—¿Cree usted que vendrá esta tarde?
—¡Oh! —dijo el otro—, yo no estoy en su pellejo. Pero ya conoce usted su hora.
—Sí, pero no es cosa muy importante. Solamente quería presentarle a un amigo.
El hombre se secaba las manos húmedas con el delantero de su mandil.
—¡Ah! ¿El señor se ocupa también de negocios?
—Sí —dijo Cottard.
El renacuajo refunfuñó:
—Entonces vuelva usted esta noche. Le mandaré al chico.
Al salir, Rambert preguntó de qué negocios se trataba.
—De contrabando, naturalmente. Hacen pasar mercancía por las puertas de la ciudad. La venden a precios muy altos.
—Bueno —dijo Rambert—, ¿tienen cómplices?
—Naturalmente.
Por la noche, el toldo estaba levantado, el loro parloteaba en la jaula y las mesas de chapa estaban rodeadas de hombres en mangas de camisa. Uno de ellos, con el sombrero de paja echado hacia atrás y una camisa blanca abierta sobre el pecho color de tierra cocida, se levantó cuando entró Cottard. Tenía cara correcta y curtida, ojos negros, pequeños, dientes blancos, dos o tres sortijas en los dedos, y alrededor de treinta años más o menos.
—Salud —dijo—, vamos a beber al mostrador.
Tomaron tres rondas en silencio.
—¿Salimos? —dijo entonces García.
Bajaron hacia el puerto y García preguntó qué era lo que querían de él. Cottard dijo que no era precisamente para negocios para lo que le había presentado a Rambert, sino solamente para lo que él llamaba una "salida". García iba derecho, delante de él, fumando. Hizo algunas preguntas diciendo "él" al hablar de Rambert, como si no se diese cuenta de su presencia.
—¿Y eso por qué? —preguntaba.
—Tiene su mujer en Francia.
—¡Ah!
Y después de cierto tiempo:
—¿Qué es de profesión?
—Periodista.
—Es un oficio en el que se habla mucho.
Rambert se calló.
—Es un amigo —dijo Cottard.
Avanzaron en silencio. Habían llegado a los muelles, el acceso estaba impedido por grandes rejas, pero se dirigieron a una pequeña taberna donde vendían sardinas fritas cuyo olor llegaba hasta ellos.
—De todos modos —concluyó García—, eso no es a mí a quien concierne, sino a Raúl. Y hace falta primero que yo lo encuentre. No será fácil.
—¡Ah! —exclamó Cottard y preguntó con animación—, ¿se esconde?
García no contestó.
Cerca ya de la taberna se paró y se volvió hacia Rambert por primera vez.
—Pasado mañana, a las once, en la esquina del cuartel de aduanas, en lo alto de la ciudad. Hizo ademán de irse, pero se volvió hacia los dos.
—Habrá gastos —dijo.
Esto era una comprobación.
—Naturalmente —afirmó Rambert.
Poco después, el periodista daba las gracias a Cottard.
—¡Oh! no —dijo él con jovialidad—. Es una satisfacción para mí poder hacerle un servicio. Y además usted es periodista, algún día me recompensará.
A los dos días Rambert y Cottard trepaban por las calles sin sombra que llevan hacia lo alto de la ciudad. Una parte del cuartel de aduanas había sido transformada en enfermería y delante de la gran puerta se estacionaba la gente venida con la esperanza de una visita que no podía ser autorizada, o en busca de informaciones que de un momento a otro ya no serían válidas. En todo caso, ese agrupamiento de gente permitía muchas idas y venidas y esta consideración podía no ser extraña al modo en que la cita de García y Rambert había sido fijada.
—Es curiosa —dijo Cottard— su obstinación en irse. Después de todo es bien interesante lo que pasa aquí.
—No para mí —respondió Rambert.
—¡Oh!, evidentemente, algo se arriesga. Pero, en fin de cuentas, no se arriesga más con la peste que con atravesar el cruce de dos calles muy frecuentadas.
En ese momento el auto de Rieux se detuvo delante de ellos. Tarrou conducía y Rieux iba medio dormido. Se despertó para hacer las presentaciones.
—Nos conocemos —dijo Tarrou—, vivimos en el mismo hotel.
Se ofreció a llevar a Rambert a la ciudad.
—No, nosotros tenemos aquí una cita.
Rieux miró a Rambert.
—Sí —dijo éste.
—¡Ah! —dijo Cottard con asombro—, ¿el doctor está al corriente?
—Ahí viene el juez de instrucción —advirtió Tarrou mirando a Cottard.
A Cottard se le mudó la cara. El señor Othon bajaba la calle, en efecto, y se acercaba a ellos con paso vigoroso pero medido. Se quitó el sombrero al pasar junto al grupo.
—¡Buenos días, señor juez! —dijo Tarrou.
El juez devolvió los buenos días a los ocupantes del auto y mirando a Cottard y a Rambert que estaban más atrás los saludó gravemente con la cabeza. Tarrou le presentó a los dos. El juez se quedó mirando al cielo durante un segundo y suspiró diciendo que esta era una época bien triste.
