Marcel y Louis vivían al final del barrio de la Marina, cerca de las puertas que daban sobre el mirador. Era una casita española de muros espesos, de contraventanas de madera pintada, con habitaciones desnudas y sombrías. Tenían arroz que servía la madre de los muchachos, una vieja española sonriente y llena de arrugas. González se extrañó, pues el arroz faltaba ya en la ciudad. "En las puertas se arregla uno", dijo Marcel. Rambert comía y bebía, y González dijo que era un verdadero camarada, mientras él pensaba únicamente en la semana que tenía que pasar.
La realidad era que tuvo que esperar dos semanas porque los turnos de guardia se hicieron de quince días para reducir el número de los equipos. Durante esos quince días Rambert trabajó sin escatimar esfuerzo, de modo ininterrumpido, como con los ojos cerrados, de la mañana a la noche. Tarde ya se acostaba y dormía con un sueño pesado. El paso brusco de la ociosidad a este trabajo agotador le dejaba sin sueño y sin fuerzas. Hablaba poco de su evasión. Un hecho notable: al cabo de una semana confesó al doctor que, por primera vez, la noche anterior se había emborrachado. Al salir del bar tuvo de pronto la impresión de que se le hinchaban las ingles y de que al mover los brazos sentía una dificultad en las axilas. Pensó en seguida que era la peste, y la única reacción que tuvo —tanto él como Rieux convinieron en que no era razonable— fue la de correr hacia la parte alta de la ciudad y allí, en una plazoleta desde donde no se llegaba a divisar el mar pero desde donde se veía un poco más de cielo, llamar a gritos a su mujer, por encima de la ciudad. Cuando llegó a su casa no se descubrió en el cuerpo ningún signo de infección y no quedó muy orgulloso de aquella brusca crisis. Rieux dijo que comprendía muy bien que se pudiese obrar así. "En todo caso, dijo, sucede con frecuencia que tenga uno ganas de hacerlo."
—El señor Othon me ha hablado de usted esta mañana —añadió Rieux en el momento en que Rambert se iba—. Me ha preguntado si le conocía: "Aconséjele usted, me ha dicho, que no frecuente los medios de contrabando. Se hace notar."
—¿Qué quiere decir esto?
—Esto quiere decir que tiene usted que darse prisa.
—Gracias —dijo Rambert, estrechando la mano del doctor. Al llegar a la puerta se volvió. Rieux observó que por primera vez desde el principio de la peste, se sonreía.
—Entonces ¿por qué no impide usted que me marche?
Rieux movió la cabeza con su gesto habitual y dijo que eso era cosa de Rambert, que había escogido la felicidad y que él no tenía argumentos que oponerle. Se sentía incapaz de juzgar lo que estaba bien y lo que estaba mal en este asunto.
—¿Y por qué me dice usted que me dé prisa?
Rieux sonrió a su vez.
—Es posible que sea porque yo también tengo ganas de hacer algo por la felicidad.
Al día siguiente no hablaron más de ello pero trabajaron juntos. A la otra semana Rambert se instaló por fin en la casa de los españoles. Le hicieron una cama en la habitación común. Como los muchachos no iban a comer a casa y como le habían rogado que saliera lo menos posible, estaba solo la mayor parte del tiempo, o se ponía a charlar con la madre de los muchachos. Era una vieja madre española seca y altiva, vestida de negro, con la cara morena y arrugada bajo el pelo blanco muy limpio. Silenciosa, cuando miraba a Rambert le sonreía con los ojos.
Alguna vez le preguntó si no temía llevarle la peste a su mujer. Él creía que había que correr ese riesgo y que, después de todo, era un riesgo mínimo; en cambio, quedándose en la ciudad se exponía a ser separado de ella para siempre.
—¿Cómo es ella? —le preguntó la vieja sonriendo.
—Encantadora.
—¿Bonita?
—Yo creo que sí.
