«Mamá, ¿allá atrás se acaba el mundo?».
Esta frase abre camino a una historia fascinante: la de un hombre de enorme talento destinado a desentrañar los misterios de la astronomía. Lorenzo de Tena, inconformista y rebelde, deberá luchar contra las desigualdades sociales, las trampas burocráticas y las tentaciones políticas para ver realizada su vocación. Pero los mayores retos de su búsqueda no vendrán de la ciencia sino de la cara más oculta de las personas, la que esconde las pasiones y los sentimientos.
Una novela que, como un telescopio, nos acerca a los desafíos más inalcanzables: las estrellas y el amor.
Elena Poniatowska
La piel del cielo
ePUB v1.0
gosubUSK15.07.12
Título original:
La piel del cielo
Elena Poniatowska, 2001.
Editor original: gosubUSK (v1.0)
ePub base v2.0
A Mane y Viviana
,
Felipe y Pepi
,
Paula y Lorenzo
,
mis hijos
.
—Mamá, ¿allá atrás se acaba el mundo?
—No, no se acaba.
—Demuéstramelo.
—Te voy a llevar más lejos de lo que se ve a simple vista.
Lorenzo miraba el horizonte enrojecido al atardecer mientras escuchaba a su madre. Florencia era su cómplice, su amiga, se entendían con sólo mirarse. Por eso la madre se doblegó a la urgencia en la voz de su hijo y al día siguiente, su pequeño de la mano, compró un pasaje y medio de vagón de segunda para Cuautla en la estación de San Lázaro.
Que la locomotora arrancara emocionó a Lorenzo, pero ver huir el paisaje en sentido inverso, despidiéndose de él, lo llenó de asombro. ¿Por qué los postes pasaban a toda velocidad y las montañas no se movían? Nada le preocupaba tanto como la línea del horizonte, porque seguramente llegarían al fin del mundo y caerían con todo y tren al abismo. Cuando se iba acercando a la parte más alta de la montaña, Lorenzo se levantó varias veces del asiento. «Allí viene el barranco; ahí se acaba todo». En los ojos del niño, Florencia leyó el horror al vacío.
—No, Lorenzo, vas a ver que todo recomienza. Vas a encontrarte con un valle y a continuación otro valle. Después del Popo y del Izta hay otras montañas, otro horizonte, la Tierra es redonda y gira, no tiene fin, sigue, sigue y sigue, las puestas de sol dan la vuelta y van a otros países. Nunca se acaban.
Aquel viaje alimentó a Lorenzo durante meses. Antes de dormir volvía a repasarlo para descubrirle algo que se le había escapado. El viaje le planteaba dilemas. «Entonces lo que veo, mamá, es sólo una parte insignificante de la totalidad». La alarmante limitación de los sentidos era motivo de otro desvelo. «¿Por qué el ojo no ve más allá? ¿Por qué no abarca más campo? ¿Entonces, mamá, soy yo el que no da para más?».
—Dentro de poco ya no tendré respuestas, las encontrarás en la escuela —advirtió.
Florencia conocía las cosas de la Tierra y del cielo, la multitud de seres vivos en el aire y en el agua. «Esta noche tenemos que taparnos bien, porque va a hacer frío. Fíjate, m’hijo, cuántas estrellas y cómo brillan». No había necesidad de escuela. Florencia gozaba enseñándoles a los cinco. No contó con que el mayor pondría en duda lo establecido. Sólo un libro de lectura le era suficiente, el de la naturaleza. «A ver, Emilia, píntame un círculo aquí sobre la tierra. Tú, Lorenzo, píntale otro encima».
Juan y Leticia eran espectadores.
—Tú, Juan, dime qué es…
—Son dos jitomates encimados.
—¡Un ocho! —gritaba Lorenzo.
Reían. Los círculos se multiplicaban, los palitos, los puntos sobre las íes y las historias acerca de la edad de los árboles, los anillos que en el tronco remontan los años, el polen en el centro de las flores, el cristal convexo que logra encender la fogata con el rayo de sol.
Florencia no dejaba de encandilarlo. La madre respondía a sus porqués como ningún maestro. Su rostro se cubría de sudor al jugar con sus hijos. Imposible permanecer inmune al sortilegio de su cuerpo, de sus piernas que daban pasos de danza siguiendo alguna música interior o zancadas fluidas como de río bajo enaguas también ondulantes.
Lorenzo y Juan se parecían, el mismo torso, los mismos ojos inquisitivos, el mismo nerviosismo. ¡Cuánta gracia en Emilia y Leticia! Habrían flotado de no ser por su cercanía con la huerta. «Angelitas», las llamaba doña Trini. «Allá vienen las angelitas», decían los vecinos porque caminaban sobre la punta de los pies y sonreían a quien se les pusiera enfrente.
Despertar en San Lucas era abrirse al primer rayo de sol. Florencia los sentaba a desayunar en medio de risas. De una cesta dorada salía el pan caliente y también dorado y la mermelada y la mantequilla confeccionadas por ella. ¡Los grandes tazones de café con leche, qué maravilla! «A ver a quiénes les salen mejores bigotes», reía viendo a sus cinco hijos, el más pequeño, Santiago, sobre sus rodillas. Lorenzo y Emilia, los mayores, la devoraban con los ojos; los que seguían, Leticia y Juan, no podían vivir sin ella. Después del desayuno corrían a la huerta, a las tareas de su responsabilidad.
—Emilia y Lorenzo son los únicos autorizados para sacar agua del pozo.
También eran los escogidos para encender las velas en la noche, dar pastura a la vaca y Emilia ya sabía ordeñarla. A Lorenzo le gustaba el sonido del chisguete de leche en la cubeta, pero nada lo atraía tanto como visitar a El Arete. En el momento de su entrada, El Arete volvía la cabeza con el gesto más gallardo imaginable y afocaba sus ojos centelleantes en la puerta. En guardia, sus orejas al aire, parecía preguntar algo. Todo él era oro líquido, un oro que tiraba a rojo, tanto que habían dudado en llamarlo Colorado. A Florencia le gustó El Arete por delicado, fino, lucidor como el oro columpiándose en el lóbulo de su oreja.
El caballo tenía siete años, tres menos que Lorenzo: «Para mí ese animal es más misterioso que las pirámides de Teotihuacán —decía, Florencia—, no lo vamos a conocer nunca. Este caballo es para ti, Lorenzo, y la burra para Emilia».
—Sí, sí, la burra de Emilia.
Florencia investía las labores matutinas en la huerta con un ritual exacto que las sacralizaba. Nada más importante que hacerlo bien, sacar el día adelante. A los animales había que cuidarlos, a los árboles y a las plantas también. De la tarea hecha conscientemente dependía el orden del mundo.
A las seis llegaba Amado. Los niños lo querían. Era «el trabajador de los Tena». Nadie sabía bien a bien de dónde venía ni dónde dormía, pero su total devoción por doña Florencia saltaba a la vista. Iba por pastura, acomodaba las pacas, limpiaba el establo, componía lo irreparable con una lenta y asoleada sabiduría mientras devanaba con voz pausada cuentos de su pueblo que se le quedarían grabados a Lorenzo.
En la tarde, los niños tenían permiso de acompañarlo a vender la leche sobrante y a caminar por un Coyoacán arbolado porque él los cuidaba mejor que cualquier mujer. Sobre todo al más pequeño, Santiago. A horcajadas sobre sus hombros inauguraba para él una insuperable manera de ver el mundo. Con su criatura en alto, parecía un San Cristóbal a mitad del río.
Años antes había cargado a Lorenzo en la misma forma mientras le contaba de los gladiadores romanos.
Graco, el mejor de los gladiadores, el más diestro y fogoso de los esclavos, pidió al emperador permiso para luchar contra su maestro. Aunque sorprendido, porque ningún discípulo lo había desafiado, el emperador lo concedió siempre y cuando el anciano aceptara.
Graco, el joven, encontró a su mentor, de pelo blanco y músculos cansados, sentado al sol de la tarde sobre una piedra caliente, su noble rostro en actitud contemplativa.
—Maestro, quiero luchar contigo.
—¿Por qué conmigo, hijo, si todo lo que sabes te lo enseñé yo?
—Porque eres el único al que no he vencido.
El antiguo gladiador lo miró largamente.
—Está bien, lucharemos.
En medio de fanfarrias, de la expectación y el morbo de la multitud, los luchadores entraron al Coliseo. Desde su palco real de oro y plata, el emperador dio la señal. Todos los cuellos se tensaron al acecho. Se inició la lucha. A medida que transcurría, el joven se veía más fuerte y ágil, el viejo daba traspiés, sin aliento bajo los golpes despiadados de Graco. Un lamento femenino recorría las graderías cada vez que el maestro mordía el polvo. Lorenzo imaginaba a los luchadores, de túnicas cortas y fuertes piernas calzadas con sandalias iguales a las del libro que en la noche hojeaba con su madre. En una de sus caídas, Graco se atrevió a ponerle el pie encima, un agudo murmullo apretó el círculo en torno a la arena. El viejo sangraba, ni un solo pedazo de su cuerpo libre de heridas, y de pronto, y ante el azoro general, derribó al joven y apretó su cuello sin matarlo. El emperador entonces declaró victorioso al más notable de los gladiadores y cuando ambos salían por un túnel del Coliseo, Graco reclamó:
—Maestro, eso nunca me lo habías enseñado.
—No, porque es la llave del traidor.
El mismo arrobo que ese cuento le producían los conocimientos de Florencia al enseñarle a descifrar esas arañitas danzarinas difíciles de atrapar: las letras. «Son veintiséis, recuérdalo, veintiséis». Gracias a ella destacó en el primer año de escuela porque sabía leer, sumar y restar. «Yo no terminé la primaria, hijo, no quiero que a ustedes les pase lo mismo». Florencia enseñaba a cada paso en la huerta. Trazaba un signo en la tierra: «¿Adivinen qué letra es?». En la cocina, los ponía a vigilar el momento de la subida de la leche para que entendieran la pasteurización y los mayores se disputaban el privilegio de retirar la olla a tiempo, fascinados por el estallido de las burbujas y la subida del vapor. «¡Mira, bailan y cantan!».
En la noche, los misterios se volvían más impenetrables. Florencia los hacía reconocer la Osa Mayor y la Menor y las Siete Cabrillas, y en la casa a la luz de la vela, frente a la pared, les enseñaba a formar con sus manos la mariposa, el caracol, el lobo, en sombras chinas. También resultaba mágico lanzar pompas de jabón. «Flotan porque pesan menos que el aire», les decía, y de allí a hablar de los hermanos Wright no había más que un paso y Lorenzo lo dio de la mano de Florencia.
Los animales de la huerta eran parte de su aprendizaje. Ver que el polluelo —esa cosita fea y endeble con su ridículo piar— se convertía al cabo de unos meses en un imponente gallo de cresta de monarca era un prodigio. La burra de Emilia, en cambio, era zonza, inamovible, gris, imposible comunicarse con ella, pero el gallo tenía mucho que mostrar y sus actitudes impresionaban a Lorenzo por su trato desdeñoso con las hembras. Súbito y colérico montaba a la gallina y la tonta se sometía doblando el pico y cerrando los ojos. La intensa vibración de sus plumas incendiaba la atmósfera y los pensamientos de Lorenzo. Una enorme oleada de vida salía del corral cuando lanzaba su canto, al que respondían otros gallos coyoacanenses. «Kikirikí, no quiero flojos aquí», coreaba Florencia risueña. El gallo, el cuello alargado, estallaba como un flamboyán, era un animal en flor o una roja flor de plumas que desafiaba al universo.
También el pito rojo del Orión salía a veces de su matorral de pelos intrigando a Lorenzo. Con Santiago en brazos, bien amarrado dentro del rebozo («cada día pesa más», sonreía Florencia), la madre ponía todo en su lugar con una naturalidad que Lorenzo no habría de encontrar en ninguna otra mujer. «Es que se lo quiere acomodar dentro a alguna perra, anda ganoso». Al ver la atención que su hijo le daba a los acoplamientos del gallo y del perro pastor, Orión, Florencia le explicó que las especies todas, plantas, animales, hombres, se cruzan para no morirse. «Es su afán, hijo».