La Palabra (77 page)

Read La Palabra Online

Authors: Irving Wallace

BOOK: La Palabra
11.37Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Cuánto?

El
dominee
De Vroome, de pie con su gran estatura, echó bocanadas de humo.

—Lebrun quería cincuenta mil dólares en moneda norteamericana o su equivalente en moneda suiza o británica. Plummer regateó con él, hasta que Lebrun aceptó la suma de veinte mil dólares.

—Y la reunión, ¿se llevó a cabo?

—Por así decirlo, sí. Pero antes déjeme hablarle de un cambio en los planes. Cuando Plummer regresó a Amsterdam y me relató lo que había ocurrido entre ellos, yo me sentí… digámoslo así… me sentí extremadamente regocijado y esperanzado. De inmediato decidí que la transacción era vital para nuestra causa y que, por lo tanto, no debía ser manejada sólo por Cedric Plummer. Él es un periodista entusiasta, pero no es experto en papirología, arameo y crítica de textos. Yo sí soy experto en las tres materias, y tenía la certeza de que la prueba de la falsificación de Lebrun estaría en el otro fragmento del Papiro número 3 que había recortado y mantenido intacto; o algo similar. Yo esperaba que además contendría alguna evidencia innegable de que no era genuino sino falso. Yo estaba mucho mejor capacitado que Plummer para emitir un juicio acerca de semejante prueba, así que lo acompañé a Roma.

—¿Cuándo fue eso?

—Hace tres días. Fuimos en automóvil al punto de reunión aquí en la ciudad…

—¿En qué parte de la ciudad?

Pacientemente, De Vroome complació a Randall.

—En un pequeño y barato café o bar para estudiantes que hay al otro lado de la angosta carretera que llega a la Piazza Navona. El café en sí está en la esquina de la
Piazza delle Cinque Lune
(la Plaza de las Cinco Lunas) y la Piazza di S. Apollinare. De ninguna manera es tan pintoresco como suena. El café se llama Bar Fratelli Fabbri… el Bar de los Hermanos Fabbri. Es poco atrayente. En el exterior tiene cuatro mesas con sillas de mimbre frente al establecimiento y un verde toldo raído para proteger del ardiente sol a los clientes habituales. Tiene dos entradas encortinadas con tiras azules de plástico para mantener fuera a las moscas… el tipo de cintas que uno encontraría en la entrada de una casa de mala nota en Argel. Plummer y yo íbamos a encontrarnos allí con Robert Lebrun a la una de la tarde. Nosotros llegamos con quince minutos de antelación y nuestros veinte mil dólares, tomamos una de las mesas exteriores y ordenamos Carpanos, aguardando con una tensión considerable, como usted bien podrá imaginar.

—¿Apareció Lebrun? —preguntó Randall ansiosamente.

—A la una y cinco, cuando ya comenzábamos a preocuparnos, un taxi apareció repentinamente sobre la Piazza delle Cinque Lune y frenó patinando sobre la ancha calle frente al café. La puerta trasera se abrió y un anciano bastante encorvado bajó y caminó cojeando hasta la ventanilla delantera para pagarle al chófer. Recuerdo que Plummer me tiró del brazo. «¡Es Robert Lebrun, es él!» Plummer se puso en pie de un salto y gritó: «¡Lebrun! ¡Aquí estoy!» Lebrun se volvió, casi cayéndose sobre su pierna artificial, miró hacia nuestra mesa con ojos entrecerrados e inmediatamente se transformó. Pareció haberse disgustado mucho. Con una mano se estrujó el puño de la otra y, sacudiéndolas en dirección a nosotros, gritó alocadamente a Plummer: «¡Rompió usted su palabra! ¡No pretende publicarlo! ¡Me va a vender a ellos!» Me señaló con el dedo y, mientras lo hacía, por primera vez me di cuenta de que traía puesto mi traje clerical, mi sotana. Un desatino idiota. La había usado para un servicio religioso y no me había molestado en quitármela. El viejo estaba seguro de que Plummer había estado actuando en nombre de la Iglesia y que estaba tratando de apoderarse de la prueba de la falsificación para que la propia Iglesia se deshiciera de ella. Plummer trató de gritarle para que se acercara, e intentó cruzar el tráfico y alcanzarlo para explicarle mi presencia. Pero fue demasiado tarde. Tropezando, Lebrun había vuelto a subir al taxi; y se había alejado, dejándonos sin esperanza de alcanzarlo, sin ninguna esperanza. Nunca más lo volvimos a ver, ni pudimos localizarlo. No existe ningún Lebrun en el listín telefónico de Roma, ni en ningún otro directorio o registro municipal. Desapareció por completo.

