La piel del cielo (21 page)

Read La piel del cielo Online

Authors: Elena Poniatowska

Tags: #Relato

BOOK: La piel del cielo
4.05Mb size Format: txt, pdf, ePub

Sergei Gaposchkin le apretó la mano a su mujer, súbitamente cabizbaja. Al venir a México, imposible saber que confrontarían una cultura destruyendo a otra y ya no se sentían tan satisfechos de ser occidentales. El peso del catolicismo sobre toda una raza era devastador. Claro, el arte virreinal resultaba un prodigio, pero levantado sobre las ruinas todavía humeantes de otro prodigio: el indígena. En la cabeza de Cecilia Gaposchkin, los dioses aztecas y los ángeles bailaban danzas macabras y la cascada de oro de los altares barrocos se le venía encima, mareándola. «Todos estamos afectados», aseguró Henry Norris Russell. «Nunca nos esperamos nada semejante».

A Lorenzo le impresionó que Shapley lo llamara a él, un estudiante, para caminar a su lado. También Lorenzo acostumbraba meditar en el camino. Erro tenía la misma afición. Le daban tres o cuatro vueltas al perímetro del Observatorio, sumidos en sus reflexiones. «Venga, vamos a caminar», le pedía Lorenzo a su interlocutor «puedo pensar mejor allá afuera». A él le servían sus pasos en la tierra para hacer un análisis sistemático del problema, un pie tras otro, siguiendo el hilo de su pensamiento, y a veces, el de su hermano Juan, que con su conocimiento de las matemáticas apoyaba su intuición. Lorenzo descubría así la inteligencia de su interlocutor, sus ideas brillantes y a veces poco prácticas, otras prácticas y sin imaginación, otras descabelladas; Juan discutía con fiereza y salían las primeras reglas de operación para atacar cualquier problema. Insistía: «Necesitamos laboratorios, equipos, material. Falla el material humano». Oír hablar a Carlos Graef era lo más estimulante que podía sucederles a ambos.

Aunque Graef había sido campeón de los tres mil metros planos, el remero más resistente del Club Alemán y un clavadista de primera, ahora se negaba a caminar. Sin embargo, en esta ocasión se unió a Shapley en el espléndido paisaje y Lorenzo los acompañó, feliz.

El doctor Donald Menzel, experto en nebulosas, pidió la palabra:

—No cabe duda de que la conferencia fue una de las más importantes de la historia de la ciencia. Su relevancia puede medirse con sólo ver el gran número de descubrimientos reportados por primera vez aquí en México.

La conferencia habría de seguir en la Universidad Autónoma de México y terminar en la Nicolaíta de Morelia, donde recibirían un doctorado
Honoris Causa
Harlow Shapley, Manuel Sandoval Vallarta, Henry Norris Russell y Walter Sydney Adams.

El esfuerzo mexicano había dado frutos. «Debemos tratar a México de otro modo». Querían publicar trabajos de los mexicanos e invitarlos a formar parte de la comunidad científica internacional. Henry Norris Russell, director del Observatorio de la Universidad de Princeton, le extendió una invitación a Luis Enrique Erro, Walter Sydney Adams especificó que los mexicanos podrían tener un tiempo de observación en Monte Wilson, Otto Struve, del Observatorio de Yerkes en Chicago, hizo lo mismo. El doctor J. A. Pearce, del Dominion Astrophysical Observatory de Canadá, llamó a los mexicanos: «Colegas». «Con menos elementos y más ingenio alcanzan lo que muchos dentro de sus grandes laboratorios no han logrado».

Manuel Sandoval Vallarta, profesor de Física del Instituto Tecnológico de Massachusetts, era un ejemplo vivo del calibre de los científicos mexicanos. «Hombres así pueden competir en cualquier parte del mundo».

Pasada la exaltación del estreno de la cámara Schmidt, Erro se dio cuenta de que necesitaba gente y poco a poco disminuyó su euforia. La institución, salida de la nada, amaneció con los brazos vacíos. Sus investigadores se enfrentaban a un tema nuevo y desconocido. Los únicos con formación académica eran Graef, Paris Pishmish, Alba Andrade y Recillas, a punto de recibirse. Carlos Graef, por más brillante que fuera en la física teórica, no tenía adiestramiento astronómico y quería dedicarse a los fenómenos gravitacionales, y eso —había advertido con frecuencia— no podía hacerlo en Tonantzintla. Además lo reclamaban en la Universidad de México.

