La playa de los ahogados (17 page)

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Authors: Domingo Villar

Tags: #Policíaco

BOOK: La playa de los ahogados
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—¿No te parece suficiente un naufragio?

Trabazo le dijo que no.

—Los marineros que sobreviven a un naufragio se convierten en hermanos de barco. Son hombres que han mirado de frente a la muerte y han logrado escapar. Ese lazo no hay quien lo desate, como la amistad de los que han compartido trinchera en una guerra. Pero cuando el
Xurelo
se fue a pique dejaron de tratarse. Ni siquiera se saludaban.

Caldas asintió.

—También es habitual que los que han naufragado cuenten su experiencia a los demás —continuó Trabazo—. Al fin y al cabo, puede tocarle a cualquiera. Sin embargo, del
Xurelo
y de Sousa nunca comentaron nada. Ninguno de los tres se refirió a aquella noche. Arias se marchó a Escocia, el Rubio se metió en su caparazón y Valverde no volvió a pisar el puerto. Dicen que tenía miedo.

Caldas recordó que la hermana de Castelo también había mencionado que el miedo impedía a su hermano alejarse de la costa al salir a pescar.

—Arias regresó al pueblo hace poco tiempo, ¿retomaron el contacto?

—Tampoco —aseguró Trabazo—. Aunque coincidían en la lonja todas las mañanas, Arias y el Rubio apenas se saludaban. Y tampoco creo que tenga contacto con Valverde. ¿Los has conocido?

—Hablé esta mañana con José Arias —confirmó Caldas—. A Marcos Valverde aún no lo he visto. Estuve en su casa, pero sólo encontré a su mujer. No parece que le hayan ido mal las cosas.

—Valverde es listo y trabajador. Dejó el mar y se dedicó a hacer casas. Debe de haber hecho mucho dinero.

—Me dijo su mujer que también tiene un negocio de vino.

—Eso creo, pero no es como tu padre. Tu padre es viticultor por amor. Es la única persona a la que he visto elegir la comida para acompañar a los vinos. No busca cuartos ni relevancia social, sólo hacer buen vino. Lo demás le importa poco. En cambio los tipos como Valverde buscan en la etiqueta de una botella el prestigio que no les da el dinero.

—¿Honrado?

—Todo lo que puede serlo alguien que se dedica a la construcción. Ya has visto cómo han dejado el pueblo y la playa en unos años. No queda rastro de las dunas, no queda rastro de nada —se lamentó—. Si por lo menos lo hubieran hecho bien… Antes, cuando los maestros de obra construían las casas, aquí no se hacía algo feo ni a propósito. Hasta las viviendas más modestas tenían encanto. Luego no sé a quién carallo se le ocurriría eso de empezar a exigir a un arquitecto en los proyectos. Mira tú lo que han logrado. Viviendas racionalistas, las llamaban. ¿Y sabes lo que son en realidad? Una mierda, Calditas, eso es lo que son.

—Pues Panxón no es de lo peor.

Trabazo movió su mano en un aspaviento de disconformidad.

—En fotografías de hace treinta años no se reconoce más que la iglesia. Además, ¿cómo se pueden levantar tantas casas en un pueblo de pescadores como éste? En verano ya no hay quien viva aquí.

Caldas pensó en la mujer de Valverde, en los meses que pasaría asomada al ventanal de su vivienda de diseño deseando ver llegar a los veraneantes y el buen tiempo.

—¿Sabes que la gente habla de ese capitán Sousa? —cambió de tema—. Dicen que lo han visto, que tiene algo que ver con esas amenazas.

Trabazo se encogió de hombros.

—¿Crees que los otros estarán asustados? —quiso saber el inspector.

—¿Tú no lo estarías? —le interpeló Trabazo.

—Supongo que impresionado, al menos —admitió Caldas—. ¿Lo conocías bien?

—¿A Sousa? Claro. Éramos muy amigos. No como tu padre, de otra manera. ¿Recuerdas haberme escuchado hablar de una marea que hice en Terranova?

