¿Estás aquí?
Me hiciste esta pregunta a través de la puerta del cuarto de baño, hace unos meses. Hoy no oigo más que el chapoteo de un viejo grifo que gotea, el agua rebota contra la loza de un lavabo que conoció tiempos mejores.
Aparto la silla, me pongo la gabardina y salgo del hotel.
Cojo un taxi hasta el parque de Yingshan. Atravieso la rosaleda y tomo por el puente de piedra que cruza un estanque.
Qué feliz estoy de estar aquí.
Yo también lo estaba. Si hubiera sabido hacia qué destino nos precipitábamos, inconscientes, con esa sed que teníamos de descubrimientos…
Si se pudiera detener el tiempo, yo lo pararía justo en ese momento. Si se pudiera volver atrás, allí es donde yo regresaría…
He vuelto al lugar donde formulé ese deseo, ante este rosal blanco, en un camino del parque de Yingshan. Pero el tiempo no se detuvo.
Entro en la Ciudad Prohibida por la puerta norte y la recorro sin más guía que unos pocos recuerdos tuyos.
Busco un banco de piedra junto a un gran árbol, un escollo singular donde, no hace mucho, se sentó una pareja de chinos muy ancianos. Quizá, si los volviera a ver, me traerían un poco de paz: creí leer en su sonrisa la promesa de un futuro juntos tú y yo; quizá sólo se rieran de la suerte que nos aguardaba.
Al final he dado con el banco, pero estaba vacío. Me he tendido sobre él. Las ramas de un sauce se balancean al viento, y su danza indolente me acuna. Con los ojos cerrados, tu rostro se me aparece, intacto, y me quedo dormido.
Me despierta un policía que me exhorta a abandonar el parque. Está anocheciendo, los visitantes ya no son bienvenidos.
De regreso en el hotel, vuelvo a mi habitación. Las luces de la ciudad se imponen sobre la oscuridad. He quitado la manta de la cama, la he extendido en el suelo y me he arrebujado en ella. Los faros de los coches dibujan extraños motivos en el techo. De qué sirve perder más tiempo, ya no dormiré.
He cogido mi equipaje, he pagado la cuenta del hotel en recepción y he ido al aparcamiento a buscar mi coche.
El navegador me indica la dirección de Xi'an. En los arrabales de las ciudades industriales la noche se desvanece y reaparece en la oscuridad del campo.
Hago una parada en Shijiazhuang para poner gasolina, pero no compro comida. Me habrías tachado de cobarde, no sin razón quizá, pero no tengo hambre, así que para qué arriesgarme.
Cien kilómetros después diviso el pueblecito abandonado en lo alto de una colina. Tomo por el camino lleno de baches, decidido a ir hasta allí para contemplar el amanecer en el valle. Dicen que los lugares conservan la memoria de los instantes que vivieron quienes allí se amaron, quizá sólo sea una locura, pero esta mañana necesito creer en ello.
Recorro las callejuelas fantasma y dejo atrás el abrevadero de la plaza principal. La copa que encontraste entre las ruinas del templo confuciano ha desaparecido. Ya lo predijiste tú, alguien se la habrá llevado para hacer con ella lo que le parezca.
Me siento en una roca al borde del despeñadero y espero a que empiece el día, inmenso; después reemprendo camino.
El tramo a través de Linfen es tan nauseabundo como en nuestro primer viaje; una nube de contaminación acre me quema la garganta. Me saco del bolsillo el trozo de tela con el que nos fabricaste unas mascarillas improvisadas. Estaba entre los efectos personales que me hicieron llegar hasta Grecia desde China; no queda rastro de tu perfume pero, al ponérmelo en la boca, vuelvo a ver cada uno de tus gestos.
Mientras cruzábamos Linfen, te quejaste:
Este olor es infernal…
… pero para ti, cualquier pretexto valía para quejarte. Ahora daría cualquier cosa por oír tus reproches.
Fue cuando pasábamos por aquí cuando te pinchaste en un dedo al rebuscar en tu equipaje, y así descubriste un micrófono escondido en tu maleta. Aquella noche debí haber tomado la decisión de dar media vuelta; no estábamos preparados para lo que nos esperaba, no éramos aventureros, tan sólo dos simples científicos que se comportaban como chiquillos inconscientes.
La visibilidad sigue siendo igual de mala, por lo que no tengo más remedio que ahuyentar esos pensamientos negros para concentrarme en la carretera.
Recuerdo que, al salir de Linfen, aparqué un instante en la cuneta y me contenté con tirar el micrófono por la ventanilla sin inquietarme por el peligro que representaba. En ese momento sólo me preocupaba que supusiera una intrusión en nuestra intimidad. Fue entonces cuando te confesé que te deseaba, entonces también cuando me negué a decirte todo lo que me gustaba de ti, por pudor más que por hacerte rabiar.
Estoy cerca ya del lugar donde ocurrió el accidente, el lugar donde unos asesinos nos empujaron a un barranco, y me tiemblan las manos.
Deberías dejar que nos adelante.
Tengo la frente bañada en sudor.
Frena, Adrian, te lo suplico.
Me pican los ojos.