—¡Ah! —dijo ella—, es por eso.
—¿No cree usted en Dios? —dijo la vieja, que iba a misa todas las mañanas.
Él reconoció que no, y la vieja repitió que era por eso.
—Tiene usted razón, debe reunirse con ella. Si no, ¿qué le quedaría a usted?
El resto del tiempo Rambert se lo pasaba dando vueltas, junto a las paredes enjalbegadas y desnudas, tocando los abanicos que estaban clavados en ellas o contando los madroños que bordeaban el tapete. Por la tarde volvían los muchachos. No hablaban mucho, sólo lo suficiente para decirle que todavía no era el momento. Después de cenar Marcel tocaba la guitarra y bebían todos anisado. Rambert seguía pensando.
El miércoles, Marcel llegó diciendo:
"Todo está listo para mañana a medianoche. Estate preparado." De los dos hombres que hacían la guardia con ellos, uno había caído con la peste y el otro, que vivía con él, estaba en observación. Así, durante dos o tres días, Marcel y Louis estarían solos. Por la noche fueron a terminar los últimos detalles. Al día siguiente todo sería posible; Rambert les dio las gracias. "¿Está usted contento?", le preguntó la vieja. Él dijo que sí, pero pensaba en otra cosa.
Al día siguiente, bajo un cielo pesado, el calor era húmedo y sofocante. Las noticias de la peste eran malas. La vieja española conservaba la serenidad, sin embargo. "Hay mucho pecado en el mundo, decía, así que ¡a la fuerza!" Tanto Rambert como Marcel y Louis andaban con el torso desnudo, pero a pesar de todo les corría el sudor por los hombros y por el pecho. En la penumbra de la casa, con las persianas bajas, sus cuerpos parecían más morenos y relucientes. Rambert daba vueltas sin hablar. De pronto, a las cuatro de la tarde, se vistió y dijo que salía.
—Cuidado —le dijo Marcel—, es a medianoche. Todo está preparado.
Rambert fue a casa del doctor. La madre de Rieux le dijo que lo encontraría en el hospital en la parte alta de la ciudad. Delante del puesto de guardia, la muchedumbre de siempre daba vueltas sobre el mismo lugar. "¡Circulen!", decía un sargento de ojos saltones. La gente circulaba pero en redondo. "No hay nada que esperar", decía el sargento, cuyo traje estaba empapado de sudor. Ellos ya sabían que no había nada que esperar y sin embargo seguían allí. Rambert enseñó un pase al sargento que le indicó el despacho de Tarrou. La puerta daba sobre el patio. Se cruzó con el Padre Paneloux que salía del despacho.
Era una pequeña habitación, blanca y sucia, que olía a farmacia y a trapos húmedos. Tarrou, sentado a una mesa de madera negra, con las mangas de la camisa remangadas, se secaba con el pañuelo el sudor que le corría por la sangría del brazo.
—¿Todavía aquí? —le dijo.
—Sí, quisiera hablar con Rieux.
—Está en la sala. Si podemos resolverlo sin él será mejor.
—¿Por qué?
—Está agotado. Yo le evito todo lo que puedo.
Rambert miró a Tarrou. Vio que había adelgazado, el cansancio le hacía borrosos los ojos y todas las facciones. Sus anchos hombros estaban como encogidos. Llamaron a la puerta y entró un enfermero enmascarado de blanco. Dejó sobre la mesa de Tarrou un paquete de fichas y dijo con una voz que la máscara ahogaba: "Seis" y se fue. Tarrou miró a Rambert y le enseñó las fichas extendidas en abanico.
—¿Qué bonitas, eh? ¡Pues no!, no son tan bonitas, son muertos. Los muertos de esta noche.
Frunciendo la frente recogió el paquete de fichas.
—Lo único que nos queda es la contabilidad.
Tarrou se levantó y se apoyó en la mesa.
—¿Se va usted pronto?
