La primera noche (22 page)

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Authors: Marc Levy

Tags: #Aventuras, romántico

BOOK: La primera noche
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—Es muy amable por su parte.

—Con el tiempo que hace que compra usted aquí… No me gustaría perder un cliente tan fiel.

El comerciante volvió a su mostrador. Como quien no quiere la cosa, me acerqué a un expositor que había junto al escaparate, elegí un periódico y aproveché para echar un vistazo a la calle. El dueño de la tienda no se equivocaba, al volante de un coche aparcado en la acera de enfrente había un hombre, y sí, parecía estar vigilándome. Decidí despejar mis dudas. Salí y me fui derecho hacia él. Cuando ya estaba cruzando la calzada, oí rugir el motor de su berlina, y el tipo se alejó a toda velocidad.

Al otro lado de la calle, el dueño del colmado me estaba mirando y se encogió de hombros. Volví para pagar lo que había comprado.

—Tengo que reconocer que es bastante extraño —le dije, tendiéndole mi tarjeta de crédito.

—¿No ha hecho nada ilegal últimamente? —me preguntó.

La pregunta me pareció bastante absurda, pero me la había hecho con tanta amabilidad que no me sentí ofendido.

—Pues que yo sepa, no —le contesté.

—Debería dejar la compra aquí y correr a su casa.

—¿Y eso por qué?

—Ese tipo tenía pinta de estar vigilándolo, quizá para cubrir a algún compinche.

—¿Cómo que para cubrir a algún compinche?

—Mientras usted está aquí, están seguros de que no está en otra parte, si entiende lo que quiero decir.

—¿En qué otra parte?

—¡Pues en su casa, por ejemplo!

—¿Cree usted que…?

—¿Que si sigue dándole a la húmeda así llegará demasiado tarde? ¡Y tanto que lo creo!

Cogí mi bolsa de la compra y volví a casa a toda prisa. Todo estaba tal y como lo había dejado al salir, no había rastro de que hubieran intentado forzar la cerradura, ni nada en el interior que pudiera corroborar las sospechas del tendero. Dejé la bolsa de la compra en la cocina y decidí ir a buscar a Keira a la Academia.

Keira se estiraba, bostezaba y se restregaba los ojos, signo de que ya había trabajado bastante por hoy. Cerró el libro que estaba estudiando y fue a dejarlo en su sitio en el estante. Salió de la biblioteca, pasó por el despacho de Walter para despedirse de él y se metió en el metro.

Cielo gris, llovizna, aceras mojadas y brillantes, la típica tarde invernal de Londres. La circulación era espantosa. Cuarenta y cinco minutos de atasco para llegar a mi destino, y otros diez para encontrar dónde aparcar. Estaba cerrando la puerta del coche cuando vi a Walter salir de la Academia. Él también me vio, cruzó la calle y vino a mi encuentro.

—¿Tienes tiempo de ir a tomar una cervecita? —me preguntó.

—Paso por la biblioteca a recoger a Keira y nos vemos en el pub.

—Ah, lo dudo mucho, se ha marchado hará media hora, quizá un poco más.

—¿Estás seguro?

—Ha pasado antes por mi despacho para despedirse, hemos estado charlando un momento. Bueno, qué, ¿qué me dices de esa cerveza?

Consulté mi reloj, era la peor hora para volver a cruzar Londres de un extremo a otro, llamaría a Keira en cuanto estuviéramos en el pub para avisarla de que volvería un poco más tarde.

El local estaba abarrotado, Walter se abrió paso a codazos hasta la barra; pidió dos pintas y me pasó una por encima del hombro de un hombre que había logrado abrirse hueco entre nosotros. Walter me llevó al fondo de la sala, donde justo en ese momento se estaba quedando libre una mesa. Nos acomodamos en medio de un estruendo de voces apenas soportable.

—¿Qué tal vuestro viajecito a Escocia? —gritó Walter.

—Fantástico… si te gustan los arenques. ¡Creía que hacía frío en Atacama, pero en Yell era mucho peor, y con mucha más humedad además!

