—Con todo respeto, señor, me opongo firmemente a lo que acaba de decir. Señor, no soy un delincuente común, ni soy repugnante. Los otros pueden ser repugnantes, pero no yo.
El jefe de los chasos se puso púrpura, crichando: —Cierra esa maldita trampa. ¿No sabes a quién le hablas?
—Está bien, está bien —dijo el veco importante. Luego se volvió al director y continuó: —Empezaremos con este joven. Es audaz y perverso. Lo pondremos mañana en manos de Brodsky, y ustedes podrán observar también. El sistema funciona, no se preocupen. Lo cambiaremos tanto a este joven y maligno granuja que no podrán reconocerlo.
Y esos slovos tan duros, hermanos, fueron el comienzo de mi libertad.
Esa misma tarde fui arrastrado limpia y gentilmente por unos chasos brutalmente tolchocadores a videar al director en su propia oficina: el sagrado santuario de lo sagrado. El director me miró con aire de fatiga y dijo: —Supongo que no conoces al hombre que vino esta mañana, ¿no es así, 6655321? —Y sin esperar mi respuesta continuó: —Era nada menos que el ministro del Interior, el nuevo ministro del Interior, y lo que llaman una escoba muy nueva. Bien, estas ridículas ideas modernas se aplicarán al fin, y órdenes son órdenes, aunque puedo decirte en confianza que no las apruebo. En efecto, las rechazo vigorosamente. Mi fórmula es ojo por ojo. Si alguien te pega, tú le devuelves el golpe, ¿no es así? Entonces, ¿por qué el Estado castigado gravemente por esa chusma brutal que son todos ustedes no ha de devolver el golpe? Pero la nueva idea es decir no. La nueva idea es la de convertir lo malo en bueno. Y eso me parece una grave injusticia, ¿eh?
Dije entonces, procurando mostrar respeto y aquiescencia:
—Señor. —El jefe de los chasos, rojo y corpulento, de pie detrás de la silla del director, crichó entonces:
—Cierra esa sucia trampa, basura.
—Está bien, está bien —dijo el director, cansado y desinflado—. Te reformarán, 6655321, mañana irás a ver a este Brodsky. Creen que podrás dejar la custodia en poco más de una quincena. Luego saldrás otra vez a recorrer el mundo ancho y libre, y ya no serás un número. Supongo —dijo como rezongando— que la idea te agrada... —No le contesté, y el jefe de los chasos crichó:
—Contesta, roñoso cerdo, cuando el director hace una pregunta.
De modo que dije: —Oh, sí, señor. Muchas gracias, señor. Realmente me he portado lo mejor posible. Estoy muy agradecido a todos.
—No lo estés —casi suspiró el director—. Esto no es una recompensa. Está muy lejos de serlo. Ahora bien, tienes que firmar este formulario. Dice que estás dispuesto a aceptar la conmutación del resto de tu condena sometiéndote a lo que aquí llaman, qué expresión ridícula, Tratamiento de Recuperación. ¿Firmarás?
—Claro que firmaré —dije—, señor. Y muchísimas gracias. —Así que me dieron un lápiz tinta y firmé mi nombre, muy elegante y con muchos adornos. El director dijo:
—Bien, supongo que eso es todo. —El jefe de los chasos observó:
—El capellán de la prisión quiere hablarle al preso, señor. —De modo que me sacaron al corredor y me llevaron hacia la capilla, y todo el tiempo uno de los chasos me tolchocaba en la espalda y la golová, pero con aire muy distraído y como al descuido. Y así atravesé la capilla, acercándome a la pequeña cantora del chaplino, y me hicieron entrar. El chaplino estaba sentado frente a su escritorio, y el rico vono de los cancrillos caros y el escocés se olía fuerte y claro. El chaplino me dijo:
—Ah, pequeño 6655321, siéntate. —Y a los chasos: —Esperen afuera, ¿quieren? —Y eso hicieron. Luego me habló con aire de mucha sinceridad, y me dijo: —Quiero que comprendas una cosa, muchacho, y es que no tengo nada que ver en todo esto. Si hubiese servido de algo habría protestado, pero no servía.
Está el problema de mi propia carrera, está el problema de la debilidad de mi voz comparada con el grito poderoso de ciertos elementos privilegiados de la comunidad. ¿Hablo claro? —No, no hablaba claro, hermanos, pero yo asentí.— En todo esto hay problemas éticos muy complicados —continuó el chaplino—. Hacen de ti un buen chico, 6655321. No volverás a tener ganas de cometer actos de violencia, ni ningún tipo de delitos contra la paz del Estado. Espero que lo hayas comprendido.
Confío en que tendrás ideas absolutamente claras al respecto.
—Oh, me gustará ser bueno, señor —contesté, pero por dentro, hermanos, smecaba realmente joroschó. Dijo el chaplino:
—Algunas veces no es grato ser bueno, pequeño 6655321. Ser bueno puede llegar a ser algo horrible. Y te lo digo sabiendo que quizá te parezca una afirmación muy contradictoria. Sé que esto me costará muchas noches de insomnio. ¿Qué quiere Dios? ¿El bien o que uno elija el camino del bien? Quizás el hombre que elige el mal es en cierto modo mejor que aquel a quien se le impone el bien. Son problemas profundos y difíciles, pequeño 6655321. Pero lo único que deseo decirte ahora es esto: si en algún momento del futuro evocas esta situación y me recuerdas, a mí, el más bajo y humilde servidor de Dios, te ruego que no me juzgues en tu corazón, ni creas de algún modo que soy parte en eso que te estará ocurriendo. Y ahora, hablando de ruegos, advierto con tristeza que ya no servirá de mucho rogar por ti. Estás entrando en una región nueva, fuera del alcance de la plegaria. Una cosa terrible, si bien se mira. Y sin embargo, en cierto sentido, al aceptar que te priven de la capacidad de tomar una decisión ética, en cierto sentido realmente has elegido el bien. O por lo menos eso quisiera creer. Eso quisiera creer, Dios nos asista a todos, 6655321. —Y aquí se echó a llorar. Pero yo no le presté mucha atención, hermanos, y me limité a smecar discretamente por dentro, porque uno podía videar que había estado piteando el viejo whisky; y en seguida el chaplino retiró una botella de un estante del escritorio y empezó a servirse una dosis bolche, realmente joroschó en un vaso muy grasiento y grasño. Tragó el líquido, y luego dijo: —Tal vez todo marche bien, ¿quién sabe? La voluntad de Dios sigue caminos misteriosos. —Y empezó a cantar un himno con golosa rica y sonora. Se abrió la puerta y los chasos me tolchocaron de vuelta a la celda vonosa; pero el viejo chaplino continuó entonando el himno.
Bien, a la mañana siguiente tuve que decirle adiós a la vieja staja, y me sentí un malenco triste, como siempre le ocurre a uno cuando tiene que irse de un lugar al que ya se acostumbró. Pero no fui muy lejos, oh hermanos míos. A puñetazos y puntapiés me llevaron al nuevo edificio blanco que se levantaba después del patio donde hacíamos ejercicio. Era una construcción muy nueva y tenía un olor nuevo, pegajoso y frío que lo estremecía a uno. Me quedé de pie en el horrible y bolche vestíbulo desnudo y mi sensible cluvo olfateó otros vonos nuevos. Eran como vonos de hospital, y el cheloveco a quien me entregaron los chasos tenía puesta una chaqueta blanca, como un empleado de hospital. Firmó el recibo por mí, y uno de los chasos brutales que me había llevado dijo: —Cuidado con éste, señor. Un bruto bastardo ha sido y será, pese a todos los halagos y lisonjas al capellán de la prisión y la lectura de la Biblia. —Pero este nuevo cheloveco tenía glasos azules joroschó que reían cuando goboraba.
