—¿Quién les ha contado eso?
—¿Es cierto?
Sólo le arrancó un resoplido.
—¿Es cierto o no?
—Fue hace mucho tiempo —se excusó—, no lo recuerdo bien.
Estévez dio un paso al frente.
—No nos venga con ésas, ¿es cierto o no?
—¿Qué quieren que les diga?
Caldas respondió lo mismo que había contestado a Arias poco antes:
—La verdad.
Valverde concentró su mirada en algún punto del suelo y movió la cabeza a un lado y al otro.
—No puedo.
—Ya ha muerto un hombre —dijo el inspector—, dos si contamos a Sousa.
Valverde le miró a los ojos.
—Lo sé.
—¿Y a pesar de todo va a seguir ocultando lo que sucedió aquella noche en el barco?
Permaneció mudo.
—¿No va a explicarnos qué le ocurrió al capitán Sousa? —insistió el inspector.
—No puedo —repitió.
—¿De qué tiene miedo?
—Ya le dije una vez que el miedo es libre.
—¿Qué les asusta tanto? —insistió Caldas—. ¿Qué sucedió aquella noche?
Como había hecho José Arias en la rampa del puerto, Valverde se escondía en su memoria como una tortuga en su caparazón.
Estévez se acercó al inspector y le habló al oído:
—¿Quiere que intente ayudarle a recordar? —preguntó.
Caldas conocía bien la clase de ayuda a la que se refería el aragonés.
—No —susurró, y luego advirtió a Marcos Valverde—: Tal vez un juez les obligue a hablar.
—Tal vez, inspector Caldas —repitió Valverde—. Tal vez.
Rafael Estévez maniobró dentro del patio hasta dar la vuelta. Luego enfiló la cuesta entre los muros de las casas. El portalón de madera se cerró tras ellos.
—Está acojonado —comentó el aragonés—. Están acojonados los dos.
—Lo sé —dijo.
—¿Por qué no me dejó intentarlo?
—¿Intentarlo?
—Ya sabe…
—Ya…
Leo Caldas bajó ligeramente la ventanilla, y cuando el rostro arrugado del capitán Sousa se perfiló sobre sus párpados cerrados, abrió los ojos.
1. Situado de tal forma que pueda ser visto. 2. Explicado ordenadamente para ser dado a conocer. 3. Colocado a de forma que reciba la acción directa de un agente. 4. Arriesgado. 5. Sometido a la acción de la luz para que se impresione en una placa fotográfica, película, etc.
—Tardo cinco minutos —dijo el inspector al abrir la portezuela del coche. Luego subió caminando al Templo Votivo del Mar y entró en la iglesia.
Bajó poco después con un sobre en la mano.
—¿Qué lleva ahí? —preguntó Rafael Estévez cuando Caldas volvió a ocupar el asiento del copiloto.
—Una foto de la tripulación del
Xurelo
. El lunes vamos a ir a Aguiño. Quiero ver si los reconocen.
Estévez echó un vistazo a la fotografía. El capitán Sousa estaba sentado en un taburete, en primer término, con el gorro de lana calado hasta las cejas. Detrás, vestidos con los trajes impermeables, los tres chicos sonreían.
—¿Volvemos a Vigo? —preguntó.
—¿Te importa si pasamos un momento por el faro? —le pidió Caldas.
Estévez dio un suspiro y condujo hasta la falda de Monteferro. En lugar de ascender por la carretera asfaltada hasta la cima, se desvió a la derecha, por la pista de tierra que conducía a Punta Lameda. Atravesaron el bosque de eucaliptos y continuaron bordeando el monte.
Un coche amarillo estaba aparcado junto al faro y Estévez detuvo el suyo detrás. El cielo estaba azul y las olas levantaban cortinas de espuma al romperse en las rocas. Las islas Cíes aparecían al frente, con la arena blanca de sus playas brillando en la mañana de otoño. No se veía a nadie.
Caminaron por la ladera hasta el lugar donde había aparecido hundida la embarcación de justo Castelo. Algunas de las piedras que protegían la poza asomaban sobre la superficie. Olía a bosque y a mar, y sobre el rugido de las olas sonaba el coro estridente de las gaviotas.
Caldas se colocó de pie sobre una roca alisada por el viento, cerca del borde del agua pero a salvo de las salpicaduras. Vio los triángulos blancos de las velas de una regata perfilados sobre el mar. Dos enormes cargueros provenientes de Vigo enfilaban la boca de la ría. Distinguió los contenedores apilados en la cubierta del más próximo. Los botes salvavidas también se adivinaban bajo lonas azules, junto a la borda. El inspector pensó que no habría podido apreciarlo de manera tan nítida la mañana de la muerte de Castelo, cuando las rachas de lluvia distorsionaban el paisaje.