—¿Y habéis encontrado lo que buscabais?

—Keira parecía muy contenta, algo es algo, pero me temo que pronto nos volveremos a marchar.

—Esta historia va a acabar arruinándote —gritó Walter.

—¡Ya lo ha hecho!

Sentí que me vibraba el móvil en el fondo del bolsillo, lo cogí y me lo pegué al oído.

—¿Has hurgado tú en mis cosas? —me preguntó Keira con una voz apenas audible.

—No, claro que no, ¿por qué haría algo así?

—¿No has abierto mi bolso, estás seguro? —susurró.

—Acabas de preguntármelo, la respuesta sigue siendo no.

—¿Habías dejado la luz encendida en la habitación?

—Tampoco. ¿Se puede saber qué pasa?

—Creo que no estoy sola en casa.

De pronto se me heló la sangre en las venas.

—¡Sal de ahí, Keira! —grité—. Lárgate en seguida, corre al colmado que está en la esquina de Oíd Brompton, no te des la vuelta y espérame allí, ¿me oyes? Keira, ¿me oyes?

La comunicación se cortó; antes de que Walter tuviera tiempo de entender nada, crucé la sala del pub, empujando a todo el que se interponía en mi camino, y me precipité a la calle. Había un taxi encajonado en un atasco, y una moto estaba a punto de adelantarlo. Me lancé casi bajo las ruedas y obligué al motorista a detenerse. Le expliqué que se trataba de una cuestión de vida o muerte y prometí recompensarle si me llevaba en seguida al cruce entre Old Brompton y Cresswell Garden; me dijo que subiera, metió una marcha y aceleró.

Las calles desfilaban a toda velocidad, Old Marylebone, Edgware Road, Marble Arch, el cruce estaba abarrotado de gente, los autobuses y los taxis parecían atrapados en una partida de dominó inextricable. Mi piloto se subió a la acera. No había tenido muchas ocasiones en mi vida de ir en moto, pero trataba de acompañarlo lo mejor que podía cuando tomábamos las curvas. Fueron diez minutos interminables a toda velocidad por las calles de Londres: cruzamos Hyde Park bajo un aguacero, subimos por Carriage Drive entre dos filas de coches, a veces rozábamos las carrocerías con las rodillas. Serpentine, Exhibition Road, la glorieta de la estación de metro de South Kensington, por fin se veía a lo lejos Oíd Brompton, más atascada aún que las otras avenidas por las que acabábamos de pasar. En el cruce de Queens Gate Mews, el motorista aceleró aún más y pasó cuando se estaba poniendo en ámbar. Una camioneta se adelantó sin esperar a que se pusiera en verde, el choque parecía inevitable. La moto se tumbó sobre la calzada, el piloto se agarró al manillar con todas sus fuerzas, y yo salí despedido como una peonza hacia la acera. Fue una impresión fugaz, pero me pareció ver los rostros inmóviles de los viandantes, testigos aterrados de la escena. Por suerte, mi trayectoria finalizó, sin tener que lamentar grandes daños, contra los neumáticos de un camión aparcado. Sacudido pero intacto, me levanté del suelo; el motorista también se había puesto de pie e intentaba levantar su moto. Tuve el tiempo justo de darle las gracias con un gesto, mi callejuela estaba todavía a cien metros de allí. Grité para que la gente se apartara y empujé a una pareja que me cubrió de insultos. Por fin vi el colmado y recé por que Keira estuviera esperándome dentro.

El dueño se sobresaltó al verme surgir así en su tienda, empapado en sudor y jadeante. Tuve que repetir dos veces lo que quería para que lograra entenderme. Era inútil esperar su respuesta, sólo había una cliente y estaba al fondo de la tienda; recorrí el pasillo a paso rápido y la abracé con ternura. La chica soltó un grito y me dio dos sonoras bofetadas, tal vez tres, no me dio tiempo a contarlas. El dueño de la tienda descolgó el teléfono, y al salir del colmado le pedí que llamara a la policía para que fuera lo antes posible al 24 de Cresswell Place.