—Así que usted no tiene nada —dijo Randall.

—Excepto lo que le he relatado en esta habitación. Sin embargo, le he revelado todo lo que ha sucedido, exactamente como sucedió, todos nuestros secretos, porque sabía que usted ha tenido las mismas sospechas que yo acerca de la nueva Biblia, y porque usted fue capaz de lograr lo que yo no pude. Usted, señor Randall, logró ver al profesor Augusto Monti el día de hoy. Y es Monti (el único que queda) quien sabe el verdadero nombre del falsificador, y su domicilio. Monti, y sólo Monti, nos podría conducir a Lebrun y a la prueba definitiva de la falsificación. ¿Cree usted que el profesor Monti lo ayudaría?

Randall puso a un lado su pipa, tomó su portafolio y se levantó.

—Usted sabe que Monti sufrió un colapso nervioso. Usted sabe que está en un manicomio. ¿Cómo podría él ayudar?

—Pero sus colegas de la universidad nos han informado que sólo padece de un desorden mental temporal.

—Eso es lo que han hecho creer. No es verdad. Yo estuve con Monti. Traté de sostener con él una conversación racional y fracasé. El profesor Monti está irremediablemente loco.

El
dominee
De Vroome pareció doblegarse.

—Entonces estamos perdidos y sin esperanza. —Su mirada afrontó a la de Randall—. A menos que haya algo más que usted sepa y que pudiera ayudarnos. De ser así, ¿lo haría usted?

—No —dijo Randall. Cruzando la sala se dirigió hacia la puerta, deteniéndose frente al
dominee
De Vroome—. No, no puedo ayudarlos, y si pudiera, no estoy seguro de que querría hacerlo. Ni siquiera estoy seguro de que Robert Lebrun exista. Y si existe, no estoy seguro de que pudiera creerse en él. Gracias por sus atenciones y por su confianza,
dominee
, pero yo me voy de regreso a Amsterdam. Mi búsqueda de la verdad ha terminado aquí, en Roma. No tengo fe en su Robert Lebrun… ni en su existencia. Buenas noches.

Pero al salir de la
suite
de De Vroome y caminar por el pasillo del cuarto piso, dirigiéndose por la escalera a su propia habitación que estaba en el quinto, Randall supo que no había sido honesto con el clérigo holandés.

Randall sabía que había mentido deliberadamente.

No tenía duda alguna de que un hombre llamado Robert Lebrun existía en algún lugar de la ciudad, y que ese Lebrun debía tener algún tipo de prueba de la falsificación. Era lógico; encajaba perfectamente en la secuencia de acontecimientos que Randall acababa de escuchar.

Lo que quedaba era localizar a Lebrun y obtener la prueba. Randall no iba a volver a Amsterdam; aún no. Iba a hacer un último esfuerzo por descubrir la verdad. Por ahora tenía una pista, una pista que lo podría conducir a Robert Lebrun.

Todo dependería de una cosa. Dependería del resultado de una llamada telefónica que estaba a punto de hacerle a Ángela Monti.

X

Y
a bien entrada la mañana siguiente, otro deslumbrante, sofocante día romano, Steven Randall esperaba en la fresca sala de la casa de los Monti a que el ama de llaves le trajera lo que tan ansiosamente buscaba.

