La peste (31 page)

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Authors: Albert Camus

Tags: #Clásico, Novela

BOOK: La peste
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—Deberías acostarte para poder relevarme a las ocho. No olvides las instalaciones antes de acostarte.

La señora Rieux se levantó, recogió su labor y se acercó a la cama. Tarrou hacía ya tiempo que tenía los ojos cerrados. El sudor ensortijaba su pelo sobre la frente. La señora Rieux suspiró y el enfermo abrió los ojos, vio la dulce mirada sobre él y bajo las móviles ondas de la fiebre reapareció su sonrisa tenaz. Pero en seguida cerró los ojos. Cuando se quedó solo, Rieux se acomodó en el sillón que había dejado su madre. La calle estaba muda y el silencio era completo. El frío de la madrugada empezaba a hacerse sentir en la habitación.

El doctor se adormeció, pero el primer coche del amanecer lo sacó de su somnolencia. Pasó un escalofrío por la espalda, miró a Tarrou y vio que había logrado un poco de descanso y dormía también. Las ruedas de madera y las pisadas del caballo de un carro sonaban ya lejos. En la ventana, el espacio estaba todavía oscuro. Cuando el doctor se acercó a la cama, Tarrou lo miró con los ojos inexpresivos como si estuviese todavía en las regiones del sueño.

—Ha dormido usted, ¿no? —preguntó Rieux. —Sí.

—¿Respira usted mejor? —Un poco, ¿eso quiere decir algo? Rieux se calló un momento, después dijo: —No, Tarrou, eso no quiere decir nada. Usted conoce tan bien como yo la tregua matinal. Tarrou asintió.

—Gracias —dijo—, respóndame siempre así, exactamente.

Rieux se sentó a los pies de la cama. Sentía junto a él las piernas del enfermo, largas y duras como miembros de una estatua yacente. Tarrou empezó a respirar más fuerte.

—La fiebre va a recomenzar, ¿no es cierto, Rieux? —dijo con voz ahogada. —Sí, pero al mediodía ya podremos ver. Tarrou cerró los ojos, parecía concentrar sus fuerzas. Una expresión de cansancio se leía en sus rasgos, esperaba la subida de la fiebre que se revolvía ya en algún sitio de su propio fondo. Cuando abrió los ojos, su mirada estaba empañada y sólo se aclaró cuando vio a Rieux inclinado hacia él. —Beba —le decía.

Tarrou bebió y dejó caer la cabeza. —Qué largo es esto —murmuró. Rieux le tomó del brazo, pero Tarrou, con la cabeza vuelta para otro sitio, no reaccionó. Y de pronto la fiebre afluyó visiblemente hasta su frente, como si hubiese roto algún dique interior. Cuando la mirada de Tarrou se volvió hacia el doctor, éste procuró darle valor con la suya. La sonrisa que Tarrou intentó esbozar no pudo pasar de las mandíbulas apretadas ni de los labios pegados por una espuma blancuzca. Pero bajo su frente obstinada los ojos brillaron todavía con el resplandor del valor.

A las siete, la señora Rieux volvió a la habitación. El doctor fue a su despacho para telefonear al hospital haciéndose sustituir. Decidió también dejar sus consultas aquel día, se echó un momento en el diván de su gabinete, pero se levantó en seguida y volvió al cuarto. Tarrou tenía la cabeza vuelta hacia la señora Rieux, miraba aquella menuda sombra recogida junto a él en una silla, con las manos juntas sobre la falda. Y la contemplaba con tanta intensidad que la señora Rieux se puso un dedo sobre los labios y se levantó para apagar la lámpara de la cabecera. Pero a través de las cortinas la luz se filtraba rápidamente y poco a poco, cuando los rasgos del enfermo emergieron de la oscuridad, la señora Rieux pudo ver que seguía mirándola. Se inclinó hacia él, le arregló la almohada y puso un momento la mano en su pecho mojado. Entonces oyó, como viniendo de lejos, una voz sorda que le daba las gracias y le decía que todo estaba muy bien. Cuando volvió a sentarse, Tarrou cerró los ojos y su expresión agotada, a pesar de tener la boca cerrada, parecía volver a sonreír.

