La playa de los ahogados (38 page)

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Authors: Domingo Villar

Tags: #Policíaco

BOOK: La playa de los ahogados
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—Sí —silbó.

—Que no le importe llamarme —dijo, y la vio torcer las comisuras de los labios hacia abajo al insinuar una sonrisa.

La esposa de Marcos Valverde se acercó al equipo de música, pulsó un botón y subió el volumen. Caldas no dejó de mirarla desde atrás.

—Es ésta, inspector —dijo ella, señalando uno de los altavoces con el dedo.

—¿Ésta?

—La «Canción de Solveig» —añadió, como si sobrase la explicación—. ¿No me preguntó el otro día por ella?

Leo Caldas asintió y la mujer de Valverde le enseñó una vez más la sonrisa de Alba. Luego se retiró.

El inspector se volvió hacia el ventanal. Mientras esperaba al antiguo marinero del
Xurelo
, vio las olas levantando crestas de espuma, como corderos en medio del mar.

La hermana de Justo Castelo tenía razón. Aquélla parecía una canción gallega.

Conciencia:

1. Conocimiento interior que cada persona tiene de su propia existencia, de su estado y de sus actos. 2. Conocimiento interior del bien y el mal. 3. Facultad del ser humano para enjuiciar los actos propios y ajenos. 4. Sentimiento de haber reflexionado y juzgado los propios actos.

—¿Qué hacen aquí? ¿Por qué han vuelto a mi casa? —les reprochó Valverde en voz baja. Las solapas de un traje gris y una corbata oscura asomaban bajo el abrigo abierto del constructor—. Mi mujer ya está bastante inquieta con su visita del otro día.

—Necesitamos hablar con usted.

Valverde barrió el salón vacío con la mirada.

—Ya les dije el sábado todo cuanto recordaba.

—No le creo —repuso Caldas—. ¿Nos va a contar lo que sucedió en Aguiño?

—Le repito que no recuerdo aquella noche.

—Está mintiendo. Una noche así no se olvida aunque transcurran siglos.

—Tal vez yo no tenga buena memoria —apostilló sin levantar la voz.

Rafael Estévez se acercó al inspector desde atrás y le habló al oído:

—Conozco un remedio para la mala memoria —musitó.

Leo Caldas chasqueó la lengua. No quería oír hablar del asunto. Estévez era capaz de introducirle la cabeza en la chimenea encendida para ayudarlo a recordar.

Se dirigió a Valverde.

—¿Le importa que le cuente una historia?

El constructor señaló la mesa puesta en el extremo del salón.

—Me están esperando para comer.

—No le entretendremos más de cinco minutos.

Valverde dudó. Echó un vistazo a la puerta cerrada por la que había desaparecido su mujer e indicó a los policías que le siguieran de vuelta al jardín.

Caminó por el sendero de grava alejándose de la casa, y sólo se detuvo cuando la distancia fue suficiente para impedir que sus voces se escucharan desde el interior.

—¿Cuál es esa historia que me quiere contar? —preguntó, volviéndose hacia los policías.

Caldas sacó el paquete de tabaco, escogió un cigarrillo, le arrimó la llama del encendedor y dio un par de caladas antes de hablar.

—La de un barco pesquero. Sus tripulantes eran un capitán veterano y tres marineros jóvenes, tres amigos. Una tarde de lluvia y viento, mientras faenaban a bastantes millas de su puerto base, recibieron el aviso de que el tiempo empeoraría —comenzó, y Valverde desvió su mirada hacia algún rincón del jardín—. A pesar de la advertencia, continuaron pescando hasta que el estado de la mar les obligó a buscar abrigo en un puerto cercano. Llegaron tarde. El puerto estaba desierto. Desde el barco vieron apagarse la luz del único bar que abría de noche para atender a los pescadores. El capitán conocía al propietario, y desembarcó con la intención de pedirle que les preparase algo de cena antes de cerrar. El dueño del bar no sólo accedió a servirles bocadillos y vino sino que, al marcharse, dejó abierta la galería de la entrada para que pudiesen estar a cubierto mientras cenaban.

Caldas detuvo la narración para dar una calada al cigarrillo. Valverde se frotaba las manos en la cara externa de los muslos. Había entendido la pausa como una invitación a confirmar el relato. Iba a decir algo cuando el inspector se le adelantó:

—A eso de las once, cuando los cuatro hombres conversaban sentados en la galería, llegó una mujer. Una joven que acudía al bar para comprar cigarrillos —explicó, levantando el que sostenía entre los dedos de su mano—. No era una muchacha cualquiera, sino una de esas chicas que obliga a volver la cabeza a cuanto hombre se cruza con ella. ¿Me sigue?

