Erro lo hacía reír. Gracias a la radio de Tacubaya, se oyó por primera vez en México música de San Antonio, Texas. «El Observatorio por poco y desaparece porque el público prefería escuchar música gringa: “Daisy, Daisy” y “Oh my darling, oh my darling, oh my darling Clementine”».
El director del Observatorio de Harvard citaba a Erro con frecuencia. ¿Sabía Shapley que el sol determina el sexo de las tortugas? Si los huevos recibían mucho sol dentro del nido de arena, serían hembras, si la temperatura era fría, machos. Ecléctico, Shapley decidió recibir con regularidad a ese interlocutor de altura, que además lo distraía. Cada encuentro lo fortalecía en su intención de impulsar un observatorio moderno en México. Antifascista como Erro, se había preocupado por traer a los científicos europeos en peligro a los grandes centros de enseñanza estadounidenses. ¿No estaba Einstein en Princeton desde octubre de 1933? Seguirían viniendo judíos y no judíos expulsados por la guerra y el liberalismo de Shapley le crearía problemas con McCarthy. En cambio, los norteamericanos trataban a México como su traspatio y él sentía curiosidad por ese vasto territorio en el cual el tiempo se medía de otra manera. Los mexicanos suplían con inventiva su falta de academia y de laboratorios, y a lo mejor su misma virginidad los haría llegar a conclusiones inesperadas. Desde luego, Erro lo había desarmado. Shapley creía en la comunidad de las naciones y como Europa estaba entrampada, ahora buscaba el panamericanismo. Unirse a América Latina y ganarla como aliada era una mejor política que la del
Big Stick
.
Carlos Graef Fernández contribuyó a la simpatía de Shapley por Erro. ¿Se había fijado en el aparato de sordera que usaba Erro? Le reprodujo una escena en la Cámara cuando Erro, diputado de la XXXVI legislatura, arrebataba a sus oyentes; durante alguna de sus célebres polémicas se desató una balacera, los legisladores se aventaron bajo las curules de terciopelo rojo y el diputado Erro siguió en la tribuna. Cuando terminó su magnífica alocución, sus compañeros lo felicitaron:
—¡Eres un valiente!
—¿Por qué?
—Porque a la hora de la balacera ni siquiera te agachaste.
—¡Qué! ¿Hubo una balacera?
En otra ocasión, al caérsele su aparato contra la sordera, se inclinó para buscarlo y la bala a él destinada pegó en el respaldo del asiento delantero.
Graef le reprodujo el diálogo entre Erro y el futuro presidente de la República:
—¿Qué puesto quiere ocupar en mi gobierno?
—Quiero un observatorio astrofísico.
—Lo tendrá con una condición, que sea en mi Estado —accedió Ávila Camacho.
Era impensable que algo así sucediera en Estados Unidos. Shapley nunca había puesto dinero de su bolsa en su propia investigación. Las cosas no funcionaban así, el Estado proveía. «Some guys, these Mexicans!». Graef era brillante. Riguroso y objetivo, Manuel Sandoval Vallarta se hizo amigo del Premio Nobel Arthur Compton y Norbert Wiener lo estimaba así como a Arturo Rosenblueth, una lumbrera en cibernética. No cualquiera se graduaba de MIT. A los veintiséis años, Sandoval Vallarta tenía la reputación de ser un investigador de primera. Él y el abate Georges Lemaître eran autores de una teoría de rayos cósmicos. ¡Diablo, estos mexicanos tenían algo adentro y había que ayudarlos!
Escuchar a Erro era un regalo inmerecido, así lo vivía Lorenzo. Sin sospecharlo, Erro le ofrecía una salida a su angustia. «No vaya usted a creer que estamos en la calle. Manuel Sandoval Vallarta tomó el curso de relatividad de Albert Einstein, el de teoría electromagnética de Max Plank, el de mecánica ondulatoria con Erwin Schrödinger. Permaneció tres años en Berlín, que como usted sabe, es el centro mundial de la física. Carlos Graef trabaja con los más eminentes físicos teóricos del mundo y se llevó a Harvard al joven Félix Recillas, una promesa en matemáticas. Chandrasekhar se interesó en él. A pesar de nuestra falta de equipo, Tena, en la Universidad hay gente de primer nivel. Así como en MIT han destacado los mexicanos, en México Sotero Prieto formó a Graef y a Barajas, a Nápoles Gándara, a López Monges; la investigación científica y la educación superior se consolidan, pero tenemos que interesar al gobierno para que nos ayude, porque si los gringos lo hacen todo, perderemos nuestra autonomía».
