La princesa prometida (47 page)

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Authors: William Goldman

Tags: #Aventuras

BOOK: La princesa prometida
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Fezzik de grandes brazos, atrapado en la arboleda

olvida que ella llora.

Aunque perdidos (y eso es culpa tuya)

olvida que hay dos que mueren.

Poderoso Fezzik, de fuerte musculatura

al que muchos consideran tonto,

todo lo que tienes que hacer es tramar

un plan que sea indoloro.

Fezzik el valiente, Fezzik el sabio,

Fezzik, el portento de su época,

Fezzik, quien…

Ahora ese «quien» se ha perdido en el tiempo. Porque fue en ese momento de inspiración poética que la flecha metálica y afilada como un estilete del príncipe Humperdinck rasgó la ropa de Fezzik y alcanzó su enorme corazón…

Una vez se hubo dado cuenta de que habían tomado el camino de la izquierda, el príncipe Humperdinck supo que eran suyos. Se dirigió a Yellin, el jefe de la guardia de Florin, llevándose un dedo a los labios. Yellin levantó una mano y los cincuenta miembros de la Brigada Brutal que lo seguían aminoraron la marcha.

El amarillo perfecto de la luna se reflejaba sobre el espesor de los árboles. Humperdinck no pudo evitar contemplar su belleza. Sólo los árboles de Florin eran capaces de interrumpir, por muy brevemente que fuera, un derramamiento de sangre. ¿Había algún otro lugar en la Tierra con unos árboles como aquéllos?, se preguntaba Humperdinck. No, definitivamente no. Figuraban entre los tesoros del universo.

Durante el momento de contemplación del príncipe, Yellin hizo un gesto para que la Brigada Brutal formara sus grupos de ataque: los navajeros a un lado, los estranguladores al otro, los aplastadores en medio.

El príncipe completó su última vuelta… y allí, frente a él, tan bellamente enmarcado por la arboleda perfecta, estaba el retablo de la muerte. Su llorosa novia fugada, los dos hombres inmóviles sobre el corcel engalanado, sujetos por los brazos del gigante.

—Maldita sea —se dijo—, ojalá me hubiera traído al dibujante real.

Bueno, sencillamente tendría que archivar aquella imagen en la memoria.

En el mundo del príncipe, el mundo del castigo y el dolor, todavía había mucho debate sobre a quién había que atacar primero. ¿Se debía seleccionar al más cercano? ¿O tal vez al cabecilla? Obviamente, Westley lo era, pero en aquellos momentos muy debilitado. Y el otro hombre inmóvil debía de haber tenido poder, puesto que había matado a Rugen (lo cual no era lo más fácil del mundo). El proceso de rigor era dejar a las mujeres para el final, no eran expertas en carnicerías; también tenían tendencia al lloriqueo y miraban al cielo para buscar un escape… algo siempre adecuado para reírse alrededor de una buena hoguera.

Ello nos deja con el gigante.

El príncipe tomó su arco, seleccionó la punta metálica más afilada, procedió a la inserción. Era un buen arquero, pero de noche, a la luz de la luna y con las sombras, lo era mucho más. No había fallado ningún asesinato nocturno en muchísimo tiempo.

Tomó aire para equilibrarse.

Dedicó una última sonrisa a los árboles. Entonces se echó para atrás, soltó la flecha y ésta inició su trayectoria. El príncipe contuvo el aliento hasta que vio la punta de la flecha rasgando la ropa del gigante, a la altura del corazón.

El gigante soltó un grito de pasmo y dolor y cayó de su caballo de espaldas.

