Muchacho, rugiente tiburón del paraíso azote del Elíseo, corazones de fuego, transportados, extáticos, te tolchocaremos en la rota y patearemos el culo grasño y vonoso...
Pero la melodía estaba bien, como lo supe cuando me despertaron dos o diez minutos o veinte horas o días o años después, pues me habían quitado el reloj. Ahí estaba un militso, como a kilómetros y kilómetros más abajo, y me pinchaba con un garrote que tenía un clavo en el extremo, al tiempo que decía:
—Despierta, hijo. Despierta, hermosura. Arriba que te espera un lindo problema.
—¿Por qué? ¿Dónde? ¿Qué pasa? —atiné a decir. Y la música de la Oda a la Alegría, en la Novena, se oía a lo lejos y adentro, y era hermosa, verdaderamente joroschó. El militso dijo:
—Ven abajo y descúbrelo tú mismo. Te esperan unas hermosas novedades, hijo mío. —Bajé como pude, muy rígido y dolorido, y en realidad no despierto del todo, y el militso, que olía de veras a queso y cebollas, me empujó fuera de la sucia celda de los ronquidos, y caminamos por varios corredores, y ni un momento la vieja melodía, Alegría, Fuego Glorioso del Cielo, dejó de resonar en mi interior. Así llegamos a una especie de cantora muy ordenada con máquinas de escribir y flores en las mesas, y en la que parecía más grande estaba el jefe de los militsos, con expresión muy seria, un glaso muy frío clavado en mi litso adormilado.
—Bien, bien, bien —dije—. Qué tal, brato. ¿Qué pasa en esta hermosa mitad de la naito?
El veco replicó:
—Te doy exactamente diez segundos para que se te vaya de la cara esa sonrisa estúpida. Y luego me escucharás.
—Bien, ¿qué pasa? —pregunté, smecando—. ¿No están satisfechos después que casi me mataron a golpes, me escupieron, me obligaron a confesar delitos durante horas y horas, y me encerraron con unos pervertidos besuños y vonosos en esa grasña celda? Vamos, brachno, ¿tiene una nueva tortura para mí?
—Será tu propia tortura —dijo con aire serio—. Quiera Dios que te torture hasta volverte loco.
Y ahí comprendí, antes que me lo dijeran. La vieja ptitsa de los cotos y las cotas había pasado a mejor vida en uno de los hospitales de la ciudad. Parece que se me había ido un poco la mano. Bien, bien, eso era todo. Pensé en los cotos y las cotas que pedían moloco, y ya nadie les hacía caso, ya no por lo menos la forella starria. Eso era todo. La había hecho buena. Y yo apenas tenía quince años.
—¿Y ahora qué pasa, eh?
Hermanos míos y mis únicos amigos, aquí empieza la parte realmente dolorosa y casi trágica de la historia, en la staja (la prisión del Estado) número 84F. Ustedes no tendrán muchas ganas de slusar toda la cala y el horrible rascaso de mi pe que alzaba las rucas gastadas y crobosas contra el injusto Bogo que está en el Cielo, y cómo mi eme retorcía la rota haciendo ouuu ouuu ouuu, mostrando el dolor de una madre ante la pérdida del hijo único, fruto de sus entrañas, de modo que todos estaban deprimidos realmente joroschó. Luego vino el magistrado starrio y muy severo en el tribunal de primera instancia, y goboró algunos slovos muy duros contra vuestro Amigo y Humilde Narrador, después de toda la cala y las grasñas mentiras que dijeron P. R. Deltoid y los militsos, Bogo los confunda, y me tuvieron un tiempo en custodia, entre perversos vonosos y prestúpnicos. Y luego siguió el proceso en el tribunal superior, con jueces y un jurado, y por cierto que hubo algunos slovos muy muy feos, pero las golosas eran muy solemnes, y luego goboraron Culpable, y mi eme hizo mucho bujujú bujujú cuando dijeron catorce años, oh hermanos míos. Y aquí estaba yo ahora, dos años desde el día que me metieron en la staja 84F, vestido a la última moda de la prisión, que era un traje enterizo de un hediondo color cala, y el número cosido a la altura del grudo, justo encima del viejo tic-tac, y también en la espalda, de manera que yendo o viniendo yo era siempre 6655321, ya no vuestro drugito Alex.