No me lo puedo creer, estos tíos van a por nosotros.
¿
Te has puesto el cinturón?
Tú contestaste que sí a esta pregunta que era más una súplica. El primer impacto nos proyectó hacia adelante. Cierro los ojos y vuelvo a ver tus dedos crispados sobre la puerta, la agarras con tanta fuerza que tus falanges están blancas. ¿Cuántas veces nos golpearon con sus parachoques antes de que las ruedas del 4 x 4 chocaran contra el parapeto, antes de que cayéramos al abismo?
Te besé mientras las aguas del río Amarillo nos sumergían, clavé mis ojos en los tuyos mientras nos ahogábamos, me quedé contigo hasta el último instante, amor mío.
Las curvas se suceden, en cada una pugno por dominar mis gestos, demasiado nerviosos, por controlar el coche, que no deja de dar bandazos. ¿Me he pasado la bifurcación donde un pequeño sendero lleva hasta el monasterio? Desde que emprendí este segundo viaje a China, ese lugar acapara todos mis pensamientos. No conozco a nadie en esta tierra extraña, tan sólo al lama que nos acogió entonces. ¿Quién sino él podrá proporcionarme alguna pista para encontrarte, quién sino él podrá darme alguna información que alimente mi escasa esperanza de que sigas con vida? Una foto tuya con una cicatriz en la frente es muy poca cosa, un trocito de papel que me saco del bolsillo mil veces al día. Reconozco a mi derecha la entrada del camino. He frenado demasiado tarde, el coche derrapa y tengo que dar marcha atrás.
Las ruedas del 4 x 4 se hunden en el barro otoñal. Ha llovido toda la noche. Aparco a la entrada del sotobosque y sigo a pie. Si mi memoria no me falla, cruzaré un vado y subiré la ladera de otra colina; una vez en lo alto, divisaré el tejado del monasterio.
He tardado una hora en llegar. En esta estación el caudal del arroyo es más abundante, y cruzarlo no ha sido fácil. Dos grandes piedras redondas y resbaladizas sobresalían apenas entre las aguas turbulentas. Si me hubieras visto en equilibrio en esa postura tan poco elegante imagino que te habrías burlado de mí.
Esa idea me da fuerzas para continuar.
La tierra enfangada se me pega a los zapatos, y, más que avanzar, siento que retrocedo. Me cuesta mucho esfuerzo llegar hasta la cima de la colina. Empapado y cubierto de barro, debo de parecer un vagabundo, me pregunto qué acogida me brindarán los tres monjes que salen a mi encuentro.
Sin decir palabra, me indican con un gesto que los siga. Llegamos a la puerta del monasterio, y el que no ha dejado de comprobar todo el camino que no tratara de darles esquinazo me lleva hasta una pequeña habitación. Se parece a aquella en la que dormimos la primera vez. Me invita a sentarme, llena un cuenco con agua, se arrodilla delante de mí y me lava las manos, los pies y la cara. Luego me ofrece un pantalón de lino y una camisa limpia, y sale de la habitación; ya no lo veré más en todo el día.
Un poco más tarde, otro monje me trae algo de comer y extiende una estera en el suelo. Comprendo entonces que pasaré la noche en esta habitación.
El sol empieza a declinar ya, y cuando sus últimos fulgores desaparecen por la línea del horizonte, se presenta por fin el monje al que he venido a ver.
—No sé qué vuelve a traerlo por aquí, pero a menos que me anuncie su intención de hacer un retiro espiritual, le agradecería que se marchara mañana mismo. Ya hemos tenido bastantes problemas por su culpa.
—¿Ha tenido noticias de Keira, la joven que me acompañaba? ¿Ha vuelto a verla? —le pregunto, ansioso.
—Siento mucho lo que les ocurrió a ambos, pero si alguien le ha dado a entender que su amiga sobrevivió a ese terrible accidente, le ha mentido. No pretendo estar al corriente de todo lo que ocurre en la región, pero eso, créame, lo sabría.
—¡No fue un accidente! Nos dijo usted que su religión le prohíbe mentir, de modo que le reitero mi pregunta: ¿tiene usted la certeza de que Keira esté muerta?
—Es inútil que levante la voz en este lugar, no tendrá ningún efecto sobre mí, ni sobre mis discípulos tampoco. No tengo ninguna certeza, ¿cómo habría de tenerla? El río no devolvió el cuerpo de su amiga, eso es todo lo que sé. Pero dadas la velocidad de la corriente y la profundidad del río, no tiene nada de extraño. Discúlpeme si insisto en este tipo de detalles, imagino que le resultará difícil escucharlos, pero me ha preguntado, y yo le contesto.
—¿Y el coche, lo encontraron?
—Si de verdad le importa la respuesta, es una pregunta que tendrá que hacerles a las autoridades, aunque no se lo aconsejo en absoluto.
—¿Por qué?
—Le he dicho que hemos tenido problemas, pero no parece interesarle mucho ese hecho.
—¿Qué clase de problemas?
—¿Acaso cree que su accidente no tuvo consecuencias? La policía especial llevó a cabo una investigación. La desaparición de una ciudadana extranjera en territorio chino no es un hecho anodino. Y como a las autoridades no les gustan en absoluto nuestros monasterios, recibimos visitas de índole bastante desagradable. Nuestros monjes fueron objeto de interrogatorios en los que se empleó la fuerza. Reconocimos haberles hospedado, puesto que nos está prohibido mentir. Entenderá usted ahora que nuestros discípulos no vean su regreso con muy buenos ojos.
—Keira está viva, debe creerme y ayudarme.
—Es su corazón el que habla, comprendo su necesidad de aferrarse a esa esperanza, pero al negarse a afrontar la realidad no hace sino alargar un sufrimiento que lo carcomerá por dentro. Si su amiga hubiera sobrevivido, habría aparecido en alguna parte, y alguien nos lo habría dicho. En estas montañas se sabe todo. Mi temor, por desgracia, es que el río se la haya arrebatado y la tenga prisionera de sus aguas, lo cual me aflige sinceramente, créame que me uno a su pesar. Entiendo por qué ha emprendido este viaje, y siento tener que ser yo quien lo persuada de abandonar tan absurda esperanza. Es difícil pasar el duelo sin un cuerpo que enterrar, sin una tumba en la que recogerse, pero el alma de su amiga estará siempre con usted, y así seguirá mientras no deje de honrar su memoria.
—¡Ah, por favor, ahórreme esas patrañas! No creo ni en Dios ni en otra vida mejor que ésta.
—Es su más estricto derecho; pero para ser un hombre sin fe, acude muy a menudo a un monasterio.
—Si su Dios existiera, nada de todo esto habría ocurrido.
—Si me hubiera escuchado cuando le aconsejé que no emprendiera ese periplo por el monte Hua Shan, habría evitado el drama que hoy tanto lo aflige. Ya que no ha venido a hacer un retiro, es inútil que prolongue su estancia aquí. Descanse esta noche y mañana márchese. No lo echo, no obra en mi poder hacerlo, pero le agradecería que no abusara de nuestra hospitalidad.
—Si sobrevivió, ¿dónde podría estar?
—¡Vuelva a su casa!
El monje se retira.
Apenas he pegado ojo en toda la noche, no he parado de dar vueltas en la cabeza a toda esta historia, buscando una solución. Esta fotografía no puede mentir. Durante las diez horas de vuelo de Atenas a Pekín no he dejado de mirarla, y sigo haciéndolo ahora a la luz de una vela. Esta cicatriz en tu frente es una prueba que yo querría irrefutable. Como no puedo conciliar el sueño, me levanto sin ruido y descorro el panel de hojas de arroz que hace las veces de puerta. Me guía una luz tenue, sigo un pasillo hasta una sala en la que duermen seis monjes. Uno de ellos debe de haber notado mi presencia pues se gira sobre su estera e inspira profundamente, pero por suerte no se despierta. Prosigo mi camino, pasando por encima, sin hacer ruido, de los cuerpos tendidos en el suelo, y desemboco en el patio del monasterio. Brillan en el cielo dos tercios de luna, hay un pozo en el centro del patio y me siento en el brocal.
Un ruido me hace dar un respingo, una mano me tapa la boca, ahogando toda protesta. Reconozco al lama con el que he hablado antes, me indica con un gesto que lo siga. Salimos del monasterio y avanzamos campo traviesa hasta el gran sauce, donde se vuelve por fin a mirarme.
Le enseño la fotografía de Keira.
—¿Cuándo entenderá usted que nos pone en peligro a todos, y a usted el primero? Tiene que marcharse, ya ha hecho bastante daño.
—¿Daño? ¿A qué se refiere?
—¿No me ha dicho que su accidente no lo fue en realidad? ¿Por qué cree que lo he llevado fuera del monasterio? Ya no puedo fiarme de nadie. Los que lo atacaron no fallarán una segunda vez si les ofrece la oportunidad. No es usted muy discreto, y temo que ya se hayan percatado de su presencia en la región; lo contrario sería un milagro. Sólo espero que le dé tiempo a regresar a Pekín y tomar un avión de vuelta a Europa.
—No iré a ninguna parte mientras no haya encontrado a Keira.
—Era antes cuando tenía usted que protegerla, ahora ya es demasiado tarde. No sé lo que usted y su amiga habrán descubierto, y no quiero saberlo, pero se lo suplico una vez más, ¡márchese!
—Deme una pista, por pequeña que sea, deme una pista que seguir y le prometo que me habré ido antes de que amanezca.
El monje me mira fijamente y no dice nada; se vuelve y avanza hacia el monasterio; yo lo sigo. De vuelta en el patio, en silencio, me acompaña hasta mi habitación.
Amanezco bien entrada la mañana; el desfase horario y el cansancio del viaje han podido conmigo. Debe de ser cerca de mediodía cuando el lama entra en la habitación con un cuenco de arroz y otro de caldo dispuestos sobre una bandeja de madera.
—Si me sorprendieran sirviéndole el desayuno en la cama, me acusarían de querer transformar este lugar de oración en un hotel —dice sonriendo—. Aquí tiene un tentempié antes de reemprender camino. Pues se marcha usted hoy, ¿verdad?