La playa de los ahogados (37 page)

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Authors: Domingo Villar

Tags: #Policíaco

BOOK: La playa de los ahogados
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A las once y media, cuando ya habían dejado atrás las últimas casas del pueblo, Rafael Estévez preguntó:

—¿Entonces cómo lo ve?

—¿Cómo veo qué?

—¿Cree que mataron a esa mujer, a Rebeca Neira?

—¿Tú no? —contestó Caldas.

—No empecemos… —rumió el aragonés—. Le estoy preguntando a usted.

—¿Por qué otra razón iban a abandonar el puerto en mitad de una tormenta? De todas maneras, aunque no fueran ellos, el chico está convencido de que lo hicieron.

—¿Piensa que fue él quien se cargó a Castelo?

Caldas asintió.

—¿Cómo los habrá encontrado después de tanto tiempo? —preguntó otra vez el aragonés—. Panxón está hacia el sur, y Diego Neira se fue a vivir muchos kilómetros al norte.

—No lo sé —dijo Caldas mirando por su ventanilla.

El mar seguía oculto tras la manta de niebla, pero el olor profundo a salitre revelaba su proximidad.

Buscó en su bolsillo el teléfono móvil y llamó a Olga. Le pidió el número de la comisaría de Ferrol. Allí preguntó por Quintáns.

—¿Podrías hacerme un favor? —le requirió después de saludarlo.

—Dispara —accedió Quintáns.

—Estoy buscando a un hombre de veintiocho años que vivió en Neda desde principios de 1997. Se llama Diego Neira Díez —dijo Leo Caldas leyendo la denuncia.

—¿Conoces su domicilio actual?

—Sólo sé que vivió allí, en casa de sus abuelos, al menos hasta hace seis o siete años. Luego se mudó, pero tal vez haya regresado. Necesito cualquier información que me ayude a localizarlo: dónde vive, si tiene pareja o amigos, a qué se dedica… Todo lo que encontréis.

—A ver si puedo decirte algo mañana.

—Que no sea más tarde, por favor —le pidió Caldas—. Es urgente.

—No te preocupes —dijo Quintáns, y antes de colgar preguntó—: ¿Cómo estás?

—Bien.

—¿Y Alba?

—Bien también —respondió, con la voz tan firme que a él mismo le sonó sincera.

Luego cerró los ojos, pero no fue Alba quien se dibujó en sus párpados, sino una madre arrancada de raíz una noche de lluvia. Como decía el poema de Léo Ferré que Trabazo había recitado en el barco, el tiempo hacía olvidar el rostro y la voz de los que ya no están.

Su mente volvió al puerto de Aguiño, a los marineros embarcando apresuradamente para que nadie pudiese situarlos allí aquella noche, al
Xurelo
resquebrajándose contra las piedras, a los hombres vestidos de amarillo gritando despavoridos en la tempestad.

—¿Tú quién crees que entró en casa de Rebeca Neira? —preguntó.

—Sólo hay dos posibilidades —respondió Estévez.

—Tres —le corrigió Caldas.

—¿Usted cree que el capitán…?

—¿Por qué no? —respondió el inspector—. Tuvo que ser alguien con ascendiente sobre los demás. ¿Cómo te explicas, si no, que el resto accediese a zarpar en aquellas condiciones?

—No se me había ocurrido —admitió el ayudante—. ¿Cree que todos estaban al corriente de lo de la mujer?

—No me extrañaría. Ya viste la reacción de Arias y Valverde cuando mencionamos Aguiño —recordó Caldas—. A ver qué tienen que decir ahora.

Al rato volvió a llamar por teléfono. Esta vez al móvil de Clara Barcia. Le preguntó si ya habían recogido la grabación de la cámara de seguridad de la casa de Monteferro.

—Íbamos a revisarla esta tarde —dijo la agente—. ¿Prefiere que lo hagamos antes?

