Authors: Irving Wallace
Súbitamente, al parecer, aunque ya habían transcurrido cuarenta y cinco minutos, se encontraron en el torbellino de Frankfurt. Los policías, con camisas de manga corta, dirigían el tránsito desde sus pedestales. Las calles estaban atestadas de tranvías, camionetas de reparto, «Volkswagen», gente que hacía sus compras de último momento o que volvía al hogar después del trabajo. Debajo de las sombrillas blanco y rojo del Terrassen-Café, los clientes se instalaban para su
Teestunde
.
Hennig emergió de su ensoñación.
—¿Va usted al «Frankfurter Hof», Steven?
—Sí, para recoger mis cosas y liquidar la cuenta. Voy a tomar un vuelo inmediato a Amsterdam.
Hennig dio a su chófer instrucciones en alemán para ir al hotel.
Cuando llegaban a la Kaiserplatz, Hennig dijo:
—Si necesita usted mayor información, yo espero estar en Amsterdam dentro de poco tiempo.
—¿Sabe usted exactamente cuándo?
—Cuando tenga listas las primeras Biblias encuadernadas. Probablemente la semana anterior a la fecha en que se haga el anuncio ante el público.
Al detenerse el auto frente al «Frankfurter Hof», Randall estrechó la mano del impresor.
—Le agradezco su colaboración, Karl —dijo—. No hubiera querido que se molestase en traerme hasta aquí.
—No, no. No era sólo por eso —dijo Hennig—. De todos modos tenía que venir. Sólo lamento no disponer de tiempo para invitarle a un trago, pero tengo una cita de negocios, a los cinco, en el bar del «Hotel Intercontinental». Bueno,
auf Wiedersehen
.
Randall esperó hasta que se hubo ido el «Porsche», y entonces se encaminó hacia el vestíbulo del «Frankfurter Hof». Se dirigía a la mesa del
Portier
para preguntar si había algún mensaje, cuando de repente se paró en seco.
Un hombre delgado, que con gesto preocupado acariciaba su barba a lo Van Dyke, se dirigía directamente hacia el
Portier
. Era Cedric Plummer en persona.
Primero en Maguncia y ahora aquí.
El antiguo relato de Maugham relampagueó en la mente de Randall.
El criado del mercader en Bagdad: «Amo, precisamente ahora, cuando estaba yo en la plaza del mercado, me dio un empellón una mujer en la multitud y cuando me volví vi que era la Muerte la que me había empujado. Me miró y me hizo un gesto amenazador… así que, préstame tu caballo… iré a Samarra y allí la Muerte no me hallará.»
Y después, el mismo día, cuando el mercader halló a la Muerte en la plaza del mercado y le preguntó por qué le había hecho un gesto amenazador a su criado, la Muerte replicó: «No era un gesto amenazador, era sólo de sorpresa. Me asombró verlo en Bagdad, teniendo cita con él esta noche en Samarra.»
El recuerdo no tenía sentido, y sin embargo…
Randall esperó vigilante.
Cedric Plummer había llegado a la mesa del
Portier
y, encorvando un dedo, había llamado a un empleado.
Rápidamente, Randall avanzó detrás de Plummer, lo pasó, de espaldas a él y con el rostro vuelto, y caminó rápido hacia el ascensor.
Sin embargo, el evitar que lo viera el periodista inglés no impidió que alcanzara a oír la imperativa y aguda voz de Plummer:
—Guter Herr
, yo soy Cedric Plummer…
—Sí, señor Plummer.
—…y si hay llamadas para mí, sepa que estaré de vuelta dentro de una hora. Tengo una cita de negocios a las cinco en el bar del «Hotel Intercontinental». Si recibo algún mensaje urgente, allí me puede localizar.
Un escalofrío de temor recorrió a Randall, quien continuó hacia el ascensor. Al llegar, se detuvo y miró por encima del hombro. Plummer no se veía por ningún lado.
