Asiento con la cabeza. Es inútil obstinarme, ya no obtendré nada más de él.
—Entonces, buen viaje —dice el lama antes de retirarse.
Al levantar el cuenco de caldo, descubro un trozo de papel doblado en cuatro. Instintivamente, lo oculto en la palma de mi mano y me lo guardo con disimulo en el bolsillo. Cuando termino de comer, me visto. Me muero de impaciencia por leer lo que me ha escrito el lama, pero dos discípulos aguardan ante mi puerta y me acompañan hasta la linde del bosque.
Antes de irse me entregan un paquete envuelto en papel de estraza y atado con un cordel. Una vez al volante de mi coche espero hasta que se alejen los monjes para desdoblar la nota y leer el texto que me ha entregado el lama.
Si renuncia a seguir mis consejos, debe saber que he oído comentar que, unas semanas después de su accidente, ingresó un joven monje en el monasterio de Garther. Seguramente, esto no tendrá nada que ver con lo que busca, pero sepa que no es en absoluto frecuente que ese templo acoja nuevos discípulos. Ha llegado hasta mis oídos que éste en particular no parecía aceptar su retiro de muy buen grado. Nadie sabe decirme quién es. Si decide obstinarse y proseguir esta insensata búsqueda, diríjase a Chengdu. Una vez allí, le recomiendo que abandone su vehículo. La región hacia la que se encaminará acto seguido es muy pobre, y su 4 x 4 atraería una atención que más le valdría ahorrarse. En Chengdu, vístase con la ropa que le he mandado entregar, le ayudará a pasar inadvertido entre los habitantes del valle. Tome un autocar en dirección al monte Yala. No sé qué aconsejarle después, no le está permitida a los extranjeros la entrada en el monasterio de Garther, pero quién sabe, tal vez le sonría la suerte.
Sea prudente, no está usted solo en esta búsqueda. Y, sobre todo, queme esta nota.
Ochocientos kilómetros me separan de Chengdu, necesitaré nueve horas para llegar.
El mensaje del lama no me da muchas esperanzas, perfectamente podría haber escrito estas líneas sin más intención que alejarme de aquí, pero no lo creo capaz de tamaña crueldad. Cuántas veces me haré esta pregunta camino de Chengdu…
A mi izquierda, la cadena montañosa extiende sus aterradoras sombras sobre el valle polvoriento y gris. La carretera atraviesa la llanura de este a oeste. Ante mí, las chimeneas de dos altos hornos se imponen en mitad del paisaje.
Liuzhizhen, canteras a cielo abierto, un cielo oscuro que se cierne sobre parcelas de cultivos, campos de extracción minera, paisajes de infinita tristeza y vestigios de antiguas fábricas abandonadas.
Llueve, no ha dejado de llover, y los limpiaparabrisas apenas alcanzan a apartar el agua que resbala a chorros sobre el parabrisas delantero; el firme está resbaladizo. Cuando adelanto a un camión, los conductores me miran raro. No debe de haber muchos turistas circulando por esta región.
Ya llevo recorridos doscientos kilómetros, aún me quedan seis horas de viaje. Me gustaría llamar a Walter, pedirle que se reúna conmigo; la soledad me oprime, ya no la soporto. He perdido el egoísmo de mi juventud entre las aguas agitadas del río Amarillo. Echo un vistazo al retrovisor, mi rostro ha cambiado. Walter me diría que es el cansancio, pero sé que he dado un paso adelante y ya no hay vuelta atrás. Habría querido conocer antes a Keira, no haber perdido todos estos años creyendo que la felicidad estaba en lo que hacía, en mis logros profesionales. Pero la felicidad es algo más humilde: está en el otro.
Al cabo de la llanura se yergue ante mí una barrera de montañas. Un cartel escrito en caracteres occidentales indica que aún faltan 660 kilómetros para Chengdu. Un túnel, la autopista penetra en la roca, ya no puedo escuchar la radio, pero qué más da, no aguanto estas melodías de pop asiático. A lo largo de 250 kilómetros se extiende toda una sucesión de puentes tendidos sobre cañones. Pararé en una gasolinera en Guangyuan.
Tienen un café bastante decente.
Con una caja de galletas en el asiento del copiloto, reemprendo el camino.
Cada vez que me adentro en estrechos vallejos, descubro minúsculas aldeas. Son más de las ocho de la tarde cuando llego a Mianyang. En esta ciudad de las ciencias y la alta tecnología, la modernidad sorprende e impresiona. A orillas de un río se yerguen altas torres de vidrio y de acero. Anochece ya, y me pesa el cansancio. Debería parar para dormir y recuperar fuerzas. Estudio el mapa; una vez en Chengdu, me llevará varias horas llegar hasta el monasterio de Garther en autocar. Ni con la mejor voluntad llegaría antes de esta noche.
He encontrado un hotel. He dejado el coche allí, y ahora camino por el paseo de cemento que bordea el río. Ha dejado de llover. Algunos restaurantes dan de cenar a sus clientes en terrazas húmedas caldeadas con lámparas de gas.
La comida es demasiado grasienta para mi gusto. A lo lejos, un avión despega con un estruendo ensordecedor; se eleva por encima de la ciudad y vira hacia el sur. Probablemente, el último vuelo de la noche. ¿Dónde van sus pasajeros, sentados detrás de las ventanillas iluminadas? Londres e Hydra están tan lejos… Me da un bajón. Si Keira está viva, ¿por qué este silencio? ¿Por qué no da señales de vida? ¿Qué le ha ocurrido que justifique el que desaparezca de esta manera? Quizá el monje tenga razón, debo de estar loco para engañarme así. La falta de sueño exacerba el desánimo, y la oscuridad de la noche se añade a mi tristeza. Tengo las manos húmedas, esta humedad penetra mi cuerpo por completo. Me estremezco de calor y de frío a la vez; el camarero se me acerca y adivino que me pregunta si me encuentro bien. Querría contestarle pero no consigo articular una sola palabra. Sigo enjugándome la nuca con la servilleta, el sudor me cae a chorros por la espalda y la voz del camarero se me antoja cada vez más lejana; la luz de la terraza se torna más tenue, a mi alrededor todo da vueltas, y ya no recuerdo nada más.
El eclipse se disipa, poco a poco renace el día, oigo voces, ¿dos, tres? Me hablan en una lengua que no entiendo. Siento algo fresco en el rostro, tengo que abrir los ojos.
Los rasgos de una anciana. Me acaricia la mejilla, me da a entender que ya ha pasado lo peor. Me humedece los labios y susurra palabras que adivino tranquilizadoras.
Siento un hormigueo, la sangre vuelve a circular por mis venas. He sufrido un desmayo. El cansancio, alguna enfermedad que quizá esté incubando o algo que no debería haber comido, estoy demasiado débil para darle vueltas a la cabeza. Me han tendido sobre un sofá de moleskine en la sala interior del restaurante. Un hombre acompaña ahora a la anciana que me cuida, se trata de su marido. Él también me sonríe, su rostro tiene aún más arrugas que el de ella.
Intento hablarles, trato de darles las gracias.
El anciano me acerca una taza a los labios y me obliga a beber. El brebaje es amargo, pero la medicina china tiene virtudes insospechadas, así que no lo rechazo.
Esta pareja china se parece mucho a aquella otra con la que Keira y yo nos cruzamos un día en el parque de Yingshan, parecen gemelos, y esta impresión me tranquiliza.
Se me cierran los párpados, siento que me embarga el sueño.
Dormir, esperar hasta haber recuperado fuerzas, es lo mejor que puedo hacer, así que espero.
Ivory caminaba nervioso de un extremo a otro del salón de su casa. No tenía visos de ganar esa partida de ajedrez, y Vackeers acababa de mover el caballo, poniendo en peligro su reina. Se acercó a la ventana, apartó la cortina y contempló el
bateau-mouche
que bajaba por el Sena.
—¿Quiere que hablemos de ello? —preguntó Vackeers.
—¿Hablar de qué? —contestó Ivory.
—De lo que tanto lo preocupa.
—¿Parezco preocupado?
—Su manera de jugar lo da a entender, a menos que quiera dejarme ganar. En ese caso, la ostentación con la que me ofrece esta victoria resulta casi insultante, preferiría que me contara lo que lo tiene tan inquieto.
—Nada, no dormí mucho anoche. Y pensar que antes podía pasarme dos noches seguidas sin dormir… ¿Qué le hemos hecho a Dios para merecer tan cruel castigo como es envejecer?
—No es mi intención halagarnos pero, en lo que a ambos respecta, pienso que Dios se ha mostrado bastante clemente.
—No me lo tenga en cuenta, pero tal vez sería preferible poner fin a esta velada. De todas formas, en cuatro movimientos me habría ganado.
—¡En tres! Está usted, pues, más preocupado de lo que suponía, pero no quiero presionarlo. Soy su amigo, me contará lo que lo preocupa cuando le apetezca.
Vackeers se levantó y se dirigió al vestíbulo. Se puso la gabardina y se volvió. Ivory seguía mirando por la ventana.
—Regreso mañana a Amsterdam, venga a pasar unos días, el frescor de los canales tal vez lo ayude a combatir su insomnio. Será usted mi invitado.
—Creía que era mejor que no se nos viera juntos.
—El tema está zanjado, ya no hay razón para jugar a esos juegos tan complicados. Y deje de culparse de esa manera, no es usted responsable. Tendríamos que habernos figurado que sir Ashton actuaría por su cuenta. Siento tanto como usted que esta historia haya terminado así, pero no es culpa suya.
—Todo el mundo veía venir que sir Ashton intervendría tarde o temprano, y esta hipocresía les convenía a todos ustedes. Lo sabe tan bien como yo.
—Le prometo, Ivory, que si yo hubiera sospechado que recurriría a esos métodos tan expeditivos habría hecho lo que obrase en mi poder para impedírselo.
—¿Y qué obraba en su poder?
Vackeers miró fijamente a Ivory y luego bajó la mirada.
—Mi invitación a Amsterdam sigue en pie, venga cuando quiera. Una última cosa: prefiero que no tengamos en cuenta la partida de esta noche en nuestro registro de puntuaciones. Buenas noches, Ivory.
Ivory no contestó. Vackeers cerró la puerta del apartamento, entró en el ascensor y pulsó el botón de la planta baja. Sus pasos resonaron sobre las baldosas del vestíbulo, tiró de la pesada puerta cochera y cruzó la calle.
Hacía una noche agradable, Vackeers tomó por el quai de Orleans y se volvió para mirar la fachada del edificio; en la quinta planta, las luces del salón de Ivory acababan de apagarse. Se encogió de hombros y siguió su paseo. Cuando dobló la esquina de la calle Le Regrattier, dos rápidas ráfagas lo guiaron hacia un Citroën aparcado junto a la acera. Vackeers abrió la puerta y se acomodó en el asiento del copiloto. El conductor llevó la mano a la llave de contacto, pero Vackeers lo interrumpió.
—Esperemos un momento, si no le importa.
Los dos hombres guardaron silencio. El que estaba al volante se sacó una cajetilla de tabaco del bolsillo, se llevó un cigarro a los labios y encendió una cerilla.
—¿Qué le interesa tanto como para que nos quedemos aquí?
—Esa cabina, la que tenemos delante.
—Pero ¿qué dice? No hay ninguna cabina por aquí.
—Haga el favor de apagar su cigarrillo.
—¿De repente le molesta el tabaco?
—El tabaco no, pero la punta incandescente de su cigarrillo, sí.
Un hombre avanzaba por el muelle y se acodó en el parapeto.
—¿Es Ivory? —preguntó el conductor de Vackeers.
—¡No, el papa!
—¿Habla solo?
—Habla por teléfono.
—¿Con quién?
—¿Usted es así de tonto o se lo hace? Si sale de su casa en plena noche para llamar desde la calle, seguramente lo hace para que nadie sepa con quién habla.
—Entonces ¿de qué sirve que nos quedemos aquí vigilándolo si no podemos escuchar su conversación?
—Me sirve a mí para comprobar una intuición.
—¿Y podemos irnos ya, ahora que la ha comprobado?
—No, lo que va a ocurrir a continuación también me interesa.
—Ah, ¿porque tiene usted una idea de lo que va a ocurrir a continuación?
—¡Cuánto habla usted, Lorenzo! En cuanto cuelgue, tirará la tarjeta de su móvil al Sena.
—¿Y piensa arrojarse al río para recuperarla?
—Mi pobre amigo, de verdad es usted tonto de capirote.
—¿Y si en lugar de insultarme me explica usted a qué estamos esperando?
—Ahora mismo lo descubrirá.
Sonó el teléfono en un pequeño apartamento de Old Brompton Road. Walter se levantó de la cama, se puso el batín y entró en el salón.
—¡Voy, voy! —gritó mientras se dirigía al velador donde estaba el aparato.
Reconoció en seguida la voz de su interlocutor.
—¿Nada todavía?
—No, señor, he llegado de Atenas esta tarde. Sólo lleva allí cuatro días, espero que pronto tengamos buenas noticias.
—Yo también lo espero, pero no puedo evitar estar preocupado, no he pegado ojo en toda la noche. Me siento impotente, y es algo que detesto.
—Para serle sincero, señor, yo tampoco he dormido mucho estos últimos días.
—Según usted, ¿está en peligro?
—Me dicen que no, que hay que tener paciencia, pero me duele verlo así. El diagnóstico es reservado, se ha salvado por muy poco.
—Quiero averiguar si hay alguien detrás de esto. Voy a investigar. ¿Cuándo regresa usted a Atenas?
—Mañana por la noche, pasado mañana como muy tarde si no consigo zanjar todas las cosas que tengo pendientes en la Academia.
—Llámeme en cuanto llegue y, mientras tanto, trate de descansar un poco.
—Usted también, señor. Hasta mañana, espero.
Ivory tiró al río la tarjeta de su móvil y volvió sobre sus pasos. Vackeers y su conductor se encogieron en sus asientos, por puro reflejo, pero a esa distancia era poco probable que aquel al que observaban pudiera verlos. La silueta de Ivory desapareció al doblar la esquina.
—Bueno, ¿qué?, ¿podemos irnos ya? —preguntó Lorenzo—. Llevo ya un buen rato aquí aburrido y tengo hambre.
—No, todavía no.
Vackeers oyó el ronroneo de un motor que acababa de arrancar. Dos faros barrieron el muelle. Un coche se detuvo en el lugar que ocupaba Ivory unos segundos antes. Salió un hombre y avanzó hasta el parapeto. Se inclinó para observar la orilla, luego se encogió de hombros y volvió a su coche. Con un chirrido de neumáticos, el vehículo se alejó.
—¿Cómo lo sabía? —preguntó Lorenzo.
—Tenía un mal presentimiento. Y ahora que he visto la matrícula del coche, es aún peor.
—¿Qué pasa con esa matrícula?
—¿Lo hace a propósito o se está esforzando por alegrarme la noche? Ese vehículo pertenece al cuerpo diplomático inglés, ¿tengo que hacerle un dibujo?