Viendo la estela del carguero abriéndose en el mar hasta desvanecerse, Leo Caldas recordó la noche anterior. Entre vueltas en la cama añorando el tintineo del colgante de Alba, encontró un resquicio en su mente para Justo Castelo. Pensó que si ninguna embarcación había partido de los puertos cercanos a Panxón aquella mañana, tal vez los asesinos proviniesen de un barco más grande. Encendió un cigarrillo protegiendo del viento la llama del mechero con su mano, y volvió a observar el carguero. Se alejaba rumbo a algún lugar al oeste. Se preguntó si el patrón de un buque permitiría arriar un bote sin una buena justificación.
Permaneció inclinado sobre la poza que se hundía ante él, pensando que sólo quienes frecuentaran aquella costa conocerían la restinga natural que la resguardaba del oleaje. Sólo un marinero familiarizado con la costa de Monteferro sabría que las piedras la abrigaban y que al bajar la marea se convertía en una zona tranquila.
Dio otra calada al cigarrillo y el viento le llenó de humo los ojos. Al abrirlos de nuevo, la silueta del carguero había menguado en el horizonte. El barco se distanciaba de la costa, y la idea de un culpable llegado de fuera se alejaba con él.
—Yo sigo creyendo que es una estupidez hundir el barco a un metro de la orilla pudiendo hacerlo mar adentro —dijo Estévez colocándose a su lado.
—Ya hablamos de eso ayer.
—Lo sé —admitió el zaragozano—, y me convenció lo que dijo acerca de la llave de tubo. La lanzarían hacia cualquier lugar sin importarles dónde cayera. Como usted mismo dijo, nadie investiga un suicidio.
—Eso creo.
—Pero esto es diferente —añadió el aragonés.
—¿Esto?
—El barco hundido. Nadie buscaría un arma si pensara que el Rubio se tiró al mar, de acuerdo, pero el barco sí. ¿Para qué iban a querer dejarlo ahí?
—Porque en el fondo de la poza el agua no se mueve y el barco quedaría oculto más tiempo.
—¿Pero para qué querrían ocultarlo?
—Supongo que para que el agua borrase todas las huellas.
—¿Qué huellas? —preguntó el aragonés—. Si le atacaron desde otro barco pocas huellas pudieron dejar. Además, en esta poza no hay lejía. No veo la diferencia entre hundir un barco aquí y hacerlo en cualquier otro lugar.
Caldas reconoció que a su ayudante no le faltaba razón. Por otra parte, tampoco había necesidad de dejar el barco demasiado tiempo bajo el agua para eliminar todos los rastros.
—Si yo pretendiese simular el suicidio de ese marinero —continuó Rafael Estévez—, habría dejado el barco a la deriva para que la corriente lo estrellase contra las rocas, pero no lo traería a este lado del monte.
—¿Y si alguien lo encontrara antes de hundirse?
—No podrían —replicó—. Abriría una vía de agua para asegurarme de que se iba a pique antes de saltar al otro barco. Lo único que han conseguido dejándolo en esta poza es que tengamos la certeza de que no fue el Rubio quien lo trajo hasta aquí, ¿no le parece?
—Es posible —dijo Leo Caldas, y se quedó fumando en la roca mientras Estévez se alejaba del faro por el terreno en pendiente.
—Hay dos tipos ahí abajo —advirtió el aragonés cuando regresó.
—¿Dónde?
—Uno en una barca y otro en las rocas.
Leo Caldas le siguió, primero caminando por la ladera y luego de piedra en piedra. Cuando su ayudante se asomó sobre el acantilado, el inspector le imitó.
Tal como había dicho Estévez, había un hombre a bordo de una lancha neumática y otro encaramado a una roca entre la espuma del mar. Éste estaba unido a la barca por un cabo asegurado al arnés que llevaba puesto sobre el traje de neopreno. Tenía una espátula en una mano y dos bolsas de plástico sujetas al cinturón.
El otro mantenía la embarcación a pocos metros de su compañero. Sostenía el otro extremo del cabo y jugaba con el motor para evitar que un golpe de mar lo lanzase contra la escollera.
—Recogen percebes —dijo Caldas.
Cada vez que una ola se retiraba, el hombre de la roca descendía hasta la franja oscura descubierta por el reflujo y raspaba la piedra con la espátula para desprender los percebes adheridos a ella. Luego, cuando su compañero avisaba desde el barco de la llegada de una nueva ola, el percebeiro subía a toda prisa para ponerse a salvo. Unas veces lo hacía con las bolsas de la cintura más llenas, otras sólo con el alivio de haber salvado la vida.
—¿Se pescan así? —preguntó el aragonés atónito.
Caldas asintió.
—Los percebes forman colonias en las rocas, en los sitios más batidos por el mar. De ahí hay que arrancarlos.
El aragonés dio un silbido.
—No me extraña que sean tan caros.
—Y tan ricos —añadió Leo Caldas, para quien no existía mejor compañía en una mesa que la de los percebes. Disfrutaba como un chiquillo hendiendo la uña en su monda oscura y retirándola para extraer de su carne el sabor intenso del mar.
—¿Y con mal tiempo cómo los pescan? —preguntó Estévez.
—Con mal tiempo no se comen percebes —respondió Caldas, quien hacía semanas que no veía aquellos crustáceos expuestos en la vitrina del bar Puerto.