—Hoy a medianoche.
Tarrou dijo que se alegraba y que tuviera cuidado.
—¿Dice usted eso sinceramente?
Tarrou alzó los hombros:
—A mi edad es uno sincero forzosamente. Mentir cansa mucho.
—Tarrou —dijo Rambert—, perdóneme, pero quiero ver al doctor.
—Sí, ya sé. Es más humano que yo. Vamos.
—No es eso —dijo Rambert con esfuerzo, y se detuvo.
Tarrou lo miró y de pronto le sonrió.
Fueron por un pasillo cuyos muros estaban pintados de verde claro y donde flotaba una luz de acuario. Antes de llegar a una doble puerta—vidriera, detrás de la cual se veía un curioso ir y venir de sombras, Tarrou hizo entrar a Rambert en una salita con las paredes cubiertas de armarios. Abrió uno de ellos y sacó de un esterilizador dos máscaras de gasa, dio una a Rambert para que se tapara con ella. Rambert le preguntó si aquello servía para algo y Tarrou respondió que no, pero que inspiraba confianza a los demás.
Empujaron la puerta—vidriera. Era una inmensa sala, con las ventanas herméticamente cerradas a pesar de la estación. En lo alto de las paredes zumbaban los aparatos que renovaban la atmósfera y sus hélices curvas agitaban el aire espeso y caldeado, por encima de las dos filas de camas. De todos lados subían gemidos sordos o agudos que formaban un solo lamento monótono.
Algunos hombres vestidos de blanco pasaban con lentitud bajo la luz cruel que vertían las altas aberturas defendidas con barrotes.
Rambert se sentía mal en el terrible calor de aquella sala y le costó trabajo reconocer a Rieux inclinado sobre una forma gimiente. El doctor estaba punzando las ingles de un enfermo que sujetaban dos enfermeros a los lados de la cama. Cuando se enderezó dejó caer su instrumento en el platillo que un ayudante le ofrecía y se quedó un rato inmóvil, mirando al hombre mientras lo vendaban.
—¿Qué hay de nuevo? —dijo a Tarrou, cuando vio que se le acercaba.
—Paneloux ha aceptado reemplazar a Rambert en la casa de cuarentena. Ha hecho ya muchas cosas. Queda por organizar el tercer equipo de inspección sin Rambert.
Rieux aprobó con la cabeza.
—Castel ha terminado sus primeras preparaciones. Propone un experimento.
—¡Ah! —dijo Rieux—, eso está bien.
—Además, está aquí Rambert.
Rieux se volvió. Por encima de la máscara guiñó un poco los ojos al ver a Rambert.
—¿Qué hace usted aquí? —le dijo—, usted debiera estar en otra parte.
Tarrou le dijo que la cosa era para aquella noche y Rambert añadió: "En principio."
Cada vez que uno de ellos hablaba, la máscara de gasa se hinchaba en el sitio de la boca. Esto hacía que la conversación resultase un poco irreal, como un diálogo entre estatuas.
—Querría hablar con usted —dijo Rambert.
—Saldremos juntos, si quiere. Espéreme en el despacho de Tarrou.
Un momento después, Rambert y Rieux se instalaban en el asiento posterior del coche. Tarrou conducía.
—Se acabó la gasolina —dijo Tarrou, al echar a andar—. Mañana andaremos a pie.
—Doctor —dijo Rambert—, yo no me voy: quiero quedarme con ustedes.
Tarrou no rechistó, siguió conduciendo. Rieux parecía incapaz de salir de su cansancio.
—¿Y ella? —dijo con voz sorda.
Rambert dijo que había reflexionado y seguía creyendo lo que siempre había creído, pero que sabía que si se iba tendría vergüenza. Esto le molestaría para gozar del amor a su mujer. Pero Rieux se enderezó y dijo con voz firme que eso era estúpido y que no era en modo alguno vergonzoso elegir la felicidad.
