Irascible, Lorenzo quería que todos pensaran en centros de capacitación, desarrollo de la comunidad, enseñanza tecnológica, plantas potabilizadoras de agua, construcción de escuelas, talleres en los que los pobres descubrieran sus posibilidades, «debemos sustentar el desarrollo nacional a través de la ciencia», pero después de unos cuantos «¡qué interesante!», los amigos regresaban al último rumor político, al ámbito personal, al chisme. «¿En dónde está su responsabilidad social?», gritó Lorenzo, hasta que Chava Zúñiga le dijo: «Hermano, estamos contigo, pero escoges siempre el mal momento».
¿Cuál era el momento? ¿Cuándo vendría el momento? ¿No vivían entre el caos y el caciquismo?
Diego no compartía su inclinación por la juventud comunista. «¿Qué te pasa, Lencho? Exudas rencor. ¿Quién lo iba a pensar? Quien te conoció antes, jamás sospecharía que saldría de ti un fanático. Con tu lucidez, tu perfección formal, el manejo de tus ideas, ibas a hacer de tu vida una obra de arte. ¿La estás haciendo? Ibas muy bien, Lencho, pero has escogido traicionar tu clase social, no sé por qué oscura razón». «Éstos son los míos». «No, Lencho, no, ya lo verás, a la primera oportunidad te darán una patada».
—Tus argumentos clasistas no son del siglo
XX.
—Sé realista, Lencho, hay que sospechar de la gloriosa Revolución Rusa y desconfiar de cualquier sistema político de derecha o de izquierda. ¿Por qué te has vuelto un beato de izquierda? El capitalismo crea fuentes de trabajo, mira cómo cruzan los mexicanos el río Bravo porque nuestro revolucionario país no es capaz de alimentarlos. Tenemos que dar empleos, pero lo principal es dejar de ser un Estado proteccionista. ¿La clase obrera? ¡No me hagas reír! En el fondo de su corazoncito, los obreros quieren lo que todos: una buena vida. ¿Has platicado con Joseph Daniels, el embajador de Estados Unidos? El otro día lo escuché con Ezequiel Padilla, en la Secretaría de Relaciones Exteriores y coincidí con algunos de sus puntos de vista.
¿Cómo era posible que Diego fuera a Relaciones Exteriores cuando los gringos no cedían y querían apropiarse de las tierras del río de El Chamizal?
Las aspiraciones de Beristáin, Zúñiga, Iturralde, Ortiz, La Pipa Garciadiego se insertaban en el mundo de la empresa. «Ésta es una guerra a muerte entre ricos y pobres, Diego». «No seas simplista, Lorenzo, recuerda que en las revoluciones tampoco salen ganando los pobres. Ganan los listos, hermano. Los que ayer estaban abajo, hoy son los de arriba y atacan precisamente a lo que defendían ayer».
¿Hermano? ¿Todavía lo era?
Era crucial el dinero, y Lorenzo y Pepe se encontraban precisamente donde no lo había. Por su ausencia, se volvía una obsesión. «¿Se puede hacer algo en la vida sin dinero?» «Mira a Gandhi, Lorenzo, mira a los franciscanos». «Nuestras necesidades son concretas, papel y tinta para los volantes, pago contante y sonante para el impresor». ¿Cómo era posible que nadie colaborara con la Liga de Acción Política? ¿Qué no se daban cuenta de su importancia? ¿Qué Bassols no tenía dinero? ¿Por qué no pedírselo?
—¿Estás loco? «Trabajen, compañeros, trabajen», nos enviaría de cargadores a La Merced. ¿No te has dado cuenta de que jamás delega una sola tarea? Él es quien tira la basura de la oficina.
—Ha de tener algo. Ninguno ocupa un puesto en el gobierno en balde.
—Vive al día, te lo garantizo.