Absorbido por los problemas inmediatos del montaje del telescopio, Erro se daba cuenta ahora de las grandes lagunas del nuevo y flamante Observatorio, cuya primera riqueza era el telescopio tipo Schmidt, instalado bajo una cúpula dodecagonal, la primera en México.

En ese momento, a Harlow Shapley se le ocurrió proponerle a Erro invitar a Lorenzo de Tena a la Universidad de Harvard. Allá hacían falta jóvenes astrónomos, y a Tena le haría un bien infinito familiarizarse con otros telescopios, ver la forma norteamericana de hacer ciencia. Además, Shapley se dio cuenta, durante sus días en México, de que al muchacho la idea del cambio no le disgustaba.

—¡¿Cómo que se va usted a Estados Unidos?! —le tembló la voz a Erro, que empezó a verificar su aparato de sordera con una mano—. ¿Quién va a hacer estudios de los colores estelares de las magnitudes y espectros de la Vía Láctea Austral? Usted le pertenece al cielo del sur, al polo galáctico, a Carina, a la constelación de la Cruz del Sur, a las nubes de Magallanes. Me es indispensable. Para colmo, la cámara Schmidt tiene defectos, y aunque éstos no impiden su operación, sólo podrán corregirse después de la guerra.

Lorenzo recordó su primera noche ante el telescopio y la emoción sentida al ver el cielo. Cuando pasó a despedirse de Erro decidió hacerlo también de la Schmidt. Su suerte estaba echada. Se dedicaría a la ciencia de los astros. Desde su planeta Tierra estudiaría los objetos en el cielo, el Sol, los pequeños planetas, los cometas, meteoros y meteoritos. Y también el material entre las estrellas, al que llamaban interestelar. Desde el momento en que había abierto la cúpula del telescopio y apuntado al cielo avanzaba hacia el lugar aún irreal que lo hacía sentir que empezaba a ser feliz.

16.

Desde el primer momento, Lorenzo supo que amaría a Harvard, donde los estudiantes crecían al igual que los frutales. Entre los árboles bien podados, las manzanas se asomaban a las aulas. Hasta los vasos de leche eran culturales. Lorenzo entró a un
drugstore
(¡qué extraño que los clientes pasaran de la comida a los medicamentos, pero a lo mejor es consecuencia lógica!) y pidió en su incipiente inglés:

—An apple pie and a glass of milk.

—A glass of what?

—A glass of milk.

—What?

—Milk.

—I don´t understand you.

—Milk, meeeelk, melk, milk.

La mesera se le quedó viendo impávida. Lorenzo entonces ordeñó en el aire las ubres de una vaca.

—A glass of cow juice.

La sádica le trajo el vaso de leche para acompañar el pastel de manzana y Lorenzo juró no regresar.

Las primeras semanas se sintió muy solo. Todo en Harvard estaba calculado para que los jóvenes no hicieran otra cosa sino estudiar. Boston, ¡qué bella ciudad de tabiques rojos! Entró al Palacio de Justicia, atraído por el recuerdo de la Escuela Libre de Derecho y las películas en las que testigos muy pálidos juran sobre la Biblia y un juez impasible hace resonar su martillo sobre la madera. El estrado de caoba era, en efecto, imponente, los doce hombres buenos que dan su veredicto —ellos sí, honestos— seguían el proceso interrumpido por el grito del abogado defensor: «Protesto, su señoría». Un murmullo de aprobación brotaba de la audiencia. «Igualito que en las películas», pensó Lorenzo. Admiró la belleza del recinto, sus barandales pulidos, la luz que reconstruía la iluminación cinematográfica, pero no pudo dejar de pensar en Goya y en su gran magistrado con cabeza de burro, la justicia atravesando el aire con aspecto de bruja y un palo enterrado en el trasero. Era increíble la frecuencia con la que pensaba en Goya. Cuando se alzaron las voces y el juez de cara cuadrada y pelo gris, igual al burro de Goya, amenazó con desalojar la sala, Lorenzo aprovechó para salir. Afuera respiró. Qué bueno haber canjeado los códigos por el telescopio.