El nacionalismo de Erro coincidía con el de Lorenzo. «Welcome, welcome, Mister Buckley» era una de las vergüenzas de su infancia.
—Si no convencemos al gobierno de que impulse a la ciencia, no habrá observatorio.
—Pero ¿cómo? Son unas bestias apocalípticas…
—Desde luego, si usted los llama bestias, no va a lograr nada. Demuéstreles que sin ciencia no saldremos adelante, no seamos pusilánimes. Manuel Sandoval Vallarta no lo fue en el MIT y vea usted los resultados; transformó al instituto de simple escuela de ingeniería en centro de investigación avanzada en física y matemáticas, claro, con la colaboración de otros cerebros. Vea usted, amigo Tena, lo que el MIT representa en el mundo de las ciencias. No hay razón para que México se quede a la zaga. Hay que convencer al gobierno.
—Eso sólo usted que los conoce y sabe torearlos.
—O se dan cuenta de que es un deber primario con la humanidad y con ellos mismos o se los lleva la trampa. Por lo pronto, me he propuesto reclutar astrónomos para un nuevo observatorio. Tacubaya no sirve. Necesito cerebros. Véngase conmigo, no se arrepentirá. Usted tiene madera de astrofísico.
¡Qué sorpresiva la vida y qué grande! Mucho más grande que uno, tenía razón Revueltas. Ya le andaba por contárselo. Sentía que ahora vivía mientras Revueltas se debatía allá abajo, en el caldo de cultivo de su paternidad recién estrenada, en ese caldo primario y hormonal en el que las mujeres empantanan a los hombres con su diminuto cerebro y su útero que se esponja cada mes. También
Combate
se movía a nivel celular, le faltaba sangre nueva, entrar en contacto con una realidad que seguramente le resultaría espantosa. Era mejor abstraerse y esa posibilidad se la brindaba Luis Enrique Erro.
El día era sólo un tránsito en el que cumplía de mala gana las tareas encomendadas por Bassols y que además no lo llevarían a nada. De eso, Lorenzo tenía la penosa certeza. La noche se hizo día y el día un somnoliento compás de espera.
Lorenzo abría los ojos con el trino del primer pájaro y se repetía: «Esto sí es vida». Corría enfebrecido a la colonia del Valle a revelar las placas. Después de examinarlas en el microscopio, a las once de la mañana cerraba con religiosidad la puerta de ese templo que le proporcionaba tanta riqueza y se iba a la primera fonda a almorzar y luego a la Liga de Acción Política. Las visiones del microscopio lo perseguían en todo momento, las imágenes eran música y pintura: veía a Miró, a Klee, a Kandinsky, escuchaba las melodías del espacio, sonidos de flauta que podrían remontarse a sesenta mil años y que bajaban a mezclarse con el oxígeno, la lluvia, los rayos de sol. En las calles por las que caminaba, cada detalle adquiría otra dimensión, encontraba relación con las hojas de los árboles y las hendeduras en la superficie de los muros, los efectos de la luz sacaban la verdadera estructura de objetos que él había visto en el cielo, veía espirales y brazos de galaxia en las células más pequeñas y más ordinarias. Los fenómenos celestes habían irrumpido en su vida cotidiana y hasta en un par de maderos cruzados veía una estrella o los ejes de una explosión de supernova.
Ahora su vida estaba guiada por la Cruz del Sur, rica en nubes estelares, giraba al ritmo vertiginoso de la nebulosa de Andrómeda, el cinturón de Orión lo tenía preso, su espada lo había armado caballero.
A partir de ese momento las estrellas rigieron sus hábitos. A las cuatro de la tarde regresaba a su casa a dormir. La calle, los portazos, la luz molestaban su sueño, pero el cansancio lo vencía. Ya no pensaba sino en esa extraordinaria y gigantesca organización de miles de millones de soles de la que él era parte. Todo volvía a su justa proporción. La muerte de Florencia había tenido una razón de ser, también la de Joaquín de Tena, seguramente en el oxígeno existente y sobre todo en el dióxido de carbono exhalado por La Blanquita andaba el aura de su madre. Las delicadas combinaciones moleculares fueron las que empujaron a Emilia a San Antonio y los rayos cósmicos, los autores de la vida de Santiago. La de Leticia ya no le parecía tan afrentosa, obedecía a leyes, a la combinación del metano, el agua, el amoniaco, el hidrógeno, el uranio, y si resultaba primitiva era porque Emilia, la mayor, con su rebeldía, había logrado salvarse de los males de la condición femenina y su descomposición vegetal. Ahora Lorenzo pensaba más en los isótopos radiactivos que en las planillas del autobús, y las propiedades químicas y espectroscópicas señaladas por Luis Enrique Erro sustituían a las formas que creyó inmutables, la de la sociedad mexicana cruelmente jerarquizada que había rechazado a su madre.
«¡La tía Tana! ¡Se me borró por completo la tía Tana!», despertó sobresaltado una tarde y decidió ir a verla. Hacía seis meses que no la visitaba. ¡Qué raro, no sentía contra ella el menor rencor!
La salud de su tía, considerablemente desmejorada, lo alarmó. «Son los años», dijo Tila, robusta a más no poder. «La perra también ya se hizo viejita». El copete blanco de Fifí ya no era tan alto y su pelaje amarilleaba en el vientre, en las patas, alrededor de los ojos que las ojeras ahondaban en un socavón. También en el rostro de marfil de Cayetana, los ojos desaparecían. «Todos nos tenemos que morir», filosofó Tila. «Ya ve, don Joaquín, que era más joven, murió antes. A él todavía no le tocaba», reclamó rencorosa y otra vez lo hizo pensar en qué clase de relación había tenido con su padre.
A diferencia de Tila, Lorenzo tuvo el sentimiento de que Cayetana le haría falta. Juan andaba en lo suyo, Leticia también, Emilia y Santiago en los Estados Unidos, sólo su tía lo ligaba al pasado. Tana era su sangre, le hacía falta su memoria y su tiempo. Por más que pretendía razonarlo, su tía iba a llevarse algo que sólo ella podría darle y sólo él era capaz de asimilar. De pronto quería saber más. ¿Quién era su padre? ¿Cómo había conocido a Florencia, dónde, cuándo? Estaba lleno de preguntas sin respuesta. Un hilo de voz iba de su boca al oído de Lorenzo, intentaba tomar aire del espacio cercano a sus labios, el rostro exangüe palidecía. Acomodada entre cojines sobre su
chaise longue
, el pelo blanco mal recogido, Fifí acostada en sus piernas, Tana parecía esperar. Nadie la requería salvo la entrada en tromba de Leticia que girasoleaba por toda la casa llenándola de naranjas y de amarillos. Estoica, Tana nunca hacía el recuento de sus dolores o decepciones. Jamás un lamento. Ni un solo reproche. Al contrario. «La vida ha sido generosa conmigo».
Una tarde tomó la mano de Lorenzo y murmuró con su voz cascada: «Estoy orgullosa de ti». Lorenzo se llevó a los labios la palma transparente: «También yo de ti, tía», la besó sonriéndole.