Bassols guardaba un perfil muy bajo, como diría más tarde Chava Zúñiga. Nadie, al verlo, habría creído que fue ministro ni embajador. Una tarde, Lencho lo vio colgado del estribo del autobús como angelito. Viajaba literalmente afuera con la chusma. Lejos estaba Lorenzo de sospechar que, años más tarde, Bassols adoptaría la proletaria bicicleta.
Escuchar a Bassols disertar en forma práctica de un problema tan desgarrador como el éxodo de los republicanos en 1939 fortalecía a Lorenzo. Bassols sabía tomar decisiones. Al oírlo, deducía que para los refugiados debió ser muy reconfortante, después de tres años de guerra, encontrarse con ese hombre seco, preciso, que tomaba providencias muy concretas, les hablaba del futuro como un hecho, consultaba telegráficamente al gobierno de México y a los diez días tenía una respuesta esencial para su vida. Frente al bisturí de su palabra, no tenía caso lamentarse. Los ayudaba a reconstruirse con su rigor, les decía que México los esperaba, encontrarían trabajo en un país en el que había mucho que hacer. Nada en él era caritativo o sentimental. Miraba su reloj y parecía decirles: «Se acabó el tiempo de llorar. Ahora a zarpar y a iniciar otra vida». Vigilaba que los alimentos alcanzaran y se tomaran precauciones sanitarias en los trasatlánticos
Ipanema, Sinaia, Mexique
. Intelectuales, obreros, campesinos, todos hacían falta aunque México fuera un país esencialmente agrícola.
Nada hacía sin consultar al Frente Popular, por el que sentía un inmenso respeto y que le turnaba a los solicitantes en los campos de concentración. Todo tenía que resolverse a la mayor brevedad y con la máxima eficacia. El tiempo era clave en el destino de los perdedores, a quienes Bassols llamaba héroes sin darse cuenta de que también él lo era. Había sacado a más de diez mil republicanos españoles de campos de concentración en Francia, sin aspavientos, sin romanticismos, los había enviado a México y ahora empezaba de nuevo, desde cero, cuando hubiera sido tan fácil ser ministro de la Suprema Corte.
Austero, ágil, decidido, su calvicie prematura agrandando su frente, Bassols impactó a Lorenzo. Cincelado como un diamante, sus brillos cortaron la retina del muchacho. «He aquí hacia quién mirar», se dijo. «Bassols quiere servirle a México sin hacer concesión alguna, es decir, sin someterse al poder».
—¿No quiere repartir la revista
Combate
, camarada Tena? Saldría a provincia, conocería su país.
Lorenzo pensó que era una oportunidad única.
—Los viáticos son casi inexistentes pero, por lo que me han comentado, usted es un hombre frugal.
—Franciscano, licenciado Bassols, franciscano —sonrió Lorenzo.
—Cuente con veinticuatro horas a partir de su aceptación, camarada Tena —dijo Bassols mirando su reloj.
Lorenzo sonrió. Se había acostumbrado a que Bassols anunciara: «Ahora vamos a hablar durante una hora», y a la hora mirara su reloj. «Son las dos, vamos a comer. A las tres necesitamos estar de regreso en la oficina», y al diez para las tres, por más apasionante la discusión, pedía la cuenta, daba una generosa propina mirando al mesero a los ojos y emprendía el camino de regreso a la calle de Donceles. Los compañeros le hacían burla. «Es un capataz». Sin embargo, lo seguían. Cuando Lorenzo se encontró a Chava en la calle de Edison y le comunicó que iba a ausentarse de México a petición de Bassols, Zúñiga levantó los brazos al cielo:
—Es detestable, su prosa telegráfica es infame. Es un justo, no hay que acercarse a los justos, le amargan a uno la vida. Creer que un periódico pueda cambiar un país donde priva el analfabetismo es imperdonable.
—Su lengua es un bisturí. Va al grano.
—No me vayas a enumerar sus virtudes, Lencho. A mí me aburre tanta rectitud humana y política.