Mientras caía, Yellin dirigió la carga de la Brigada Brutal y la Batalla de los Árboles, aunque muy breve, empezó: los cincuenta hombres de la Brigada gritando a pleno pulmón, cargando contra los tres hombres heridos, despatarrados en el suelo, con la mujer solitaria intentando de algún modo sujetarlos a todos con sus brazos…

Mientras los agresores se acercaban, Buttercup tuvo esta idea: si debía morir, ¿qué mejor forma existía que con su amor verdadero entre los brazos y la belleza de sus amados árboles florineses cubriéndola con sus ramas? Ya cuando era niña nada le gustaba tanto como los espléndidos árboles que había al fondo de su granja, y cuando acababa las labores del día, allí es donde iba siempre a corretear, tan feliz.

Cuánta paz le daban. Y seguirían dando esa paz a sus compatriotas florineses para siempre y…

Pausa. ¿Os podéis creer este último párrafo? ¿Buttercup está a punto de morir y se pone a pensar en la hojarasca? Un horror, un auténtico horror. Así que no os aguantéis la respiración esperando la estúpida Batalla de los Arboles. La primera vez que lo leí me puse histérico. Probablemente me pasa como a vosotros, seguí felizmente la lectura, y aunque Morgenstern era claramente un maestro de la narrativa, ahora mismo apuesto a que os estáis preguntando, ¿qué ocurrió?

Dios mío, Fezzik herido en el corazón, los otros dos tipos muñéndose, Buttercup intentando mantener el tipo mientras esos CINCUENTA HOMBRES DE LA BRIGADA BRUTAL se disponen a atacar… todos queremos saber lo que ocurre entonces, ¿no es así?

Pues he aquí lo que no vais a leer: sesenta y cinco páginas sobre los árboles florineses, su historia y su importancia. (Morgenstern ya había empezado, si os habéis dado cuenta: justo cuando comprende que los tiene atrapados, el príncipe Humperdinck hace todo un párrafo absurdo sobre los árboles.) Hasta sus editores florineses le rogaron que lo cortara. Así que no me importa lo que esos sabihondos de Morgenstern de Columbia puedan reprocharme: si algo había que eliminar de todo el libro, era esto.

¿Queréis saber por qué lo puso?

En realidad tiene que ver con La princesa prometida. O más bien, con el éxito que tuvo en Florin. Morgenstern se sintió de pronto abrumado y se marchó y se compró una casa en el campo, una casa que estaba aislada y lindaba con una enorme reserva forestal que pertenecía al Gobierno. Era, de hecho, propietario de todo lo que le rodeaba.

Sin embargo…

Había sido mal informado. Había una empresa maderera que tenía el título de propiedad, y poco tiempo después de que se fuera a vivir allí, imaginad qué ocurrió: empezaron a talar todos esos árboles. Morgenstern se volvió loco. (Literalmente loco. Toda su correspondencia con la empresa maderera está allí, en el Museo Morgenstern, justo a la izquierda de Florin Square.)

No pudo detenerlos y, al cabo de uno o dos años, su casa quedó completamente desnuda y solitaria, y situada en un enclave un poco absurdo, de modo que la vendió (malvendida, y eso lo mató) y volvió a mudarse a la ciudad.

Pero desde entonces se convirtió en el mayor salvador de árboles de la comarca. (Parece ser que le tenía echado el ojo a otra casa de campo, igualmente aislada, pero no la quería comprar hasta asegurarse de que estaba a salvo de los intereses madereros.)

De modo que lo que hizo aquí, en El bebé de Buttercup, fue construir con cuidado un larguísimo momento de suspense, confiando en que sus lectores tendrían que leer su ensayo sobre los árboles para poder saber quién moría y quién sobrevivía.

Resumiendo, en términos narrativos, he aquí lo que uno descubría:

a) Fezzik sobrevivía a la flecha de metal de Humperdinck gracias a la capa del holocausto de Max Milagros, que Fezzik llevaba embutida dentro de su túnica, y cuyos pliegues pararon el impacto de la flecha, salvándole la vida.

b) Los piratas del barco Venganza se escondían entre los árboles, de modo que, cuando la Brigada Brutal estaba a punto de asesinar a nuestro cuarteto, saltaron encima de ellos como un arrebato de cólera enviado por el cielo y se ocuparon de ellos en un par de minutos; y cuando Humperdinck y Yellin lo vieron, salieron huyendo. Y luego,

c) los piratas, liderados por Pierre —su número uno y aspirante a convertirse en el Terrorífico Pirata Roberts—, los recogieron a los cuatro y los llevaron hasta el Venganza esperando que todos siguieran vivos al embarcar.