Leo Caldas consultó su reloj. Las doce menos cuarto.

—Esta tarde está bien —respondió, y se retrepó en su asiento. Quiso tararear la «Canción de Solveig». Aunque se la habían cantado a coro los catedráticos en el Eligio, era incapaz de recordar aquella melodía que Justo Castelo silbaba durante las sobremesas en casa de su madre. Chasqueó la lengua y miró por la ventanilla. Vio en un letrero el anuncio de una tienda especializada en artículos de pesca. Un hombre mostraba orgulloso el pez colgado del sedal de su caña.

—Ya sé cómo localizó al Rubio —dijo de repente, pensando en voz alta.

—¿Cómo? —preguntó el aragonés.

—Fue el año pasado. Por estas fechas.

—¿Pero cómo lo sabe?

—¿Estuviste en casa de Castelo?

—Con usted.

—¿Te fijaste en las fotografías del salón?

El resoplido del aragonés le dijo que no.

—Justo Castelo pescó un pez luna hace más o menos un año —explicó Leo Caldas—. Es un pez redondo, tropical, típico de aguas más calientes, tan raro en la costa gallega como un tiburón blanco. En varios periódicos apareció la noticia junto a una fotografía en la que se le veía sosteniendo el pez. Estaba en un marco del salón. Incluso fueron de la televisión a entrevistarle.

—Joder —susurró Estévez enarcando las cejas—. Desde el año pasado… ¿Por qué habrá esperado hasta ahora?

La respuesta del inspector consistió en más preguntas:

—¿Cuánto tiempo ha transcurrido desde la desaparición de su madre? ¿Doce años, trece?

—Más o menos.

—No creo que tuviera prisa. Además, el crimen no fue un arrebato. Tuvo paciencia —dijo Caldas, rememorando las pintadas que habían desasosegado a Justo Castelo durante las semanas previas a su muerte—. Lo planeó bien.

Cerró los ojos de nuevo.

Se preguntaba cuántas canciones habría dejado Diego Neira de silbar.

Compromiso:

1. Obligación contraída por una persona. 2. Acuerdo formal al que llegan dos o más partes tras hacer ciertas concesiones. 3. Situación difícil, incómoda o delicada. 4. Relación amorosa formal que mantienen dos personas.

Cuando la autopista se bifurcó, en lugar de desviarse hacia Vigo continuaron ascendiendo para rodear la ciudad que se extendía por las laderas, sobre el mar.

—Me encanta esta vista —dijo Estévez al llegar al alto, y Leo Caldas abrió los ojos.

La niebla había retrocedido mar adentro descubriendo por completo la boca de la ría y las islas Cíes, y un transatlántico se dirigía al puerto, a liberar en las calles de Vigo su carga de turistas armados con mapas, impermeables y cámaras de fotos.

Caldas miró el edificio verde del hospital, junto al monte del Castro, y se imaginó a su tío Alberto contando las horas, suspirando por prestar cuanto antes su habitación a otro paciente. ¿Cuándo había dicho su padre que lo dejarían salir?

Volvió a contemplar el paisaje, la línea suave de la costa sólo quebrada por la torre de Toralla y la silueta oscura de Monteferro, y cerró los ojos.

La salida de la autopista los dejó a un kilómetro del puerto de Panxón, y Estévez condujo entre las casas vacías de los veraneantes. El cielo estaba gris, como el mar.

Estacionó junto al paseo y salieron del coche. Los recibió el mismo olor que los había despedido en Aguiño, y Caldas miró a su alrededor.

Había poco movimiento en el paseo. Un grupo de personas mayores estaba reunido en torno a la mesa de una terraza, aprovechando la mañana sin lluvia. En la playa, dos mujeres paseaban por la orilla con los pantalones remangados y los zapatos en la mano. Más allá, cerca de la rampa, el chico de la silla de ruedas lanzaba la pelota roja a su perro labrador. Al otro lado, en Playa América, las olas rompían levantando espuma. En Panxón, en cambio, parecían acercarse a besar la arena, y los barcos abrigados por la escollera apenas cabeceaban en sus boyas.

