—¿Sir Ashton manda seguir a Ivory?
—Me parece que por esta noche ya he visto y oído bastante, ¿sería usted tan amable de llevarme a mi hotel?
—Mire, Vackeers, ya está bien, no soy su chófer. Me ha pedido que me quedara vigilando en este coche diciéndome que se trataba de una misión importante, me he pasado aquí dos horas pelándome de frío mientras usted saboreaba un coñac tan a gusto y tan calentito en el salón de su amigo, y todo lo que he podido comprobar es que éste, por no sé qué razón, ha ido a tirar una tarjeta de móvil al río, y que un coche de los servicios consulares de Su Majestad, que lo estaba espiando, le ha visto hacer ese gesto cuyo alcance aún se me escapa. Así que o me explica de qué va todo esto, o se vuelve usted andando a su hotel.
—¡Dada la oscuridad en la que parece estar sumido, mi querido Roma, trataré de abrirle los ojos! Si Ivory se toma la molestia de salir a medianoche para ir a llamar por teléfono fuera de su casa, es porque toma ciertas precauciones. Si los ingleses vigilan su edificio es porque el asunto que nos ha tenido ocupados estos últimos meses no está tan zanjado como todos queríamos pensar. ¿Hasta aquí me sigue?
—No me tome por más tonto de lo que soy —dijo Lorenzo mientras ponía el motor en marcha.
El coche enfiló el quai de Orleans y cruzó el Pont Marie.
—Si Ivory se muestra tan prudente es porque nos lleva un par de vueltas de ventaja —prosiguió Vackeers—. Y yo que pensaba haberle ganado la partida esta noche… Decididamente, siempre me sorprenderá.
—¿Qué piensa hacer?
—Por ahora, nada, y ni una palabra sobre lo que ha visto esta noche. Es demasiado pronto. Si avisamos a los demás, cada uno se pondrá a intrigar por su cuenta, como ya ocurrió en el pasado, y ya nadie confiará en nadie. Sé que puedo contar con Madrid. Y usted, Roma, ¿de qué lado estará?
—Por ahora, me parece que estoy a su izquierda, lo que en parte debería responder a su pregunta, ¿no?
—Tenemos que localizar cuanto antes a ese astrofísico. Apuesto a que ya no está en Grecia.
—Vaya a interrogar a su amigo. Si le aprieta las tuercas, quizá desembuche.
—Sospecho que él tampoco sabe mucho más que nosotros, debe de haberle perdido el rastro. Estaba distraído, pensando en otra cosa. Lo conozco desde hace demasiado tiempo como para no darme cuenta de las cosas, tiene que estar tramando algo. ¿Sigue teniendo acceso a sus contactos en China? ¿Puede recurrir a ellos?
—Todo depende de lo que se espere de ellos y de lo que estemos dispuestos a darles a cambio.
—Trate de enterarse de si nuestro querido Adrian ha aterrizado hace poco en Pekín, si ha alquilado un coche y si, por suerte para nosotros, ha utilizado su tarjeta de crédito para sacar dinero, pagar la factura de un hotel o lo que sea.
No volvieron a intercambiar palabra. París estaba desierto y Lorenzo dejó a Vackeers diez minutos más tarde delante del hotel Montalembert.
—Haré lo que pueda con los chinos, pero yo también voy a querer algo a cambio —dijo al tiempo que aparcaba el coche.
—Esperemos a ver los resultados antes de entregarme la factura, mi querido Roma. Hasta pronto y gracias por el paseo.
Vackeers se apeó del Citroën y entró en el hotel. Le pidió la llave al empleado de la recepción, éste se inclinó detrás de su mostrador y le entregó también un sobre.
—Han dejado esta carta para usted, señor.
—¿Cuánto hace de eso? —preguntó Vackeers, extrañado.
—Me la ha entregado un taxista hará apenas unos minutos.
Intrigado, Vackeers se alejó hacia el ascensor. Esperó a estar en su suite, en la cuarta planta del hotel, para abrir la carta.
