La peste (24 page)

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Authors: Albert Camus

Tags: #Clásico, Novela

BOOK: La peste
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Se puede poner como ejemplo el uso inmoderado que nuestros conciudadanos hacían de las profecías. En la primavera se había esperado de un momento a otro el fin de la enfermedad, y nadie se preocupaba de pedir a los demás opiniones sobre la duración de la epidemia puesto que todo el mundo estaba persuadido de que pronto no la habría. Pero a medida que los días pasaban, empezaron a temer que aquella desdicha no tuviera verdaderamente fin, y al mismo tiempo aquel fin era el objeto de todas las esperanzas. Se pasaban de mano en mano diversas profecías de algunos magos o de santos de la Iglesia Católica. Ciertos impresores de la ciudad vieron pronto el partido que podían sacar de aquella novelería y propagaron en numerosos ejemplares los textos que circulaban. Dándose cuenta de que la curiosidad del público era insaciable, acabaron por emprender búsquedas en las bibliotecas municipales sobre todos los testimonios de ese género de que la tradición podía proveerles, y los repartieron por la ciudad. Cuando la historia misma empezó a estar escasa de profecías se las encargaron a los periodistas, que en este punto, por lo menos, resultaron tan competentes como sus modelos de los siglos pasados.

Algunas de estas profecías aparecían como folletín en los periódicos y no eran leídas con menos avidez que las historias sentimentales de los tiempos en que había salud. Muchos de esos vaticinios se apoyaban en cálculos caprichosos en los que intervenían el milésimo del año, el número de muertos y la suma de los meses pasados bajo el imperio de la peste. Otros establecían comparaciones con las grandes pestes de la historia buscando similitudes (que las profecías llamaban constantes) y por medio de cálculos no menos caprichosos pretendían sacar enseñanza para la presente. Pero los más apreciados por el público eran sin disputa los que en un lenguaje apocalíptico anunciaban series de acontecimientos que siempre podían parecer los que la ciudad iba experimentando y cuya complejidad permitía todas las interpretaciones. Nostradamus y Santa Odilia eran consultados a diario y siempre con fruto. Lo que había de común en todas las profecías es que, en fin de cuentas, eran todas ellas tranquilizadoras. Sólo la peste no lo era.

Con estas supersticiones habían substituido la religión nuestros conciudadanos, y por eso el sermón de Paneloux se oyó en una iglesia sólo llena en sus tres cuartas partes. La tarde del sermón, cuando llegó Rieux, el viento que se infiltraba en ráfagas cada vez que se abrían las puertas de la entrada circulaba libremente por entre los oyentes. El Padre subió al pulpito en una iglesia fría y silenciosa con una asistencia exclusivamente compuesta de hombres. Habló con un tono dulce y más meditado que la primera vez y, en varias ocasiones, los asistentes advirtieron cierta vacilación en su sermón. Cosa curiosa, ya no decía "Vosotros", sino "nosotros".

Su voz fue haciéndose más firme. Comenzó por recordar que desde hacía varios meses la peste estaba entre nosotros y que ahora ya la conocíamos bien por haberla visto tantas veces sentarse a nuestra mesa o a la cabecera de los que amábamos, caminar a nuestro lado o esperar nuestra llegada en el lugar donde trabajábamos. Ahora, pues, podíamos seguramente comprender mejor lo que nos iba diciendo sin cesar y que en el primer momento de sorpresa acaso no comprendimos bien. Lo que el Padre Paneloux había predicado en aquel mismo sitio seguía siendo cierto —o por lo menos esta era su convicción—. Pero acaso, como a todos puede suceder, y por esto se golpeaba el pecho, lo había pensado y lo había dicho sin caridad. Lo que seguía siendo cierto es que toda cosa deja algo en nosotros. La prueba más cruel es siempre beneficiosa para el cristiano. Y justamente lo que el cristiano debe procurar es encontrar su beneficio, y saber de qué está hecho ese beneficio, y cuál es el medio de encontrarlo.

En ese momento las gentes se arrellanaron un poco en los bancos y se colocaron en la forma más cómoda posible. Una de las hojas acolchadas de la puerta de entrada golpeaba suavemente: alguien se levantó para sujetarla. Y Rieux distraído por ese movimiento escuchó mal a Paneloux que seguía su sermón. Decía, poco más o menos, que no hay que intentar explicarse el espectáculo de la peste, sino intentar aprender de ella lo que se puede aprender. Rieux comprendió confusamente que, según el Padre, no había nada que explicar. Su atención pudo intensificarse cuando Paneloux dijo con firmeza que respecto a Dios había unas cosas que se podían explicar y otras que no. Había con certeza el bien o el mal. Había, por ejemplo, un mal aparentemente necesario y un mal aparentemente inútil. Don Juan hundido en los infiernos y la muerte de un niño. Pues si es justo que el libertino sea fulminado, el sufrimiento de un niño no se puede comprender. Y, a decir verdad, no hay nada sobre la tierra más importante que el sufrimiento de un niño, nada más importante que el horror que este sufrimiento nos causa ni que las razones que procuraremos encontrarle. Por lo demás, en la vida Dios nos lo facilita todo, y hasta ahí la religión no tiene mérito. Pero en esto nos pone ante un muro infranqueable. Estamos, pues, ante la muralla de la peste y a su sombra mortal tenemos que encontrar nuestro beneficio. El Padre Paneloux no recurrió a las fáciles ventajas que le permitían escalar el muro. Hubiera podido decir que la eternidad de delicias que esperaba al niño le compensaría de su sufrimiento, pero, en verdad, no sabía nada. ¿Quién podría afirmar que una eternidad de dicha puede compensar un instante de dolor humano? No será ciertamente un cristiano, cuyo Maestro ha conocido el dolor en sus miembros y en su alma. No, el Padre seguiría al pie del muro fiel a este desgarramiento cuyo símbolo es la cruz, cara a cara con el sufrimiento de un niño. Y diría sin temor a los que escuchaban ese día: "Hermanos míos, ha llegado el momento en que es preciso creerlo todo o negarlo todo. Y ¿quién de entre vosotros se atrevería a negarlo todo?"

Rieux tuvo apenas tiempo de detenerse a pensar que el Padre estaba bordeando la herejía cuando éste seguía ya afirmando con fuerza que en esta imposición, en esta pura exigencia estaba el beneficio del cristiano. Ahí estaba también su virtud. El Padre sabía que lo que había de excesivo en la virtud de que iba a hablar desagradaría a muchos espíritus acostumbrados a una moral más indulgente y más clásica. Pero la religión del tiempo de peste no podía ser la religión de todos los días. Y si Dios puede admitir, e incluso desear, que el alma repose y goce en el tiempo de la dicha, la quiere extremada en los extremos de la desgracia. Dios hace hoy en día a sus criaturas el don de ponerlas en una desgracia tal que les sea necesario encontrar y asumir la virtud más grande, la de decidir entre Todo o Nada.

Un autor profano, de esto hace siglos, había pretendido revelar los secretos de la Iglesia afirmando que no hay Purgatorio. Daba como sobreentendido con esto que no había términos medios, que no había más que Paraíso e Infierno y que no se podía ser más que salvado o condenado, según se hubiese elegido. Esto era, según Paneloux, una herejía que sólo había podido nacer en un alma libertina. Pues lo cierto era que había un Purgatorio. Pero sin duda había ciertas épocas en las que ese Purgatorio no debía constituir una esperanza; había épocas en las que no se podía hablar de pecado venial. Todo pecado era mortal y toda indiferencia criminal. Todo era todo o no era nada.

Paneloux se detuvo y Rieux oyó en ese momento, por debajo de las puertas, los quejidos del viento que parecían redoblarse. El Padre decía que la virtud de aceptación total de que estaba hablando no debía ser comprendida en el restringido sentido que se le daba de ordinario; no se trataba de la trivial resignación ni siquiera de la difícil humildad. Se trataba de humillación, porque el sufrimiento de un niño es humillante para la mente y el corazón, pero precisamente por eso hay que pasar por ello. Precisamente por eso —y Paneloux aseguraba a sus oyentes que lo que iba a decir era difícil de decir— había que quererlo porque Dios lo quería, únicamente así el cristiano no soslayará nada, y sin otra salida, irá al fondo de la decisión esencial. Elegirá creer en todo por no verse reducido a negar todo. Y como las buenas mujeres que en las iglesias, en esos momentos, habiendo oído decir que los bubones que se forman son la vía natural por donde el cuerpo expulsa la infección, dice: "Dios mío, dadles los bubones", el cristiano se abandonará a la voluntad divina aunque le sea incomprensible. No se puede decir: "Esto lo comprendo, pero esto otro es inaceptable." Hay que saltar al corazón de lo inaceptable que se nos ofrece, justamente para que podamos hacer nuestra elección. El sufrimiento de los niños es nuestro pan amargo, pero sin ese pan nuestras almas perecerían de hambre espiritual.

Aquí, el pequeño bullicio que se oía en las pausas del Padre Paneloux empezó a hacerse sentir, pero súbitamente el predicador recomenzó con energía, como si se dispusiera a preguntar a sus oyentes cuál era la conducta que había que seguir. El Padre Paneloux sospechaba que todos estaban a punto de pronunciar la terrible palabra: fatalismo. Pues bien, no retrocedería ni ante ese término siempre que pudiera añadirle el adjetivo "activo". Ciertamente, tenía que repetirlo, no había que imitar a los cristianos de Abisinia, de los cuales ya había hablado. Tampoco había que imitar a los apestados de Persia, que lanzaban sus harapos sobre los equipos sanitarios cristianos invocando al cielo a voces para que diese la peste a los infieles, que querían combatir el mal enviado por Dios. Pero tampoco, ni mucho menos, había que imitar a los monjes de El Cairo que en las epidemias del siglo pasado daban la comunión cogiendo la hostia con pinzas para evitar el contacto de aquellas bocas húmedas y calientes donde la infección podía estar dormida. Los pestíferos persas y los monjes pecaban igualmente; pues para los primeros el sufrimiento de un niño no contaba y para los segundos, por el contrario, el miedo, harto humano, al dolor lo había invadido todo. En los dos casos, el problema era soslayado. Todos seguían sordos a la voz de Dios. Pero había otros ejemplos que Paneloux quería recordar. Según el cronista de la gran peste de Marsella, de los ochenta y un religiosos del convento de la Merced sólo cuatro sobrevivieron a la fiebre, y de esos cuatro tres huyeron. Esto es lo que dijeron los cronistas y su oficio no les obligaba a decir más. Pero al leer estas crónicas, todo el pensamiento del Padre Paneloux iba hacia aquel que había quedado solo, a pesar de los setenta y siete muertos y, sobre todo, a pesar del ejemplo de sus tres hermanos. Y el Padre, pegando con un puño en el borde del pulpito, gritó: "¡Hermanos míos, hay que ser ese que se queda!"