—Me suena —dijo Caldas encendiendo otro cigarrillo.

—Mira que te lo conté veces siendo tú un chaval, Calditas —murmuró Trabazo sonriendo—. Se ve que mis historias caducan, como yo.

Les interrumpió Lola. Apareció trayendo un cuenco humeante en una bandeja.

—Os dejo unas castañas, que se note que estamos en otoño.

Trabazo apartó los pies para que su mujer pudiese colocar las castañas sobre la mesa y Caldas se acercó al cuenco. Despedía el olor que tan bien recordaba.

—Lola las cuece con ruda —explicó Trabazo—. ¿Tampoco te acordabas de sus castañas?

—Sí, de ellas sí —dijo Caldas, oliendo el perfume que siempre identificaría con aquella casa—. Me hablabas de Sousa y de Terranova.

Trabazo le contó que cuando terminó el servicio militar, antes de marcharse a Santiago para estudiar la carrera, había pasado unos meses embarcado en un bacaladero que faenaba en Terranova.

—¿Te acuerdas o no?

Caldas hizo un gesto que podía significar cualquier cosa mientras hendía la uña en una castaña para pelarla. Aunque recordaba con nitidez la historia, no le quería interrumpir. Volvió a oír hablar de los bacalaos grandes como hombres, de las redes tensadas hasta casi romperse al ser izadas del mar, y de las focas ruidosas que se acercaban a los barcos.

—¿Sabes una cosa, Calditas? —le dijo, como hacía cuando era niño para atrapar su atención—. Las focas nos chillaban desde el agua. Yo estaba convencido de que se quejaban porque estábamos acabando con sus peces, pero mis compañeros se burlaban de mí. ¿Y sabes una cosa, Calditas? Yo tenía razón. Ya no queda bacalao en Terranova. Se agotó.

Leo Caldas también recordaba el ritual de a bordo cuando faenaban en el gran banco. Unos descabezaban los bacalaos en cubierta antes de pasarlos al escalador para que los abriese por la mitad. Otros les sacaban las espinas y los lavaban en una tina. De ahí, abajo, a la bodega, al salador. Le habló también de un temporal y de una rubia en un bar de Saint Pierre. Manuel Trabazo no había olvidado unos ojos azules como el mar de verano ni un novio enorme y borracho que casi le arranca la cabeza.

—Si un compañero del barco no llega a enfrentarse con él, no estaría yo aquí contándote esta historia —le dijo mientras remojaba en licor café la castaña que acababa de pelar y se la metía en la boca.

La masticó despacio y, después de tragarla, añadió:

—El hombre que me ayudó era Antonio Sousa. Aún nadie le llamaba capitán.

Caminaban por el pasillo envueltos en el olor de las castañas y la ruda cuando Caldas preguntó:

—¿Mencionaste que Sousa tenía un hijo?

—Sí.

—¿Vive en el pueblo?

—No, hace tiempo que se marchó a trabajar a Barcelona. Han pasado muchos años desde que enterró a su padre, pero aquí los rumores no le dejaban olvidarlo.

Barcelona estaba demasiado lejos.

—Ya.

—Es un gran muchacho —agregó, rodeando con su brazo los hombros del inspector—. Pongo la mano en el fuego por él como la pondría por ti.

Manuel Trabazo abrió una puerta acristalada y le pidió que le siguiese.

—¿Te acordabas del salón? —preguntó, y se acercó a una cómoda y comenzó a rebuscar en uno de los cajones.

Caldas asintió.

—Me acordaba del cuadro —respondió, señalando el esmalte de Pedro Solveira colgado sobre el sofá—. A mi padre siempre le gustó.

—A tu padre y a mí —sonrió Trabazo, sacando una fotografía antigua del cajón.

Se la acercó al inspector.

—Éstos somos Sousa y yo en una taberna en Terranova —dijo mostrándole el retrato en blanco y negro.

