—Lo siento infinitamente. Tendrá usted que preparar algunas cosas. Ya sabe lo que es esto.
—Sí —dijo ella moviendo la cabeza—, voy a hacerlo.
Antes de dejarlos, Rieux no pudo menos de preguntarles si necesitaban algo. La mujer siguió mirando en silencio, pero el juez desvió la mirada.
—No —dijo. Luego, tragando la saliva añadió—: pero salve usted a mi hijo.
La cuarentena que al principio no había sido más que una simple formalidad, había quedado organizada por Rieux y Rambert de un modo muy estricto. Habían exigido particularmente que los miembros de una familia fuesen aislados unos de otros, porque si uno de ellos estaba inficionado sin saberlo, había que evitar que contagiase la enfermedad a los demás. Rieux explicó todas estas razones al juez, que las encontró bien. Y sin embargo él y su mujer se miraron de tal modo que el doctor sintió hasta qué punto esta separación les dejaba desamparados. La señora Othon y su niña podían alojarse en el hotel de cuarentena dirigido por Rambert. Pero para el juez no había más lugar que el campo de aislamiento que la prefectura estaba organizando en el estadio municipal, con la ayuda de unas tiendas pertenecientes al servicio de vías públicas. Rieux le pidió excusas, pero el señor Othon dijo que la regla era una sola y que era justo obedecer.
En cuanto al niño, fue transportado al hospital auxiliar e instalado en una antigua sala de clase donde habían puesto diez camas. Al cabo de unas veinte horas, Rieux consideró su caso desesperado. Aquel frágil cuerpecito se dejaba devorar por la infección sin reaccionar. Pequeños bubones dolorosos, apenas formados, bloqueaban las articulaciones de sus débiles miembros. Estaba vencido de antemano. Por esto Rieux tuvo la idea de ensayar en él el suero de Castel. Aquella misma noche, después de la cena, practicaron la larga inoculación, sin obtener una sola reacción del niño. Al amanecer del otro día, todos acudieron a verle para saber lo que resultaba de esta experiencia decisiva.
El niño había salido de su sopor y se revolvía convulsivamente entre las sábanas. El doctor Castel y Tarrou estaban a su lado desde las cuatro de la mañana, siguiendo paso a paso los progresos o las treguas de la enfermedad. A la cabecera de la cama el sólido cuerpo de Tarrou se curvaba un poco a los pies de Rieux, y a su lado Castel, sentado, leyendo, con toda la apariencia de la tranquilidad, un viejo libro. Poco a poco, a medida que crecía la luz en la antigua clase, los otros fueron llegando. El primero, Paneloux, que se puso al otro lado de la cama frente a Tarrou, con la espalda apoyada en la pared. Se leía en su cara una expresión dolorosa y el cansancio de todos estos días en que había puesto tanto de su parte, había acentuado las arrugas de su frente. Después llegó Joseph Grand. Eran las siete y se excusó por llegar sin aliento. No podía quedarse más que un minuto; venía para saber si sabían ya algo más o menos preciso. Rieux, sin decir una palabra, le señaló al niño que con los ojos cerrados, la cara descompuesta, los dientes apretados tanto como le permitían sus fuerzas, volvía de un lado para otro la cabeza sobre la almohada. Cuando había ya luz suficiente para que se pudiera distinguir en el encerado, que había quedado en su sitio, la huella de las últimas fórmulas de ecuación, llegó Rambert. Se apoyó en los pies de la cama de al lado y sacó un paquete de cigarrillos. Pero después de echar una mirada al niño volvió a guardárselo en el bolsillo.
Castel, sentado, miraba a Rieux por encima de las gafas.
—¿Tiene usted noticias del padre? —No —dijo Rieux—, está en el campo de aislamiento.
