Indignado, Lorenzo eliminó a su hermano de su vida. «Un padrote, eso es Juan, un padrote. Me lo voy a madrear». Pasaron los días y Lorenzo desistió de su propósito. Después de todo, cada quien había agarrado su camino y Lorenzo no podía responsabilizarse sino de Leticia, que ya era mucho paquete.
Ahora, en el Observatorio de Tonantzintla, Lorenzo se llenaba de asombro al exhumar a ese hermano impenetrable. ¿Qué pensaría Revueltas, tan unido a sus hermanos Fermín y Silvestre? A Juan lo veía con extrañeza. No es que quisiera acercarse a él, más bien buscaba descubrirlo. Se lo preguntó en alguna de sus largas caminatas: «¿Qué clase de bicho eres? ¿Cómo llegaste hasta aquí?». Ambos compartían una rabia sorda que a veces reventaba y los ponía a temblar, distorsionándolos a ellos y su visión del mundo. «¿En dónde anduviste, hermano?», lo interrogó un día en que bajaron al pueblo y decidieron ir a comer hasta Puebla. Los dos fumaban. Prendían su cigarrillo con la colilla del anterior. «Vamos a dejar de fumar algún día», lo conminó Lorenzo. «Prefiero dejar de comer», rió Juan, y en eso también se reconoció en él.
Sentados en el camión, además de disertar acerca de los enigmas de la cuadratura del círculo, Juan, entusiasmado por el interés del mayor, le contó de sus negocios y a medida que los enumeraba Lorenzo fue poniéndose más sombrío. Juan, dueño de una fundidora, volvería a tener otra; adquirió un terreno para construir en él hornos de alta temperatura, pero como sus permisos no estaban en regla, los inspectores le cerraron la fábrica. No hubo mordida que contara. «Aquí en el Observatorio sólo voy a estar una temporada, hermano, tengo pensado viajar a la frontera a vender un fierro esponja de mi invención para estructuras especiales, cubiertas para gasolineras, techos que semejan alas. A mi invento le puse la Tenalosa, ¿qué te parece, hermano? Si no me sale ese negocio, en Tampico me espera otro de importación y exportación de varillas». En sus ratos de ocio, Juan había ideado patines. «¿Patines, hermano?» «Sí, de una sola lámina como los de hielo y no de cuatro ruedas sino seis pequeñitas, y seguro tienen un gran futuro». A la primera oportunidad, visitaría a Emilia en San Antonio y la haría socia: directora de la sucursal norteamericana.
«Tú eres yo mismo, hermano», habría querido decirle Lorenzo. ¿Hasta dónde podía llegar la locura? De su vida personal, Juan seguía sin soltar palabra, pero como Lorenzo también guardaba su intimidad, el suyo era un pacto de caballeros. «No somos más que lo que no somos», habría dicho Sartre.
Como él, Juan vivía en una casa de Tonantzintla, pero nunca le indicó cuál. Aunque en un pueblo tan chico era fácil averiguarlo, Lorenzo se abstuvo de preguntar. Al igual que su tía Cayetana, mantenía las distancias y sin decírselo abiertamente supo que también desconfiaba. Prefería caminar solo a hacerlo con Juan, cuyos planes lo alteraban.
Su angustia no tuvo límites cuando Juan no apareció. Según los habitantes de Tonantzintla había emprendido una excursión al Popo. ¿Solo? Quién sabe. ¿Bien abrigado? Sabe. Al salir de la miscelánea donde tomaba cerveza de pie en el mostrador gritó a quien quisiera oírlo: «Voy a subir al Popo, llegaré a la cima, ahí nos vidrios», como si cualquier cosa, como ir a Cholula a la cantina. ¡Qué coraje con ese hermano! Lorenzo insistió exacerbado. ¿Iba solo o con acompañantes? Quién sabe. ¡Qué irresponsable lanzarse a la aventura sin tener las condiciones ni la destreza! ¿Era montañista siquiera, sabía escalar? Pinche Juan, qué ganas de ahorcarlo. ¿Cómo podía poner su vida en riesgo cuando hacía falta en Tonantzintla? ¿Acaso era alpinista? ¿Sabría que las tres reglas del montañismo son: primero salvarse a sí mismo, segundo, salvar al que se pueda y tercero, si se tiene que escoger, salvar a la persona con más oportunidades de sobrevivir? ¿Se le ocurriría al menos salvarse a sí mismo?