—¿Y ahora qué pasa, eh?
No había sido edificante, de veras que no, verse metido dos años en este grasño agujero del infierno, el zoo humano, pateado y tolchocado por guardias brutales y matones, junto a criminales vonosos y degenerados, algunos verdaderos pervertidos, muy dispuestos a aprovecharse de un málchico joven y rozagante como vuestro narrador. Además, había que rabotar en el taller haciendo cajas de cerillas, iteando iteando iteando en el patio, decían que para hacer ejercicio; y por la tarde algún veco starrio de tipo profesoral nos hablaba sobre los abejorros, o la Vía Láctea, o las Excelsas Maravillas del Copo de Nieve, y esto último me hacía smecar bastante, porque me recordaba la tolchocada y Puro Vandalismo que le aplicamos al veco a la salida de la biblio pública en aquella noche invernal; cuando mis drugos no eran todavía traidores y yo me sentía como feliz y libre. Luego, un día, pe y eme vinieron a visitarme, y me dijeron que Georgie estaba muerto. Sí, muerto, hermanos míos. Muerto como cala de perro en el camino. Georgie había llevado a los otros dos a la casa de un cheloveco muy rico, y lo habían derribado a puntapiés y a tolchocos, y luego Georgie empezó a rasrecear los almohadones y las cortinas, y el viejo Lerdo destrozó algunos adornos muy preciosos, como estatuas y cosas así, y el cheloveco rico y apaleado se había puesto realmente besuño, y se lanzó sobre ellos con una barra de hierro muy pesada. El rasdrás le había dado la fuerza de un gigante, y el Lerdo y Pete habían conseguido escapar por la ventana, pero Georgie tropezó en la alfombra, y entonces la terrible barra de hierro se alzó y cayó sobre la golová, y ahí terminó el traidor Georgie. El starrio asesino quedó libre por defensa propia, lo que era realmente justo y adecuado. Muerto Georgie, aunque había pasado más de un año desde el día que me atraparon los militsos, todo parecía justo y adecuado, y como obra del Destino.
—¿Y ahora qué pasa, eh?
Yo estaba en la capilla, pues era domingo por la mañana, y el chaplino de la prisión estaba goborando la Palabra del Señor. Mi raboto era tocar el starrio estéreo, poniendo música solemne antes y después, y también en la mitad, cuando se cantaban himnos. Yo estaba al fondo de la capilla (había cuatro en la staja 84F) cerca de donde los guardias, los chasos, estaban apostados con los rifles y las quijadas sucias y bolches, azules y brutales, y podía videar a todos los plenios sentados, slusando el Slovo del Señor, vestidos con aquellos horribles platis color cala, y emitiendo una especie de vono maloliente, no esa suciedad de los cuerpos sin lavar, no un olor a roña, sino un verdadero vono nauseabundo que sólo tienen los criminales, hermanos míos, como un vono mohoso, grasiento y desesperado. Y se me ocurrió que quizá yo también tenía este vono, pues había llegado a ser un auténtico plenio, aunque todavía muy joven. De manera que para mí era muy importante, oh hermanos míos, salir lo más pronto posible de ese zoo hediondo y grasño, y como podrán videar si siguen leyendo, no pasó mucho tiempo antes que lo consiguiera.