En el ascensor, Randall hizo sus cálculos.
Karl Hennig le había dicho: «Tengo una cita de negocios, a las cinco, en el bar del "Hotel Intercontinental".»
Bien sumado: coincidencia.
Mejor sumado: conspiración.
Restando lo que Hennig le había dicho en Maguncia: «Y de plano me negué a verlo. Yo no permitiría que ese hijo de puta cruzara mi puerta…»
Y repitiendo la suma: la cuenta no salía.
De momento decidió dejar el problema sin resolver. Volvería a Amsterdam esa misma noche y a continuación (no más trabajo esa noche; iba a ver a Ángela, se moría por verla), mañana, y los días siguientes, tendría a Karl Hennig estrictamente vigilado.
La limusina «Mercedes-Benz» y Theo lo estaban esperando cuando Randall llegó al Aeropuerto Schiphol, en Amsterdam, tras el corto vuelo desde Frankfurt.
Había ido al «Hotel Amstel», hallando el esperado mensaje de Ángela Monti donde le decía que había llegado a Amsterdam, que estaba hospedada en el «Hotel Victoria» y que estaba ansiosa por verlo.
Se dio una ducha rápida, se vistió y expulsó firmemente a Hennig y a Plummer de su mente. Estando ya abajo, indicó a Theo que lo llevara al «Hotel Victoria», donde una vez que llegó, llamó al cuarto que Ángela ocupaba en el primer piso y esperó al pie de la escalinata, cubierta por una alfombra verde.
Cuando al fin bajó ella, Randall estuvo contemplándola como hipnotizado e incrédulo. La había visto sólo una vez antes, en su tierra, y se había separado de ella sintiendo que ninguna mujer lo había atraído tanto en muchos años. Toda la semana había llevado consigo la imagen de una hembra hermosa. Pero ahora, esta segunda vez, su presencia lo había dejado extasiado. Recordarla meramente como una mujer bella era ser injusto con ella. Era la chica más deslumbrante y deseable que hubiera visto jamás. Y allí, en el vestíbulo, donde ella se había echado tan natural y agradablemente en sus brazos, apretando ardientemente sus suaves labios contra los de él, comprendió que Ángela era alguien que ya formaba parte de su propio ser.
Theo los había llevado al Bali, un restaurante indonesio muy recomendado que estaba en la Leidsestraat. Después de despedir al chófer holandés, insistiendo en que estaría perfectamente seguro puesto que no llevaba consigo documento o papel alguno, Randall tomó a Ángela por el brazo, la condujo por la puerta giratoria y subieron dos tramos de escalones, llegando al comedor central del restaurante. Un camarero de piel oscura, tocado con un turbante, los condujo a una de las tres pequeñas salas que había en la parte trasera.
Se habían sentado a una mesa contra la pared y ordenado el
Rijsttafel
(«mesa de arroz» o buffet frío estilo indonesio), y apenas se dieron cuenta de la enorme variedad de platillos que les ponían enfrente: el
sajor soto
o sopa, la carne de res con salsa de Java, la soya mezclada, los camarones gigantes, el coco frito. Habían comido y hablado poco. Bebieron una botella de vino seco del Mosela y se habían amado con los ojos y con el roce de los dedos.
Saliendo del Balí, tomados de la mano, habían paseado en la templada noche estival. Habían atravesado el Leidseplein, y se habían detenido a oír a tres amables jovencitos que rasgueaban sus guitarras. Desde el puente del Prinsengracht, cogidos del brazo, habían contemplado el canal mirando hacia otro puente distante que brillaba con cientos de luces, que parecían sartas de perlas luminosas en la oscuridad. Ahora habían llegado al ancho puente del Singel y, debajo de ellos, los botes iluminados y llenos de flores subían y bajaban en el agua.
Ya avanzada la seductora noche, ellos seguían en el puente, casi a solas.