Al quinto día, Lorenzo, fuera de sí, decidió ir a la montaña por su hermano. Enfundado en una gruesa chamarra comenzó a escalar. El simple acto de pensar que cada paso que daba Juan podía precipitarlo a la muerte lo lanzó a un estado de tensión extrema. Al término del día, la tensión desapareció y su pensamiento se volvió confuso. Seguramente a su cerebro le faltaba oxígeno, porque cuando se detuvo a tomar aliento con don Candelario, que se ofreció a acompañarlo, no entendió, por más que se esforzó, la frase que le repetía. Le faltaba el aire. Don Cande, en cambio, parecía estar alerta aunque respiraba muy rápido. «Hay que tomar agua —le pasó una botella—, porque es peligrosa la deshidratación». ¡Qué sabio! A Lorenzo le dio un ataque de tos muy prolongado. «Es que aquí se secan los pulmones», le explicó. «La garganta se seca a tal grado que las costillas se fracturan de tanto toser». Lorenzo lo escuchaba lejos, como si se encontrara a veinte metros de distancia. No sentía los dedos de sus pies ni sus manos. «Profesor, está usted blanco como papel de escribir. Es mala señal, regresemos». Como si le hubieran dado permiso, Lorenzo se levantó a vomitar y cuando Candelario se dio la media vuelta para descender Lorenzo lo siguió sin decir palabra. Guardó silencio también en el autobús a Tonantzintla. Ni siquiera escuchó a Candelario decirle:
—Como que su cerebro necesita más aire o más sangre, ¿o no, profesor?
Lorenzo no podía pensar sino en Juan allá arriba, dondequiera que estuviera.
En la entrada del Observatorio, Guarneros le comunicó triunfante:
—Profesor, su hermano llegó al ratito de que usted salió a buscarlo…
La casa de los Toxqui era de tierra, el suelo también, la barda de piedras encimadas, el tecorral se calcinaba al sol, el excusado, un paraíso de moscas zumbonas. En el techo de su habitación, como único lujo, colgaba junto al foco un listón amarillo que se iba ennegreciendo de moscas. Pero doña Martina había cubierto los muros exteriores de latas de Mobil Oil en las que florecían geranios y en palanganas despostilladas crecían hierbas de olor. Se la pasaba lavando. El primer día le regaló, con una limpia sonrisa, un jabón Palmolive, informándole que pronto estaría listo el baño con su regadera y lo cumplió porque al mes llegaron los azulejos. «Entre tanto, profesor, el baño es a jicarazos bajo la higuera, pero ni quien se asome».
Aunque Martina regañara a sus hijos: «Chttttt, está descansando el profesor», Lorenzo no dormía más de seis horas. En el patio gruñían dos puercos negros, cacareaban las gallinas, se rascaban los perros y un burrito esperaba su carga del día. ¿Otra vez Florencia? Su presencia se hacía sentir más en el campo que en la ciudad y vivir en Tonantzintla era un regreso a la huerta de San Lucas. Quizá por eso Lorenzo se sentía tan bien.
Cuando el sol iba camino al cenit, Lorenzo, de espléndido humor, entraba al cuarto oscuro a revelar sus placas para luego sentarse frente al microscopio y examinarlas. El mundo aparentemente inanimado que había visto insomne la noche anterior se concentraba en una placa y Lorenzo marcaba la estrella con una diminuta equis.
Por las cosas de la Tierra, a veces hasta por Juan y sus descabellados proyectos, sentía una repulsión cósmica, si así pudiera llamársele. Sin embargo, los domingos cuando don Lucas Toxqui lo convidaba a comer mole de guajolote, acudía con gusto porque don Lucas era tiempero, su relación más poderosa, la definitiva era con los volcanes. El Popo y la Izta regían su destino. En sus caminatas, Lorenzo había descubierto el poder de las montañas sobre los habitantes; eran dios y diosa a los que les levantaban altares con ofrendas: maíz, frutas, botones en flor, copal y pulque. En realidad eran más dioses que Cristo traído de España para morir en la cruz como una pobre cosa. Como hombre, el Popocatépetl tenía su genio y Toxqui lo llamaba Don Goyo. Los pueblos en la falda de los volcanes no le temían a La Mujer Dormida, su pelo una blanca cauda de nieve. El único que podía acabar con todo era el Popo. Por eso era indispensable la ofrenda, para que no corrieran los ríos de lava llevándose casas y sembradíos.
A Lorenzo se le debilitaban algunas certezas. Ya no estaba tan seguro de que los volcanes no tuvieran poderes. El relato de los tiemperos y los graniceros lo iniciaba en el mundo de la sabiduría popular. ¿No le había predicho Toñita, la muchacha, al verlo a él y a Erro sentados en las gradas del edificio principal, que esa noche no observarían?
—¿Por qué, Toñita?
—Porque las moscas están volando muy bajo.
Tenía razón. No pudieron observar. Los fenómenos naturales eran parte de su vida como el maíz, el frijol, el crecimiento de sus hijos. Los volcanes eran esposos, caminaban de la mano, hacían de las aguas, se sentaban a tardear, se peleaban, reconciliaban y dormían abrazados. Su presencia definía la vida de los habitantes del pueblo. Los volcanes eran padre y madre, podían conjurar al viento y al sol.
Las certezas de los graniceros y los tiemperos resarcían a Lorenzo de la angustia visceral que le provocaba ver ese universo en expansión descubierto por Hubble y los miles de galaxias de las cuales sólo éramos una más. Nadie compartía su esfuerzo por entenderlo y Lorenzo se preguntaba si el universo seguiría expandiéndose.
Hablar con los campesinos era remontarse en el tiempo. Escuchaba a don Lucas Toxqui y a Honorio Tecuatl, Filomeno Tepancuatl y a su primo David Quéchol de Pancóatl, cuyo antepasado, muerto en la infancia, estaba enterrado en el atrio de Santa María Tonantzintla tal como rezaba la placa de cerámica azul y blanca: «Dios quiso un ángel Miguel más, para su gloria, 8 de octubre de 1918». Otra placa aún más antigua señalaba: «El día lunes a 1 de febrero se murió don Antonio Bernabé Tecuapetla Escribano que fue de dicho pueblo de Ibica, Tonanrin, año de 1756». Arraigados a su tierra, los del pueblo no sólo pisaban los huesos de sus muertos, tenían una sabiduría tranquila que los hacía decir que si las estrellas en la noche se veían pequeñitas era porque están más lejos de lo que alcanzamos a entender. Conocían al Sol por lo que le hace a la tierra, a sus huesos, a su propia piel y lo estudiaban para levantar muros de adobe y techar su casa, llevaban los ciclos solares en las venas y las preguntas que le hacían a Lorenzo no tenían nada de artificiales, al contrario, provenían de una sabiduría antigua. No hablaban del Sol como un dios, sino del día en que el hombre llegara a él sin quemarse. «Pero ese día ya no habrá Sol, se habrá enfriado y estaremos muertos», decía Lucas Toxqui. Se preocupaban de que el Sol desapareciera. «Quién quite y se va y entonces moriremos o tendremos que irnos a otro lado». «¿A qué lado?» «A alguno como éste, si es que lo encontramos». «El Sol se mueve, el Sol gira, el Sol no se detiene así como así». «Sin Sol no crece la milpa». «Sin Sol no hay verde». «Sin Sol, morimos de frío». «Yo creo que al Sol le salen chipotes. Esta colina desde la que ustedes observan también es un chipote y seguro allá arriba en el Sol hay otro igual. Yo al Sol le he visto sus boquetes». «Mire, profesor, a ojo pelón se ve que las estrellas cambian de lugar, lo he comprobado porque de niño escogí mi estrella y ahora que cumplí los cincuenta, se me perdió. No sé si se apagó pero de que se movió, se movió». Don Lucas era el que mayor simpatía despertaba por esa lenta plática y le brindaba una paz inesperada, entre cerveza y cerveza a pico de botella, mientras las mujeres se afanaban en torno al fogón.