Tiempo de regresar.

Tan pronto como los cuatro estuvieron a bordo y a salvo, Pierre hizo la señal para que levaran el ancla y el gran navío
Venganza
se deslizó por las aguas del Canal de Florin hasta mar abierto. Un chasquido de sus dedos trajo al Coagulador de Sangre, que se puso a trabajar en las heridas de Íñigo mientras el propio Pierre, médico jefe y segundo de a bordo, se concentraba en Westley o, como se lo conocía en el barco, el Terrorífico Pirata Roberts. Fezzik y Buttercup permanecieron cerca. Buttercup no podía dejar de temblar y buscó la mano de Fezzik, pero al darse cuenta de la diferencia de tamaño, se conformó con cogerse de su pulgar.

El Coagulador arrancó la camisa de Íñigo y examinó al herido. Había heridas menores de espada cerca de cada hombro, pero no eran nada importante. El estómago, en cambio, le llamó la atención:

—Una daga florinesa de tres filos —le dijo a Pierre, y luego se volvió a Fezzik—. ¿Cuándo?

—Hace unas horas —respondió Fezzik—, mientras corríamos por el castillo.

—Le puedo detener la hemorragia —dijo el coagulador—. Pero esto no le va a servir de mucho —hizo un gesto señalando la espada de seis dedos que la mano derecha de Íñigo todavía aferraba—, al menos, no por mucho tiempo.

Y con estas palabras se retiró, volvió al cabo de un momento con harina y tomate concentrado, mezcló los ingredientes con gran destreza y empezó a rellenar la herida. Entonces miró a Pierre e hizo un gesto en dirección a Westley:

—¿Quieres que me ocupe de él?

—Esto no es cuestión de sangre. Mira —dijo, dando unos golpecitos en el pecho de Westley y escuchando el tremendo sonido del vacío—. Su vida ha sido absorbida.

—Sucedió esta mañana —dijo Fezzik con delicadeza, intentando no alterar más a Buttercup—. Si estabais en la ciudad, probablemente oísteis su grito de muerte.

—¿Eso fue él? —gritó Pierre—. ¿Le hicieron eso a mi amo? ¿Dónde fue?

—En lo más profundo del Zoo de la Muerte. —Fezzik señaló a Íñigo—. Le encontramos allí.

Pierre escrutó a Westley otro momento antes de soltar:

—Debió de ser torturado más allá de la resistencia humana —dijo, sacudiendo la cabeza—. Si hubiera estado con vosotros, yo hubiera sabido qué hacer. Lo hubiera llevado a toda prisa hasta Max Milagros.

Fezzik se puso a dar saltos arriba y abajo:

—Pero si eso es lo que hicimos. Fuimos directos a verlo. A buscar una píldora de resurrección.

La energía empezó a regresar al cuerpo de Pierre:

—Si Max hizo algo, entonces tenemos esperanzas.

—Tenemos algo más que esperanzas —dijo Buttercup—. Aquí hay amor verdadero.

—Princesa —dijo Pierre—, vos ocupaos de vuestro lado de la calle y yo me ocuparé del mío.

Miró a Fezzik, pensativo, y luego le hizo esta pregunta:

—¿Os dijo Max lo muerto que estaba?

—«Un poco». —Pero luego añadió—: «En su mayor parte».

Pierre sacudió la cabeza:

—«En su mayor parte» no es lo ideal, pero puedo trabajar con eso. ¿Le administró una nueva píldora de resurrección, y no una vieja que Max tuviera por ahí?