Querido amigo:
Por desgracia, me temo que no podré aceptar su amable invitación para reunirme con usted en Amsterdam. No es que no tenga ganas de visitarlo, ni de resarcirlo por mi comportamiento de esta noche en nuestra partida de ajedrez, pero como bien sospechaba usted, hay ciertos asuntos que me retienen en París.
Espero no obstante volver a verlo muy pronto. De hecho, estoy convencido de que así será.
Suyo afectísimo,
Ivory
P. S.: En cuanto a mi pequeño paseo nocturno, me tenía usted acostumbrado a algo más de discreción. ¿Quién fumaba a su lado en ese bonito Citroën negro, o tal vez fuera azul marino? Cada día veo peor…
Vackeers volvió a doblar la carta y no pudo contener una sonrisa. Se le hacía pesada tanta monotonía. Lo sabía, esta operación sería probablemente la última de su carrera, y la idea de que Ivory hubiera encontrado el modo, fuese cual fuera, de volver a poner las cosas en marcha no le disgustaba en absoluto, al contrario. Vackeers se sentó ante el pequeño escritorio de su suite, descolgó el auricular y marcó un número de teléfono en España. Pidió disculpas a Isabel por molestarla a una hora tan tardía, pero tenía motivos para pensar que había ocurrido algo nuevo e inesperado, y lo que quería decirle no podía esperar hasta el día siguiente.
Me he despertado muy temprano por la mañana. La anciana que me ha velado toda la noche está dormida en un gran sillón. Aparto la manta con la que me ha tapado y me incorporo. La mujer abre los ojos, me dirige una mirada afectuosa y se lleva el dedo a los labios, como para pedirme que no haga ruido. Luego se levanta y va a buscar una tetera. Un biombo separa la habitación en la que estamos del restaurante. A mi alrededor, descubro al resto de los miembros de la familia, que duermen sobre colchones en el sucio. Junto a la única ventana de la habitación hay dos hombres de unos treinta años. Reconozco al que me sirvió la cena anoche, y el otro debe de ser su hermano, que estaba ocupado en los fogones. Su hermana pequeña, de unos veinte años, sigue durmiendo en un camastro junto a la estufa de carbón; el marido de mi anfitriona improvisada descansa tendido sobre una mesa, con una almohada bajo la cabeza y una manta que lo cubre hasta los hombros. Lleva un jersey y una chaqueta de lana gruesa. Yo ocupo el sofá cama que la pareja abre cada noche para dormir en él. Cada noche, esta familia aparta unas cuantas mesas del restaurante para transformar la sala interior en dormitorio. Me da un apuro tremendo haber irrumpido así en su intimidad, si es que se puede hablar de intimidad en esas condiciones. ¿Quién, donde yo vivo en Londres, habría renunciado así a su cama para cedérsela a un desconocido, y encima extranjero?
La anciana me sirve un té ahumado. Sólo podemos comunicarnos por gestos.
Cojo la taza y salgo sin hacer ruido. Ella cierra el biombo detrás de mí.
El paseo está desierto, avanzo hasta el parapeto que bordea el río y contemplo la corriente que fluye hacia el oeste. Las aguas están envueltas en una bruma matinal. Una pequeña embarcación similar a un junco se desliza despacio por ellas. Desde la proa, el barquero me hace un gesto de saludo, que me apresuro a devolverle.
Tengo frío, me meto las manos en los bolsillos y siento la fotografía de Keira bajo mis dedos.
¿Por qué se me viene a la mente, en ese momento preciso, la memoria de nuestra noche en Nebra? Recuerdo esa noche que pasamos juntos, una noche desde luego movidita, pero que nos acercó tanto.
Un poco más tarde me marcharé al monasterio de Garther, no sé cuánto tardaré en llegar, ni cómo conseguiré entrar, pero qué importa, es la única pista que tengo para encontrarte… si todavía estás viva.
¿Por qué me siento tan débil?
Una cabina telefónica en el paseo, a pocos pasos de mí. Tengo ganas de oír la voz de Walter. La cabina tiene un aire kitsch de los años setenta. El aparato acepta tarjetas de crédito. Nada más marcar el número, oigo la señal de que la línea está ocupada; debe de ser imposible llamar a un país extranjero desde ese lugar. Tras dos nuevos intentos, al final renuncio.
Es hora de dar las gracias a la familia que me ha cuidado, pagar la cuenta de la cena de anoche y reemprender camino. No quieren que les pague, les doy las gracias mil veces y me despido de ellos.
Un poco antes de mediodía llego por fin a Chengdu. Es una gran urbe con mucha contaminación, una ciudad agitada y agresiva. Sin embargo, entre los rascacielos y los grandes complejos inmobiliarios, todavía siguen en pie algunas casitas pequeñas y destartaladas. Busco cómo llegar hasta la estación de autobuses.
Jinli Street, lugar de reunión de todos los turistas; quizá tenga la suerte de cruzarme con algún compatriota que pueda indicarme.
En el parque Nanjiao la flora es hermosa, unas barcas como de otra época navegan apaciblemente en un lago a la sombra de melancólicos sauces.
Me fijo en una pareja joven cuyo aspecto me hace pensar que pueden ser americanos. Son estudiantes y me explican que han venido a mejorar su formación en Chengdu en el marco de un programa universitario de intercambio.
Encantados de oír a alguien que habla su lengua, me indican que la estación se encuentra en el otro extremo de la ciudad. La joven saca un cuaderno de su mochila y redacta una nota que luego me entrega. Su caligrafía china es perfecta. Aprovecho para pedirle que me escriba también el nombre del monasterio de Garther.
Había dejado mi todoterreno en un aparcamiento a cielo abierto. Dentro está la ropa que me dio el lama, así que me cambio en el interior del vehículo y meto en una bolsa un jersey y unos cuantos efectos personales más. Decido dejar ahí el 4 x 4 y cojo un taxi.
El taxista lee la nota que le enseño y me deja, media hora más tarde, en la estación de autobuses de Wuguiqiao. Me presento en una ventanilla con mi valiosa nota escrita en chino, el empleado me entrega un título de transporte a cambio de veinte yuanes y me indica la dársena número 12, luego agita la mano, indicándome que me dé prisa si no quiero quedarme en tierra.
He visto autocares más nuevos que éste, soy el último en subir y sólo encuentro sitio al fondo, apretado entre una mujer muy corpulenta y tres patos rollizos encerrados en una jaula. Al llegar a su destino, lo más probable es que los tres terminen lacados, pero ¿cómo advertirles de la triste suerte que les espera?
Cruzamos un puente sobre el río Funan y tomamos por una vía rápida entre grandes crujidos de la caja de cambios.
El autocar para en Ya'an, y se apea un pasajero. No tengo ni idea de lo que dura el viaje, pero se me hace eterno. Le enseño mi notita caligrafiada a mi vecina y le señalo mi reloj. Ella da golpecitos en la esfera con el dedo, sobre el número seis. Llegaré, pues, casi al final del día. ¿Dónde dormiré esta noche? No tengo ni idea.
Vamos por una carretera llena de curvas hacia los macizos montañosos. Si Garther está a gran altitud, la noche será gélida, tengo que encontrar lo antes posible dónde alojarme.
Cuanto más árido se vuelve el paisaje, más me atenazan las dudas. ¿Qué habrá empujado a Keira a perderse en un lugar tan apartado de todo? Tan sólo la búsqueda de un fósil podría arrastrarla hasta los confines del mundo, no veo otra explicación.
Veinte kilómetros más lejos, el autocar se detiene ante un puente de madera que cuelga de dos cables de acero en muy mal estado. El conductor ordena bajar, a todos los pasajeros, hay que aligerar el vehículo para reducir los riesgos. Miro por la ventanilla el barranco que tenemos que cruzar y alabo la prudencia de nuestro conductor.