Todo lo que pudiera seguir había dependido de su llamada telefónica a Ángela Monti la noche anterior. Ella había salido de casa con su hermana, y no respondió a su llamada sino hasta después de la medianoche.

Había decidido abstenerse de explicarle su inesperado encuentro con el
dominee
De Vroome en el «Excelsior», y de la revelación que le había hecho el clérigo en el sentido de que el histórico descubrimiento de su padre pudiera ser una falsificación. Sentía que no había razón para inquietar a Ángela con la escandalosa declaración de De Vroome, sobre todo cuando ni siquiera había sido comprobada todavía.

—¿Así que sales para Amsterdam por la mañana? —le había preguntado Ángela.

—Probablemente por la tarde, temprano —había replicado él—. Hay una cosa más que quiero hacer por la mañana. Sin embargo, necesitaré tu colaboración —titubeó, y continuó como pudo—. Ángela, el día en que tu padre sufrió el shock, en el lapso inmediato posterior, después de llevarlo al hospital, ¿qué ocurrió con sus papeles, con los efectos que estaban encima y dentro de su escritorio en la universidad?

—Una semana después de que internamos a mi padre en la Villa Bellavista, Claretta y yo fuimos a la universidad, a su despacho (todavía recuerdo cuán doloroso fue hacer eso… cuando alguien a quien amas ha quedado desvalido) y recogimos todo lo que había en su escritorio y en la oficina, y lo guardamos en pequeñas cajas de cartón.

—¿Lo recogisteis todo?

—Hasta el último pedazo de papel, todos sus efectos personales. Para el caso de que llegara a recuperarse algún día, aunque sabíamos que era improbable, pero que nos hizo sentir mejor. Además, no estábamos de humor para seleccionar las cosas. Simplemente llenamos las cajas e hicimos que las llevaran junto con el archivo a nuestra casa. Aún las tenemos en la bodega. Desde entonces no he tenido ánimo para revisarlas.

—Puedo comprenderlo, Ángela. Mira, ¿tendrías algún inconveniente en que yo revisara esas cajas, las que contienen las cosas del escritorio de tu padre? Es algo que quería hacer por la mañana, antes de salir de Roma.

—Pues no„ no tengo inconveniente. No es gran cosa lo que hay. Puedes verlo —Ángela hizo una pausa—. ¿Qué es lo que buscas, Steven?

—Bueno, como tu padre no podrá tomar parte en las ceremonias del día del anuncio, pensé que podría encontrar algunas anotaciones que hubiera hecho y que pudieran hablar por él en Amsterdam.

Ángela estaba complacida.

—Qué bonita idea. Sólo que yo no estaré aquí por la mañana. Mi hermana y yo saldremos con los niños. Si prefieres esperar hasta que yo regrese…

—No —interrumpió él abruptamente—, más vale que no pierda yo más tiempo. Puedo hacerlo solo si alguien me deja entrar.

—Le dejaré instrucciones a Lucrezia para que te haga pasar. Ella es el ama de llaves… ha estado con la familia desde siempre. El único problema… —dijo con voz abatida.

—¿Cuál es, Ángela?

—El único problema es que no vas a poder leer las anotaciones de mi padre. Él sabía muchos idiomas, pero siempre hacía sus apuntes en italiano. Pensé que si yo estuviera aquí… pero tú no quieres perder tiempo, ¿verdad? Ah, ya sé qué… Lucrezia puede traducir bastante bien del italiano al inglés. Así que si hay algo que te interese, algo que parezca importante, entonces simplemente le preguntas a ella. O llévatelo a Amsterdam, y allá te ayudaré yo cuando vuelva. ¿A qué hora quieres venir?

—¿Estaría bien a las diez de la mañana?

—Muy bien. Le diré a Lucrezia que te espere y que saque las cajas con las cosas del escritorio de mi padre para dártelas. ¿Quieres ver también el archivo?

—¿Tienes alguna idea de lo que contiene?

—Copias de sus conferencias, discursos y artículos publicados.

—¿Qué hay de su correspondencia personal?