—Me han dicho, señor Tarrou, que se ocupa usted de la aplicación de las medidas profilácticas. No sé como manifestarle mi aprobación. ¿Cree usted, doctor, que la enfermedad se extenderá aún?
Rieux dijo que había que tener la esperanza de que no y el juez añadió que había que tener siempre esperanza porque los designios de la Providencia son impenetrables. Tarrou le preguntó si los acontecimientos le habían ocasionado un exceso de trabajo.
—Al contrario, los asuntos que nosotros llamamos de derecho común han disminuido. No tengo que ocuparme más que de las faltas graves contra las nuevas disposiciones. Nunca se había respetado tanto las leyes anteriores.
—Es —dijo Tarrou— porque en comparación parecen buenas, forzosamente.
El juez dejó el aire soñador que había tomado, la mirada como suspendida del cielo, y examinó a Tarrou con aire de frialdad.
—¿Eso qué importa? —dijo—. No es la ley lo que cuenta: es la condenación, y en eso nosotros no influimos.
—Este —dijo Cottard cuando el juez se marchó— es el enemigo número uno.
El coche arrancó.
Poco después Rambert y Cottard vieron llegar a García. Avanzó hacia ellos sin hacer un gesto y dijo a guisa de buenos días: "Hay que esperar."
A su alrededor, la multitud, en la que dominaban las mujeres, esperaba en un silencio total. Casi todas llevaban cestos pues todas tenían la vana esperanza de que se los dejasen pasar a sus enfermos y la idea todavía más loca de que ellos podrían utilizar sus provisiones. La puerta estaba guardada por centinelas armados y, de cuando en cuando, un grito extraño atravesaba el patio que separaba el cuartel de la puerta. Entre los asistentes había caras inquietas que se volvían hacia la enfermería.
Los tres hombres estaban mirando este espectáculo, cuando a su espalda un "buenos días" neto y grave les hizo volverse. A pesar del calor Raúl venía vestido muy correctamente. Alto y fuerte, llevaba un traje cruzado de color oscuro y un sombrero de fieltro de borde ribeteado. Su cara era muy pálida. Los ojos oscuros y la boca apretada, Raúl hablaba de un modo rápido y preciso.
—Bajen hacia la ciudad —dijo—; García, tú puedes dejarnos.
García encendió un cigarrillo y les dejó alejarse. Anduvieron rápidamente, acompasando su marcha con la de Raúl, que se había puesto en medio de ellos.
—García me ha explicado —dijo—. Eso se puede hacer. De todos modos, eso va a costarle diez mil francos.
Rambert respondió que aceptaba.
—Venga usted a comer conmigo mañana al restaurante español de la Marina.
Rambert dijo que quedaba entendido y Raúl le estrechó la mano sonriendo por primera vez. Cuando se fue, Cottard se excusó. Al día siguiente no estaría libre y por otra parte Rambert ya no tenía necesidad de él.
Cuando, al día siguiente, el periodista entró en el restaurante español, todas las cabezas se volvieron a su paso. Esta cueva sombría situada a un nivel inferior de una pequeña calle amarilla y reseca por el sol, no estaba frecuentada más que por hombres de tipo español en su mayor parte. Pero en cuanto Raúl, instalado en el fondo, hizo una seña al periodista y Rambert se dirigió hacia él, la curiosidad desapareció de los rostros, que se volvieron hacia sus platos. Raúl tenía a su mesa a un tipo alto, flaco y mal afeitado, con hombros desmesuradamente anchos, cara caballuna y pelo ralo. Sus largos brazos delgados, cubiertos de pelos negros, salían de una camisa con las mangas remangadas. Movió la cabeza tres veces cuando le presentaron a Rambert. Su nombre no había sido pronunciado y Raúl no hablaba de él más que diciendo "nuestro amigo".
—Nuestro amigo cree tener la posibilidad de ayudarle.
Raúl se calló porque la camarera vino a preguntar lo que pedía Rambert.
—Va a ponerlo a usted en relación con dos amigos nuestros que le harán conocer a los guardias que tenemos comprados. Pero con eso no quedará terminado; habrá que esperar que los guardias juzguen ellos mismos el momento propicio. Lo más fácil será que se aloje usted durante unas cuantas noches en casa de uno de ellos que vive cerca de las puertas. Pero antes nuestro amigo tiene que proporcionarle los contactos necesarios. Cuando todo esté concluido, es con él con quien tiene usted que arreglar las cuentas.
El amigo volvió a mover su cabeza de caballo sin dejar de revolver la ensalada de tomates y pimientos que ingurgitaba. Después habló con un ligero acento español. Propuso a Rambert citarse con él para dos días después, bajo el pórtico de la catedral.
—Todavía dos días —observó Rambert.
—Es que no es fácil —dijo Raúl—. Hay que encontrar las gentes.