Al mediodía la fiebre había llegado a la cúspide. Una especie de tos visceral sacudía el cuerpo del enfermo, que empezó a escupir sangre. Los ganglios habían dejado de crecer, pero seguían duros como clavos, atornillados en los huecos de las articulaciones y Rieux consideró imposible abrirlos. En los intervalos de la fiebre y de la tos, Tarrou miraba de cuando en cuando a sus amigos. Pero pronto sus ojos se abrieron cada vez menos frecuentemente y la luz que iluminaba su cara devastada fue haciéndose más débil. La tempestad que sacudía su cuerpo, con estremecimientos convulsivos hacía cada vez más frecuentes sus relámpagos y Tarrou iba derivando hacia el fondo. Rieux no tenía delante más que una máscara inerte en la que la sonrisa había desaparecido. Esta forma humana que le había sido tan próxima, acribillada ahora por el venablo, abrasada por el mal sobrehumano, doblegada por todos los vientos iracundos del cielo, se sumergía a sus ojos en las ondas de la peste y él no podía hacer nada para evitar su naufragio. Tenía que quedarse en la orilla con los brazos cruzados y el corazón oprimido, sin armas y sin recursos, una vez más, frente al fracaso. Y al fin, las lágrimas de la impotencia le impidieron ver cómo Tarrou se volvía bruscamente hacia la pared y con un quejido profundo expiraba, como si en alguna parte de su ser una cuerda esencial se hubiese roto.

La noche que siguió no fue de lucha, sino de silencio. En este cuarto separado del mundo, sobre este cuerpo muerto, ahora vestido, Rieux sentía planear la calma sorprendente que muchas noches antes, sobre las terrazas, por encima de la peste, había seguido al ataque de las puertas. Ya en aquella época había pensado en ese silencio que se cierne sobre los lechos donde mueren los hombres. En todas partes la misma pausa, el mismo intervalo solemne, siempre el mismo aplacamiento que sigue a los combates: era el silencio de la derrota. Pero aquel silencio que envolvía a su amigo era tan compacto, estaba tan estrechamente acorde con el silencio de las calles de la ciudad liberada de la peste, que Rieux sentía que esta vez se trataba de la derrota definitiva, la que pone fin a las guerras y hace de la paz un sufrimiento incurable. El doctor no sabía si al fin Tarrou habría encontrado la paz, pero en ese momento, por lo menos, creía saber que para él ya no habría paz posible, como no hay armisticio para la madre amputada de su hijo, ni para el hombre que entierra a su amigo.

Fuera quedaba la misma noche fría, las estrellas congeladas en un cielo claro y glacial. En la semioscuridad del cuarto se sentía contra los cristales la respiración pálida de una noche polar. Junto a la cama, la señora Rieux estaba sentada en su postura habitual, el lado derecho iluminado por la lámpara de cabecera. En medio de la habitación, lejos de la luz, Rieux esperaba en su butaca. El recuerdo de su mujer pasó alguna vez por su cabeza, pero lo rechazó.

Las pisadas de los transeúntes habían sonado, claras, en la noche fría.

—¿Te has ocupado de todo? —había dicho la señora Rieux.

—Sí, ya he telefoneado.

Habían seguido velando en silencio. La señora Rieux miraba de cuando en cuando a su hijo. Cuando él sorprendía una de sus miradas, le sonreía. Los ruidos familiares de la noche se sucedían fuera. Aunque la autorización todavía no había sido dada, muchos coches circulaban de nuevo. Lamían rápidamente el pavimento, desaparecían y volvían a aparecer. Voces, llamadas, un nuevo silencio, los pasos de un caballo, el chirriar de algún tranvía en una curva, ruidos imprecisos, y de nuevo la respiración de la noche.