Las nasas de Justo Castelo continuaban apiladas contra el muro blanco del espigón. En la punta, los mismos pescadores de otros días tendían sus cañas sobre el agua.

En las calles del pueblo, una mujer baldeaba con un cubo la acera, frente al portal de su casa, y varias personas transitaban cargando bolsas de supermercado.

Se acercaron al callejón estrecho que cerraba la vivienda de José Arias. Llamaron al timbre varias veces sin respuesta. Caldas consultó la hora en su reloj. La una y diez. Calculó que el marinero llevaría cuatro horas dormido.

—¿Quiere que la abra? —propuso Estévez—. Con otro golpecito…

Caldas miró la huella del pie del aragonés marcada en la madera de la puerta. ¿A qué demonios le llamaba un golpecito?

—No es necesario —dijo, y se volvió al oír pasos a su espalda, en el callejón.

Reconoció el cabello rubio de Alicia Castelo. Tragó saliva. La maestra llevaba un vestido negro y caminaba protegiéndose del frío con las manos cruzadas en el pecho.

Al aproximarse miró hacia arriba, a la ventana de la vecina del marinero. Caldas también levantó la vista. Nadie retiró los visillos tras el cristal.

—Los he visto pasar desde casa, inspector —dijo—. ¿Podría hablar con usted?

—Claro.

Caldas sacó el paquete de tabaco y ordenó a su ayudante:

—Sigue insistiendo.

—Nadie les va a abrir, inspector —intervino la hermana del marinero ahogado—. No está en casa.

—¿Sabe dónde está?

—Se marchó.

—¿Se marchó? —preguntó Caldas—. ¿Del pueblo?

Ella asintió.

—El sábado por la tarde. A las pocas horas de hablar con ustedes.

—Mierda —murmuró Caldas. Lamentaba no haber hecho caso a Estévez, no haber detenido a Arias el mismo sábado para tomarle declaración y haberlo retenido con cualquier pretexto hasta haber regresado de Aguiño. Había sido una estupidez ponerlo en guardia y dejarlo sin vigilancia. Podía estar en cualquier parte, incluso haber retornado a Escocia. ¿No era aquélla la tierra en que se había cobijado tras el naufragio del
Xurelo
? ¿No tenía una hija allí?

—Pero José Arias no hizo nada malo —murmuró Alicia Castelo—. De eso venía a hablarles.

—¿Nada malo?

—¿Recuerdan la llamada desde casa de Justo?

—Claro.

Volvió a mirar a la ventana para cerciorarse de que estaban a salvo de oídos indiscretos.

—No fue mi hermano quien le llamó.

Caldas comprendió de inmediato. Estévez no.

—¿Entonces quién telefoneó a Arias? —preguntó el aragonés.

Otra mirada arriba y luego la vista al suelo.

—Yo —susurró—. Yo llamé a José desde casa de mi hermano.

«A José», repitió Caldas para sí. Era la primera vez que oía a alguien referirse al enorme marinero de aquel modo.

—Él no fue. Se están confundiendo de hombre. Hace años que no se trata con Justo.

—¿Entonces por qué ha huido? —preguntó, sin revelarle que la vecina cotilla había visto entrar a su hermano en la vivienda de Arias la tarde anterior a su muerte.

—Para protegerme —dijo Alicia Castelo—. Mi marido vuelve de Namibia esta semana. José no quería ponerme en un apuro, obligarme a testificar. La mañana que mataron a mi hermano, yo estaba con él —miró hacia arriba una vez más—. Esto es un pueblo pequeño, ya lo ven. Mi madre no resistiría otro golpe.

—Entiendo.

—Pero nada de lo que hablen me importa —añadió, con el llanto contenido entre suspiros—. Ya lo perdí una vez, hace mucho tiempo. No quiero perderlo de nuevo ahora.