En él aparecían dos hombres alzando sus copas hacia la cámara. Tenían el mismo gesto, los ojos brillantes y la boca abierta. Caldas colocó un dedo sobre el flequillo oscuro que cubría la frente del más joven.

—Éste eres tú, ¿verdad? —preguntó, y Trabazo se lo confirmó con media sonrisa.

—Aún recuerdo aquella canción —confesó el médico.

Luego Caldas centró su atención en Sousa. Tenía el cabello ensortijado y era algo más alto que Trabazo. Unos brazos fibrosos asomaban bajo las mangas arremangadas de su camisa. Llevaba un objeto alargado, como una porra, sujeto al cinturón.

—Trabajábamos duro, pero lo pasábamos bien —aseguró Trabazo, y señaló una sombra al fondo de la fotografía—. Ahí había un pianista que tocaba hasta el amanecer.

Los ojos de Caldas se desviaron un instante hacia la figura difusa del pianista y volvieron después a incrustarse en la barra ceñida al cinturón del capitán Sousa.

—¿Qué es eso? —preguntó señalándola.

—Sousa la llamaba «la macana». Era una especie de porra. Como un palo grueso con una bola en la punta. El novio de la rubia todavía se debe de acordar de ella. Sousa lo dejó fuera de combate de un solo golpe —rió Trabazo, y Caldas trató de devolverle la sonrisa.

—¿Era de metal?

—¿La macana? No, era de madera, de una madera muy dura. Se la ganó en una timba de cartas a un mexicano, o de eso presumía. Siempre le acompañó. Hasta el final. Debió de quedarse en el fondo, con el barco —murmuró Trabazo.

Leo Caldas aguzó los ojos tratando de distinguir la forma exacta de la macana. No lo logró.

—¿Tienes alguna otra fotografía suya?

—¿De Sousa?

Leo Caldas asintió.

—Yo no —dijo Trabazo—. Pero don Fernando debe de tener varias. Le gustaba acercarse al puerto a retratar a los marineros.

—¿Quién es don Fernando?

—Fue el párroco del pueblo hasta hace unos años, pero la edad tampoco perdona a los curas. Se jubiló. Ya sólo celebra alguna misa cuando alguien se lo pide.

—¿Aún vive en Panxón?

—Sí, sí. ¿Adónde iba a ir después de toda una vida aquí? Sigue en su casa, como siempre. En la parte trasera de la iglesia.

Negar:

1. Decir que algo no existe, no es verdad, o no es como alguien cree o afirma. 2. No conceder lo que se pretende o se pide. 3. Prohibir o impedir. 4. Olvidarse de lo que antes se estimaba y se frecuentaba. 5. No confesar un reo el delito de que se le acusa. 6. Ocultar, disimular.

Estévez estaba esperando en la puerta de la casa de Trabazo. Caldas entró en el coche, bajó apenas unos dedos la ventanilla y se recostó en el asiento.

—¿Adónde vamos? —preguntó el aragonés.

—Al puerto —indicó Caldas cerrando los ojos—. ¿Cómo te fue?

—Nada, inspector. Por esta zona nadie vende bridas verdes. Ni siquiera las han visto nunca, me dicen. Negras o blancas sí. Verdes no.

—Ya.

—¿Y a usted?

—A mí me contaron algo de un incidente que tuvo esta mañana un policía en el espigón del puerto. ¿Se puede saber qué carallo sucedió?

—Ya le conté que me escupió, inspector. ¿Qué quería, que me largase sin más?

—Me dijiste que no le habías hecho nada.

—No, no…, lo que le dije es que me dieron ganas de tirarlo al mar y bien sabe Dios que me contuve.

—Pero le pegaste…

—Con la mano abierta —se justificó Estévez, como si el pescador tuviera que agradecerle el haber recibido una bofetada en lugar de una combinación de puñetazos—. Me habían puesto histérico, no había manera de que contestasen a lo que les estaba preguntando.

—Ése no es motivo para golpear a esos tipos.

—Ya le conté que me escupió. Además, sólo fue a uno.

—Me da lo mismo, Rafa. Estoy cansado de tus maneras. Si te pones nervioso y necesitas desahogarte rompes algo y listo.

—¿Que rompa algo?

—Sí. Todo menos volver a levantar la mano a alguien sin razón.

Aparcaron sobre el espigón. Las nasas de Justo Castelo continuaban apiladas contra la pared, unos metros más adelante. La marea había subido casi completamente y, en la parte más baja de la rampa, junto al mar, vieron la figura imponente de José Arias. No llevaba el gorro impermeable de la mañana. Tenía el pelo rizado y oscuro como la sombra que cubría su rostro sin rasurar. El remolque estaba también al borde del agua. Encima, su chalupa.

—¿Le acompaño? —preguntó el aragonés.

—Sí —dijo Caldas—, pero déjame hablar a mí.

Los policías descendieron por la rampa. Vieron una cubeta de plástico repleta de caballas a los pies del marinero, sobre el suelo de piedra.

—¿Va a salir a pescar?

—No —dijo con su voz cavernosa—, sólo voy al barco a encarnar las nasas. No saldré hasta después del entierro.

—¿Tiene un minuto?

—Uno sí.

Caldas tampoco pretendía perder tiempo.

—¿Sabe que la chalupa de Castelo apareció pintada una mañana?

Arias asintió.

—¿Y está enterado de lo que ponía? —preguntó el inspector.

—Más o menos.

—¿No la vio?

—Yo no.

—Había una fecha escrita —explicó el inspector, como si hiciese falta—, el 20 de diciembre de 1996. ¿Le dice algo?

Arias le miró a los ojos.

—Ya sabe que sí, inspector.

—Había algo más. Una palabra.

Arias levantó sus cejas oscuras para preguntar cuál.

—Debajo de la fecha estaba escrita la palabra «asesinos». ¿Tiene idea de por qué alguien querría escribir en el bote de Castelo una cosa así?

—No —contestó el marinero, pero sonó como un sí.

—¿Está seguro? —insistió Leo Caldas.

El marinero asintió y bajó la vista al suelo, hacia los peces que iban a servir de carnaza para las nécoras.

—¿Nunca le comentó nada?

—¿Quién?

—Castelo.

—Ya le dije que el Rubio y yo no hablábamos mucho.

—¿Y sabe lo que piensa la gente del pueblo?

—¿Cómo voy a saberlo?

Estévez resopló y Caldas miró hacia atrás. Un gesto bastó para que el aragonés se abstuviese de hacer un comentario en voz alta.

—Hablan del capitán Sousa —dijo Caldas—. Creo que usted lo conoció bien.

—Hace muchos años —admitió José Arias, mirando de nuevo al inspector.

—Hay quien asegura que ha vuelto a ver a Sousa en el pueblo. Dicen que es él quien estaba amenazando a Justo Castelo.

Estévez dio un paso atrás, resguardándose del salivazo que se producía cada vez que alguien mentaba al capitán. Sin embargo, el enorme marinero no escupió ni buscó algo metálico para tocarlo con sus manos. Se limitó a asegurar que él no lo había visto y a excusarse por no poder dedicarles más tiempo.

—Dígame sólo una cosa más —le detuvo Leo Caldas—. ¿Le han amenazado?

—¿A mí?

Caldas movió su cabeza para asentir.

José Arias lo hizo para negar.

Los ojos del marinero, en cambio, decían otra cosa.

Patrón:

1. Defensor, protector. 2. Persona que emplea obreros en su propiedad o negocio. 3. Santo que se adopta como protector, o al que se dedica una iglesia. 4. Dueño de la casa donde alguien se hospeda. 5. Modelo que sirve de muestra para una copia. 6. Planta en que se hace un injerto. 7. Hombre de mar encargado del gobierno de una embarcación menor. 8. Persona en la que se advierte semejanza con otra.

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