Las noticias de la guerra eran la constante en los noticieros y en las calles de Boston. Se hablaba en tono misterioso de la energía nuclear, pero sobre todo de las bajas que sufría la Royal Air Force inglesa y cómo evitarlas, de los bombardeos a las industrias de guerra alemanas y de los aviones-caza con su piloto y su artillero de cola que atacaban Berlín; algunos pilotos tenían en su hoja más de treinta misiones. ¡Qué heroísmo el de Inglaterra bajo los bombardeos! Lorenzo escuchó decir al viejo físico Tom Brandes que esta guerra era una continuación de la de España contra el fascismo, la que había cobrado tantas vidas en la guerra civil de 1936, la de las brigadas de hombres libres del mundo entero. Brandes tenía muchos amigos de la Lincoln, tipos estupendos.

Por Brandes, Lorenzo empezó a comprar el periódico
The Masses
. Pacifista, Tom sostenía que ninguna guerra es justa y sus consecuencias son atroces. Hitler personificaba el mal, había que acabar con su demencia. Tom alegaba que en las guerras hay más muertes por torpeza, ignorancia y cobardía del Alto Mando que por combate. Desconfiar de los que están en el poder, crear una sociedad crítica de sus gobernantes, era el primer paso hacia la civilización. ¡Qué aberrante enviar a tantísimos jóvenes al matadero! Enlistarse en cualquier ejército era imbecilidad, no amor a la patria. Dentro de la atmósfera de patriotismo inducido en los jóvenes que esperaban impacientes ser reclutados, sus palabras caían mal. «Viejo chocho, decrépito, cretino, se le ha reblandecido el cerebro», decían.

Tom Brandes percibió que el mexicano compartía su angustia y a él dirigió todas sus baterías.

Fuera de escuchar a Brandes y ver los noticieros Movietone, el mexicano se dedicó a observar. No se había preocupado por la guerra civil de España aunque Revueltas le hablaba de ella porque su hermano Silvestre, delegado al Congreso de Valencia en 1937, regresó inflamado de pasión por la lucha republicana. Cuando empezaron a llegar los refugiados españoles, Lorenzo vivía en Tonantzintla, pero lo enorgulleció que México fuera uno de los países en darles asilo. Luis Enrique Erro, indignado porque el clero y la mayoría de los católicos apoyaban a Franco, se apasionó por la suerte de los antifascistas y de no ser por su excesiva preocupación por el telescopio habría ido a poner una bomba en la Unión Militar Fascista de México.

La de España había sido una guerra fratricida a diferencia de ésta en la que los ingleses, los franceses, los rusos, Europa entera y ahora los norteamericanos manifestaban su irreconciliable oposición a la Alemania nazi. Lorenzo salía asqueado del cine en busca de Tom Brandes: «Ésta es una carnicería y un crimen», asentía, pero, a diferencia suya, le entusiasmaba la probable victoria de los Aliados.

«La otra manera de hacer ciencia», de la que Shapley le habló en Tonantzintla al invitarlo a Massachusetts, Lorenzo la vivía frente al telescopio de Oak Ridge, el más potente al que se había enfrentado hasta ahora. «Con razón Shapley hizo lo que hizo». Frente a la espléndida consola de mando y todos sus botones, experimentaba una saludable envidia. «¿Cuándo llegaremos a esto?» ¡Bueno sería que los telescopios se vendieran en serie como las bicicletas o los refrigeradores y no hubiera más que escoger la mejor marca! Este telescopio alcanzaba los objetos más débiles y lejanos que Lorenzo había visto. Aprendería a manejarlo aunque se enfermara. Un espejo recolectaba la luz de los cuerpos celestes, los anillos de Saturno eran espectaculares y ver las lunas de Júpiter, un regalo tan inesperado como las de Marte. Se había apasionado por las nebulosas planetarias, envolventes gaseosas de estrellas que se encuentran en las últimas etapas de evolución justo antes de convertirse en enanas blancas. Bart Jan Bok le indicó que las nebulosas planetarias son esenciales para estudiar la evolución química de la galaxia y Lorenzo se lanzó a buscar objetos con líneas de emisión en la dirección del centro de la galaxia, y encontró sesenta y siete nuevas nebulosas planetarias.

