—Me gustaría saber qué hay allí. ¿Qué habrá en esas cosas?
Le di un buen codazo, y le dije: —Vamos, si eres un glupo bastardo. No pienses en eso. Muy probable que haya vida como aquí, y a algunos los acuchillan y otros acuchillan. Y ahora andando, que la naito todavía es moloda, oh hermanos míos.
Los otros smecaron, pero el pobre y viejo Lerdo me miró serio, y después levantó otra vez los ojos hacia las estrellas y la luna. Recorrimos el callejón, mientras el programa mundial azuleaba a los dos costados. Lo que ahora necesitábamos era un auto, de modo que saliendo del callejón doblamos a la izquierda, y comprendimos que estábamos en plaza Priestley apenas videamos la gran estatua de bronce de un starrio poeta, de labio superior de mono y pipa clavada en la rota vieja y llovida. Caminando hacia el norte llegamos al roñoso y viejo Filmedromo, descascarado y ruinoso porque nadie iba mucho por allí, excepto algunos málchicos como yo y mis drugos, y aun así sólo para gritar, rasrecear o hacer un poco de unodós unodós en la oscuridad. Pudimos videar en el cartel pegado al frente del Filmedromo que daban la habitual agarrada de vaqueros, con los arcángeles a favor del
marshal
que a tiro limpio liquidaba a los cuatreros, salidos de las legiones combatientes del infierno, el tipo de vesche mentirosa que la Cinematográfica del Estado hacía en esos años. Los autos estacionados al lado del siny no eran joroschós ni cosa parecida, la mayoría vesches starrias y mierdosas, pero había un Durango 95 nuevo que me pareció bien. Georgie tenía en el llavero una de esas polillaves, como las llamaban, de modo que poco después estábamos arriba —el Lerdo y Pete atrás, fumando cancrillos como grandes señores— y yo apliqué el encendido y lo puse en marcha, y el motor ronroneó verdaderamente joroschó, y sentimos en las tripas una vibración hermosa y caliente que nos recorría todo el cuerpo. Luego le metí noga, y retrocedimos perfecto, y nadie nos videó salir.
Jugamos un rato fuera del centro, asustando a viejos vecos y chinas que cruzaban las calles, zigzagueando detrás de gatos y todo eso. Luego enfilamos por el camino hacia el oeste. No había mucho tránsito, de modo que continué dándole a la vieja noga casi hasta el piso, y el Durango 95 se tragaba el camino como espaguetis. Poco después corríamos entre árboles de invierno y sombras, hermanos míos, todo estaba oscuro, y en un lugar los faros alumbraron algo grande con una rota que gruñía y mostraba los dientes, y luego gritó y reventó bajo el auto, y el viejo Lerdo en el asiento trasero casi se orina de risa. «Jo, jo, jo.» Luego vimos a un joven málchico con una filosa, lubilubando bajo un árbol, de modo que paramos y los saludamos a gritos, les dimos a los dos un par de tolchocos sin muchas ganas, haciéndolos gritar, y seguimos nuestro camino. Lo que queríamos hacer ahora era la vieja visita de sorpresa. Era la emoción auténtica, buena para smecar y sentir el latigazo de lo ultraviolento. Bueno, al fin llegamos a una especie de aldea, y justo fuera de la aldea había una casita, separada de las demás, con un poco de jardín. La luna ya estaba bien alta, y pudimos videar la casita que apareció claramente cuando paré el coche y frené, mientras los otros tres reían como besuños, y entonces videamos que sobre la entrada a la casita se leía HOGAR, un nombre bastante glupo. Bajé del auto, ordenando a mis drugos que acabaran las risitas y estuviesen serios, y después de abrir la malenca puerta me acerqué a la entrada de la casa. Clopé suave y discreto y no vino nadie, de modo que insistí y esta vez pude slusar unos pasos, y que retiraban un cerrojo; la puerta se abrió unos centímetros, y entonces pude videar un glaso que me miraba, y la puerta estaba asegurada con una cadena. —¿Sí? ¿Quién es? —Era la voz de una filosa, una débochca joven por el timbre, de modo que dije con lenguaje muy refinado, la golosa de un auténtico caballero:
—Perdón, señora, lamento muchísimo molestarla, pero mi amigo y yo salimos a pasear, y mi amigo enfermó de pronto y se siente realmente mal, y ahora está ahí en el camino, inconsciente y gimiendo. ¿Me permitiría usar su teléfono para llamar una ambulancia?