Ángela había dicho que Naomí le había hallado una oficina aquella tarde; una oficina en el mismo piso que la de Randall, y muy cerca de él, casi puerta con puerta.
—Sí —dijo él—. Yo lo dispuse así.
Ella titubeó.
—¿Querías tenerme tan cerca todos los días?
—Quería y quiero.
—¿No temes equivocarte, Steven? Apenas me conoces.
—He estado contigo toda la semana, todos los días y todas las noches. Sí, te conozco; te conozco muy bien, Ángela.
—Yo he sentido lo mismo —dijo ella suavemente.
Randall miró otra vez hacia el canal, y cuando se volvió para mirar a Ángela, vio que tenía los ojos cerrados, que sus labios se movían imperceptiblemente y que tenía las manos juntas. Después abrió los ojos y le sonrió.
—¿Qué hacías? —preguntó él—. ¿Rezabas?
Ella asintió.
—Me siento mejor —dijo.
—¿Acerca de qué, Ángela?
—De lo que voy a hacer —siguió sonriendo—. Steven, llévame al hotel.
—¿A cuál?
—Al tuyo. Quiero ver tus habitaciones.
—¿De veras quieres ver mis habitaciones?
Ángela deslizó la palma de su mano bajo la mano de él.
—No. Eres tú. Quiero estar contigo.
Libres de sus vestiduras, estaban ya en el lecho de Randall, uno al lado del otro, cara con cara, besándose apasionadamente, perdiendo cada uno de ellos las manos, hábiles y despiertas, por el cuerpo del otro.
No habían dicho una sola palabra desde que entraron en el lecho, y lo único que podían oír era la respiración acelerada y la rapidez de sus latidos.
La mano de Randall se deslizó con particular destreza por el mundo maravilloso de Ángela. Sentía palpitar aquella intimidad despierta, aquella intimidad que parecía exigirle, con su pronta respuesta, cada vez más pasión, cada vez más entrega. Randall escuchó el lento suspirar de Ángela primero, la ola creciente de su aliento, después. La mano de ella se entregó a su mismo juego, hábil, hábil e insaciable. Randall creyó, por un momento, que iba a estallar. Su cuerpo se llenó de luz.
Luego, del fondo de Ángela surgió un quejido, bajo y suplicante, como un grito lejano que imploraba la plenitud del amor. Ella apartó su mano de él. Caída sobre el lecho, con los ojos cerrados y la boca entreabierta, Ángela esperaba.
Y Randall la contempló, en la escueta línea de su belleza esplendorosa, recorrió con la mirada —una mirada que repetía la pasión misma de su boca, la propia pasión de sus manos— su cuerpo implorante, ese cuerpo que pronto sería suyo. Ella estaba lista, con el cabello negro y brillante revuelto sobre la blanca almohada, los párpados velando sus ojos, la respiración fuerte, palpitante en toda su hermosura, en aquellos rincones de su cuerpo que ya sus labios se sabían de memoria, en aquellos rincones que eran, para él, promesa y realidad a un tiempo de plenitud y de gozo.
Sí. Ángela esperaba. Presta, entregada.
También Randall estaba ya dispuesto.
Cuando al fin sus expectativas se cumplieron, Ángela y Randall pasaron a ser un solo cuerpo. Un solo cuerpo, con un solo ritmo, con una sola respiración, como un mar que crecía impetuoso y que luego alejaba sus olas de la orilla. Randall se sentía prisionero de aquellos dulces muros de carne, aquellos muros que le apretaban cada vez más firmemente, cada vez más dulcemente, cada vez más húmedamente.
Y Ángela ahondó el abrazo. Ya era Randall su propio cuerpo, su mismo cuerpo. Un cuerpo que podía apretar, con el que podía gemir, un cuerpo que llenaba el suyo de fuego. Un fuego rítmico e infinito. Ángela se sintió, por un momento, fuego ella misma, el fuego de Randall y su propio fuego ardiendo en una danza maravillosa, en una danza que hubiera deseado inagotable, como la pasión que Randall había despertado en ella. Apenas consciente, Steven supo, sin embargo, que se consumía en un éxtasis de pasión como nunca antes había llegado a sentirlo.
