Authors: Irving Wallace
—Estoy bien despierto, George.
—Escuche. Es importante. Quiero que vaya al «Hospital de la Vrije Universiteit»… el hospital principal de Amsterdam, el de la Universidad Libre. Necesito que esté allí dentro de una hora, a las siete treinta a más tardar. ¿Tiene un lápiz? Será mejor que lo anote.
—Un segundo —Randall localizó un lápiz y un bloc de notas que el hotel había puesto sobre la mesa—. Ya lo tengo.
—Apunte: «Hospital de la Vrije Universiteit». La dirección es 1115 Boelelaan. Está en Buitenveldert (un barrio nuevo de la ciudad), el taxista lo debe conocer. Pida al hotel que le busquen un taxi. Cuando esté dentro del hospital, diga a la empleada de informes que quiere que lo lleven al cuarto de Lori Cook en el cuarto piso. Allí estaré yo. Allí estaremos todos.
—Espere, George. ¿Qué diablos está pasando?
—Ya lo verá. No podemos discutirlo por teléfono. Baste que le diga que ha ocurrido algo absolutamente extraordinario. Y lo necesitamos a usted allí…
E
l taxi en el que viajaba Randall, un «Simca», abandonó la ciudad y entró en la amplia calzada llamada Rooseveltlaan; ahí aceleró la marcha, pasando velozmente junto a praderas y bosques, y no la disminuyó hasta que tomó por Boelelaan y se acercó al hospital. Randall había ofrecido al chófer diez florines de más si lograba llegar al hospital antes de las siete y media; y el chófer se había propuesto recibir esa propina.
Ahora, desde la ventanilla del «Simca», Randall podía observar las enormes instalaciones de lo que parecía ser el conjunto de edificios de un hospital recientemente construido. El taxi entró a la vía de acceso bordeada por un lecho de flores, cuyos colores eran los únicos visibles en aquella temprana mañana nublada.
El «Simca» patinó al frenar frente a la estructura de siete pisos. En el toldo de madera de la entrada estaban escritas estas palabras: «ACADEMISCH ZIEKENHUIS DER VRIJE UNIVERSITEIT.»
—¡Seis minutos antes de la hora señalada! —exclamó el chófer con satisfacción.
Randall pagó agradecidamente el costo del viaje, agregando los diez florines prometidos.
Aún desconcertado por el suceso «absolutamente extraordinario» que había exigido su presencia en este lugar, Randall subió apresuradamente los escalones de piedra del hospital. Cruzó la puerta giratoria y se encontró en un vestíbulo de techo bajo, donde había una tienda en la que vendían tabaco, dulces y galletas, cerca de la cual se encontraba la mesa de información de la que Wheeler le había hablado. Detrás del mostrador estaba una recepcionista de edad madura.
En el momento mismo en que se dirigía al mostrador, la mujer holandesa le preguntó:
—¿Es usted el señor Randall?
Después de que él asintió con la cabeza, ella agregó:
—Por favor, siéntese un momento. El señor Wheeler me llamó por teléfono para decirme que ahora mismo baja a recibirlo.
Demasiado impaciente para sentarse, Randall llenó de tabaco su pipa y la encendió. Luego se dispuso a contemplar el muro del vestíbulo, compuesto de mosaicos modernistas; una imagen representaba a Eva naciendo de la costilla de Adán; otra mostraba a Caín y Abel; otra más a Cristo curando a un niño. Cuando comenzaba a interesarse en los mosaicos, escuchó su nombre y se dio la vuelta. George L. Wheeler estaba limpiando sus lentes de arillos dorados y colocándoselos en el puente de la nariz, mientras se acercaba a él para saludarlo.
El editor pasó paternalmente un brazo sobre los hombros de Randall, y con su voz gutural de dromedario dijo alegremente:
—Me complace que haya regresado de su viaje a tiempo para esto, Steven. Me urgía que se enterara usted del asunto desde el principio, aun cuando todavía no pueda hacer uso de la historia. Tendremos que guardarla en secreto hasta que estemos seguros. Pero en el instante mismo en que los médicos nos den su visto bueno, podrá usted vociferarla a todo el mundo.