Lorenzo permanecía frente al telescopio mucho más tiempo que el estipulado. La guerra le regalaba ese tiempo de observación. Ni por un momento habría pensado en ceder al cansancio. Primero muerto que darse por vencido.

Además del telescopio le impactaba ver el conjunto de los edificios modernos, los laboratorios con equipo insuperable, los talleres, todo funcionando a la perfección. El personal le pareció numeroso y competente, a pesar de que le advirtieron que no eran ni la mitad de los que deberían ser, pues muchos estaban en la guerra. En Harvard se exploraba el cosmos con todos los instrumentos posibles, el investigador tenía a su alcance, además de la luz visible, el radio, rayos X, ultravioletas, infrarrojos y cósmicos. Los físicos, los astrónomos y los biólogos se comunicaban entre sí. Norman Lewis, rechazado por el ejército debido a su mala salud, era experto en radioastronomía. «Es la única forma de encontrar una nueva civilización», le dijo a Lorenzo, quien se mordió la lengua para no responder que para él no había vida en otros planetas y que los extraterrestres eran cosa de ciencia ficción. A él le había asombrado la credulidad de la gente que en 1938 en Nueva York, al escuchar a Orson Welles anunciar por la radio CBS una invasión marciana, salió corriendo de su casa, enloquecida. Hasta ahora ningún ser del más allá se había presentado sobre la Tierra. No había un solo indicio ni la más mínima prueba de un contacto extraterrestre. «Vamos a cambiar opiniones. Te invito a mi casa». «Son muchísimos los planetas muertos», insistió Lorenzo. «Sí, pero son muchos más los que tenemos que descubrir. Tú dedícate a tus objetos extremadamente débiles y a lo mejor entre ellos encuentras uno artificial y si lo descubres, será obra de seres inteligentes y entonces me darás la razón».

En la noche, Norman Lewis reinició la discusión. Su ceja izquierda levantada parecía estar siempre escuchando un mensaje del más allá: «Así somos los radioastrónomos», reía. Muy pálido, de rasgos delicados, bajo su transparencia de taza de porcelana una vena azul saltaba en su frente, pero lo que más llamó la atención de Lorenzo fueron sus manos, parecían las de otro hombre. Eran como las manos de la humanidad entera, las de un trabajador, grandes y callosas. Cuando Norman las dejaba caer, Lorenzo las extrañaba.

En estos días los científicos hablaban de la destrucción. Aunque Norman rechazaba el postulado militar de que «la máxima defensa es el ataque», alegaba: «Hay que ser realistas. ¿Nos vamos a dejar asesinar?». Admirador de Oppenheimer, la supremacía de los Estados Unidos lo tenía alelado. Había, sí, una ciencia buena y una mala, y desde luego él estaba del lado de la buena, a diferencia de los rusos, que ocultaban sus descubrimientos. En un momento dado, Lorenzo declaró su admiración por la URSS, como lo hubiera hecho El Pajarito Revueltas, y pensó: «Aquí se acaba todo», pero Norman, el de la autoridad, le puso el brazo alrededor de los hombros y se inclinó hacia él: «Tú y yo tenemos mucho que discutir pero antes vamos a cenar. Mi amiga Lisa va a hacer espagueti». Entonces Lorenzo notó que en el laboratorio una muchachita rubia algo insípida lo miraba con insistencia.

Other books

My Russian Hero by Macguire, Jacee
For the Longest Time by Kendra Leigh Castle
Tidewater Inn by Colleen Coble
A Hard and Heavy Thing by Matthew J. Hefti
The Call of Distant Shores by Wilson, David Niall, Eggleton, Bob
Sweet Starfire by Krentz, Jayne Ann
The Thames River Murders by Ashley Gardner