—¡Ah, Vackeers! ¿Por qué no puedo contar con usted ahora que tanto lo necesitaría? Porque no puedes contar con nadie, viejo estúpido, ¡porque eres incapaz de confiar en nadie! Mira dónde te ha llevado tu arrogancia. Estás solo, y todavía sueñas con dirigir tú la orquesta.
Se levantó y se puso a recorrer su habitación de un extremo a otro.
—Si se trata de un envenenamiento, lo pagará muy caro, Ashton.
De un manotazo, lanzó despedido el tablero de ajedrez con todas sus piezas.
El hecho de enfadarse por segunda vez aquella noche le hizo reflexionar largo rato. Ivory miró las piezas desperdigadas por toda la moqueta, el alfil blanco y el negro estaban uno al lado del otro. A la una de la madrugada, decidió infringir una norma que se había puesto él mismo, descolgó el teléfono y marcó un número de Amsterdam. Cuando Vackeers contestó, escuchó a su amigo hacerle una pregunta cuando menos insólita. ¿Podía algún veneno provocar los síntomas de una neumonía aguda?
Vackeers no tenía ni idea, pero le prometió investigar sin tardanza. Por pura elegancia o como prueba de su amistad, no le pidió a Ivory ninguna explicación.
Dos hombres me sujetan mientras un tercero me frota con fuerza el torso. Sentado en una silla, con los pies en un barreño de agua tibia, he recuperado algo de fuerzas y casi he logrado mantenerme en pie. Me han quitado mi ropa húmeda y sucia y me han puesto una especie de túnica. Mi cuerpo ha vuelto a una temperatura casi normal, aunque todavía tirito de vez en cuando. Un monje entra en la habitación y deja en el suelo un cuenco de caldo y otro de arroz. Al llevarme el líquido a los labios me doy cuenta de lo débil que estoy. En cuanto termino de comer, me tiendo sobre una estera y me quedo dormido.
Al amanecer, otro monje viene a buscarme y me ruega que lo siga. Tomamos por un pasillo porticado. Cada diez metros hay puertas que dan a grandes salas donde grupos de discípulos siguen las enseñanzas de sus maestros. Parece un colegio religioso de mi vieja Inglaterra; recorremos otra ala de este inmenso cuadrilátero, después una enorme galería, y, al fondo del todo, me hacen pasar a una sala desprovista por completo de mobiliario.
Me quedo allí solo, enclaustrado buena parte de la mañana. Una ventana da a la explanada interior del monasterio, donde asisto a un extraño espectáculo. Un gong acaba de dar las doce, llegan un centenar de monjes, dispuestos en columnas, se sientan a igual distancia unos de otros y se recogen para rezar. No puedo evitar imaginarme a Keira disimulada bajo una de esas túnicas. Si el recuerdo de lo que viví anoche es real, debe de estar escondida en este templo, quizá incluso en algún lugar de este patio, entre estos monjes tibetanos reunidos en sus oraciones. ¿Por qué motivo la retienen entre estos muros? No pienso más que en encontrarla y llevármela lejos de aquí.
Un rayo de luz barre el suelo, me doy la vuelta y veo a un monje en el umbral; un discípulo pasa delante de él y avanza hasta mí, con la cabeza oculta por una capucha. Se la quita, y yo no puedo creer lo que veo.
Tienes una gran cicatriz en la frente, pero no menoscaba en nada tu atractivo. Quisiera abrazarte, pero tú das un paso atrás. Tienes el pelo corto y la tez más pálida que de costumbre. Mirarte sin poder tocarte es la penitencia más cruel, sentirte tan cerca y no poder abrazarte, una frustración de violencia insoportable. Me miras fijamente, sin dejar que me acerque, como si atrás hubiera quedado el tiempo de los abrazos, como si tu vida hubiera tomado un camino en el que yo ya no soy bienvenido. Y, por si todavía me quedaba alguna duda al respecto, tus palabras me hacen aún más daño que la distancia que me impones.