—George, ¿de qué me está hablando usted?
—Creí que ya se lo había dicho… pero tal parece que no. Se lo diré rápidamente mientras subimos.
Conduciendo a Randall hacia el ascensor, el editor bajó el tono de su voz, pero sin poder reprimir la emoción.
—Escuche esto —dijo—. Anoche, cuando salí a cenar ya tarde con Sir Trevor en el Dikker en Thijs (en realidad, el señor Gayda, nuestro editor italiano, a quien usted recuerda, y monseñor Riccardi eran nuestros anfitriones), recibí una llamada urgente de Naomí. En pocas palabras me pudo contar lo que había ocurrido, y me aconsejó que todos viniéramos de inmediato al hospital. Me pasé aquí toda la noche. Debe notarse en las ojeras que tengo.
—George —dijo Randall impacientemente—, por un demonio, ¿me quiere decir qué es lo que sucede?
—Lo siento; sí, claro.
Habían llegado a los ascensores, pero Wheeler apartó a Randall de las puertas corredizas.
—Todo parece indicar… la información sigue siendo escasa; existe mucha confusión… la chica esa que trabaja en su oficina, la que sabe mucho de arqueología… se me olvida su nombre…
Randall estuvo a punto de decir Ángela Monti, cuando se dio cuenta de que el editor aún no conocía a Ángela y que se refería a una de las colaboradoras de su personal de publicidad.
—¿Se refiere a Jessica Taylor, la norteamericana…?
Wheeler asintió.
—Correcto; la señorita Taylor. Justo antes de la medianoche, Jessica Taylor recibió una incoherente y absurda llamada telefónica de Lori Cook, su secretaria, Steven, la coja, la que ha estado lisiada toda su vida. Sollozando, Lori le dijo a Jessica que había visto una aparición, y que se había hincado para rezarle pidiéndole que la curara y que pudiera volver a caminar normalmente… y le dijo que cuando la visión desapareció; ella se había puesto de pie, que su mal había desaparecido y que podía caminar como cualquiera…
—¿Qué? —exclamó Randall incrédulamente—. ¿Está hablando en serio?
—Ya lo oyó, Steven. Lori podía caminar normalmente, y decía y repetía por teléfono que sentía desvanecerse y que tenía fiebre, como si estuviera fuera de este mundo, y que necesitaba ver a alguien inmediatamente. Y claro, Jessica Taylor fue a verla enseguida. Jessica encontró a Lori desmayada en el suelo de su apartamento, y la revivió; pero después de escuchar los balbuceos de Lori, y no sabiendo qué hacer, también ella se puso nerviosa. Entonces me telefoneó a mí, pero yo había salido, así que Naomí recibió la llamada e inmediatamente pidió que una ambulancia fuera a recoger a Lori. Más tarde, Naomí me localizó, y yo mismo llamé al doctor Fass, el médico que atiende al personal de Resurrección Dos, y le conté lo sucedido. Llamé a otras personas más, y todo el mundo se presentó de inmediato en el «Hospital de la Universidad Libre». ¿Qué le parece, Steven?
Mientras Wheeler estuvo hablando, Randall había recordado su primera entrevista con Lori, aquella chica que tenía aspecto de gorrión gris y que estaba obsesionada con su cojera. Recordó que le había platicado acerca de su eterno peregrinar (como ella lo llamaba) a Lourdes, Fátima, Turín y Beauraing; aquella odisea de esperanza y desesperación en busca de un milagro que la volviera a la normalidad.
—¿Que qué me parece? —repitió Randall—. No sé qué pensar. Me gustaría enterarme de los hechos. Lo siento, George, pero yo no creo en milagros.
—Vamos, vamos; usted mismo ha dicho que el Nuevo Testamento Internacional es un milagro —le recordó Wheeler.
—Nunca lo dije en sentido literal, sino hiperbólicamente. Nuestra Biblia surgió de una excavación arqueológica totalmente científica. Está basada en hechos racionales y verdaderos. Pero, las curaciones milagrosas…
Randall se distrajo al recordar algo que Lori Cook le había dicho en su entrevista, algo así como que la nueva Biblia significaba todo para ella y que había oído que el descubrimiento era increíblemente milagroso. Una sospecha surgió en su mente.