—No lo entiendo —dijo Estévez después de que el percebeiro se descolgase de nuevo por la piedra y, en el último momento, volviese a trepar huyendo de la ola.
—¿No entiendes qué?
—Que se jueguen la vida de esa forma.
Leo Caldas se encogió de hombros.
—Tienen que comer.
—Pues que coman otra cosa —dijo muy serio el aragonés.
El inspector miró de reojo a su ayudante y Estévez soltó una carcajada.
Poco después, con las bolsas de plástico repletas de percebes, el que raspaba las rocas se lanzó al agua y el otro lo atrajo hasta la lancha tirando del cabo. Cuando subió a bordo se apartaron de la costa.
—¿Volvemos, inspector? —preguntó entonces Rafael Estévez, con el rostro aún congestionado por la risa.
Estaban a escasos metros del coche cuando oyeron el rumor de un barco en algún lugar próximo. Se acercaron al muro que protegía el faro para mirar al otro lado y vieron en el mar a los percebeiros. Se aproximaban a bordo de la lancha neumática a la poza en la que habían encontrado el barco de Justo Castelo, y los policías observaron las maniobras del piloto para hacer pasar la embarcación entre las rocas de la costa y la barrera de piedras que protegía la poza. Caldas recordó el mal tiempo del domingo anterior. Los asesinos habían tenido que hacer esa misma operación con un mar mucho más agitado. Se dijo que sólo alguien experimentado se habría atrevido arriesgarse de aquel modo para esconder el barco.
El pescador del traje de neopreno desembarcó con las bolsas cargadas de percebes y se despidió de su compañero.
—Ya sabemos de quién es el coche amarillo —murmuró Caldas.
Estévez asintió.
—¿Por qué desembarcarán aquí?
—Porque son furtivos —explicó el inspector en voz baja—. Ahí deben de traer más de veinte kilos de percebes. Si llegan a un puerto con ellos se arriesgan a una denuncia, o a algo peor.
La lancha neumática se alejó y los policías esperaron junto al faro mientras el pescador del traje negro ascendía la ladera. Tendría poco más de veinte años. Era delgado y no demasiado alto, y llevaba el pelo encrespado por el agua del mar.
Caldas le vio sorprenderse al descubrir otro coche aparcado junto al suyo a hora tan temprana, y más aún al reparar en que los dos hombres apoyados en el muro del faro se dirigían hacia él.
—Buenos días —dijo Caldas.
El chico levantó las cejas para responder a su saludo y continuó caminando.
—No se ha dado mal, ¿eh? —insistió el inspector, señalando las dos bolsas repletas de percebes.
—Bueno…
—¿Podemos hablar contigo un momento?
—Son policías, ¿verdad?
—¿Tanto se nota?
El chico asintió.
—Pero no nos interesa la pesca —le tranquilizó Caldas—. Sólo queremos hacerte unas preguntas.
El joven apoyó las bolsas en el suelo, como quien baja las armas, y les contó que era vecino de Panxón, aunque trabajaba en Vigo. Los fines de semana, si no hacía mal tiempo, acudía a primera hora a Monteferro con su hermano para redondear su salario entre las rocas.
—¿Estuvisteis aquí el fin de semana pasado? —preguntó Caldas.
El joven meneó la cabeza.
—Hace dos semanas que la mar no nos deja venir a pescar —respondió—. Por eso hay tanto percebe.
—¿Pero con mal tiempo se puede llegar en barco hasta ahí? —preguntó Caldas mirando al lugar entre las rocas donde le había desembarcado su compañero.
—Claro que sí —dijo.
Les explicó que la maniobra de acercamiento a la poza no era demasiado complicada para un marinero con experiencia.
—Cualquiera que haya navegado en esta zona puede entrar incluso con la mar picada. No tiene otro misterio que controlar el gas —movió la muñeca como si acelerase una moto—. Eso y que la marea esté baja para ver dónde están las piedras y no llevarse un susto.
Cuando le preguntaron por qué habían elegido ese lugar para descargar la mercancía, el furtivo contestó:
—Porque cuando baja la marea es como un muelle, el único sitio cercano en el que se puede desembarcar sin ser visto. Del resto, o te alejan las piedras o lo hacen las casas.
Las palabras del pescador tuvieron en el cerebro de Caldas el efecto de la gota que precipita la reacción dentro del tubo de ensayo. ¿Cómo no se le había ocurrido antes?
—¿Conoce mucha gente este lugar? —preguntó.
—¿El faro? —respondió el pescador.
—El sitio en el que desembarcasteis —aclaró Caldas.
—Los marineros del pueblo sí lo conocen.
—Ya.
—Pero otros también saben que existe —añadió el joven, inclinando su cabeza hacia los dos vehículos aparcados en el camino—. ¿No ve que se puede llegar en coche?
El inspector Caldas se pasó las palmas abiertas de las manos por el rostro y buscó en su chaqueta el paquete de tabaco. Después de encender otro cigarrillo comentó: