Estos eran, por lo menos durante aquellas interminables semanas, los pensamientos que el doctor Rieux revolvía en su cabeza mezclados a los que atañían a su separación, y eran también los mismos que veía reflejarse en las caras de sus amigos. Pero el efecto más peligroso del agotamiento que ganaba, poco a poco, a todos los que mantenían esta lucha contra la plaga, no era esta indiferencia ante los acontecimientos exteriores o ante los testimonios de los otros, sino el abandono a que se entregaban. Habían llegado a evitar todos los movimientos que no fueran indispensables o que les pareciesen superiores a sus fuerzas. Así llegaron a abandonar, cada vez más frecuentemente, las reglas de higiene que tenían proscriptas, a olvidar algunas de las numerosas desinfecciones que debían practicar sobre ellos mismos, a correr, sin precaverse contra el contagio, hacia los atacados de peste pulmonar, porque, avisados en el último momento para acudir a las casas infectadas, les había parecido agotador ir primero al local donde se hacían las instalaciones necesarias. En esto estaba el verdadero peligro, pues era la lucha misma contra la peste la que los hacía más vulnerables a ella. Lo dejaban todo al azar y el azar no tiene miramientos con nadie.
Sin embargo, había un hombre en la ciudad que no parecía agotado ni descorazonado y que seguía siendo la viva imagen de la satisfacción. Ese hombre era Cottard. Sabía mantenerse apartado de todo y continuar sus relaciones con los demás, pero sobre todo procuraba ver a Tarrou lo más frecuentemente que el trabajo de éste se lo permitía, en parte porque Tarrou estaba bien informado sobre su caso, en parte porque le acogía siempre con una cordialidad inalterable. Era un continuo milagro; Tarrou, a pesar del trabajo que realizaba, seguía siempre amable y atento. Incluso cuando ciertas noches llegaba a aplastarle el cansancio, encontraba al día siguiente una nueva energía. "Con él —había dicho Cottard a Rambert— se puede hablar porque es un hombre. Siempre está uno seguro de ser comprendido."
Por esta razón, las notas de Tarrou que corresponden a esa época recaen poco a poco sobre el personaje Cottard. Tarrou ha procurado dar un cuadro de las reacciones y las reflexiones de Cottard, tal como le habían sido confiadas por éste o tal como él las había interpretado. Bajo el epígrafe "Relaciones de Cottard con la peste" este cuadro ocupa unas cuantas páginas del cuaderno y el cronista cree conveniente dar aquí un resumen. La opinión general de Tarrou sobre el pequeño rentista se resumía en este juicio: "Es un personaje que crece." Según las apariencias, crecía también su buen humor. Estaba satisfecho del giro que tomaban los acontecimientos. A veces expresaba el fondo de su pensamiento ante Tarrou con las observaciones de este género: "Evidentemente, esto no va mejor. Pero por momentos, todo el mundo está en el lio."
"Está claro, añade Tarrou, él está amenazado como los otros pero justamente lo está con los otros. Y además cree seriamente, estoy seguro de ello, que no puede ser alcanzado por la peste. Se apoya sobre la idea, que no es tan tonta como parece, de que un hombre que es presa de una gran enfermedad o de una profunda angustia queda por ello mismo a salvo de todas las otras angustias o enfermedades. '¿Ha observado usted, me dice, que no puede uno acumular enfermedades? Supóngase que tuviese una enfermedad grave o incurable, un cáncer serio o una buena tuberculosis; no pescará usted nunca el tifus o la peste; es imposible. Y la cosa llega más lejos. No habrá visto nunca morir a un canceroso de un accidente de automóvil.' Verdadera o falsa, esta idea pone a Cottard de buen humor. Lo único que no quiere es ser separado de los demás. Prefiere estar sitiado con todos los otros a estar preso solo. Con la peste se acabaron las investigaciones secretas. Los expedientes, las fichas, las informaciones misteriosas y los arrestos inminentes. Propiamente hablando, se acabó la policía, se acabaron los crímenes pasados o actuales, se acabaron los culpables. No hay más que condenados que esperan el más arbitrario de los indultos y, entre ellos, los policías mismos. Así Cottard, siempre según la interpretación de Tarrou, estaba dispuesto a considerar los síntomas de angustia y de confusión que representaban nuestros conciudadanos con una satisfacción indulgente y comprensiva que podía expresarse por un: "¡Qué va usted a decirme!, eso yo ya lo he pasado."
"Yo me he esforzado en hacerle comprender que la única manera de no estar separado de los otros era tener la conciencia tranquila: me ha mirado malignamente, y me ha dicho: 'Entonces, según eso, nadie está nunca con nadie.' Y después: 'Puede usted creerlo, yo se lo aseguro. El único medio de hacer que las gentes estén unas con otras es mandarles la peste. Y si no, mire usted a su alrededor.' En verdad comprendo bien lo que quiere decir y comprendo que le parezca cómoda la vida que llevamos. ¿Cómo no reconocería en los que pasan junto a él las reacciones que antes tuvo él mismo; la tentativa que hace cada uno de lograr que todo el mundo esté con él, la amabilidad que se despliega para informar a un transeúnte desorientado, cuando antes sólo se le manifestaba mal humor; la precipitación de la gente hacia los restaurantes de lujo, la satisfacción que tienen de encontrarse y permanecer allí; la afluencia desordenada que forma cola todos los días en el cine, que llena todas las salas de espectáculos y los dancings mismos, que se reparte como una marea desencadenada en todos los lugares públicos; el echarse atrás ante cualquier contacto, y el apetito de calor humano, sin embargo, que impulsa a los hombres unos hacia otros, los codos hacia los codos, los sexos hacia los sexos? Cottard ha conocido todo eso antes que ellos, es evidente. Excepto las mujeres, porque con su cara… Y supongo que cuando se le haya ocurrido ir a buscar prostitutas, habrá desistido por temor a la mala fama que ello pudiera acarrearle".
"En resumen, la peste lo ha sepultado bien. De un hombre que era solitario sin querer serlo, ha hecho un cómplice. Pues es, visiblemente, un cómplice y lo es con delectación. Es cómplice de todo lo que ve, de las supersticiones, de los errores irrazonados, de las susceptibilidades de todas esas almas alertas; de su enloquecimiento y su palidez al menor dolor de cabeza, puesto que saben que la enfermedad empieza por esos dolores, y de su sensibilidad irritada, susceptible, inestable, en fin, que transforma en ofensas los olvidos y que se aflige por la pérdida de un botón."
Tarrou salía frecuentemente con Cottard y después contaba en sus cuadernos cómo se hundían en la multitud sombría, de los crepúsculos o de las noches, hombro con hombro, sumergiéndose en una masa blanca y negra en la que, de cuando en cuando, caían los escasos resplandores de alguna lámpara y acompañando al rebaño humano hacia los placeres ardorosos que lo salvaban del frío de la peste. Lo que Cottard buscaba meses antes en los lugares públicos, el lujo, la vida desahogada, todo lo que soñaba sin poder alcanzar, es decir, el placer desenfrenado, un pueblo entero se entregaba ahora a él. Aunque el precio de todo subía inconteniblemente, nunca se había malgastado tanto dinero, y aunque a la mayor parte le faltaba lo necesario, nunca se había despilfarrado más lo superfluo. Todos los juegos aumentaban, mantenidos por ociosos que eran más bien cesantes. Tarrou y Cottard seguían a veces durante largo rato a alguna de esas parejas que antes procuraban ocultar lo que les unía y que ahora, apretados una contra otro, paseaban obstinadamente a través de la ciudad, sin ver la muchedumbre que les rodeaba, con la distracción un poco estática de las grandes pasiones. Cottard se enternecía: "¡Ah, son magníficos!" —decía—. Y hablaba alto, se esponjaba en medio de la fiebre colectiva, de las propinas regias que sonaban a su alrededor y de las intrigas que se armaban ante sus ojos.
Sin embargo, Tarrou creía que había poca maldad en la actitud de Cottard. Su "eso yo ya lo he pasado" indicaba más desgracia que triunfo. "Yo creo —decía Tarrou— que empieza a sentir algo de amor por estos hombres, presos entre el cielo y los muros de su ciudad. Por ejemplo, creo que de buena gana les explicaría si pudiera que la cosa no es tan horrible: 'Ya los oye usted, me dijo un día, ya los oye usted: después de la peste haré esto, después de la peste haré esto otro… Se envenenan la existencia en vez de estar tranquilos. Y no se dan cuenta de las ventajas que tienen. ¿Es que yo podría decir: después de mi condena haré esto o lo otro? La condena es un principio no es un fin. Mientras que la peste… ¿Quiere usted saber mi opinión? Son desgraciados porque no se despreocupan. Yo sé lo que digo.'
"Evidentemente, él sabe lo que dice, añade Tarrou. Él valora en su justo precio las contradicciones de los habitantes de Oran, que aunque sienten profundamente la necesidad de un calor que los una, no se abandonan a ella por la desconfianza que aleja a los unos de los otros. Todo el mundo sabe bien que no se puede tener confianza en su vecino, que es capaz de darle la peste sin que lo note y de aprovecharse de su abandono para inficionarle. Cuando uno se ha pasado los días, como Cottard, viendo posibles delatores en todos aquellos cuya compañía sin embargo buscaba, se puede comprender ese sentimiento. Se está muy bien entre gentes que viven en la idea de que la peste, de la noche a la mañana, puede ponerles la mano en el hombro y de que acaso está ya preparándose a hacerlo en el momento mismo en que uno se vanagloria de estar sano y salvo. En la medida de lo posible él está a su gusto en medio del terror. Pero precisamente, porque él ha sentido todo esto antes que ellos, yo creo que no puede experimentar enteramente con ellos toda la crueldad de esta incertidumbre. En suma, al mismo tiempo que nosotros, los que todavía no hemos muerto de la peste, él sabe que su libertad y su vida están tambien a dos pasos de ser destruidos. Pero puesto que él ha vivido en el terror, encuentra normal que los otros lo conozcan a su turno. Más exactamente, el terror le parece así menos pesado de llevar que si estuviese solo. En esto es en lo que está equivocado y porque
es
más difícil de comprender que otros. Pero, después de todo, es por eso por lo que merece más que otros que se intente comprenderlo."