El caballo asintió una vez más y Rambert aprobó sin entusiasmo. El resto de la comida lo pasaron buscando un tema de conversación. Pero esto se hizo más fácil en cuanto Rambert descubrió que el caballo era jugador de fútbol. Él había practicado mucho este deporte. Se habló pues del campeonato de Francia, del valor de los equipos profesionales ingleses y de la táctica en W. Al final de la comida, el caballo se había animado enteramente y tuteaba a Rambert para persuadirle de que no había mejor puesto en un equipo que el de medio centro. "Comprendes —le decía—, el medio centro es el que distribuye el juego. Y distribuir el juego es todo el fútbol." Rambert era de esa opinión aunque él hubiera jugado siempre de centro delantero. La discusión fue interrumpida por una radio que después de haber machacado melodías sentimentales, de sordina, anunciaba que la víspera la peste había hecho ciento treinta y siete víctimas. Nadie reaccionó en la asamblea. El hombre de la cabeza de caballo alzó los hombros y sé levantó. Raúl y Rambert le imitaron.
Al irse, el medio centro estrechó la mano de Rambert con energía.
—Me llamo González —le dijo.
Aquellos dos días le parecieron a Rambert interminables. Fue a casa de Rieux y le contó sus gestiones al detalle. Después acompañó al doctor a una de sus visitas. Se despidió de él a la puerta de una casa donde lo esperaba un enfermo sospechoso. En el corredor hubo ruidos de carreras y de voces; avisaban a la familia de la llegada del doctor.
—Espero que Tarrou no tarde —murmuró Rieux.
Tenía aspecto cansado.
—¿La epidemia avanza? —preguntó Rambert.
Rieux dijo que no y que incluso la curva de las estadísticas subía menos de prisa. Lo que pasaba era, simplemente, que los medios de lucha contra la peste eran insuficientes.
—Nos falta material —decía—. En todos los ejércitos del mundo se reemplaza el material con hombres, pero a nosotros nos faltan hombres también.
—Han venido de fuera médicos y personal sanitario.
—Sí —dijo Rieux—. Diez médicos y un centenar de hombres es mucho, aparentemente, pero es apenas bastante para el estado actual de la enfermedad. Si la epidemia se extiende serán insuficientes.
Rieux se puso a escuchar los ruidos del interior de la casa, después sonrió a Rambert.
—Sí —dijo—, debe usted apresurarse a salir.
La cara de Rambert se ensombreció.
—Usted sabe bien —dijo con voz sorda— que no es eso lo que me lleva a marcharme.
Rieux respondió que lo sabía, pero Rambert continuó:
—Yo creo que no soy cobarde, por lo menos la mayor parte del tiempo. He tenido ocasión de comprobarlo. Solamente que hay ideas que no puedo soportar.
El doctor lo miró a la cara:
—Usted volverá a encontrarla —le dijo.
—Es posible, pero no puedo soportar la idea de que esto dure y de que ella envejezca durante este tiempo. A los treinta años se empieza a envejecer y hay que aprovecharlo todo. No sé si puede usted comprenderlo.
Rieux murmuró que creía comprenderlo, cuando Tarrou llegó, muy animado.
—Acabo de proponer a Paneloux que se una a nosotros.
—¿Y qué? —preguntó el doctor.
—Ha reflexionado y ha dicho que sí.
—Me alegro —dijo el doctor—. Me alegro de ver que es mejor que su sermón.
—Todo el mundo es así —dijo Tarrou—. Es necesario solamente darles la ocasión.
Sonrió y guiñó un ojo a Rieux.
—Esa es mi misión en la vida: dar ocasiones.
—Perdóneme —dijo Rambert—, pero tengo que irme.
El jueves de la cita, Rambert estaba bajo el pórtico de la catedral cinco minutos antes de las ocho. La atmósfera era todavía fresca. En el cielo progresaban pequeñas nubes blancas y redondas que pronto el calor ascendente se tragaría de golpe. Un vago olor a humedad trascendía aún de los céspedes, sin embargo, resecos. El sol, detrás de las casas del lado este, calentaba sólo el casco de la Juana de Arco dorada que adornaba la plaza. Un reloj dio las ocho. Rambert dio algunos pasos bajo el pórtico desierto. Vagas salmodias llegaron hasta él del interior, mezcladas a viejos perfumes de cueva y de incienso. De pronto los cantos callaron. Una docena de pequeñas formas negras salieron de la iglesia y emprendieron un trotecito hacia la ciudad. Rambert empezó a impacientarse. Otras formas negras acometían la ascensión de las grandes escaleras y se dirigían hacia el pórtico. Encendió un cigarrillo y después se dio cuenta de que en aquel lugar no estaba muy indicado.
A los ocho y quince los órganos de la catedral empezaron a tocar en sordina. Rambert entró bajo la bóveda oscura, al cabo de un rato pudo distinguir en la nave las pequeñas formas negras que habían pasado delante de él. Estaban todas reunidas en un rincón, delante de una especie de altar improvisado, donde acababan de instalar un San Roque rápidamente ejecutado en los talleres de la ciudad. Arrodilladas, parecían haberse empequeñecido aun más, perdidas en la penumbra, como jirones de sombra coagulada, apenas más espesas, aquí y allá, que la bruma en que flotaban. Sobre ellos los órganos extendían variaciones sin fin.