—Bernard.

—¿Qué, mamá?

—¿No estás cansado?

—No.

Sentía que su madre lo quería y pensaba en él en ese momento. Pero sabía también que querer a alguien no es gran cosa o, más bien, que el amor no es nunca lo suficientemente fuerte para encontrar su propia expresión. Así, su madre y él se querían siempre en silencio. Y ella llegaría a morir —o él— sin que durante toda su vida hubiera podido avanzar en la confesión de su ternura. Del mismo modo que había vivido al lado de Tarrou y estaba allí, muerto, aquella noche, sin que su amistad hubiera tenido tiempo de ser verdaderamente vivida. Tarrou había perdido la partida, como él decía, pero él, Rieux, ¿qué había ganado? Él había ganado únicamente el haber conocido la peste y acordarse de ella, haber conocido la amistad y acordarse de ella, conocer la ternura y tener que acordarse de ella algún día. Todo lo que el hombre puede ganar al juego de la peste y de la vida es el conocimiento y el recuerdo. ¡Es posible que fuera a eso a lo que Tarrou le llamaba ganar la partida!

Volvió a pasar un auto y la señora Rieux cambió un poco de postura en su silla. Rieux le sonrió. Ella le dijo que no estaba cansada y poco después:

—Tendrías que ir a descansar un poco a la montaña.

—Sí, mamá.

¿Por qué no? Iría a reposar un poco. Ese sería un buen pretexto para la memoria. Pero si esto era ganar la partida, qué duro debía ser vivir únicamente con lo que se sabe y con lo que se recuerda, privado de lo que se espera. Así era, sin duda, como había vivido Tarrou y con la conciencia de lo estéril que es una vida sin ilusiones. No puede haber paz sin esperanza y Tarrou, que había negado a los hombres el derecho de condenar, que sabía, sin embargo, que nadie puede pasarse sin condenar, y que incluso las víctimas son a veces verdugos, Tarrou había vivido en el desgarramiento y la contradicción y no había conocido la esperanza. ¿Sería por eso por lo que había buscado la santidad y la paz en el servicio de los hombres? En verdad, Rieux no sabía nada y todo esto importaba poco. Las únicas imágenes de Tarrou que conservaría serían las de un hombre que cogía con ánimo el volante de su coche para conducirlo todos los días y la de aquel cuerpo recio, tendido ahora sin movimiento. Un calor de vida y una imagen de muerte: esto era el conocimiento.

Por eso fue, sin duda, por lo que el doctor Rieux a la mañana siguiente recibió con calma la noticia de la muerte de su mujer. Estaba en su despacho y su madre vino casi corriendo a traerle un telegrama, en seguida fue a dar una propina al repartidor y cuando volvió, Rieux tenía el telegrama abierto en la mano. Ella lo miró, pero Rieux miraba obstinadamente, por la ventana, la mañana magnífica que se levantaba sobre el puerto.

—Bernard —dijo la señora Rieux.

El doctor la miró con aire distraído.

—¿El telegrama? —preguntó.

—Sí, es eso —dijo el doctor—. Hace ocho días.

La señora Rieux se volvió hacia la ventana. El doctor siguió callado. Después dijo a su madre que no llorase, que él ya se lo esperaba, pero que, sin embargo, era difícil de soportar. Al decir eso sabía, simplemente, que en su sufrimiento no había sorpresa. Desde hacía meses y desde hacía dos días era el mismo dolor el que continuaba.

Las puertas de la ciudad se abrieron por fin al amanecer de una hermosa mañana de febrero, saludadas por el pueblo, los periódicos, la radio y los comunicados de la prefectura. Le queda aún al cronista por relatar las horas de alegría que siguieron a la apertura de las puertas, aunque él fuese de los que no podían mezclarse enteramente a ella.