El doctor se aferró con fuerza a la barandilla de la cama donde el niño gemía. No quitaba los ojos del enfermito, que de pronto se puso rígido, con los dientes apretados, y se arqueó un poco por la cintura, separando lentamente los brazos y las piernas. De aquel pequeño cuerpo, desnudo bajo una manta de cuartel, subía un olor a lana y a sudor agrio. El niño aflojó un poco la tensión de su rigidez, retrajo brazos y piernas hacia el centro de la cama, y, siempre ciego y mudo, pareció respirar más de prisa. La mirada de Rieux se encontró con la de Tarrou que apartó los ojos. Ya habían visto morir a otros niños puesto que los horrores de aquellos meses no se habían detenido ante nada, pero no habían seguido nunca sus sufrimientos minuto tras minuto como estaban haciendo desde el amanecer. Y, sin duda, el dolor infligido a aquel inocente nunca había dejado de parecerles lo que en realidad era: un escándalo. Pero hasta entonces se habían escandalizado, en cierto modo, en abstracto, porque no habían mirado nunca cara a cara, durante tanto tiempo, la agonía de un inocente.
En ese momento el niño, como si se sintiese mordido en el estómago, se encogió de nuevo, con un débil quejido. Se quedó así encorvado durante minutos eternos, sacudido por estremecimientos y temblores convulsivos, como si su frágil esqueleto se doblegase al viento furioso de la peste y crujiese bajo el soplo insistente de la fiebre. Pasada la borrasca, se calmó un poco, la fiebre pareció retirarse y abandonarle, anhelante, sobre una arena húmeda y envenenada donde el proceso semejaba ya la muerte. Cuando la ola ardiente le envolvió por tercera vez, animándole un poco, el niño se encogió, se escurrió hasta el fondo de la cama en el terror de la llama que le envolvía y agitó locamente la cabeza rechazando la manta. Gruesas lágrimas brotaron bajo sus párpados inflamados, que le corrieron por la cara, y al final de la crisis, agotado, crispando las piernas huesudas y los brazos, cuya carne había desaparecido en cuarenta y ocho horas, el niño tomó en la cama la actitud de un crucificado grotesco.
Tarrou se levantó y con su mano pesada enjugó aquel pequeño rostro empapado de lágrimas y de sudor. Hacía ya un momento que Castel había cerrado el libro y miraba al enfermo. Empezó a hablar, pero tuvo que toser antes de terminar la frase porque su voz se hizo de pronto desentonada.
—No ha tenido mejoría matinal, ¿no es cierto, Rieux?
Rieux dijo que no, pero que resistía más tiempo de lo normal. Paneloux, que parecía hundido en la pared, dijo sordamente:
—Si tiene que morir, así habrá sufrido más largo tiempo.
Rieux se volvió bruscamente hacia él y abrió la boca para decir algo pero se calló, hizo un visible esfuerzo por dominarse y de nuevo llevó su mirada hacia el niño. La luz crecía en la sala. En las otras cinco camas había formas humanas que se revolvían y se quejaban con una discreción que parecía concertada. El único que gritaba en el otro extremo de la sala, lanzaba, con intervalos singulares, pequeñas exclamaciones que expresaban más el asombro que el dolor. Parecía que hasta para los enfermos ya no había aquel terror de los primeros tiempos: ahora su manera de tomar la enfermedad era una especie de consentimiento. Sólo el niño se debatía con todas sus fuerzas. Rieux, que de cuando en cuando le tomaba el pulso, sin necesidad, más bien por salir de la inmovilidad impotente en que estaba, sentía al cerrar los ojos que aquella agitación se mezclaba al tumulto de su propia sangre. Se identificaba entonces con el niño supliciado y procuraba sostenerle con toda su fuerza todavía intacta. Pero, reunidas por un minuto, las pulsaciones de los dos corazones se desacordaban pronto, el niño se le escapaba, y su esfuerzo se hundía en el vacío. Entonces dejaba la manecita sobre la cama y volvía a su puesto.