—No tenemos teléfono —dijo la débochca—. Lo siento, pero no tenemos. Tendrá que ir a otro lado. —Del interior de la casita se podía slusar el clac clac clac claquiti clac clac de un veco que dactilografiaba, y entonces el ruido se interrumpió y se oyó la golosa del cheloveco que decía: —¿Qué pasa, querida?
—Bueno —dije—, ¿sería tan amable de darme un vaso de agua? Sabe, parece un desmayo, como si hubiese perdido el sentido.
La débochca vaciló un poco, y luego dijo: —Espere. —Se alejó, y mis tres drugos habían bajado en silencio del auto y se acercaron joroschó furtivos, y ya se estaban poniendo las máscaras, de modo que me puse la mía; y aquí fue suficiente meter la vieja ruca y soltar la cadena, pues como había ablandado a esta débochca con mi golosa de caballero, ella no cerró la puerta como tenía que haber hecho, pues éramos gente desconocida, que venía de la noche. Los cuatro entramos como una tromba, el viejo Lerdo haciéndose el schuto como de costumbre, dando cabriolas y canturreando slovos sucios, y era una bonita y malenca casita, debo reconocerlo. Entramos todos smecando en el cuarto donde había luz, y ahí estaba esa débochca como acobardada, un pedacito de filosa con unos grudos verdaderamente joroschós, y con ella este cheloveco también joven, con ochicos de montura de carey, y sobre una mesa una máquina de escribir y papeles por todos lados; pero además una pequeña pila de papel que seguramente era lo que ya había dactilografiado, así que aquí teníamos otro inteligente, estilo hombre de libros como el que habíamos tolchocado unas horas antes; pero éste escribía, no leía. Bueno, empezó a hablar:
—¿Qué es esto? ¿Quiénes son ustedes? ¿Cómo se atreven a entrar en mi casa sin permiso? —Todo el tiempo le temblaba la golosa, y también las rucas. Le dije:
—No temas. Si en tu corazón, oh hermano, anida el temor, te ruego lo deseches ahora mismo. —Aquí Georgie y Pete fueron a buscar la cocina, mientras el viejo Lerdo esperaba órdenes, a mi lado, con la rota muy abierta.— Y esto qué es, ¿eh? —pregunté, levantando la pila de la mesa, y el cheloveco de la armazón de carey dijo temblándole la voz:
—Eso es lo que quiero saber. ¿Qué
es
esto? ¿Qué quieren aquí? Salgan antes que los eche.
El pobre y viejo Lerdo, con su máscara de Pebe Shelley, smecó entonces ruidosamente y rugió como algún animal.
—Un libro —dije—. Usted está escribiendo un libro. —Hablé con una golosa muy áspera—. Siempre experimenté la mayor admiración por los que saben escribir libros. —Luego miré la primera hoja, y tenía escrito el nombre, LA NARANJA MECANICA, y dije: —Caramba, es un título bastante glupo. ¿Quién oyó hablar jamás de una naranja mecánica? —Seguí leyendo, e iba alzando la golosa, hasta el agudo del tipo predicador: «Para oponerme al intento de imponer al hombre, criatura que crece y puede demostrar bondad, que es capaz de beber el néctar que brota de los labios barbados del Señor, para oponerme al intento de imponerle leyes y condiciones sólo apropiadas para una creación mecánica, levanto la acerada pluma...»