Caldas miró sus ojos azules. Se habían arrasado, como cada vez que los había tenido enfrente.

—¿Sabe dónde está? —preguntó de nuevo resistiendo el deseo de abrazarla.

—No —dijo mientras se enjugaba las lágrimas con las yemas de los dedos. Su voz sonaba como un lamento del mar—. No lo sé. Sólo espero que no tarde otros once años en volver.

Temer:

1. Sentir miedo o temor. 2. Recelar un daño. 3. Sospechar, recelar, creer.

Rafael Estévez aguardó al pie de la cuesta con el motor en marcha mientras Caldas subía hasta el Templo Votivo del Mar. Cuando regresó al coche, después de haber devuelto al sacerdote la fotografía de los tripulantes del
Xurelo
, se dirigieron a la casa de Marcos Valverde.

Encontraron cerrado el portalón de madera, y Leo Caldas salió del auto para llamar al timbre. Cuando se identificó, la puerta se deslizó hacia un lado mostrando la fachada de hormigón de la vivienda.

El inspector entró caminando al patio y esperó mientras Estévez maniobraba para aparcar junto al coche rojo. Olía a hierba recién cortada.

—¿Cree que también se habrá escapado? —preguntó el aragonés, indicando con un gesto el espacio vacío que el sábado por la mañana ocupaba el deportivo negro de Valverde.

—Esperemos que él no —dijo Leo Caldas, y se salió del sendero de grava a oler la hierba luisa. Luego regresó al camino y se dirigió hacia la puerta de la casa.

Dos troncos ardían en la chimenea cuadrada de hierro del salón, y un concierto de clarinete sonaba en los altavoces. Vieron en el otro extremo la mesa del comedor preparada para dos.

—Mi marido está a punto de llegar —les dijo la mujer de Valverde, y se acercó al equipo de música.

Bajó el volumen hasta hacerlo casi inaudible, escogió otro disco de la estantería de obra, lo colocó en la pletina y les invitó a acomodarse en el sofá.

—¿A qué han venido? —preguntó.

Hablaba desde una butaca de líneas tan rectas como todo en aquel salón a excepción de ella misma.

—Para hablar con su marido.

—No soy una niña, inspector —dijo mirándole con los ojos brillantes—. ¿Qué está sucediendo?

—Ya lo sabe. Estamos investigando la muerte de Justo Castelo.

—¿Pero qué tiene Marcos que ver con eso?

—Su marido y el muerto trabajaron juntos…

—Hace más de diez años, inspector —le interrumpió la mujer. No había reproche en su voz—. Desde que conozco a Marcos no se ha acercado al puerto una sola vez. No le interesa nada de lo que suceda allí. Ni siquiera se trata con los marineros.

—Lo sabemos.

—¿Entonces qué relación tiene con la muerte de ese hombre?

Caldas esquivó su acometida:

—Nuestra obligación es comprobarlo todo.

—Tratan de protegerlo, ¿verdad?

—¿Cómo?

—El otro día me preguntaron si había notado a mi marido preocupado, si alguien había tratado de asustarlo. ¿Es eso, verdad? ¿Hay alguien intentando hacer daño a Marcos?

—¿Lo ha notado más inquieto? —respondió Leo Caldas.

—No sea gallego, inspector. ¿No puede hablarme claro? Es mi marido. ¿Hay algo que deba intranquilizarme?

—¿Le ha hecho esa pregunta a él?

—No conoce a Marcos —resopló—. Me temo que es todavía peor que usted.

—No crea —rumió el ayudante aragonés del inspector—. Son todos iguales.

La mujer de Valverde iba a volver a preguntar cuando escucharon el motor de un coche en el patio.

—Es él —dijo poniéndose en pie.

Y los policías se levantaron con ella.

—¿Conserva mi número de teléfono? —le preguntó Leo Caldas.

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