Allí estaba Keira, sentada en el parapeto delante de la puerta de mi casa.

—¿Qué te pasa? Tienes las mejillas muy coloradas. ¿Te has pegado una torta? —me preguntó.

—Más bien me la han pegado a mí —contesté.

—Tienes la chaqueta hecha jirones. Pero ¿se puede saber qué te ha pasado?

—Justo iba a hacerte a ti la misma pregunta.

—Me temo que hemos tenido visita durante nuestra ausencia —dijo Keira—. He encontrado mi bolso, abierto, en el salón; el ladrón seguía dentro cuando he llegado, he oído pasos en el piso de arriba.

—¿Lo has visto salir?

Un coche de policía aparcó delante de nosotros y de él salieron dos agentes. Les expliqué que teníamos motivos para pensar que había un ladrón dentro de mi casa. Nos ordenaron que nos mantuviéramos a distancia y entraron a comprobarlo.

Los policías salieron solos unos minutos más tarde. Si de verdad había entrado un ladrón en mi casa, había debido de escapar por el jardín. La primera planta no es muy alta en estas casitas antiguas, apenas dos metros, y una gruesa capa de césped bajo la ventana habría amortiguado su caída. Pensé en la puerta trasera, que todavía no había arreglado. Seguramente el ladrón habría entrado por allí.

Había que hacer inventario de lo que faltaba y volver a la comisaría para firmar la denuncia. Los policías me prometieron patrullar por las inmediaciones de mi casa y mantenerme informado si detenían a alguien.

Keira y yo inspeccionamos cada habitación. Mi colección de cámaras de fotos estaba intacta; la cartera, que siempre dejo en el vestíbulo, seguía en su lugar habitual, todo estaba en su sitio. Cuando estaba comprobando mi habitación, Keira me llamó desde la planta baja.

—La puerta del jardín está cerrada con llave —me dijo—. La cerré yo misma anoche. Entonces, ¿cómo habrá entrado este tipo?

—¿Estás segura de que había alguien en casa?

—A menos que haya fantasmas, estoy totalmente segura.

—Entonces, ¿por dónde habrá entrado este misterioso ladrón?

—¡Y yo qué sé, Adrian!

Le prometí a Keira que nada volvería a interrumpir la cenita romántica que no habíamos podido disfrutar la noche anterior. Lo importante era que no le hubiera pasado nada a ella, pero estaba preocupado. Volvían a mi mente malos recuerdos de China. Llamé a Walter para compartir con él mis preocupaciones, pero no pude hablar con mi amigo, la línea estaba ocupada.

Amsterdam

Cada vez que Vackeers pasaba por la gran sala del palacio de Dam se quedaba embelesado ante la belleza de los planisferios grabados en el suelo de mármol, aunque él prefería el tercer dibujo, el que representaba un gigantesco mapa celeste. Salió a la calle y cruzó la plaza. Ya había anochecido, acababan de encenderse las farolas, y las aguas tranquilas de los canales de la ciudad reflejaban su halo. Subió por Hoogstraat para ir a su casa. A la altura del número 22 había una moto de gran cilindrada aparcada en la acera. Una mujer que empujaba un cochecito sonrió a Vackeers, y éste le devolvió la sonrisa mientras seguía su camino.

El motorista se bajó la visera del casco, y su pasajero también. El motor rugió, y la moto se alejó por la avenida perpendicular.

Había una pareja de enamorados abrazados contra un árbol. Una camioneta en doble fila bloqueaba la circulación. Sólo las bicicletas conseguían abrirse paso.

El pasajero de la motocicleta cogió la porra disimulada en la manga de su cazadora. La mujer que empujaba el cochecito se dio la vuelta, y la pareja dejó de besarse.