El Lerdo largó la vieja música labial, y yo mismo tuve que smecar. Así que comencé a rasgar las hojas y desparramar los pedazos por el suelo, y el veco escritor se volvió casi besuño y se me tiró encima rechinando los subos y sacando las uñas como garras. Era el momento de la acción para el viejo Lerdo, y se movió sonriendo, y haciendo eh eh y ah ah ah apuntó el puño a la rota temblorosa del veco, primero el puño izquierdo y después el derecho, de modo que nuestra vieja druga la colorada —la colorada que brota igual por todas partes, como producida por la misma antigua y gran empresa— comenzó a derramarse y manchó la linda alfombra nueva, y los pedazos del libro que yo continuaba rasreceando. Aquí la débochca, la amante y fiel esposa, estaba como paralizada al lado de la chimenea, y ahora había empezado a largar menudos y malencos crichos, como acompañando la música de los puñetazos del viejo Lerdo. Entonces aparecieron Georgie y Pete, viniendo de la cocina, los dos masticando, aunque con las máscaras puestas; no era necesario quitársela para comer. Georgie con una lapa fría de algo en una ruca, y media hogaza de klebo y maslo encima en la otra, y Pete con una botella de cerveza que echaba espuma, y un trozo joroschó de tarta de ciruelas. Comenzaron a hacer ja ja ja cuando videaron al viejo Lerdo que bailoteaba y descargaba puñetazos sobre el veco escritor, y el veco escritor placaba que le habían arruinado la obra de su vida, y hacía buu juuu juu con la rota toda ensangrentada; pero las risas de Georgie y Pete eran el jo jo jo medio ahogado del que está comiendo, y hasta se podían ver trozos de lo que comían. No me gustó la actitud, porque era sucia y babosa, así que dije:
—Basta de munchar. Yo no les di permiso. Tengan a este veco para que pueda videarlo todo y no se escape.
Así que Georgie y Pete dejaron las grasientas pischas sobre la mesa, entre los papeles rotos, y se echaron sobre el veco escritor, cuyos ochicos de armazón de carey estaban rajados pero seguían sosteniéndose, mientras el viejo Lerdo bailoteaba y hacía temblar los adornos de la chimenea (de un golpe los barrí todos, y ya no pudieron seguir temblando, hermanitos), y trabajando con el autor de
La naranja mecánica
, de modo que ahora tenía el litso todo púrpura, y soltaba sangre como una clase muy especial de fruta jugosa.
—Está bien, Lerdo —dije—. Ahora, vamos a la otra vesche, Bogo nos ampare.
Lerdo se acercó a la débochca, que seguía haciendo crich crich crich, y le sujetó las rucas a la espalda, mientras yo le desgarraba esto y aquello, y los otros largaban los ja ja ja, y vimos que tenía unos buenos grodos joroschós, que exhibían unos glasos sonrosados, oh hermanos míos, entre tanto yo me sacaba los pantalones y me preparaba para la zambullida. Mientras me zambullia pude slusar los gritos de sufrimiento, y al veco escritor lleno de sangre que Georgie y Pete sostenían y que casi se soltaba, aulIando como besuño las palabras más sucias que yo conocía y algunas que él estaba inventando. Después de mí era justo que le tocase el turno al viejo Lerdo, y lo hizo resoplando y jadeando como una bestia, sin que se le moviera un centímetro la máscara de Pebe Shelley, mientras yo sujetaba a la filosa. Después hicimos cambio de parejas, el Lerdo y yo aferramos al baboseante veco escritor, que ya no luchaba casi, y apenas musitaba algún slovo aquí y allá, como si estuviese muy lejos, en el bar donde sirven la leche-plus, y Pete y Georgie tuvieron lo suyo. Luego, todo se serenó, y nosotros estábamos llenos de algo parecido al odio, de modo que cracamos lo que todavía quedaba sano —la máquina de escribir, la lámpara, las sillas— y el Lerdo, como era ya típico en él, apagó el fuego orinando y se disponía a cagar sobre la alfombra, pues por allí abundaba el papel, pero yo dije no. —Fuera fuera fuera —aullé. El veco escritor y su china no estaban realmente en sus cabales, lastimados, ensangrentados, y haciendo ruidos. Pero vivirían.