—Una nueva del día… yo mismo tuve que recoger el barro del holocausto —dijo Fezzik.

Ahora Pierre se empezaba a animar. Sus ojos iluminaban a Fezzik:

—Última pregunta, pero muy importante: ¿tuvo tiempo Valerie de hacer el recubrimiento de chocolate?

—Me dejó lamer el cazo y todo —dijo Fezzik, feliz por la seguridad de estar dando la respuesta correcta—. ¡Era deliciooooso!

Aquí un pequeño corte. (Eso ya lo dije en la introducción al pasaje en que se iban a la isla del Único Árbol a recuperar la salud, de modo que a estas alturas ya no reina demasiada tensión en el aire para que nos mordamos las uñas pensando en si Westley va a sobrevivir.)

Lo que no vais a leer es una secuencia de seis páginas en la cual Fierre —y todos tenemos unas ganas infinitas de pasar el rato con él, ¿no?— practica todos esos métodos medicinales fantásticos florineses para salvar a Westley. Ninguno de los cuales funciona, claro, porque a esas alturas de su vida Morgenstern había desarrollado una tremenda aversión hacia los médicos porque había empezado a tener gases (y lo lamento si os parece asqueroso, pero le prometí a King que lo investigaría hasta el fondo, e hice muchísimas indagaciones hasta que descubrí que todo el historial médico de Morgenstern está a la vista en el Museo, pero no todo el mundo tiene acceso a cosas así, has de tener algún tipo de interés académico para poder leerlo, e incluso así no te permiten sacarlo de allí). Ya he olvidado dónde empecé la frase, lo siento, pero bueno, el caso es que tenía gases, no podía superarlo y le dio a Pierre este fragmento para vengarse. (Cuando resulta que ningún método funciona, Fezzik coge a Westley y lo cuelga de los pies por la borda hasta que los pulmones se le llenan de agua de mar; se trata de una cura famosa en Turquía —no para los moribundos, sino para los gotosos: el padre de Fezzik lo había sido—. Entonces Westley se pone a toser como un loco, pero al menos recupera el habla.)

Íñigo seguía inconsciente, pero había dejado de sangrar, cuando Westley abrió finalmente los ojos. Medianoche. Buttercup estaba tumbada a su lado en cubierta mientras Fezzik los vigilaba a todos. Pierre se acercó, se arrodilló y dijo en voz baja:

—Traigo la peor de las noticias.

—La palabra «peor» no existe —susurró Westley. Entonces escrutó el rostro de Buttercup—. Estamos juntos.

Pierre respiró profundamente y luego lo dijo:

—Debéis abandonar el barco. Y debéis hacerlo esta noche.

Antes de que Buttercup pudiera expresar su indignación, Westley le puso un dedo en los labios:

—Por supuesto. Lo comprendo. Humperdinck nos persigue.

—Su ejército entero. Los podemos dejar atrás un tiempo, pero tarde o temprano, mientras estéis aquí…

—No estamos en las mejores condiciones para viajar —dijo Buttercup—. Danos unos cuantos días. Mi marido es el hombre más poderoso en mil millas a la redonda. Para él no hay un lugar seguro.

—Me es imposible, por mucho que lo quiera. Eso causaría pánico entre la tripulación, y con razón, y no puedo permitirme que pierdan la fe en mí.

Westley asintió con la cabeza. Luego se quedó en silencio. Entonces pronunció el nombre de Fezzik. Fezzik esperó.

—¿Te acuerdas de la ascensión a los Acantilados de la Locura?

—No quiero volver allá —dijo Fezzik—. Me dan miedo las alturas.

—Fezzik —dijo Westley, paciente—. Yo tampoco quiero volver allá. Pero respóndeme sólo a una pregunta. Acarreabas a tres personas cuando lo lograste, y, por favor, piensa antes de responderme: ¿te cansaste?

Fezzik esperó hasta que estuvo seguro de tener la respuesta correcta. Entonces dijo:

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