Valverde asintió. Mantenía la boca entreabierta, como el niño que asiste al espectáculo de un prestidigitador. Caldas continuó conjeturando:

—El bar estaba cerrado y la mujer no pudo comprar el tabaco, así que los marineros la invitaron a fumar. Ella accedió. Además de atractiva era habladora. Se sentó a charlar y beber con ellos hasta que decidió que había llegado el momento de regresar a casa. La noche era infernal, y dos de los hombres se prestaron a acompañarla. Ella no se opuso. Le agradaba la compañía de aquellos marineros y no le importó dilatar la conversación un rato más. Sin embargo, para los hombres que fueron con ella, la puerta de la vivienda no era suficiente. Le pidieron que les invitase a continuar bebiendo en el interior, y la chica se negó. Les aseguró que los habría dejado pasar en otras circunstancias, pero aquella noche no podía ser porque su hijo estaba despierto. Los marineros insistieron, insinuaron que no existía tal hijo, que se trataba de una excusa. Pero ella, sin perder la sonrisa, se mantuvo firme —el inspector se llevó otra vez el pitillo a los labios—. Se estaban dando por vencidos cuando la puerta se abrió desde dentro. Los marineros apenas pudieron ver al hijo de la mujer en la oscuridad. Era un adolescente, parecía demasiado mayor para ser hijo de aquella mujer. Lo oyeron farfullar que se marchaba a dormir a casa de un amigo antes de alejarse de la casa a la carrera.

Caldas cruzó una mirada con su ayudante y se ensalivó la boca, reseca de palabras y tabaco. Valverde había encontrado acomodo para sus manos en los bolsillos de su abrigo, pero éstas continuaban agitándose nerviosas en su interior.

—Uno de los marineros decidió regresar al barco, pero el otro, ya sin el obstáculo del muchacho, convenció a la chica y entró en la vivienda. Allí continuó empeñado en traspasar cada puerta que la mujer le cerraba. Algo se torció. Se le fue la mano. Tuvo que limpiar la casa de rastros y deshacerse de la mujer. Regresó al barco y habló con los otros tres hombres tratando de hacerles ver que no podían amanecer en aquel puerto. Su capacidad de persuasión surtió efecto una vez más. Partieron de madrugada, pero no llegaron lejos. La tempestad era demasiado violenta y los empujó hacia unos bajos abriendo una vía de agua en el casco del barco. En menos de un minuto, el
Xurelo
se había hundido.

El constructor se llevó una mano a la frente, ocultando sus ojos.

—Los tres marineros más jóvenes pudieron alcanzar la costa a nado con los chalecos salvavidas, pero el capitán, empeñado en salvar el barco, se ahogó entre las olas de aquel mar embravecido. Su cuerpo apareció desfigurado semanas después, enganchado en la red de un arrastrero, a muchas millas de allí. Nadie volvió a ver a la mujer que había ido a comprar los cigarrillos. Tal vez se quedó en el fondo del mar con el capitán.

Se detuvo a dar otra calada y a observar al constructor, escondido tras el dorso de su mano derecha.

—Los tres marineros regresaron a su pueblo pero su amistad, como el barco, se había roto en aquellos bajos. Dejaron de tratarse. Nunca volvieron a hablar de lo sucedido. Esperaban que el tiempo enterrase aquella noche —continuó—. Sin embargo, muchos años después, cuando creían que todo se había olvidado, el bote de uno de los hombres que había acompañado a la mujer hasta su casa apareció con una pintada. Ponía «asesinos» junto a la fecha del naufragio, la de la desaparición de aquella chica. La gente del pueblo creyó reconocer en esas pintadas al fantasma del capitán ahogado. Nadie había logrado entender nunca el motivo que les había llevado a zarpar en la tormenta, y sospechaban que algo turbio se ocultaba tras el hundimiento del
Xurelo
. Sin embargo, los tres marineros temían otra cosa. Estaban asustados, desorientados al haber sido descubiertos. Se preguntaban cómo los habrían localizado después de tanto tiempo.

Caldas apuró el cigarrillo y se agachó para apagarlo en el suelo.

—Una mañana, semanas después, ese marinero amenazado apareció muerto, flotando entre las olas —dijo extendiendo un dedo hacia el mar.

Valverde apartó la mano que le tapaba los ojos y se la llevó al nudo de la corbata y después otra vez al bolsillo de su abrigo.

—¿Quién le ha contado todo eso?

Caldas no respondió.

—El hombre que regresó al barco era Justo Castelo —dijo, en cambio—. ¿Cuál de los otros entró en casa de la mujer?

—Yo no —musitó.

—No es eso lo que le he preguntado.

Valverde echó un vistazo a Estévez antes de afirmar:

—No lo sé. No sé quién fue.

—Usted estaba allí. Tendría que saberlo —dijo el inspector.

—Eso fue hace mucho tiempo.

—Sólo necesitamos un nombre.

—Un nombre que yo no puedo darles, inspector.

—¿Fue usted?

Le miró a los ojos.

—Por supuesto que no.

—Entonces dígame quién estuvo con la chica —le apremió—. ¿O es que fueron varios los que estuvieron con ella?

—No.

—¿Fue Arias?

—No lo recuerdo —sostuvo, cubriéndose el rostro de nuevo.

—¿Le han amenazado?

—A mí no —dijo con un hilo de voz.

Estaba acorralado, y Caldas trató de facilitarle una salida.