De modo que subimos al auto que esperaba y dejé el volante a Georgie, porque yo me sentía un malenco destemplado, y regresamos a la ciudad, y en el camino pasamos por encima de cosas raras que chillaban.
Yecamos de regreso a la ciudad, hermanos míos, pero justo a la entrada, no lejos de lo que llamaban el canal industrial, videamos la aguja indicadora del combustible que casi se caía, precisamente como nuestras propias agujas, ja, ja, ja, y el auto tosía cashl cashl cashl. Pero no había mucho de qué preocuparse, porque allí cerca las luces azules de una estación ferroviaria se apagaban y encendían, se apagaban y encendían. La cuestión era si dejaríamos el auto para que lo sobiraran los militsos o si (ya que andábamos con ganas de destruir y matar) le daríamos una buena tolchocada hacia las aguas starrias para presenciar un hermoso y ruidoso plesco antes que acabara la noche. Decidimos esto último, y después de bajar y soltar los frenos, los cuatro lo tolchocamos hasta el borde del agua sucia, que era como melaza mezclada con productos del agujero humano, y allí le dimos un tolchoco joroschó y adentro se fue. Tuvimos que retroceder de un salto para que la roña no nos salpicase los platis, pero allá fue, esplussssshhhh y glolp glolp glolp, discreta y suavemente. —Adiós, viejo drugo —exclamó Georgie, y el Lerdo lo acompañó con una gran risotada de payaso—: Ju ju ju ju. —Nos acercamos a la estación para abordar el tren al centro, como se llamaba entonces al sector medio de la ciudad. Pagamos sin chistar nuestros pasajes, y esperamos correctamente y sin escándalo en la plataforma, y el viejo Lerdo se puso a jugar con las máquinas tragamonedas, pues tenía los carmanos llenos de pequeños níqueles; y si hubiese sido necesario se habría dedicado a distribuir barras de chocolate a los pobres y los necesitados, aunque no había ninguno por ahí, y luego llegó resoplando el viejo expreso, y subimos a un coche del tren, que parecía casi vacío. Para entretenernos durante el viaje de tres minutos jugamos con lo que ellos llamaban el tapizado, y arrancamos unos lindos y joroschós pedazos de las tripas de los asientos, y el viejo Lerdo descargó la cadena sobre el ocno, hasta que el vidrio crujió y saltó dejando entrar el aire invernal. Pero todos estábamos fuera de caja, cansados y aplastados, pues la noche nos había obligado a gastar un poco de energía, hermanos míos; sólo el Lerdo, como el payaso y animal que era, parecía mejor que nunca, todo sucio y despidiendo un vono de sudor que era una de las cosas que yo tenía contra el viejo Lerdo.
Bajamos en el centro y caminando lentamente volvimos al bar lácteo
Korova
, aullando malenco y jugando a la luz de la luna, las estrellas y las lámparas, porque al día siguiente teníamos que ir a la escuela; y cuando entramos en el
Korova
lo encontramos más lleno que antes. Pero el cheloveco que había estado chumlando en su propio paraíso, con blanco o synthemesco o lo que fuera, seguía en el mismo asunto: «Pilletes descastados bajando a la nada en un tiempo platónico climatérico». Era probable que estuviese en la tercera o cuarta dosis de la noche, pues tenía ese aire pálido e inhumano, como si se hubiera convertido en una
cosa
; la cara del veco parecía de veras un pedazo de tiza tallada. En realidad, si quería pasarse tanto tiempo en el paraíso, debía haber ido a uno de los cubículos privados de la trastienda, en lugar de quedarse en el mesto grande, pues aquí algunos de los málchicos querrían jugar un poco con él, aunque no mucho ya que en el viejo
Korova
había poderosos matones capaces de impedir cualquier desorden. De todos modos, el Lerdo se animó al veco, y mirándolo con una cara de payaso, mostrando la lengua, clavó el sabogo grande en el pie del veco. Pero el veco, hermanos míos, ni se enteró, pues andaba allá arriba, muy lejos de su propio cuerpo.