De las entrañas de esa mujer cadavérica hubiera querido sacar alguna enseñanza pero ya era tarde. Tana habría de darle otra sorpresa. En los últimos días empezó a sudar frío y a temblar. «Es la enfermedad», se tranquilizó Lorenzo. «Es el miedo», sentenció Tila, cruel. «Su tía le tiene miedo a morir». Lorenzo se molestó. Tila no enjugaba con suficiente premura la frente empapada de su tía, no cambiaba su ropa de cama con rapidez. «Ya no se da cuenta de nada». «Sí se da cuenta, puesto que tiembla». «Es el miedo», repetía Tila. También la perrita Fifí sacudía su osamenta. Compartían las mismas mechas blancas caídas, alisadas con pipí y con la linfa de sus cuerpos desbaratados. Una tarde, Leticia entró dando un portazo y se inclinó para besar a su tía. Ésta se agarró con fuerza inesperada de su cuello y dijo en voz casi inaudible: «No me dejes». «Claro que no, tía, aquí estamos Lorenzo y yo». La muerte ejecutaba a Cayetana de Tena, clavándola a la cruz de La Votiva, la Sagrada Familia, el Sagrado Corazón, La Profesa, el University Club, el Jockey Club, el Club de Polo cuyos trofeos se empolvaban en la sala. Mientras la Virgen de Lourdes veía al cielo y las jaculatorias eran sólo balbuceos, las cuentas del rosario se volvían espinas en su cabeza. ¿Así termina la aventura humana?, se preguntó Lorenzo. Desgarrado, nada podía hacer frente a su boca abierta, el paladar expuesto, perdido todo pudor, el estertor de la muerte invadiendo cada resquicio. «¿No puedes cerrarle la boca?», le preguntó a Tila. «No, niño, no —se apiadó ella—, así es la muerte, tú nomás con no fijarte». Lorenzo quiso hacerse a la idea de que su paladar era el esqueleto de un diminuto navío en construcción pero como no funcionó, optó por mirar por la ventana. El estertor no iba a terminar nunca. ¿Cómo podían los pulmones de una moribunda producir un sonido tan poderoso? El aire que llegaba a su rostro no calmaba el ardor en sus mejillas. «Ojalá se acabe», murmuró para sí. «El miedo da muchas fuerzas», sentenció Tila. Leticia, ausente, hacía falta. Sin ella, todo se volvía sórdido. Sin pensarlo dos veces, Lorenzo prendió un cigarro. Tila no protestó. Ya para qué. Entonces se volvió a Tila y le dijo con los ojos llenos de lágrimas:
—No aguanto que esto le suceda. Creo que jamás he sentido tanto respeto por alguien como por ella.
Tila no respondió. Sólo en la noche, y ya en presencia de una Leticia que desbordaba vida y optimismo, Tana expiró. A los pocos días también, al séptimo rosario para ser exactos, Fifí la siguió y Lorenzo le ordenó a Tila que la enterrara en el jardín. «Abonará la tierra». Tila le comunicó: «Yo también quiero irme a mi tierra. Ya es hora. Quisiera llevarme el ajuarcito que me regaló su tía pero no sé cómo hacerle». Como un relámpago, Lorenzo recordó que una noche en que se había puesto smoking y luchaba contra su corbata de moñito en el gran espejo de la sala, su padre se colocó tras él, puso sus manos en torno a su cuello y la hizo perfectamente. «De esas cosas yo sí sé», intentó abrazar a su hijo. Sin darle las gracias, Lorenzo salió a la calle a esperar a Diego Beristáin. Por un segundo, el del relámpago, le remordió la conciencia. «Pobre papá, en el fondo era inocuo».
Lorenzo alquiló un camión de mudanza y cuando cerró por última vez, tras de Tila, la puerta de la casa en la calle de Lucerna, supo claramente que si tía Tana se había llevado consigo sus pobres secretos, él descubriría otros y éstos, por definición, serían esenciales.
La muerte de Cayetana tuvo el carácter de exclusividad y recato que dicta la elegancia. De todas las tristezas, la que más le caló a Lorenzo fue la de Tila, que repetía, la cabeza escondida dentro de su delantal: «La señora Tana era muy buena, muy buena, muy buena». Pronto la casa se desmembró. Lorenzo se enteró con sorpresa que era de alquiler. Tana, por orgullo, nunca lo reveló. Con razón cuidaba tanto el dinero. Los muebles más bellos se los llevó la tía Almudena a Houston. Algunos se los daría a Emilia, si es que los pedía. O a Santiago. ¿Quería Lorenzo quitárselos de encima como le había quitado la partícula «de» a su apellido o deseaba conservar algún biombo colonial, algún bargueño? Claro que Lorenzo no quería nada, si ni a casa llegaba. «Tía Almudena, todo es tuyo, sabrás cuidarlo mejor que nadie».