—Oh, no creemos que haya problemas —contestó—. Seremos amigos, ¿verdad? —Y me sonrió con los glasos y la rota grande y bien formada, de subos blancos y brillantes, y la verdad que simpaticé casi en seguida con este veco. En fin, me pasó a un veco de menos categoría también cortés y de chaqueta blanca, que me llevó a un dormitorio agradable, limpio y blanco, con cortinas y una lámpara de noche, y una sola cama, todo para Vuestro Humilde Narrador. Lo cual me provocó una smecada interior de veras joroschó, porque se me ocurrió que yo era un málchico realmente afortunado. Me dijeron que me quitase los horribles platis de la prisión, y me dieron un hermoso piyama, oh hermanos míos, todo verde, la cima de la moda en ropa de dormir. También me dieron una bata bonita y caliente, y un par de hermosos tuflos para meter las nogas desnudas, y yo pensé: —Bueno, Alex, antes el pequeño 6655321, sin duda te está cambiando la suerte. Aquí lo pasarás realmente bien.
Después que me dieron una buena chascha de café de veras joroschó y algunas viejas gasettas y revistas para mirar mientras piteaba, vino el primer veco de blanco, el que había firmado el recibo por mí, y dijo: —Ajá, de modo que estás aquí —lo que era decir una vesche muy tonta, pero no sonaba tonta, porque el veco era muy simpático—. Yo soy el doctor Branom —explicó—. Soy el ayudante del doctor Brodsky. Con permiso, te haré un breve examen general de rutina. —Y sacó el viejo esteto del carmano derecho.— Tenemos que estar seguros de que te encuentras bien, ¿verdad? Sí, en efecto, tenemos que estar seguros. —Y allí estaba yo, tendido en la cama, afuera la chaqueta del piyama, y él hacía esto y aquello, y lo otro. Le dije:
—¿Qué es exactamente ese tratamiento, señor? —Oh —dijo el doctor Branom, mientras el frío esteto me recorría la espalda—, en realidad es muy sencillo. Te haremos ver algunas películas.
—¿Películas? —repetí, pues apenas podía creer lo que oían mis ucos, oh hermanos míos, como ya todos habrán adivinado—. ¿Quiere decir, señor —insistí—, que será como ir al cine?
—Se trata de películas especiales —explicó este doctor Branom—. Películas muy especiales. La primera sesión será esta tarde. Sí —dijo, enderezándose, porque estaba inclinado sobre mí—, parece que estás en muy buenas condiciones. Quizás un poco subalimentado. Culpa de la comida de la prisión. Ponte otra vez la chaqueta del piyama. Después de cada comida —dijo, sentándose al borde de la cama— te daremos una inyección en el brazo. Facilitará las cosas. —Me sentía realmente agradecido a este doctor Branom tan amable, y le dije:
—¿Vitaminas, señor?
—Algo por el estilo —contestó, con una sonrisa muy joroschó y cordial—. Un pinchazo en el brazo después de cada comida.
El doctor Branom se marchó. Me quedé tendido en la cama pensando que estaba en un verdadero paraíso, y me dediqué a leer algunas de las revistas que me habían dejado:
Deportes Mundiales, Sinyma
(ésta dedicada a películas) y
Metas
. Luego, volví a recostarme y cerré los glasos y pensé qué agradable era volver a ser libre, Alex, quizá con un trabajito lindo y fácil durante el día, porque ahora era demasiado viejo para la vieja scolivola, y después tal vez juntara una nueva banda para la naito, y el primer raboto sería echarle la mano al Lerdo y a Pete, si ya no los habían apresado los militsos. Esta vez tendría mucho cuidado de que no me lovetaran. Me daban otra oportunidad, a pesar de que había matado, y no era justo que me dejara lovetar de nuevo, después que se tomaban tanto trabajo para mostrarme las películas que harían de mí un muchacho realmente bueno. En realidad, yo estaba smecando realmente joroschó de la inocencia de los tipos, y seguía smecando cuando me trajeron el almuerzo en una bandeja. El veco era el mismo que me había llevado al malenco dormitorio cuando llegué por primera vez al mesto, y me dijo:
—Es bueno saber que alguien se siente bien. —En la bandeja habían puesto una pischa realmente apetitosa: dos o tres lonticos de carne asada y caliente, y unos cartófilos aplastados y salsa, y después crema helada y una linda chascha de chai caliente. Hasta me mandaron un cancrillo para fumar y una caja de cerillas con una cerilla adentro. Esto parecía la buena vida, oh hermanos míos. Y después, cuando ya me había pasado una media hora dormitando en la cama, entró una enfermera, una débochca joven y bonita, con unos grudos de veras joroschó (no había visto ptitsas así durante dos años), y traía una bandeja y una hipodérmica. Le dije:
—Ah, las viejas vitaminas, ¿no es cierto? —y le mandé un silbidito, pero no me hizo caso. Lo único que hizo fue clavarme la aguja en el brazo izquierdo, y svizzzz entró la vitamina. Y la débochca se fue, clac clac clac sobre las nogas de taco alto. Entonces apareció el veco de chaqueta blanca que parecía un enfermero trayendo una silla de ruedas. Me sentí un malenco sorprendido, y dije:
—¿Qué pasa, hermano? Seguro que puedo caminar adonde tenga que ir. —Pero el veco replicó:
—Mejor lo llevo. —Y en efecto, oh hermanos míos, cuando bajé de la cama me sentí un malenco débil. Era la desnutrición de que había hablado el doctor Branom, esa horrible pischa de la cárcel. Pero las vitaminas después de las comidas me pondrían bien. De esto no hay ninguna duda, pensé.
Entonces, hermanos, me llevaron a un sitio que no se parecía a los sinys que yo conocía. Es cierto que una pared estaba completamente cubierta con papel plateado, y enfrente tenía agujeros cuadrados para el proyector, y había altavoces de estéreo distribuidos por todo el mesto. Pero sobre la pared de la derecha había un banco con cosas que parecían medidores, y en medio del cuarto, frente a la pantalla, algo parecido a la silla de un dentista, y de allí salía toda clase de alambres, y casi tuve que arrastrarme desde la silla de ruedas al asiento, con la ayuda de otro veco enfermero de chaqueta blanca. Entonces vi que debajo de los agujeros de proyección había como un vidrio opaco, y me pareció que detrás se movían sombras de personas, y que se slusaba a alguien que tosía cashl cashl cashl. Pero en eso pude darme cuenta de que yo estaba de veras muy débil, y pensé que era el cambio de la pischa de la prisión y la nueva pischa, muy alimenticia, y las vitaminas que me habían inyectado. —Bueno —dijo el veco que había empujado la silla de ruedas—, lo dejo ahora. La función empieza apenas llega el doctor Brodsky. Espero que le guste. —Para ser sincero, hermanos, en realidad no me sentía con ganas de videar películas esa tarde. No tenía ganas, y nada más. Hubiera preferido de veras una linda y tranquila spachca en la cama, linda y tranquila y completamente odinoco. Estaba muy caído.
Y ahora un veco de chaqueta blanca me ató la golová a una especie de apoyo, y todo el tiempo cantaba una vonosa y calosa canción pop. —¿Para qué es esto? —pregunté. Y el veco replicó, interrumpiendo un instante la canción, que era para mantenerme fija la golová y obligarme a mirar la pantalla—. Pero —dije— yo
quiero
mirar la pantalla. Me trajeron aquí para videar películas, y eso es lo que haré. —Y entonces el otro veco de chaqueta blanca (eran tres, uno de ellos una débochca sentada frente al banco, moviendo las llaves) medio smecó al oír eso, y dijo:
—Nunca se sabe. Oh, nunca se sabe. Confíe en nosotros, amigo, es mejor así. —Y entonces descubrí que me estaban atando las rucas a los brazos del sillón, y las nogas a una especie de apoyapiés. La vesche me pareció un poco besuña, pero no me resistí. Yo estaba dispuesto a aguantar muchas cosas, oh hermanos míos, si me prometían que iban a dejarme libre en dos semanas. Pero una vesche no me gustó, y fue cuando me aplicaron broches sobre la piel de la frente, levantándome los párpados, y arriba arriba cada vez más arriba, y yo no podía cerrar los glasos por mucho que quisiera. Traté de smecar y dije: —Tiene que ser una película realmente joroschó si tanto les preocupa que la vea. —Y riéndose dijo uno de los vecos de chaqueta blanca: