala de la jerarquía del ejército. Estarás al frente de la nueva caballería pesada; el príncipe Odenato está de acuerdo y ha concedido su aprobación a mi propuesta. No existe entre nosotros ningún oficial con tu capacidad para organizar a nuestros jinetes acorazados ni tu determinación en el mando.

—¿Y ese tal Meonio? Creo que es pariente del gobernador. ¿No se sentirá desplazado?

—Es su primo, hijo de una de las hermanas de su padre. Un tipo ambicioso y de poco fiar, pero jamás se atreverá a discutir la más banal de las órdenes de Odenato. No te preocupes por él, es irrelevante.

—Carezco de méritos para ocupar ese puesto. Los árabes sois jinetes extraordinarios, como si hubierais nacido con vuestras piernas pegadas a la grupa del caballo; tal vez seáis el resultado del cruce de un centauro con una amazona —ironizó Giorgios.

—Cuidado con lo que dices, ateniense. Que te haya convertido en mi lugarteniente no te autoriza a que digas impertinencias.

—Perdona, sólo pretendía alabar vuestra capacidad para montar a caballo.

—Individualmente, tal vez seamos los mejores jinetes, pero una cosa es montar a caballo en una carrera o en una parada festiva y ejecutar media docena de cabriolas, para lo que se requiere cierta habilidad, y otra muy distinta hacerlo con eficacia y coordinación en el curso de una batalla durante una carga cerrada de caballería ante un enemigo formidable como los catafractas persas. Tú has sido capaz de organizar un regimiento de catafractas y de enseñarles a los nuestros el sentido colectivo que les faltaba y la disciplina necesaria para maniobrar en formaciones cerradas de combate como si todo un batallón se tratara de un solo jinete.

—Por lo que parece, la guerra está próxima.

—Saldremos hacia Persia muy pronto. Ten todo listo. El príncipe Hairam, el primogénito de nuestro señor Odenato, estará a tus órdenes. El
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desea que su hijo aprenda todo cuanto sabes.

—Esa es una gran responsabilidad.

—Hazte merecedor de ella.

El último mes del verano transcurrió tórrido y sereno. Giorgios tenía en su mente la inmediatez del combate, pero su alma se sentía convulsa y su cabeza confusa. Zenobia se había apoderado de ambas.

CAPÍTULO VIII

Palmira y Mesopotamia, principios de otoño de 261;

1014 de la fundación de Roma

El ejército palmireno se mantenía perfectamente formado en la gran explanada al exterior de la puerta oriental del recinto murado de la dorada Palmira, la que se abría al camino que llevaba a Dura Europos, en la lejana ribera del Eufrates.

Zabdas aguardaba impaciente la presencia de Odenato para dar la orden de partir hacia Persia; a su lado estaban Giorgios y Meonio, cuya expresión denotaba la contrariedad que había supuesto para él la elección del ateniense como segundo del ejército y lugarteniente de Zabdas. Tres jinetes salieron al galope y atravesaron la puerta de la ciudad para ponerse al frente de las tropas expedicionarias.

—¡Por todos los dioses, es Zenobia! —exclamó Zabdas asombrado al ver acercarse al trío formado por Odenato, su hijo Hairam y Zenobia.

—¡Una mujer en el ejército! En Roma jamás lo creerían —se sorprendió Giorgios.

—La esposa de mi primo es muy atrevida. Tal vez no sepa cuál es el lugar que corresponde a una mujer —terció Meonio.

—¿Va a venir con nosotros a la guerra? —preguntó sorprendido el ateniense.

—Eso parece. Está equipada con coraza y con armas de combate; nadie se viste así tan sólo para salir de paseo; ni siquiera para despedir a las tropas —observó Meonio.

—No es un soldado —comentó Giorgios.

—Pero tiene más valor que la mayoría de los que conozco —asentó Zabdas.

Los jinetes llegaron a la altura de Zabdas, Giorgios y Meonio, que los saludaron con reverencia.

—Señor, el ejército está listo para partir en cuanto des la orden —indicó el general todavía con un rictus de asombro en su rostro.

—En ese caso no perdamos tiempo. Mi esposa viene con nosotros. ¡Zenobia, nuestra señora, nos acompañará en esta campaña; ofrecedle la victoria! —gritó Odenato dirigiéndose a sus soldados.

En cuanto se corrió la voz entre los destacamentos, los soldados palmirenos agitaron sus lanzas al cielo, golpearon sus espadas contra sus escudos pintados en vivos colores y vitorearon a Odenato y a Zenobia.

—General, vayamos a por esos persas y démosles una buena lección.

Zabdas dio la orden de partir, que fue obedecida de inmediato. Diez mil hombres se pusieron en marcha camino del Eufrates; todos anhelaban conseguir un gran botín, llenar sus bolsas de oro y de joyas con el tesoro del rey de los persas y hacerse con alguna de las exóticas y hermosas mujeres de aquel reino. Pero Giorgios hubiera cambiado todos aquellos sueños de gloria y de fortuna por una sola noche entre los brazos de Zenobia.

El ejército palmireno atravesó el desierto sirio y cruzó el Eufrates aguas abajo de la destruida Dura Europos, entre cuyos despojos comenzaban a asentarse algunos mercaderes de Palmira que necesitaban apoyo en aquel lugar como punto de referencia de sus viajes entre oriente y occidente. Conocían palmo a palmo todos los caminos y pozos desde Mesopotamia hasta su oasis de palmeras y fueron los guías de las caravanas los que marcaron la ruta de los soldados.

Desde luego, Sapor no esperaba la ofensiva de Odenato y no se había preparado para rechazarla. Varios fortines persas fueron sorprendidos sin apenas defensa y arrasados por los palmirenos, que avanzaron deprisa por Mesopotamia ante la falta de respuesta del emperador sasánida, absolutamente desprevenido ante esa repentina incursión.

Tras un par de semanas indeciso ante las noticias que le llegaban del rápido progreso de los palmirenos, el rey de Persia intentó reaccionar enviando a su encuentro varios escuadrones de la caballería ligera, pero en tres ocasiones sus contraataques fueron rechazados por Odenato y sus hombres, que siguieron avanzando hacia el sureste. En la campaña fueron apresados varios sátrapas, que perdieron el gobierno de las provincias que Sapor les había entregado un año antes.

Media docena de gobernadores persas y numerosos carros cargados de botín fueron enviados por Odenato a Palmira con instrucciones para que la mitad de lo conseguido se remitiera a su vez al emperador Galieno.

Las ciudades de Carras y de Nisibis, en plena Mesopotamia, fueron reconquistadas con facilidad y sometidas de nuevo al derecho de Roma. En Nisibis se recompuso el cuartel general de la I Legión Pártica, que había sido desmantelado durante la ocupación persa, ante la desesperación del atribulado Sapor, que hizo un amago de contraofensiva pero acabó replegándose en desorden con su desmoralizado ejército hacia Ctesifonte, donde se fortificó para resistir el que suponía el ataque decisivo de Odenato.

Tras su contundente triunfo sobre Valeriano, Sapor I se había confiado y en lugar de consolidar sus conquistas y reforzar las nuevas fronteras se había dedicado a celebrar suntuosas fiestas, levantar monumentos a sus triunfos y erigir lápidas y monolitos elogiosos para festejar su victoria sobre las legiones romanas. Supuso que durante algún tiempo Roma no estaría en disposición de organizar un nuevo ejército y que las legiones tardarían en reponerse de la derrota sufrida en Edesa. Sabía que el nuevo emperador, Galieno, estaba más interesado en celebrar festines y banquetes en sus palacios que en vengar a su padre. Pero no había previsto, ni siquiera había podido imaginar, que se produjera la ofensiva que Odenato había estado preparando el verano anterior.

Atardecía sobre los frondosos palmerales del centro deMesopotamia. El ejército palmireno acababa de ocupar un castillo sasánida a orillas del gran río Tigris, unas pocas millas al norte de Ctesifonte. Se trataba de la principal fortaleza que defendía la ruta desde el norte hacia la capital.

Odenato y Zenobia cenaban en su tienda, rodeados de los comandantes del ejército entre los que se encontraba Giorgios, que había demostrado una gran eficacia en cada combate librado y se había convertido en la mano derecha del general Zabdas.

—Mañana regresaremos a Palmira —anunció Odenato.

—Mi señor, tenemos Ctesifonte al alcance de nuestra mano; estamos a unas pocas millas de sus puertas, apenas a media jornada de distancia. Los persas no han resistido nuestro ataque y están atemorizados y sin moral. Un ejército en esas condiciones es fácil de derrotar; los hemos sorprendido y podemos asestarles un golpe definitivo, como hiciera el gran Alejandro siglos atrás —alegó Zabdas.

—No sería fácil, pero aunque fuéramos capaces de ocupar Ctesifonte como ya lo logró el emperador Trajano, Persia es demasiado extensa para ser conquistada por sólo diez mil hombres. Les hemos causado mucho daño, hemos destruido sus puestos avanzados de defensa en Mesopotamia y hemos sembrado en ellos muchas dudas sobre el éxito de futuros ataques que pudieran planear sobre Palmira, pero nosotros solos no podemos conquistar, y mucho menos conservar, un imperio tan gigantesco. Además, Sapor ya está al tanto de nuestro ataque y habrá organizado una defensa mucho más eficaz. En caso de que tomáramos su capital, el grueso de su ejército nos estaría esperando agazapado en las montañas del este, en los pasos de la cordillera del Zagros. Los mercaderes que las conocen me aseguran que es muy fácil preparar allí una emboscada. Y conforme nos adentremos en territorio persa, más débiles nos haremos. Además, todavía no nos hemos enfrentado a los catafractas; los jinetes acorazados no han hecho acto de presencia hasta ahora. Su principal baza para la batalla sigue intacta.

—Señor, disponemos de nuestros propios catafractas: dos mil jinetes acorazados bien entrenados y perfectamente equipados. Tú mismo los has visto maniobrar en el campo de entrenamiento. Podemos enfrentarnos a su caballería pesada con garantías de éxito.

—No. Es hora de regresar a Palmira. Lo hacemos victoriosos y con muy pocas bajas. Hemos dado un buen escarmiento a los persas y dudo que se atrevan a lanzar una nueva ofensiva sobre Siria por algún tiempo. Hemos ganado y debemos saborear este triunfo; si seguimos avanzando, nuestra línea de suministros se alargará en exceso y podrá ser fácilmente cortada. En ese caso seríamos una presa demasiado sencilla de abatir. No, no seguiremos adelante; éste no es nuestro mundo.

—El soberano sasánida gobierna un imperio heterogéneo, compuesto por diversos pueblos y tribus sin lazos comunes entre ellos; ni siquiera hablan el mismo idioma. Si sabemos manejar sus desigualdades e incidir en sus diferencias romperemos la frágil obediencia que mantienen hacia la dinastía de Sapor y el imperio persa se deshará por sí solo —adujo Zabdas.

—No insistas, mi decisión es irrevocable. Regresamos a Palmira de inmediato —zanjó Odenato.

—Mi buen general —intervino Zenobia, que había permanecido callada y observante hasta entonces—, toda Palmira es conocedora de tu extraordinario valor y de tu generoso arrojo, pero las palabras de mi esposo son acertadas y sabias. Nadie más que yo anhela acabar con los persas y darles una lección definitiva para vengar la muerte de mi padre, pero no disponemos de la fuerza suficiente para hacerlo… por ahora.

Giorgios contempló el rostro delicado pero firme de Zenobia. Aquella mujer hermosa y elegante hablaba con la rotunda serenidad del más avezado de los políticos de Roma. El tono de su voz sonaba extraño en la boca de una mujer tan hermosa, pues pronunciaba algunas palabras con una sonoridad ligeramente masculina, tal vez porque hablaba con tal autoridad que las suyas no parecían las palabras propias de una mujer de aspecto tan bello sino las de un verdadero estratega que dominara, además, el sutil arte de la diplomacia.

Le faltaban varias semanas para cumplir los dieciséis años y carecía de experiencia, pero se comportaba como un soberano experto, cuajado en mil lides diplomáticas y guerreras.

Giorgios pensó que cualquier hombre se volvería loco fácilmente por una mujer así, y envidió que fuera Odenato quien compartiera su lecho todas las noches.

A la mañana siguiente, tomada ya la decisión de retirarse, Odenato se acercó con varios de sus hombres hasta contemplar a lo lejos las murallas ocres de Ctesifonte.

—Nunca podremos conquistar esa ciudad, ni siquiera con siete legiones. Sus murallas son demasiado altas y gruesas y sus fosos demasiado profundos —masculló.

—El emperador Trajano lo consiguió; tal vez algún día también nosotros… Ninguna ciudad, ningún muro es completamente inexpugnable —comentó Zabdas.

—Necesitaríamos centenares de formidables máquinas de asedio, miles y miles de hombres, una intendencia prodigiosa… No, no podremos.

—Entonces, ¿nos marchamos así, sin más?

—Antes de hacerlo enviaré a unos embajadores para reclamar de Sapor la entrega del emperador Valeriano, ya que no lo ha hecho su hijo Galieno, aunque me temo que no servirá de nada.

Kartir Hangirpe, el mago del culto al fuego y principal consejero del rey sasánida, fue el encargado de responder a los enviados de Palmira que su señor no entregaría a su imperial cautivo y que esperaba en su ciudad el ataque de Odenato. Y lo retó a que acudiera él mismo en persona a rescatar a Valeriano si tanto anhelaba su persona.

Cuando los correos regresaron al campamento del
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de Siria con la arrogante respuesta de Sapor por boca del mago, Odenato se sintió satisfecho. Había recuperado la mitad de Mesopotamia para Roma, había llegado ante las puertas de Ctesifonte y había reclamado la entrega del emperador Valeriano. Poco más podía hacer, de modo que dio la orden de regresar a Palmira sin descuidar la retaguardia.

El éxito de aquella campaña militar había radicado en la sorpresa del ataque y en la rapidez con la que se había ejecutado. Zabdas había organizado el cuerpo expedicionario a partir de dos pilares: por un lado la fuerza y contundencia de la nueva caballería pesada, compuesta por jinetes acorazados equipados con placas de hierro y cotas de malla, al estilo de los catafractas persas, pero con los soldados bien adiestrados por Giorgios montados en caballos en vez de infantes y combinada con otros escuadrones de caballería ligera, mucho menos contundentes pero más ágiles y veloces que guardaban las alas de los acorazados; y, por otro lado, los formidables arqueros palmirenos, entrenados convenientemente para alcanzar blancos fijos a doscientos pasos y móviles a más de cien. La combinación de ambos tipos de soldados y la coordinación de las tácticas de combate basadas en las cargas contundentes de la caballería acorazada, las cargas fulgurantes de la ligera y los precisos disparos de los arqueros, apoyados por infantes auxiliares armenios y sirios, habían proporcionado a los palmirenos todas las victorias en aquella campaña. La disputada tierra fértil comprendida entre los grandes ríos Tigris y Eufrates volvía a ser romana.

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