A lo largo de los muros pintados al temple, la luz pasaba del rosa al amarillo. Detrás de los cristales empezaba a crepitar una mañana de calor. Apenas oyeron que Grand se marchaba diciendo que volvería. Todos esperaban. El niño, con los ojos siempre cerrados, pareció calmarse un poco. Las manos que se habían vuelto como garras arañaban suavemente los lados de la cama. Las levantó un poco, arañó la manta junto a las rodillas y de pronto encogió las piernas, pegó los muslos al vientre y se quedó inmóvil. Abrió los ojos por primera vez y miró a Rieux que estaba delante de él. En su cara hundida, convertida ya en una arcilla gris, la boca se abrió de pronto, dejando escapar un solo grito sostenido que la respiración apenas alteraba y que llenó la sala con una protesta monótona, discorde y tan poco humana que parecía venir de todos los hombres a la vez. Rieux apretó los dientes y Tarrou se volvió para otro lado. Rambert se acercó a la cama junto a Castel, que cerró el libro que había quedado abierto sobre sus rodillas. Paneloux miró esa boca infantil ultrajada por la enfermedad y llena de aquel grito de todas las edades. Se dejó caer de rodillas y a todo el mundo le pareció natural oírle decir con voz ahogada pero clara a través del lamento anónimo que no cesaba: "Dios mío, salva a esta criatura."
Pero el niño siguió gritando y los otros enfermos se agitaron. El que lanzaba las exclamaciones, al fondo de la sala, precipitó el ritmo de su quejido hasta hacer de él un verdadero grito, mientras que los otros se quejaban cada vez más. Una marea de sollozos estalló en la sala cubriendo la plegaria de Paneloux, y Rieux, agarrado a la barra de la cama, cerró los ojos, como borracho de cansancio y de asco.
Cuando volvió a abrirlos encontró a su lado a Tarrou.
—Tengo que irme —dijo a Rieux—, no puedo soportarlo más.
Pero bruscamente los otros enfermos se callaron. El doctor notó que el grito del niño se había hecho más débil, que seguía apagándose hasta llegar a extinguirse. Alrededor los lamentos recomenzaron, pero sordamente, y como un eco lejano de aquella lucha que acababa de terminar. Pues había terminado. Castel pasó al otro lado de la cama y dijo que había concluido. Con la boca abierta pero callado, el niño reposaba entre las mantas en desorden, empequeñecido de pronto, con restos de lágrimas en las mejillas.
Paneloux se acercó a la cama e hizo los ademanes de la bendición. Después se recogió la sotana y se fue por el pasillo central.
—¿Hay que volver a empezar? —preguntó Tarrou a Castel.
El viejo doctor movió la cabeza.
—Es posible —dijo con una sonrisa crispada—. Después de todo ha resistido mucho tiempo.
Pero Rieux se alejaba de la sala con un paso tan precipitado y con tal aire que cuando alcanzó a Paneloux y pasó junto a él, éste alargó el brazo para detenerlo.
—Vamos, doctor —le dijo.
Pero con el mismo movimiento arrebatado Rieux se volvió y lo rechazó con violencia.
—¡Ah!, éste, por lo menos, era inocente, ¡bien lo sabe usted!
Después, franqueando la puerta de la sala antes que Paneloux, cruzó el patio de la escuela hasta el fondo. Se sentó en un banco, entre los árboles pequeños y polvorientos, y se enjugó el sudor que le corría hasta los ojos. Sentía ganas de gritar para desatar el nudo violento que le estrujaba el corazón. El calor caía lentamente entre las ramas de los ficus. El cielo azul de la mañana iba cubriéndose rápidamente por una envoltura blanquecina que hacía el aire más sofocante. Rieux se abandonó en el banco. Miraba las ramas y el cielo hasta ir recobrando lentamente su respiración, hasta asimilar un poco el cansancio.
—¿Por qué hablarme con esa cólera? —dijo una voz detrás de él—. Para mí también era insoportable ese espectáculo.
Rieux se volvió hacia Paneloux.