Vackeers estaba cruzando un puente cuando sintió un fortísimo dolor en mitad de la espalda. Se quedó sin respiración, no le llegaba el aire a los pulmones. Cayó al suelo de rodillas, trató de agarrarse a una farola, pero fue en vano, se desplomó de bruces contra el asfalto. Notó un sabor a sangre en la boca y pensó que se había mordido la lengua al caer. Nunca había sentido tanto dolor. En cada inspiración, el aire le quemaba los pulmones. Sus riñones rotos sangraban abundantemente, la hemorragia interna le comprimía el corazón, un poco más cada segundo.

Lo rodeaba un extraño silencio. Consiguió reunir las pocas fuerzas que le quedaban y levantó la cabeza. Unos viandantes se precipitaban ya para socorrerlo; a lo lejos oyó una sirena.

La mujer del cochecito ya no estaba allí. La pareja de enamorados había desaparecido, el pasajero que iba de paquete le hizo un corte de mangas y la moto dobló la esquina.

Vackeers cogió su móvil del fondo de su bolsillo. Pulsó una tecla, se llevó el teléfono al oído con esfuerzo y dejó un mensaje en el contestador de Ivory.

—Soy yo —murmuró—. Mucho me temo que a nuestro amigo inglés no le ha gustado nada nuestra bromita.

Un ataque de tos le impidió continuar. Le manaba sangre de la boca, sintió su tibieza, y eso le hizo bien. Tenía frío, el dolor era cada vez más intenso. Su boca se contrajo en una mueca.

—Por desgracia, ya no podremos jugar más juntos. Echaré de menos nuestras partidas, mi querido amigo, y espero que usted también.

Nuevo ataque de tos, nuevo dolor insoportable, el teléfono se le escapó de la mano pero logró agarrarlo de milagro.

—Me alegro mucho de haberle hecho ese pequeño regalo la última vez que nos vimos, dele un buen uso. Lo voy a echar de menos, viejo amigo, mucho más que a nuestras partidas de ajedrez. Sea extremadamente prudente y cuídese…

Vackeers sintió que las fuerzas lo abandonaban, pero antes borró el número que acababa de marcar. Su mano se abrió despacio, ya no vio ni oyó nada más, y su cabeza cayó sobre el asfalto.

Londres

La agencia me llamó a última hora de la mañana, por fin estaban listos nuestros visados, podía ir a recoger nuestros pasaportes. Keira dormía profundamente, así que decidí ir yo y comprar de camino leche y pan recién hecho. Hacía frío, los adoquines de Cresswell Place estaban resbaladizos. Al llegar a la esquina, le hice un gesto al tendero, y éste me devolvió el saludo con un guiño. En ese momento sonó mi móvil. Keira no debía de haber leído la nota que le había dejado en la cocina. Me sorprendió mucho oír la voz de Martyn.

—Siento lo del otro día —me dijo.

—No pasa nada, me preocupaba qué era lo que podía ponerte de tan mal humor.

—Por poco pierdo mi trabajo, Adrian. Por tu culpa, en fin, por culpa de la pequeña visita que me hiciste en el observatorio y de las investigaciones que realicé para ti con los medios de que disponemos en Jodrell.

—Pero ¿qué me estás contando?

—Con la excusa de que dejé entrar a alguien que no formaba parte del personal, tu amigo Walter, me amenazaron con despedirme argumentando que se trataba de una falta profesional grave.

—Pero ¿quiénes?

—Los que financian el observatorio, nuestro gobierno.

—¡Pero Martyn, esa visita no tenía ninguna importancia, y Walter y yo somos miembros de la Academia, no tiene ningún sentido!

—Sí, Adrian, sí que lo tiene, por eso he tardado en llamarte, y por eso también lo hago esta mañana desde una cabina. Me han dado a entender sin rodeos que a partir de ahora me está prohibido complacerte en nada que me pidas, y que el acceso a nuestros locales está estrictamente prohibido para ti. No me enteré hasta ayer de que te habían despedido. No sé lo que habrás hecho, Adrian, ¡pero joder, no se puede echar a alguien como tú, no así, de esta manera, o si no es que entonces mi carrera pende de un hilo, si tú eres diez veces más competente que yo!

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