Dos grandes paquetes del semanario
Combate
envueltos en una manga de hule fueron a dar a la parrilla del autobús. Era un tabloide de 45 centímetros de alto y apenas ocho páginas entintadas con letritas que el gobierno consideraba subversivas.
Salir de la ciudad lo obligaba a pensar en cosas prácticas que ahuyentaban los pensamientos negros. «Recuerda, después de México, todo es Cuautitlán», le advirtió Zúñiga. «Te vas a encontrar con el vacío». «Eso es lo que quiero, el vacío». Adentrarse en autobús en los llanos era también ir al encuentro de la nada. El chofer ponía en peligro su vida y la de todos. ¿Cuándo habría aprendido a manejar, si es que había aprendido? Forzaba el motor, cada cambio de velocidad era un martirio, el ruido de herrajes y el sacudimiento de la hojalatería ponía los nervios de punta. El troglodita tomaba las curvas como si fueran cuadradas, dándole un golpe al volante en el último segundo, y el vehículo se inclinaba hacia el precipicio. Los pasajeros no tenían reacción alguna. Quizá los había adormecido el olor a gasolina o les parecía normal que la vida pendiera del hilo de un hijo de la chingada. Atrapados en una cárcel de láminas, cerraban su entendimiento. Eran bultos que no conservaban ningún rasgo humano, salvo uno que dormía con la boca abierta.
A la primera parada, Lorenzo descendió aliviado y se dirigió hacia el letrero «Hombres» que iluminaba una única lámpara de petróleo. El olor le cerró los ojos y la garganta. También la sala de espera, con sus bancas contra los muros, estaba sucia. Todo iba hacia la muerte sin que nadie protestara. Lorenzo, que pensó comprar un refresco, supo que no podría pasar trago, el asco lo atenazaba pero más la resignación de sus compañeros muertos de antemano.
Durante el día, las llanuras se extendían a pérdida de vista y se eternizaban las líneas rectas. A diferencia de la ciudad, no las acunaban las montañas, seguían y seguían y seguían como el motor del autobús cada vez más rugiente. Libres, las llanuras iban desenvolviéndose, desnudas, estériles y de pronto, dentro de la expansión, Lorenzo se erotizaba con el paisaje, las colinas se volvían senos, los valles el dorso de un cuerpo, la curva del vientre, la esbeltez del cuello. Lorenzo habría bajado a refugiarse en el bosque frondoso, la concavidad, la gruta, el súbito desorden de la naturaleza. Es asombroso lo que el paisaje le hace a los hombres. «Éste es el rostro de México», se repetía a sí mismo, incrédulo.
En el asiento a su lado, un ingeniero de sombrero de fieltro iba a supervisar la construcción de una carretera. Al ver a los peones al borde del camino, Lorenzo le preguntó:
—¿De qué vive esa gente?
—Cuando los necesitan, trabajan abriendo brechas.
—Pero ¿de qué viven?
—¿Qué no se ha dado cuenta, amigo, de que el setenta y cinco por ciento de nuestro país está en la inanición? Esto es la India, amigo, la India, con una desventaja, no hay vacas porque si no ya nos las hubiéramos comido —se irritó el ingeniero.
A Lorenzo el ánimo empezó a llenársele de perros famélicos, de ganado cebú hambriento tras los alambrados, de tierras tepetatosas y ríos secos.
Después de conseguir un cuarto en la única casa con muros de ladrillo, le preguntó a la dueña de la miscelánea:
—¿Dónde se reúne aquí la gente?
—En la cantina, allá están ahorita.
Lorenzo voceaba el periódico en la calle principal del pueblo como había visto hacerlo a los papeleros de Bucareli: «¡
Combate
, compre
Combate
!». Su corazón se contrajo por el miedo. «Vuelven la cabeza hacia mí, no tienen con qué comer y yo vengo a ofrecerles hojas de papel. No puedo darme la media vuelta y escapar».