—Es verdad —dijo—, perdóneme. El cansancio es una especie de locura. Y hay horas en esta ciudad en las que no siento más que rebeldía.
—Lo comprendo —murmuró Paneloux—, esto subleva porque sobrepasa nuestra medida. Pero es posible que debamos amar lo que no podemos comprender.
Rieux se enderezó de pronto. Miró a Paneloux con toda la fuerza y la pasión de que era capaz y movió la cabeza.
—No, padre —dijo—. Yo tengo otra idea del amor y estoy dispuesto a negarme hasta la muerte a amar esta creación donde los niños son torturados.
Por la cara de Paneloux pasó una sombra de turbación.
—¡Ah!, doctor —dijo con tristeza—, acabo de comprender eso que se llama la gracia.
Pero Rieux había vuelto a dejarse caer en el banco. Desde el fondo de su cansancio que había renacido, respondió con algo más de dulzura:
—Es lo que yo no tengo; ya lo sé. Pero no quiero discutir esto con usted. Estamos trabajando juntos por algo que nos une más allá de las blasfemias y de las plegarias. Esto es lo único importante.
Paneloux se sentó junto a Rieux. Parecía emocionado.
—Sí —dijo—, usted también trabaja por la salvación del hombre.
Rieux intentó sonreír.
—La salvación del hombre es una frase demasiado grande para mí. Yo no voy tan lejos. Es su salud lo que me interesa, su salud, ante todo.
Paneloux titubeó.
—Doctor —dijo.
Pero se detuvo. En su frente también aparecieron gotas de sudor. Murmuró "hasta luego" y sus ojos brillaron al levantarse. Ya se marchaba cuando Rieux que estaba reflexionando se levantó también y dio un paso hacia él.
—Vuelvo a pedirle perdón por lo de antes —le dijo—, una explosión así no se repetirá.
Paneloux le alargó la mano y dijo con tristeza:
—¡Y, sin embargo, no lo he convencido!
—¿Eso qué importa? —dijo Rieux—. Lo que yo odio es la muerte y el mal, usted lo sabe bien. Y quiéralo o no estamos juntos para sufrirlo y combatirlo.
Rieux retenía la mano de Paneloux.
—Ya ve usted —le dijo, evitando mirarle—. Dios mismo no puede separarnos ahora.
Desde que había entrado en los equipos sanitarios, Paneloux no había dejado los hospitales ni los lugares donde se encontraba la peste. Se había situado entre los hombres del salvamento en el lugar que creía que le correspondía, esto es, en el primero. No le había faltado el espectáculo de la muerte. Y aunque, en principio, estaba protegido por el suero, la aprensión por su propia suerte no había llegado a serle extraña. Aparentemente siempre había conservado la serenidad. Pero, a partir de aquel día en que había visto durante tanto tiempo morir a un niño, pareció cambiado. Se leía en su cara una tensión creciente. Y el día en que dijo a Rieux sonriendo que estaba preparando un corto tratado sobre el tema: "¿Puede un cura consultar a un médico?", el doctor tuvo la impresión de que se trataba de algo más serio de lo que decía Paneloux. Como el doctor manifestó el deseo de conocer ese trabajo, Paneloux le anunció que iba a pronunciar un sermón en la misa de los hombres y que en esta ocasión expondría algunos de sus puntos de vista.
—Yo quisiera que usted viniese, doctor; el tema le interesará.
El Padre pronunció un segundo sermón en un día de gran viento. A decir verdad, las filas de los asistentes no estaban tan tupidas como en el primero. En las circunstancias difíciles que atravesaba la ciudad, la palabra "novedad" había perdido su sentido. Además, la mayor parte de las gentes, cuando no habían abandonado enteramente sus deberes religiosos o cuando no los hacían coincidir con una vida personal profundamente inmoral, reemplazaban las prácticas ordinarias por supersticiones poco razonables. Preferían llevar medallas protectoras o amuletos de San Roque a ir a misa.