—Tienes que irte —murmuras con una voz sin expresión.
—He venido a buscarte.
—Yo no te he pedido nada, tienes que marcharte y dejarme en paz.
—Tus excavaciones, los fragmentos… ¡Puedes renunciar a nosotros, pero no a eso!
—Ya no merece la pena, mi colgante me ha traído hasta aquí, y aquí he encontrado mucho más de lo que buscaba en otros lugares.
—No te creo; tu vida no está en este monasterio perdido en la otra punta del mundo.
—Es una cuestión de perspectiva, el mundo es redondo, lo sabes mejor que nadie. En cuanto a mi vida, he estado a punto de perderla por tu culpa. Hemos sido unos inconscientes. No habrá una segunda oportunidad. ¡Márchate, Adrian!
—No me marcharé mientras no cumpla la promesa que te hice. Juré devolverte a tu valle del Omo.
—¡No volveré allí! Regresa a Londres, o donde sea, pero vete lejos de aquí.
Has vuelto a ponerte la capucha, has bajado la cabeza y te marchas con pasos lentos. En el último momento te vuelves hacia mí, en tu rostro no puedo leer ninguna emoción.
—Tu ropa ya está limpia —me espetas mirando la bolsa que el monje ha dejado en el suelo—. Puedes pasar la noche aquí, pero mañana por la mañana te marcharás.
—¿Y Harry? ¿Renuncias también a Harry?
He visto brillar una lágrima en tu mejilla y he comprendido la llamada silenciosa que me dirigías.
—Esa puertecita que da a las zanjas —te pregunto—, la que utilizas para ir de noche a bañarte en el río, ¿dónde está?
—En el sótano, justo debajo de nosotros, pero no vayas, te lo suplico.
—¿A qué hora está abierta?
—A las once —contestas antes de irte.
Me he pasado el resto del día encerrado en esta habitación donde he vuelto a verte para perderte en seguida después. Me lie pasado el resto del día dando vueltas como un loco entre estas cuatro paredes.
Por la noche viene a buscarme un monje y me lleva hasta el patio. Tengo permiso para caminar un poco al aire libre ahora que los discípulos han terminado sus últimas oraciones del día. Hace ya bastante fresco y comprendo que el frío será el guardián verdadero de esta prisión. Es imposible cruzar la llanura sin morir de frío, ya lo he comprobado. Pero sea cual sea el riesgo, tendré que encontrar una solución, no hay más remedio.
Aprovecho el paseo al que tengo derecho para explorar el lugar. El monasterio tiene dos plantas, tres si contamos el sótano que me ha mencionado Keira. Veinticinco ventanas dan al patio interior. Altas arcadas flanquean los pasillos de la planta baja. En cada esquina hay una escalera de caracol con peldaños de piedra. Voy contando mis pasos. Para llegar a una de estas escaleras desde mi celda necesitaría cinco o seis minutos como mucho, siempre y cuando no me cruce con nadie en el camino.
En cuanto termino de cenar me tiendo en mi estera y finjo dormir. El monje que me vigila no tarda en ponerse a roncar. La puerta no está cerrada con llave, a nadie se le ocurriría abandonar el monasterio en plena noche.
La galería está desierta. Los monjes que se pasean por los tejados, siguiendo el camino de ronda, no pueden verme; bajo las arcadas hay demasiada oscuridad. Avanzo rozando las paredes.
Son las once menos diez en mi reloj. Si Keira de verdad se ha citado conmigo, si he interpretado bien su mensaje, me quedan diez minutos para encontrar la manera de llegar al sótano y dar con la puertecita de madera que entreví desde el bosque donde me escondía ayer.
Son las once menos cinco, por fin he llegado a la escalera. Una puerta, cerrada a cal y canto con un candado de hierro, condena el acceso. Tengo que lograr descorrerlo sin ruido; unos veinte monjes duermen en una habitación muy cerca de allí. La puerta chirría sobre sus goznes, la entreabro y me escabullo al otro lado.