—La tiró toda justamente unas semanas antes de su colapso. Necesitaba más espacio, así que se deshizo de todas las cartas. Pero lo demás que hay en el archivo, especialmente sus artículos publicados, podrían ser útiles para tu campaña publicitaria.

—Podría ser. Pero me tomaría demasiado tiempo en este momento. Quizá luego, después de la fecha del anuncio, podamos revisar todo ese material juntos.

—Me encantaría ayudarte. ¿Así que mañana sólo deseas ver las cajas?

—Sí, sólo lo que había en el escritorio.

Al cortar la comunicación con Ángela, Randall lamentó haberle mentido. Pero sabía que no podía decirle tras de qué andaba, al menos todavía no. Sólo una cosa importaba. Tenía que hallar a Robert Lebrun.

Ayer, al escuchar a De Vroome, todo había encajado, y la forma que había tomado representaba la posibilidad de un Lebrun auténtico y una pista que podría servir para localizarlo.

El doctor Venturi, sin saberlo, le había proporcionado la primera mitad del indicio: que a menudo el profesor Monti concertaba citas para verse con gente fuera de la universidad, y que el día del colapso acababa de volver de una cita con alguien.

El
dominee
De Vroome le había dado la segunda mitad de la pista: que la cita del profesor Monti, aquel día fatídico, había sido con una persona llamada Robert Lebrun.

Unidas, las dos informaciones formaban una punta de flecha. Muy endeble, basada en rumores y conjeturas, pero de todas maneras una guía, y la única pista del paradero de Lebrun… y de la posible verdad.

Y ahora era de mañana, y Randall esperaba en la sala de la casa de los Monti, cerca de la Piazza del Popolo. Era una casa vieja que había sido remodelada y alegremente decorada. La sala estaba amueblada con un ajuar veneciano, confortable y costoso, pintado de verde y oro. El ama de llaves, Lucrezia, una sirvienta bien entrada en años y con busto de matrona, vestida con una bata color aguamarina que la cubría como una tienda, le había dado la bienvenida con su arcaico inglés y con el afecto que otorgaba a uno de los pretendientes de Ángela. Le había traído café y pastelillos, y le había proporcionado un diccionario y guía de frases italiano-inglés, que Ángela le había dejado. Luego había ido a buscar las cajas que contenían los objetos del escritorio del profesor Monti.

Randall se acercó a la mesa redonda en la que estaba la bandeja de servicio, y llenó su taza de café. El hecho crucial, reflexionó, era que Ángela y su hermana habían conservado los efectos de su padre, intactos desde la noche en que lo habían encontrado enajenado en su escritorio. Ahora se presentarían las interrogantes críticas. ¿Había realmente salido el profesor Monti, aquel día de mayo de hacía un año y dos meses, de su oficina en la universidad para encontrarse fuera con Robert Lebrun? Y si así era, ¿había anotado esa cita con Lebrun alguien como el profesor Monti, que era una persona ocupada con muchos compromisos? ¿O lo habría olvidado? ¿O habría estado temeroso de hacerlo?

Randall había empezado a saborear el café cuando Lucrezia reapareció trayendo una resistente caja de grueso cartón. Randall dejó su taza para ayudar a la mujer, pero antes de que pudiera hacerlo ella ya la había depositado a los pies de él.

—Usted vea ésta —resopló Lucrezia—. Yo voy por una más, por otra.

Ella salió del cuarto y Randall se sentó con las piernas cruzadas sobre la alfombra, desdoblando las tapas de la caja de cartón corrugado. Lentamente, comenzó a sacar lo que contenía.

Other books

Doc Featherstone's Return by Stephani Hecht
In the Cold Dark Ground by MacBride, Stuart
Stormy Cove by Calonego, Bernadette
The Prime-Time Crime by Franklin W. Dixon
Bone Fire by Mark Spragg
NaGeira by Paul Butler
The Loser by Thomas Bernhard
47 Destinies: Finding Grace by Perez, Marlies Schmudlach