Ángela comenzó a apretar sus puños, a cerrar el arco de sus brazos. Subía y bajaba la ola de su cuerpo, se llenaba y vaciaba una y otra vez como un huracán de fuego y arena, como la marea que cubre la playa y luego deserta de ella. Randall seguía el ritmo marcado por Ángela, y su carne daba vuelta tras vuelta en aquella prisión gloriosa en la que hubiese deseado permanecer siempre.
—Dios mío —musitó él—, oh Dios mío. Mi amor…
Aquella danza era ya el movimiento perpetuo, cada vez más alto, más encumbrado, más volátil.
Ella le golpeaba con los puños en la espalda, mientras la aferraba de los costados.
—Querido, querido —jadeó ella—. Ah, querido…
Y Ángela sollozó, Ángela se estremeció, Ángela fue recorrida por un rayo que hizo temblar su piel, temblar sus labios, temblar aquel cuerpo del que Randall no hubiera querido ya separarse. Y él apuró, a su vez, la plenitud. Por un momento, el mundo estalló al unísono para ambos.. Eran, sólo, un río de fuego. Un solo río.
—Te amo —musitó él—. Te amo, te amo.
—¡Oh Steven! Nunca me dejes, nunca.
Vacíos, satisfechos, yacían apretados y seguros en brazos uno del otro.
Ella se durmió con ese dulce rostro suyo, tan querido y tranquilo, sobre el pecho de él.
Amodorrado, él trató de pensar, todavía caliente por la entrega de ella y de su carne. Había habido muchas, pero ninguna como ésta. Bárbara no, por supuesto que no. Él la recordaba esta noche con amabilidad y afecto, y reconocía ahora que sus encuentros mecánicos y sin amor habían sido tanto fracaso suyo como de ella. Darlene tampoco; ni todas las Darlenes anteriores a Darlene, con sus inanimados receptáculos, o con sus acrobacias de geisha experta. Tampoco Naomí, ni las muchas Naomíes anteriores a Naomí, con sus servicios limitados, sus números especiales, sus trucos y sus provocaciones.
Nunca, en las muchas noches de una vida con tantos años de adulto, había dado ni tomado, proporcionado ni recibido un orgasmo nacido y producido enteramente del amor; ni una sola vez, hasta esta noche, en esta cama, con esta mujer, en Amsterdam. Tenía ganas de llorar. ¿Por los años desperdiciados? ¿Por la alegría final? ¿Por los millones de otros seres del mundo que vivían y morirían sin conocer esta unidad total?
Randall besó amorosamente a Ángela en la mejilla, hundió profundamente su cabeza en la almohada, cerró los pesados párpados y él también acabó por dormirse.
Cuando recobró la conciencia se dio cuenta de que una campana remota lo llamaba. Hizo un esfuerzo por despertarse, vio a Ángela junto a él, todavía perdida en el sueño, y a través de las persianas que estaban más allá se percató del clarear gris de la mañana.
El sonido era persistente y se hacía más fuerte. Se dio una vuelta hacia la mesa de noche y vio que las manecillas de su reloj de viaje señalaban las seis y veinte de la mañana. Comprendió entonces que el sonido de campanas provenía del teléfono que estaba junto al reloj.
Aturdido manoseó buscando el auricular, logró levantarlo del aparato y se la llevó a la boca y el oído.
—Hola, ¿quién habla? —preguntó rápidamente.
—¿Steven? Habla George Wheeler —anunció desde el otro extremo una voz apagada, pero perfectamente despierta—. Lamento despertarlo así, pero no tuve más remedio. ¿Está despierto? ¿Me oye?