—George, debe haber algo más. ¿No ha explicado Lori qué pudo haber motivado la aparición y… el tal milagro?
—¡Una percepción extrasensorial! Eso era precisamente lo que iba yo a decir —dijo Wheeler todavía entusiasmado—. Tiene usted toda la razón; algo lo motivó. Y eso fue una falla de seguridad por parte de nuestro director de publicidad, el señor Steven Randall. Usted fue el culpable directo; pero, considerando lo sucedido, lo perdonamos.
—¿Que yo cometí una violación de seguridad?
—Así es. Haga memoria. El doctor Deichhardt le facilitó unas pruebas de nuestro Nuevo Testamento por una noche, para que usted lo leyera, con la condición de que se las devolviera personalmente al día siguiente; pero usted le pidió a Lori que ella se encargara de hacerlo.
—Ahora lo recuerdo. Estaba yo a punto de llevárselas a Deichhardt, y de pronto me encontré muy ocupado con Naomí arreglando los últimos detalles de mi viaje, así que le entregué las pruebas a Lori. Bueno, estaba seguro de que ella las entregaría. Quizá debí haberlo hecho yo mismo… pero, de todas formas, ¿qué tenía de malo que Lori las devolviera?
Wheeler sonrió.
—Lori le confesó a Jessica anoche, antes de que llegara la ambulancia, que usted había dispuesto que ella entregara esas pruebas al doctor Deichhardt en persona; sólo a él y a nadie más. ¿Correcto?
—Así fue.
—Pues la chica le tomó la palabra. Fue a entregar las pruebas al doctor Deichhardt, pero en esos momentos él no se encontraba en su oficina, así que Lori no quiso dejárselas a la secretaria y decidió guardarlas hasta que el doctor regresara. Pero como tenía tan cerca ese… ese objeto sagrado, como ella misma dijo… era como si tuviera en sus manos el Santo Sudario o el Cáliz de la Última Cena… y la tentación fue demasiado grande. Lori confesó que fingió salir a comer y que, en lugar de eso, se escondió en una de las bodegas de nuestro piso en el «Kras» y se puso a leer el Pergamino de Petronio y el Evangelio según Santiago. De hecho, si es que es verdad lo que dice, leyó el evangelio de Santiago cuatro veces, antes de devolver los documentos al doctor Deichhardt más tarde.
—Yo sí creo que lo haya leído cuatro veces. ¿Y qué… qué sucedió después?
—Durante esa semana, todos sus pensamientos, todo lo que cabía en su mente y llenaba los deseos de su corazón, tenían que ver con lo que Santiago había escrito acerca de Jesús. Comenzó a imaginarse, a representar en su mente, despierta o dormida, a Jesús caminando sobre la Tierra, Su supervivencia a la Crucifixión, Su audaz visita a Roma; a Santiago en Jerusalén, enfrentándose a la muerte, escribiendo el evangelio sobre un papiro. Y anoche estaba sola en su recámara, con sus alucinaciones del momento, cuando de pronto cerró los ojos, puso sus manos sobre el corazón y, parándose en medio de la habitación, le pidió a Santiago el Justo que la condujera a la plenitud de la vida, así como ya le había traído a Jesús a su vida. Y así fue cómo, cuando abrió los ojos, apareció ante ella un círculo luminoso y brillante que casi cegaba la vista, una bola de luz que parecía flotar por el cuarto; ahí estaba la figura de Santiago el Justo, con su barba y su túnica, levantando la mano y bendiciéndola. Dice Lori que se sintió simultáneamente asustada y exaltada, y que después de hincarse volvió a cerrar los ojos, rogándole a Santiago que la ayudara. Cuando los abrió de nuevo, la aparición se había esfumado; luego, se levantó, dio unos cuantos pasos y notó que su cojera había desaparecido. Continuó sollozando y llorando, al mismo tiempo que decía: «¡Estoy curada!» Después, telefoneó a Jessica Taylor, quien la encontró desmayada o en trance (aún no se sabe) y, bueno, Steven, ya le he contado lo demás. Ahora vayamos arriba.