—Sí —dijo Rambert—, puede, puede uno tener vergüenza de ser el único en ser feliz.
Tarrou, que había ido callado todo el tiempo sin volver la cabeza, hizo observar que si Rambert se decidía a compartir la desgracia de los hombres, ya no le quedaría tiempo para la felicidad. Era necesario que tomase una decisión.
—No es eso —dijo Rambert—. Yo había creído siempre que era extraño a esta ciudad y que no tenía nada que ver con ustedes. Pero ahora, después de haber visto lo que he visto, sé que soy de aquí, quiéralo o no. Este asunto nos toca a todos.
Nadie respondió y Rambert terminó por impacientarse.
—¡Ustedes lo saben mejor que nadie! Si no ¿qué hacen en el hospital? ¿Es que ustedes han escogido y han renunciado a la felicidad?
No respondieron ninguno de los dos. El silencio duró mucho tiempo hasta que llegaron cerca de la casa del doctor. Rambert repitió su última pregunta, todavía con más fuerza y solamente Rieux se volvió hacia él. Rieux se enderezó con esfuerzo:
—Perdóneme, Rambert —dijo—, pero no lo sé. Quédese con nosotros si así lo desea.
Un tropezón del coche en un bache lo hizo callar. Después añadió, mirando al espacio:
—Nada en el mundo merece que se aparte uno de los que ama. Y sin embargo, yo también me aparto sin saber por qué.
Rieux se dejó caer sobre el respaldo.
—Es un hecho, eso es todo —dijo con cansancio—. Registrémoslo y saquemos las consecuencias.
—¿Qué consecuencias? —preguntó Rambert.
—¡Ah! —dijo Rieux—, no puede uno al mismo tiempo curar y saber. Así que curemos lo más a prisa posible, es lo que urge.
A medianoche, Tarrou y Rieux estaban haciendo el plano del barrio que Rambert estaba encargado de inspeccionar, cuando Tarrou miró su reloj. Al levantar la cabeza encontró la mirada de Rambert.
—¿Los ha prevenido usted? —Rambert apartó los ojos.
—Había enviado unas líneas —dijo—, antes de venir a verlos.
Hasta los últimos días de octubre no se ensayó el suero de Castel. Este era, prácticamente, la última esperanza de Rieux. En el caso de que fuese un nuevo fracaso, el doctor estaba persuadido de que la ciudad quedaría a merced de la plaga que podía prolongar sus efectos durante varios meses todavía o decidirse a parar sin razón.
La víspera del día en que Castel fue a visitar a Rieux, el niño del señor Othon había caído enfermo y toda la familia había tenido que ponerse en cuarentena. La madre, que había salido de ella poco tiempo atrás, se encontró aislada por segunda vez. Respetuoso con los preceptos establecidos, el juez hizo llamar al doctor Rieux en cuanto vio en el cuerpo del niño los síntomas de la enfermedad. Cuando Rieux llegó, el padre y la madre estaban de pie junto a la cama. La niña había sido alejada. El niño estaba en el período de abatimiento y se dejó reconocer sin quejarse. Cuando el doctor levantó la cabeza, encontró la mirada del juez y detrás de él la cara pálida de la madre, que se tapaba la boca con un pañuelo y seguía los movimientos del doctor con ojos desorbitados.
—Es eso, ¿no? —dijo el juez con voz fría.
—Sí —respondió Rieux, mirando nuevamente al niño. Los ojos de la madre se desorbitaron más, pero no dijo nada. El Juez también siguió callado y luego dijo en un tono más bajo:
—¡Bueno!, doctor, debemos hacer lo prescripto.
Rieux evitó mirar a la madre, que seguía con el pañuelo sobre la boca.
—Se hará en seguida —dijo titubeando—, si puedo telefonear.
El señor Othon dijo que él le acompañaría al teléfono, pero el doctor se volvió hacia la mujer.