A tientas en la oscuridad, bajo los peldaños de piedra gastada y resbaladiza. Conservar el equilibrio no es tarea fácil, y no tengo ni idea de cuánta distancia me separa aún de las profundidades del monasterio.
Las agujas fosforescentes de mi reloj marcan casi las once. Por fin siento bajo mis pies que la piedra deja paso a la tierra; a pocos metros, una antorcha fijada en la pared ilumina tenuemente un camino. Algo más lejos, distingo otra, así que sigo avanzando. De repente oigo un sonido ahogado a mi espalda, y, nada más darme la vuelta, una bandada de murciélagos me rodea. Sus alas me rozan varias veces mientras sus sombras tiemblan en el eco luminoso de la antorcha. Tengo que seguir adelante, ya son las once y cinco, estoy retrasándome y sigo sin ver la puertecita. ¿Será que me he equivocado de camino?
No habrá una segunda oportunidad,
ha dicho Keira; no puedo haberme equivocado, ahora no.
Una mano me agarra del hombro y me arrastra hacia un lado, a un hueco practicado en la pared del sótano. Escondida ahí, Keira me atrae hacia sí y me abraza.
—Dios, cuánto te he echado de menos —murmuras.
No te respondo, tomo tu rostro entre mis manos y nos besamos. Este largo beso sabe a tierra y a polvo, a sal y a sudor. Apoyas la cabeza en mi pecho, yo te acaricio el pelo, y lloras.
—Tienes que marcharte, Adrian, tienes que irte, nos pones a los dos en peligro. Para que tú sobrevivieras, era necesario que a mí me creyeran muerta; si se enteran de que estás aquí, de que nos hemos visto, te matarán.
—¿Los monjes?
—No —dices entre hipidos—, ellos son nuestros aliados, me salvaron del río Amarillo, me cuidaron y me escondieron aquí. Hablo de los que quisieron asesinarnos, Adrian, no pararán hasta acabar con nosotros. No sé qué hemos hecho, ni por qué nos persiguen, no retrocederán ante nada con tal de impedir que prosigamos con nuestra investigación. Si saben que estamos juntos de nuevo, nos encontrarán. El lama que conocimos, el que se burló de nosotros cuando buscábamos la pirámide blanca, fue él quien nos salvó… y le he hecho una promesa.
Ivory se sobresaltó. Habían tocado a la puerta. Un botones le entregó un fax urgente, alguien había llamado a la recepción para pedir que se le entregara de inmediato. Ivory cogió el sobre, le dio las gracias al joven, esperó a que se hubiera alejado y sólo entonces abrió la carta.
Roma le pedía que lo llamara sin demora desde una línea segura.
Ivory se vistió de prisa y bajó a la calle. Compró una tarjeta telefónica en el quiosco que había delante del hotel para llamar a Lorenzo desde una cabina cercana.
—Tengo noticias curiosas.
Ivory contuvo el aliento y escuchó atentamente a su interlocutor.
—Mis amigos de China han encontrado el rastro de su amiga la arqueóloga.
—¿Viva?
—Sí, pero aún así no está como para volver a Europa.
—¿Y eso por qué?
—Le va a costar creerlo: ha sido detenida y encarcelada.
—¡Pero eso es absurdo! ¿Y por qué razón?