Tomaron el ascensor al cuarto piso y apresuradamente pasaron delante de dos pabellones de seis camas y siguieron hasta donde se hallaba un grupo de personas enfrente de lo que obviamente era el cuarto de Lori Cook.
Al acercarse al grupo, Randall reconoció a Jessica Taylor, que llevaba un cuaderno de apuntes, y a Oscar Edlund, el fotógrafo pelirrojo, de cuyo hombro colgaba una cámara. Las otras personas a quienes también conocía Randall eran el señor Gayda, monseñor Riccardi, el doctor Trautmann y el reverendo Zachery.
Al unirse al grupo, Randall notó que todos prestaban atención al médico que vestía una bata blanca y que se estaba dirigiendo a ellos. Junto a él se encontraba una atractiva enfermera vestida con un uniforme azul de cuello blanco. Wheeler murmuró a Randall que el médico era el doctor Fass, un internista holandés, digno, seco y meticuloso, de aproximadamente sesenta años de edad.
—Sí, le tomamos radiografías a la señorita Cook tan pronto como fue internada —estaba diciendo el médico, en respuesta a la pregunta que alguien le había formulado—. Cuando la trajeron aquí anoche… esta madrugada, para ser más preciso… se la puso en una camilla de ruedas (no nos gusta usar camillas de mano) y se la trajo a este cuarto. Para apresurar los diagnósticos, nuestras camas suizas están diseñadas de tal manera que podemos tomar radiografías de un paciente a través del colchón; y esto fue lo que se hizo con la señorita Cook de inmediato. Ahora bien, volviendo a su otra pregunta; definitivamente no podemos saber con exactitud en qué estado se encontraba la paciente antes de la alucinación… digamos, la experiencia traumática… por la cual atravesó anoche. Estamos tratando de localizar a los padres de la chica, quienes se encuentran de vacaciones en el Lejano Oriente. Una vez que hayamos hablado con ellos, confiamos en poder obtener el historial clínico de la enfermedad que lisió a la señorita Cook cuando era niña. Por ahora, sólo podemos basarnos en su palabra. Por la forma en que la paciente ha descrito su padecimiento, a mí me da la impresión de que sufrió algún tipo de osteomielitis cuando era pequeña, hará unos quince años.
Randall, perturbado, se dirigió al médico.
—¿Puede describirnos la afección, doctor?
—En el caso de la señorita Cook, la inflamación sintomática apareció en la tibia o hueso anterior de la pierna derecha, entre la rodilla y el tobillo. Pudo haber sido un caso agudo que provocó la destrucción del hueso (nuestras radiografías tal vez lo confirmen), ya que la paciente recuerda haber sufrido hinchazones, dolores y fiebres prolongadas. Nunca se le aplicó la terapia apropiada, y tampoco fue operada. Años más tarde, quedó coja.
—Doctor Fass —esta vez hablaba Wheeler—, ¿cómo puede explicarse lo sucedido anoche? Después de todo, quedó curada, ¿no es verdad? ¿Ya camina normalmente?
—Es verdad, podría decirse que ya camina normalmente —dijo el doctor Fass—. Ha respondido satisfactoriamente, según nuestro fisioterapeuta. Nuestro director médico estuvo presente en las pruebas que se le hicieron, y nuestro neuropsiquiatra la revisará esta tarde. En estos momentos la están examinando e interrogando los doctores Rechenberg y Koster, dos asesores cuyos servicios yo mismo solicité. Con respecto a lo de anoche, dudo mucho que yo sea la persona indicada para explicar lo que realmente sucedió. Por otra parte, puede ser que la paciente haya sufrido en su niñez algún tipo de trauma psíquico, en lugar de una enfermedad orgánica, y que las alucinaciones de anoche hayan contrarrestado o neutralizado el trauma por medio de la autosugestión. En tal caso, nosotros la clasificaríamos como víctima de una neurastenia prolongada, y su recuperación no podría considerarse como milagrosa. Por otra parte…