—¿Y ahora qué pasa, eh? —dijo el chaplino de la prisión por tercera vez—. ¿Se estarán la vida entera en instituciones como ésta, entrando y saliendo, entrando y saliendo, aunque la mayoría estará más adentro que afuera, o se proponen escuchar la Divina Palabra y comprender los castigos que esperan al pecador recalcitrante en el más allá así como también en este mundo? Un montón de condenados idiotas, todos ustedes, vendiendo el derecho de primogenitura por un plato de lentejas. La emoción del robo, de la violencia, las tentaciones de una vida fácil, ¿valen la pena cuando tenemos pruebas innegables, sí, sí, pruebas incontrovertibles de que hay un infierno? Lo sé, lo sé, amigos míos, he tenido visiones de un lugar más sombrío que cualquier prisión, más ardiente que todas las llamas del fuego humano, donde las almas de los pecadores y de los criminales recalcitrantes como ustedes, y no se burlen, malditos sean, no se rían, criminales como ustedes aúllan en una agonía infinita e insoportable, la nariz sofocada por el olor de la podredumbre, la boca atosigada por la basura ardiente, la piel que se les cae a tiras y se les pudre, y una bola de fuego que arde quemándoles las entrañas desgarradas. Sí, sí, sí, lo sé.
En este punto, hermano, un plenio que estaba cerca del fondo dejó oír un chumchum de música labial —prrrrrp— y los chasos bestias se pusieron a trabajar sin demora, corriendo realmente scorro a la escena del chumchum, descargando feos golpes y tolchocando a derecha ya izquierda. Al fin los chasos cayeron sobre un plenio pobre y tembloroso, muy flaco, malenco y starrio, y lo sacaron a la rastra, pero el plenio no paraba de crichar: —No fui yo, vean, fue él. —Nadie le hizo caso. Lo tolchocaron a fondo y al final lo sacaron de la capilla, mientras el veco crichaba como un besuño.
—Escuchemos ahora la Palabra del Señor —dijo el chaplino. Recogió el libraco y pasó las páginas, lamiéndose los dedos: splush splush. Era un bastardo bolche, grande y corpulento, de litso muy rojo, pero me tenía simpatía, pues yo era joven y me mostraba muy interesado en el libraco. Se había dispuesto, como parte de lo que llamaban mi educación, que yo leería el libro, y también que podía tocar el estéreo de la capilla mientras leía, oh hermanos míos. Y eso era realmente joroschó. Me encerraban en la capilla y me permitían slusar música sagrada de J. S. Bach y G. F. Handel, y yo leía las historias de esos stanios yajudos que se tolchocaban unos a otros, y luego piteaban el vino hebreo y se metían en la cama con esposas que eran casi doncellas, todo realmente joroschó. Eso me encendía la sangre, hermano. Yo no copaba mucho de la parte final del libro, que se parece más a toda la goborada de los predicadores, y no tiene peleas ni el viejo unodós unodós. Pero un día el chaplino me dijo, apretándome fuerte con la ruca bolche y carnuda: —Ah, 6655321, piensa en el sufrimiento divino. Medita en eso, muchacho. —Y el chaplino despedía todo el tiempo ese vono a licor escocés, y luego se metió en la pequeña cantora para pitear un poco más. De modo que leí todo lo que había acerca de la flagelación y la coronación de espinas, y después la vesche de la cruz y toda esa cala, y así llegué a videar que allí había algo de veras. Mientras el estéreo tocaba trozos del hermoso Bach, yo cerraba los glasos y me videaba ayudando y hasta ordenando la tolchocada y la clavada también, vestido con una toga que era el último grito de la moda romana. Como ven, mi permanencia en la staja 84F no fue toda tiempo perdido, y el propio director se puso contento cuando supo que la religión me gustaba tanto, y que yo había puesto en ella todas mis esperanzas.