—¿Sabe que José Arias se ha marchado del pueblo?

—¿Cuándo?

—El sábado —contestó—. ¿Lo sabía?

—No —aseguró—. No me trato con él desde hace años.

—¿Desde aquella noche?

—Desde los días siguientes, sí.

—¿Fue él?

—No lo recuerdo, inspector —volvió a decir, y su respuesta desde entonces fue siempre la misma. Había encontrado una madriguera en su mala memoria y allí permaneció agazapado hasta que los policías dejaron de rondar.

Regresaron al coche. Valverde los acompañó arrastrando los pies y la mirada sobre las hojas caídas en el camino. Se apoyó en su deportivo negro mientras Estévez maniobraba para enfilar la cuesta.

Leo Caldas bajó la ventanilla y lo intentó una última vez.

—¿Todavía no recuerda quién era el hombre que entró en aquella casa?

Valverde movió la cabeza hacia los lados.

—Si se acuerda, llámeme.

—Lo haré —dijo, pero el tono de su voz sugería una intención distinta.

—¿Por qué tiene miedo? —preguntó el inspector.

—¿No debería tenerlo?

—Si tiene limpia la conciencia, no —dijo Caldas.

No estaba seguro de estar en lo cierto.

Cuando subían por la cuesta hacia la carretera, Estévez se quejó:

—¿Por qué nunca me deja intentarlo a mí?

—¿Qué habrías hecho para tirarle de la lengua?

—No sé… —dijo rascándose el mentón—. Puede que atarle la corbata a la chimenea.

Caldas abrió los ojos.

—¿Hablas en serio?

—No —sonrió.

—Ya.

Exposición:

1. Presentación pública de obras de arte, artículos industriales, etc., para que sean vistos 2. Explicación de un asunto por escrito o de palabra. 3. Conjunto de cosas expuestas. 4. Situación de un objeto con relación a los puntos cardinales. 5. Riesgo que entraña hacer algo. 6. Conjunto de noticias acerca de los antecedentes de la acción en las obras épicas, dramáticas y novelescas.

—¿Vamos a comer? —preguntó el aragonés al salir del coche—. Son casi las tres.

—Ve tú —dijo Leo Caldas, aunque en el trayecto desde Panxón le habían sonado las tripas—. Necesito hablar con el comisario.

Atravesó la comisaría y abrió la puerta de cristal de su despacho. Comprobó aliviado que no había papelitos amarillos con mensajes urgentes pegados en la mesa. Colgó el impermeable en el perchero y salió de nuevo.

El comisario Soto hablaba por teléfono, pero le indicó que pasase y el inspector se sentó frente a él.

Cuando colgó, Leo Caldas tuvo ganas de preguntarle cómo se las arreglaba para mantener la mesa limpia cuando la suya era una exposición de papeles. En lugar de ello, dijo:

—Ya sabemos quién se cargó al marinero de Panxón.

—¿Algún vecino? —preguntó el comisario.

—No —respondió Caldas, y le refirió de forma somera las novedades del caso.

Cuando terminó, expuso el asunto que le había llevado a aquel despacho:

—Me gustaría que se investigase la desaparición de Rebeca Neira, comisario.

—Lo que ocurra en Aguiño no es competencia nuestra.

—Hable con la jefatura —le pidió—. Ese chico no es sólo un verdugo. Se quedó solo a los quince años. Acudió a nosotros y, en lugar de ayudarle, lo hundimos.

Soto resopló.

—¿Te importa explicármelo todo de nuevo? Pero más despacio —le pidió—, a ver si es posible que lo entienda.

—¿Desde dónde?

—Desde el principio.

—¿Lo de Aguiño?

—Lo de Aguiño y lo de Panxón, Leo. Desde el principio —repitió el comisario, y Caldas le explicó las circunstancias en que habían encontrado el cadáver de Castelo. Describió los golpes de la cabeza y le habló de la brida verde que amarraba sus muñecas.

—Parece un suicidio —apuntó el comisario.

—Eso piensan todavía en el pueblo. El tipo era depresivo, había sido toxicómano hace años. Pero la brida estaba atada junto a los dedos meñiques. Según el forense, no se pudo atar a sí mismo.

Soto asintió, y el inspector le contó que Castelo, a pesar de no ser día de faena, había salido al mar el domingo a las seis y media de la mañana.

—¿Iba solo? —le interrumpió el comisario Soto.

—Sí —respondió Caldas—. Tenemos una testigo que lo vio zarpar. La cubierta del barco estaba vacía, no había dónde ocultarse.

—¿Entonces cómo llegaron hasta él?

—Desde otra embarcación —contestó, y describió el lugar donde algunos días más tarde habían encontrado el barco del muerto, junto al faro de Punta Lameda, en la otra cara de Monteferro.

Leo Caldas le contó que no se podía remolcar un barco hasta la poza, lo que por fuerza implicaba al menos a dos personas en el crimen.

—Alguien tuvo que quedarse en su barco mientras otro llevaba el de Castelo hasta allí.

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