A partir del momento en que empezó a observar, Lorenzo se dio cuenta de que el cosmos lo convertía en otro hombre. Claro, viviría entre los demás, caminaría con ellos, los escucharía, comería, sonreiría, pero él tenía un mundo propio mucho más real que el de la vida diaria. Aguantaba la cotidianidad por la sola esperanza de volver al telescopio. La vida de las estrellas le resultaba más auténtica que la de los hombres, a quienes escuchaba con extrañeza y sin curiosidad. A ellos no podía observarlos en el microscopio como a sus placas para predecir su conducta burda en comparación con la de los objetos en el cielo. Al igual que los hombres, las estrellas nacían, crecían y morían; tenían una vida propia fascinante. Para su sorpresa, las estrellas más grandes eran las que brillaban durante menos tiempo y las pequeñitas como las enanas blancas muy, muy densas, duraban mucho. Algún día quizá, dentro de cien mil millones de años, el Sol se contraería hasta convertirse en una enana blanca. ¿O habrían nacido las estrellas antes que el propio universo?
A Lorenzo le obsesionaba la muerte de las estrellas. Luis Enrique Erro le dijo que algunas tenían muertes espectaculares.
Así también se apagan los hombres, pensó Lorenzo. Seguro Florencia agotó su combustible antes de tiempo, de ahí su extinción, pero allá andaba fusionando helio e hidrógeno y de vez en cuando parpadeaba para que él la reconociera. Al igual que los hombres, el tiempo y el estilo de vida de una estrella lo determinaba su masa inicial. Desde pequeños, algunos prometían ser hombres de fuerza, otros se desgastaban; quemaban su fuego interior y morían antes de tiempo. Así le sucedería a él, porque exploraría el cielo hasta agotarse, seguiría tomando medidas entre una estrella y otra, calcularía sus ángulos, cotejaría sus tablas, de seguro ya necesitaba anteojos, se convertiría en un detector de objetos estelares y aunque tuviera que anotar millones de cifras no desfallecería; indicaría posiciones y movimientos de más de cien mil estrellas. Erro le aseguró que eran más las estrellas en el cielo que los hombres sobre la Tierra.
Lorenzo adquirió la costumbre de pensar durante el día en el problema de la noche anterior y darle vueltas mientras convivía con los demás. El joven Braulio Iriarte, sobrino del benefactor del Observatorio, lo saludaba: «¿Y cómo está hoy mi sabio distraído?». Seguía su camino sin verlo siquiera.
Los comentarios de Filomeno Tepancuatl, el primo belicoso de don Lucas Toxqui, lo devolvían a la tierra. Al cumplir un año en el Observatorio, Toxqui le espetó: «Ustedes allá arriba compre y compre aparatos y hace y hace numeritos, y nuestros hijos tienen que ir a la escuela hasta Atlixco porque ni escuela tenemos». La frase lo golpeó. Les haría una escuela pero ¿con qué? Tenía que encontrar solución a su miseria.
—¿Por qué no cultiva flores, don Filomeno? Aquí se dan a todo dar —preguntó Lorenzo.
—¿La flor?
(Decían «la flor», «el huevo», «el chícharo», «el zapato»; no pluralizaban).
—Sí, dedíquense a la flor. Usted mismo, don Filomeno, me dijo que los visitantes siempre quieren comprarle sus rosas. En vez de darle a la milpa, denle a las flores.
—¿Vamos a comer flores?
—Filomeno, no se haga tonto, va a ganar dinero, los suyos comerán de la flor mucho más que del maíz.