Lorenzo, alias Roma, completó un puzle del que a Ivory le faltaban muchas piezas. Los monjes del monte Llua Shan se encontraban en la orilla del río Amarillo cuando el 4 x 4 de Keira y Adrian se hundió. Tres de ellos se tiraron al río para rescatarlos de las tumultuosas aguas. Sacaron a Adrian el primero, y unos obreros que pasaban por ahí en un camión lo llevaron de urgencia al hospital. Ivory conocía el resto de la historia, había ido a China para ocuparse de él y había llevado a cabo los trámites necesarios para su repatriación. En cuanto a Keira, las cosas habían salido de otra manera. Los monjes habían tenido que zambullirse tres veces hasta lograr liberarla del todoterreno, que se hundía. Cuando lograron sacarla a tierra firme, el camión ya se había ido. La llevaron inconsciente hasta el monasterio. El lama no tardó en enterarse de que quienes habían ordenado el intento de asesinato pertenecían a una tríada de la región cuyas ramificaciones se extendían hasta Pekín. Ocultó a Keira y sufrió la agresión de unos individuos violentos que le hicieron una visita unos días más tarde. Les juró que, si bien era cierto que sus discípulos se habían tirado al agua para tratar de salvar a los occidentales de morir ahogados, no habían podido hacer nada por la joven, que se había hundido con el todoterreno. Los tres monjes que la habían socorrido sufrieron el mismo interrogatorio, pero ninguno habló. Keira estuvo diez días entrando y saliendo del coma, una infección retrasó su recuperación, pero los monjes lograron salvarla.
Cuando se restableció y recuperó fuerzas para viajar, el lama la envió lejos de su monasterio, donde todavía cabía el peligro de que vinieran a buscarla. Había previsto disfrazarla de monje hasta que las cosas se calmaran.
—¿Y qué pasó después? —le preguntó Ivory.
—No se lo va a creer —contestó Lorenzo—, porque el caso es que, por desgracia, el plan del lama no salió en absoluto como él tenía previsto.
La conversación duró aún diez minutos. Cuando Ivory colgó, no le quedaba nada de saldo en su tarjeta telefónica. Se precipitó a su hotel, hizo su equipaje de prisa y corriendo y cogió un taxi sin más dilación. De camino llamó a Walter con su móvil para avisarle de que se reunía con él.
Ivory llegó media hora más tarde al pie del gran edificio en lo alto de la colina de Atenas. Tomó el ascensor hasta la tercera planta y se precipitó por el pasillo buscando la habitación 307. Llamó a la puerta y entró. Walter escuchó, boquiabierto, lo que Ivory tenía que contarle.
—Ahora ya lo sabe todo, o casi todo, mi querido Walter.
—¿Dieciocho meses? ¡Pero eso es espantoso! ¿Tiene usted idea de cómo liberarla?
—No, ni la más mínima. Pero veamos el lado positivo, ahora tenemos la certeza de que está viva.
—Me pregunto cómo acogerá Adrian esta noticia. Temo que pueda afectarlo aún más.
—Para mí supondría ya un inmenso alivio que pudiera siquiera enterarse… —suspiró Ivory—. ¿Qué noticias hay sobre su estado?
—Por desgracia ninguna, pero todo el mundo parece optimista, me dicen que ya no es cosa más que de un día, quizá incluso de horas, para que podamos hablar con él.
—Esperemos que este optimismo esté justificado. Regreso hoy a París, tengo que encontrar la manera de sacar a Keira de esta situación. Ocúpese usted de Adrian; si tiene la suerte de poder hablar con él, por el momento no le diga nada.
—No voy a poder mantener en secreto que Keira está viva, es imposible, Adrian me mataría.
—No me refería a eso. No le cuente nuestras sospechas, es demasiado pronto todavía; tengo mis razones. Hasta pronto, Walter, volveré a ponerme en contacto con usted.
—¿Qué promesa le has hecho al lama?
Me miras angustiada y te encoges de hombros. Me dices que quienes atentaron contra nuestras vidas volverían a hacerlo incluso al otro lado de estas fronteras si se enteraran de que has sobrevivido. Si no pudieran hacerte daño a ti, sería yo el primero contra el que atentarían. A cambio de todo lo que ha hecho por nosotros, el lama te ha pedido que le des dos años de tu vida. Dos años de retiro, un paréntesis que podrías aprovechar para reflexionar y decidir qué hacer con el resto de tu vida. «No habrá segunda oportunidad —te ha dicho—. Dos años para hacer balance y reflexionar sobre una vida que uno ha estado a punto de perder, no es un mal trato.» Cuando la situación se haya calmado, me dices, el lama encontrará la manera de que puedas cruzar la frontera.