«Combate
, compre
Combate
», su voz rebotaba contra las montañas y contra la miseria, que era la más alta de las montañas. Los camaradas también eran un poco montañas, por inamovibles. ¿Qué es lo que permite el desarrollo de seres inteligentes?
Lorenzo viajó de pueblo en pueblo, de cantina en cantina. El sonido de las sinfonolas le erizaba la piel. El olor a orines y a cerveza permeaba hasta el último resquicio.
Al entrar en la cantina podía cortarse el humo con cuchillo. Cuando más, había un billar.
—Yo no sé leer.
¿Cómo iba a venderles un periódico?
—Nunca fui a la escuela y ni falta que me hizo.
Chocaban los vasos, la mirada vidriosa. Lorenzo intuía que beberían hasta caerse. El alcohol era lo único que podía darle sentido a su abandono y mantenerlos en torno a la mesa, aunque no supieran de qué hablar. Cuando Lorenzo se levantó, uno de ellos, el más borracho, lo abrazó:
—No, ñero, no te vayas, no nos dejes.
Sus piernas se volvieron estoicas, su estómago también; a medida que iba avanzando, el asombro que le causaba la inmensidad desolada de México era sólo equiparable al horror que le producía su hambre.
Las grandes noches estrelladas eran su compensación. Buscaba en el cielo lo que había visto en la Tierra. Los vacíos de la Tierra tendrían su equivalente en el espacio que ahora le servía de techo. Había vastísimas regiones aparentemente vacías, y sin embargo llenas de gas, de material interestelar, oasis verdes, cuajados de planetas, campos bien cultivados, fuentes de luz y de energía. Las estrellas se agruparían en cúmulos como los hombres en torno a una mesa de cantina. Girarían en espiral hasta su extinción como los campesinos que hacían chocar sus vasos —colisión de galaxias— creyendo que emitían una cantidad fabulosa de energía. ¿O estarían tan agotadas como los campesinos? Lorenzo iba tras las equivalencias. Convertía al cielo en otra Tierra. Si todos los días caía material interplanetario a la Tierra, en reciprocidad debían subir los hombres y expandirse en la atmósfera. Engullidos por el vacío, ¿tendrían vida propia? Si todos éramos el resultado de la gran explosión de una inimaginable bola de fuego que salía de la nada y pertenecíamos a un universo cada vez mayor, ¿qué cataclismo nos devolvería al punto de partida, si es que había un punto de partida? A la mañana siguiente, Lorenzo sentía más amor por estos endebles pedacitos de materia que viven diez segundos en comparación a la edad del universo y hubiera querido abrazarlos, pero tenía que esperar a la reunión en la cantina para derribar muros y formar un cúmulo estelar.
Los caminos llenos de baches de la República Mexicana sacudían sus neuronas. Una tarde en el desierto de Altar, después de días a campo traviesa en un paisaje en el que no se veía nada durante kilómetros, una imagen golpeó sus ojos y casi los revienta. Un destartalado camión tomatero había chocado con otro. Sobre la carretera yacían, rojos y aplastados, pilas de tomates fuera de los huacales de madera. Los tablones se levantaban teñidos de rojo. A su lado yacían dos cuerpos embarrados de otro rojo: el de su sangre. De pronto, de quién sabe dónde, del centro de la Tierra, salieron hombres y mujeres andrajosos que corrieron a recoger jitomates. No importaban los muertos tirados en la carretera, sólo los jitomates que amontonaban con celeridad antes de que rodaran todos al abismo, pensó Lorenzo.
¡Qué imagen dantesca! Lorenzo vivía a su país por primera vez y todo en él lo lastimaba. El gran vacío mexicano, la estación inútil, los pueblos desvalidos, el cubo de una casa perdido en la inmensidad. Los caseríos parecían vientres que exponen sus intestinos y, encima de ellos, los zopilotes, siempre los zopilotes.