No se trataba de rechazar las precauciones, el orden inteligente que la sociedad impone al desorden de una plaga. No había que escuchar a esos moralistas que decían que había que ponerse de rodillas y abandonarlo todo. Había únicamente que empezar a avanzar en las tinieblas, un poco a ciegas, y procurar hacer el bien. Pero, por lo demás, había que perseverar y optar por encomendarse a Dios, incluso ante la muerte de los niños, y sin buscar subterfugios personales.

Aquí el Padre Paneloux evocó la figura del Obispo Belzunce durante la peste de Marsella. Recordó que el obispo hacia el fin de la epidemia, habiendo hecho todo lo que debía hacer y creyendo que no había ningún remedio, se encerró con víveres para subsistir en su casa e hizo tapiar la puerta. Los habitantes de la ciudad, para los que había sido un ídolo, por una transformación del sentimiento, frecuente en los casos del extremo dolor, se indignaron contra él, rodearon su casa de cadáveres para infectarlo y hasta arrojaron cuerpos por encima de las tapias para hacerlo perecer con más seguridad. Así, el obispo, por una debilidad, había creído aislarse en el mundo de la muerte, y los muertos le habían caído del cielo sobre la cabeza. Así también nosotros debemos persuadirnos de que no hay una isla en la peste. No, no hay término medio. Hay que admitir lo que nos causa escándalo porque si no habría que escoger entre amar a Dios u odiarle. Y ¿quién se atrevería a escoger el odio a Dios?

"Hermanos míos —dijo al fin Paneloux, anunciando que iba a terminar—, el amor de Dios es un amor difícil. Implica el abandono total de sí mismo y el desprecio de la propia persona. Pero sólo Él puede borrar el sufrimiento y la muerte de los niños, sólo Él puede hacerla necesaria, mas es imposible comprenderla y lo único que nos queda es quererla. Esta es la difícil lección que quiero compartir con vosotros. Esta es la fe, cruel a los ojos de los hombres, decisiva a los ojos de Dios, al cual hay que acercarse. Es preciso que nos pongamos a la altura de esta imagen terrible. Sobre esa cumbre todo se confundirá y se igualará, la verdad brotará de la aparente injusticia. Por esto en muchas iglesias del Mediodía de Francia duermen los pestíferos desde hace siglos bajo las losas del coro, y los sacerdotes hablan sobre sus tumbas, y el espíritu que propagan brota de estas cenizas en las que también los niños pusieron su parte."

Al salir Rieux, una violenta corriente de aire se arremolinó en la puerta entreabierta y azotó en plena cara a los fieles. Trajo hasta la iglesia un olor a lluvia, un perfume de aceras mojadas que hacía adivinar el aspecto de la ciudad antes de haber salido. A un cura ya de edad, y a un joven diácono que salía con él, delante de Rieux, les fue difícil sujetar sus sombreros. El más viejo no dejó sin embargo de comentar el sermón. Reconocía y admiraba la elocuencia de Paneloux pero se inquietaba por el atrevimiento de las ideas que el Padre había expuesto. Le parecía que aquel sermón demostraba más inquietud que fuerza y a la edad de Paneloux un sacerdote no tiene derecho a estar inquieto. El joven diácono, con la cabeza baja para protegerse del viento, aseguró que él frecuentaba mucho al Padre, que estaba al corriente de su evolución y que su tratado sería todavía mucho más atrevido y seguramente no obtendría el imprimátur.

—Entonces ¿cuál es su idea? —le dijo el viejo.

Había llegado al atrio y el viento aullante les envolvía, cortando la palabra al más joven. Cuando pudo hablar dijo solamente:

—Si un cura consulta a un médico, hay contradicción.

Cuando Rieux lo comentó con Tarrou, éste le dijo que él conocía un cura que había perdido la fe durante la guerra al ver la cara de un joven con los ojos saltados.

—Paneloux tiene razón —dijo Tarrou—. Cuando la inocencia puede tener los ojos saltados, un cristiano tiene que perder la fe o aceptar tener los ojos saltados. Paneloux no quiere perder la fe: irá hasta el final. Esto es lo que ha querido decir.

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