Ese domingo por la mañana el chaplino leyó un pasaje del libro acerca de los chelovecos que slusaban el slovo y se les importaba un cuerno, y dijo que eran como un domo levantado sobre arena, y después venía la lluvia golpeando y el viejo bum-bum rajaba el cielo, y ahí se terminaba el domo. Pero se me ocurrió que únicamente un veco muy estúpido podía levantar un domo sobre arena, y qué montón de drugos aprovechados y malos vecinos debía de tener un veco como ése, pues nadie le explicaba qué estúpido era construir esa clase de domo. Entonces el chaplino crichó: —Bien, ustedes. Terminaremos con el himno número 435, del Himnario de los Prisioneros. —Se oyó pum y plop y jush juish jush mientras los plenios recogían, soltaban y lamivolvían las páginas de los roñosos y malencos himnarios, y los guardias prepotentes crichaban: —Dejen de hablar, bastardos. Te estoy mirando, 920537. —Por supuesto, yo ya tenía preparado el disco en el estéreo, y la sencilla música de órgano se inició con un grouuuouuuouuu. Y los plenios empezaron a cantar y las voces eran de veras horribles:
Somos un té flojo, recién hervido,
si nos revuelven nos coloreamos.
No conocemos el alimento de los ángeles
y largo es este momento de prueba.
Todos aullaron y gimieron esos slovos estúpidos mientras el chaplino los fustigaba gritando: —Más fuerte, malditos, levanten la voz —y los guardias crichaban—: Espera que ya te echaré las manos encima, 7749222— y —Ya verás luego, roña. —Al fin todo terminó y el chaplino dijo: —Que la Sagrada Trinidad os guarde por siempre, y os haga buenos, amén —y un hermoso trozo de la Segunda Sinfonía de Adrian Schweigselber, elegido por vuestro Humilde Narrador, oh hermanos, sonó en los parlantes. Qué manada, pensé de pie al lado del starrio estéreo de la capilla, videándolos salir con mucho arrastre de pies, haciendo muuuu y aaaa como animales, y apuntándome con los grasños dedos, pues se decía que yo gozaba de cierto favoritismo. Cuando se fue el último, las rucas colgándole como un mono, y el guardia que había quedado en la capilla lo siguió asestándole un tolchoco bastante fuerte en la golová, y una vez que apagué el estéreo, el chaplino se me acercó fumando un cancrillo, todavía con los platis starrios de ceremonia, todo puntilla y blanco como una débochca.
—Gracias como siempre, pequeño 6655321 —me dijo—. ¿Y qué noticias tienes hoy para mí?
Como yo bien sabía, este chaplino quería llegar a ser un cheloveco muy grande y santo en el mundo de la Religión Carcelera, y deseaba obtener un testimonio realmente joroschó del director, y por eso de tanto en tanto se le acercaba y le goboraba discretamente acerca de los sombríos complots que se cocinaban entre los plenios, y gran parte de toda esa cala la recibía de mí. Mucho era puro invento, pero había cosas ciertas, como por ejemplo la vez que llegó a nuestra celda por las cañerías cnoc cnoc cnocicnocicnoc cnoenoc que el gran Harriman pensaba escaparse. Quería tolchocar al guardia a la hora de comer, y después se escaparía con los platis del otro. La idea era tirar al diablo la horrible pischa que nos daban en el comedor; y yo sabía el plan, y lo pasé. Luego, el chaplino lo transmitió, y fue elogiado por el director, quien dijo que tenía mucho Espíritu Público y un Oído Agudo. Esta vez le dije, y no era cierto:
—Bueno, señor, por los caños llegó la noticia de que entró irregularmente una partida de cocaína, y de que el centro de distribución se instalará en una celda del bloque 5. —Imaginé todo mientras caminábamos, como había hecho otras veces, pero el chaplino de la prisión se mostró muy agradecido y dijo: —Bien, bien, bien. Se lo comunicaré a Él mismo —así se refería siempre al director. Luego dije:
—Señor, he hecho todo lo posible, ¿verdad? —Cuando yo goboraba con los vecos de autoridad mi golosa era siempre muy cortés y de caballero.— Me he esforzado, ¿verdad?
—Creo —dijo el chaplino— que en general te has portado bien, 6655321. Colaboraste, y creo que has mostrado verdaderos deseos de reformarte. Si sigues así, conseguirás fácilmente que te reduzcan la pena.