En fin, las páginas de Tarrou terminan con un relato que ilustra la conciencia singular que invadía al mismo tiempo a Cottard y a los pestíferos. Este relato reconstruye, poco más o menos, la atmósfera difícil de la época y por esto el cronista le asigna mucha importancia.
Habían ido a la ópera Municipal donde daban el
Orfeo
de Glück. Era Cottard el que había invitado a Tarrou. La compañía había venido al principio de la peste para dar unas representaciones en nuestra ciudad. Bloqueada por la enfermedad se había puesto de acuerdo con el teatro de la ópera para dar un espectáculo una vez por semana. Así, desde hacía varios meses, todos los viernes nuestro teatro Municipal vibraba con los lamentos melodiosos de Orfeo y con las llamadas imponentes de Eurídice. Sin embargo, el espectáculo seguía contando con el favor del público y tenía todos los días grandes entradas. Instalados en los puestos más caros, Cottard y Tarrou dominaban un patio de butacas lleno hasta reventar por los más elegantes de nuestros ciudadanos. Los que llegaban se preocupaban visiblemente de llamar la atención. Bajo la luz resplandeciente de la sala, antes de levantarse el telón, los músicos afinaban discretamente sus instrumentos, las siluetas se destacaban con precisión, al pasar de una fila a otra se inclinaban con gracia. En el ligero murmullo de una conversación de buen tono, los hombres recobraban el aplomo que les faltaba horas antes por las calles negras de la ciudad. El frac espantaba a la peste.
Durante todo el primer acto Orfeo se lamentó con facilidad, algunas mujeres vestidas con túnicas comentaron con gracia su desdicha y cantaron al amor. La sala reaccionaba con calor discreto. Apenas se notó que Orfeo introducía en su aria del segundo acto ciertos trémolos que no figuraban en la partitura y que pedía con cierto exceso de patetismo al dueño de los Infiernos que se dejase conmover por su llanto. Algunos movimientos o sacudidas que se le escaparon parecieron a los más informados efectos de estilización que enriquecían la interpretación del cantante.
Fue necesario que llegase el gran dúo de Orfeo y Eurídice del tercer acto (el momento en que Eurídice vuelve a alejarse de su amante) para que cierta sorpresa recorriese la sala. Y como si el cantante no hubiera estado esperando más que ese movimiento del público o, más exactamente todavía, como si el rumor del patio de butacas le hubiera corroborado en lo que sentía, en ese mismo momento avanzó de un modo grotesco, con los brazos y las piernas separados, en su atavío clásico, y se desplomó entre los idílicos decorados que siempre habían sido anacrónicos pero que a los ojos de los espectadores no lo fueron hasta aquel momento, y de modo espantoso. Pues al mismo tiempo la orquesta enmudeció, la gente de las butacas se levantó y empezó a evacuar la sala, primero en silencio, como se sale de una iglesia cuando termina el servicio, o de una cámara mortuoria después de una visita, las mujeres recogiendo sus faldas y saliendo con la cabeza baja, los hombres guiando a sus compañeras por el codo, evitándoles chocar con los asientos bajados. Pero poco a poco el movimiento se hizo más precipitado, el murmullo se convirtió en exclamación y la multitud afluyó a las salidas apretándose y empujándose entre gritos. Cottard y Tarrou, que solamente se habían levantado, se quedaron solos ante una imagen de lo que era su vida de aquellos momentos: la peste en el escenario, bajo el aspecto de un histrión desarticulado, y en la sala los restos inútiles del lujo, en forma de abanicos olvidados y encajes desgarrados sobre el rojo de las butacas.
Rambert, que desde los primeros días de setiembre trabajaba seriamente con Rieux, había pedido un día de licencia para encontrarse con González y los dos chicos delante del instituto de muchachos.
Ese día, González y Rambert vieron llegar a los dos chicos riendo. Dijeron que la otra vez no habían tenido suerte pero que había que confiar. En todo caso, no era aquella su semana de guardia; era necesario tener paciencia hasta la siguiente. Entonces recomenzarían. Rambert dijo que esa era la palabra. González propuso entonces una cita para el lunes próximo, con el propósito de instalar a Rambert ese mismo día en la casa de Marcel y Louis. "Nosotros, tú y yo, nos citaremos, pero si yo no llego, tú te vas directamente a casa de ellos. Hay que explicarte dónde viven." Pero Marcel o Louis dijo que lo más fácil era llevarle en aquel momento. Si no era muy exigente habría comida para los cuatro, y de ese modo se podría dar cuenta. González dijo que era una buena idea y se fueron todos hacia el puerto.