Se habían organizado grandes festejos para el día y para la noche. Al mismo tiempo, los trenes empezaron a humear en la estación, los barcos ponían ya la proa a nuestro puerto, demostrando así que ese día era, para los que gemían por la separación, el día del gran encuentro.

Se imaginará fácilmente lo que pudo llegar a ser el sentimiento de la separación que había dominado a tantos de nuestros conciudadanos. Los trenes que entraron en la ciudad durante el día no venían menos cargados que los que salieron. Cada uno había reservado su asiento para ese día en el transcurso del plazo de las dos semanas, temiendo que en el último momento la decisión de la prefectura fuese anulada. Algunos de los viajeros que venían hacia la ciudad no estaban enteramente libres de aprensión, pues sabían en general el estado de las personas que les eran próximas, pero no el de las otras ni el de la ciudad misma, a la que atribuían un rostro temible. Pero esto sólo contaba para aquellos a los que la pasión no había estado quemando durante todo este espacio de tiempo.

Los apasionados pudieron entregarse a su idea fija. Sólo una cosa había cambiado para ellos: el tiempo, que durante sus meses de exilio hubieran querido empujar para que se apresurase, que se encarnizaban verdaderamente en precipitar; ahora, que se encontraban ya cerca de nuestra ciudad deseaban que fuese más lento, querían tenerlo suspendido, cuando ya el tren empezaba a frenar antes de la parada. El sentimiento, al mismo tiempo vago y agudo en ellos, de todos esos meses de vida perdidos para su amor, les hacía exigir confusamente una especie de compensación que consistiese en ver correr el tiempo de la dicha dos veces más lento que el de la espera. Y los que les esperaban en una casa o en un andén, como Rambert, cuya mujer, que en cuanto había sido advertida de la posibilidad de entrada, había hecho todo lo necesario para venir, estaban dominados por la misma impaciencia y la misma confusión. Pues este amor o esta ternura que los meses de peste habían reducido a la abstracción, Rambert temblaba de confrontarlos con el ser de carne y hueso que los había sustentado.

Hubiera querido volver a ser aquel que al principio de la epidemia intentaba correr de un solo impulso fuera de la ciudad, lanzándose al encuentro de la que amaba. Pero sabía que esto ya no era posible. Había cambiado; la peste había puesto en él una distracción que procuraba negar con todas sus fuerzas y que, sin embargo, prevalecía en él como una angustia sorda. En cierto sentido, tenía la impresión de que la peste había terminado demasiado brutalmente y le faltaba presencia de ánimo ante este hecho. La felicidad llegaba a toda marcha, el acontecimiento iba más de prisa que el deseo. Rambert sabía que todo iba a serle devuelto de golpe y que la alegría es una quemadura que no se saborea.

Todos, más o menos conscientemente, estaban como él, y de todos estamos hablando. En aquel andén de la estación, donde iban a recomenzar sus vidas personales, sentían su comodidad y cambiaban entre ellos miradas y sonrisas. Su sentimiento de exilio, en cuanto vieron el humo del tren, se extinguió bruscamente bajo la avalancha de una alegría confusa y cegadora. Cuando el tren se detuvo, las interminables separaciones que habían tenido su comienzo en aquella estación tuvieron allí mismo su fin en el momento en que los brazos se enroscaban, con una avaricia exultante, sobre los cuerpos cuya forma viviente habían olvidado.

Rambert no tuvo tiempo de mirar esta forma que corría hacia él y que se arrojaba contra su pecho. Teniéndola entre sus brazos, apretando contra él una cabeza de la que no veía más que los rizos familiares, dejaba correr las lágrimas, sin saber si eran causadas por su felicidad presente o por el dolor tanto tiempo reprimido, y seguro, al menos, de que ellas le impedirían comprobar si aquella cara escondida en su hombro era con la que tanto había soñado o acaso la de una extraña. Por el momento, quería obrar como todos los que alrededor de él parecían creer que la peste puede llegar y marcharse sin que cambie el corazón de los hombres.

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