Sentado como estoy al fondo del autobús, soy el último en salir. Me levanto, ya casi no quedan pasajeros. Con el pie, descorro la varilla de bambú que cierra la puerta de la jaula donde se agitan los patos, abandonados a su suerte. Su libertad está al fondo de este pasillo, a la derecha; también pueden optar por atajar pasando por debajo de los asientos, ellos verán lo que hacen. Los tres patos me siguen alegremente. Cada uno elige un camino, uno va por el pasillo, otro por la hilera de asientos de la derecha, y el tercero ataja por la izquierda; sólo espero que me dejen salir antes, ¡si no me acusarán de complicidad en su evasión! Después de todo, qué más da, su dueña ya está en el puente, agarrada a la barandilla, y avanza con los ojos semicerrados para combatir el vértigo.
Yo no lo hago mucho mejor que ella. Una vez cruzado el puente, los pasajeros se entregan con gusto a la tarea de guiar, entre gritos y aspavientos, a su valiente conductor; éste avanza muy despacio sobre las tablas de madera, que se balancean a su paso. Se oyen inquietantes crujidos, los cables chirrían, el piso de madera se tambalea peligrosamente pero resiste, y, quince minutos después, todo el mundo puede volver a sus asientos. Menos yo. He aprovechado la ocasión para ocupar el sitio que se ha quedado libre en la segunda fila. El autobús se pone en marcha de nuevo, faltan dos patos; el tercero, por desgracia, aparece en mitad del pasillo y, como un tonto, corre a abrazarse a las pantorrillas de su dueña.
Cuando dejamos atrás Dashencun no puedo contener una sonrisa mientras mi antigua vecina recorre el pasillo a gatas, buscando en vano a los dos volátiles, que se han volatilizado.
Se despide de nosotros en Duogong, de pésimo humor, pero motivos no le faltan.
Shabacun, Tianquan, una sucesión de ciudades y pueblos jalona el viaje; seguimos el curso de un río, el autocar continúa subiendo hasta alturas vertiginosas. No creo haberme curado del todo pues siento continuos escalofríos. Acunado por el ronroneo del motor, consigo a ratos conciliar el sueño hasta que una sacudida me saca de mi sopor.
A nuestra izquierda, el glaciar de Hailuogou roza las nubes. Nos acercamos al famoso puerto de Zheduo, punto culminante del trayecto. A cerca de 4.300 metros, siento que me late la sangre en las sienes, y me vuelve la migraña. Me pongo a pensar en Atacama. ¿Qué habrá sido de mi amigo Erwan? Hace tanto tiempo que no sé de él. Si no hubiera tenido ese desmayo en Chile hace unos meses, si no hubiera desobedecido las consignas de seguridad que nos habían impuesto, si hubiera hecho caso a Erwan, no estaría ahora aquí y Keira no habría desaparecido en las turbias aguas del río Amarillo.
Recuerdo que, para consolarme, mi madre me dijo en Hydra: «Perder a alguien que uno ha amado es terrible, pero peor sería no haberlo conocido.» Ella pensaba entonces en mi padre, pero la cosa adquiere un sentido muy distinto cuando uno se siente responsable de la muerte de la persona a quien ama.
El lago de Moguecuo refleja en el espejo de sus aguas serenas las cumbres nevadas. Hemos recuperado algo de velocidad al adentrarnos en el valle de Xinduquiao. Al contrario que en el desierto de Atacama, aquí todo es vegetación exuberante. Rebaños de yaks pastan entre la frondosa hierba. Los olmos y los abedules se alternan en esta vasta llanura encajonada en medio de las montañas. Hemos descendido por debajo de los cuatro mil metros, y la migraña me da un poco de tregua. Y, de pronto, el autocar se detiene. El conductor se vuelve hacia mí, es mi parada. Aparte de la carretera, no veo más que un camino pedregoso que lleva al monte Gongga Shan. El conductor agita los brazos y masculla unas palabras; deduzco que me pide que continúe con mis reflexiones al otro lado de la puerta de fuelle que acaba de abrir, dejando entrar una corriente de aire gélido.