—Joroschó es la palabra, amigo. Una joroschó de horrores. —Y ahí nomás me pusieron un casquete sobre la golová, y pude videar toda clase de cables que salían del casquete, y luego me aplicaron como una ventosa en la barriga, y otra en el viejo tic-tac, y también de las ventosas salían cables. Entonces se oyó el chumchum de una puerta al abrirse, y era que llegaba un cheloveco muy importante, pues se videó que los otros vecos de chaqueta blanca se ponían muy tiesos. Eso fue cuando conocí a este doctor Brodsky. Era un veco malenco, muy gordo, de pelo todo rizado, y unos ochicos muy gruesos sobre la nariz carnuda. Alcancé a videar que llevaba un traje realmente joroschó, del todo a la última moda, y despedía un vono delicado y sutil como de sala de operación. Con él estaba el doctor Branom, sonriéndome, como para darme confianza.— ¿Todo listo? —preguntó el doctor Brodsky con golosa muy profunda. Entonces pude slusar unas voces que decían listo listo listo desde cierta distancia, después más cerca, y se oyó un discreto chumchum de zumbido, como si hubiesen encendido algo. Y entonces se apagaron las luces, y ahí estaba Vuestro Humilde Narrador y Amigo sentado solo en la oscuridad, incapaz de mover ni cerrar los glasos, ni ninguna otra cosa. Y entonces, hermanos míos, comenzó la función con una música muy gronca para dar atmósfera; venía de los altavoces áspera y muy discordante. Y sobre la pantalla comenzó la película, pero sin título ni indicaciones. Todo sucedía en una calle, y podía haber sido cualquier calle de cualquier ciudad, y era una naito de veras oscura, y los faroles estaban encendidos. Era cine muy bueno, profesional, y nada de esos pestañeos y cortes que uno videa en esas películas sucias que pasan en la casa de alguien, en una calle apartada. La música no paraba, bump bump bump, y la atmósfera era siniestra. En eso apareció un viejo bajando por la calle, muy starrio, y sobre este veco starrio saltaron dos málchicos vestidos a la última moda, lo que se usaba entonces (todavía los pantalones estrechos, pero ya no corbatín, sino más bien una verdadera corbata), y empezaron a divertirse. Se slusaban bien los gritos y los gemidos del veco, con mucho realismo, y también la respiración pesada y el jadeo de los dos málchicos que lo tolchocaban. Hicieron una verdadera pasta con este veco starrio, crac crac crac con las rucas cerradas, y le arrancaron los platis y acabaron pateándole el ploto nago (que yacía colorado de crobo en el grasño barro del albañal) y después escaparon muy scorro. Entonces apareció en primer plano la golová del veco starrio castigado, y el crobo le brotaba con un hermoso color colorado. Es raro que los colores del mundo real parezcan reales de verdad sólo cuando se los ve en la pantalla.
Bueno, mientras miraba empecé a darme cuenta de que no me sentía del todo bien, y pensé que era la desnutrición y mi estómago que no estaba preparado para la rica pischa y las vitaminas. Pero traté de olvidarme, y me concentré en la película siguiente, que empezó en seguida, hermanos míos, sin tiempo ni para respirar. Esta vez trataba de una joven débochca a quien le daban el viejo unodós unodós primero un málchico después otro después otro después otro, y ella crichando muy gronco por los altavoces, y al mismo tiempo se oía una música muy patética y trágica. Todo era real, muy real, aunque si uno pensaba bien en el asunto, no se podía imaginar que una liuda aceptara que le hiciesen eso en una película, y si esto lo filmaban en nombre de la moral o el Estado no se podía imaginar que lo permitiesen sin intervenir. De modo que tenía que ser un trabajo muy hábil, lo que llaman armar, o montar, o cualquier otra vesche por el estilo. Porque era muy real. Y cuando le llegó el turno al sexto o séptimo málchico, que se burlaba y smecaba y se disponía a hacer la cosa, y la débochca crichaba como besuña en la banda de sonido, comencé a sentirme mal. Me dolía todo el cuerpo, y tenía ganas de vomitar y al mismo tiempo no tenía ganas, y empecé a sentirme nervioso, oh hermanos míos, pues estaba atado y rígido en el sillón. Cuando terminó la escena, slusé la golosa de este doctor Brodsky que decía desde el tablero de mando: —¿Reacción alrededor de doce punto cinco? Promisorio, promisorio.
Sin parar pasamos a otro lontico de película, y esta vez era nada más que un litso humano, una cara humana muy pálida que estaba sujeta, y a la que le hacían diferentes vesches podridas. Yo transpiraba un poco por el dolor en las tripas, y la sed horrible, y la golová que me hacía zrob zrob zrob, y se me ocurrió que si no videaba esa película tal vez no me sentiría tan enfermo. Pero no podía cerrar los glasos, y aunque trataba no conseguía sacarlos de la línea de fuego de la película. Así que tuve que seguir videando lo que pasaba, y oyendo las más atroces crichadas que salían de ese litso. Sabía que no podía ser realmente
real
, pero eso no cambiaba las cosas. Yo estaba retorciéndome, pero no podía vomitar, y vi primero una britba que arrancaba un ojo, después cortaba la mejilla, y luego hacía raj raj raj aquí y allá, mientras el crobo colorado inundaba el lente de la cámara. En eso comenzaron a arrancarle los dientes con un par de pinzas, y la crichada y la sangre eran terroríficas. Aquí slusé la voz del doctor Brodsky que decía: —Excelente, excelente, excelente.
El siguiente lontico de película mostraba una vieja que tenía un negocio, y un montón de málchicos que la pateaban entre risas groncas, y después destrozaban el negocio y lo incendiaban. Se podía videar a la pobre ptitsa starria tratando de arrastrarse fuera de las llamas, gritando y crichando, pero como le habían roto una pierna a patadas, no podía moverse. Así que las llamas la envolvían, y uno podía videarle el litso doloroso como pidiendo ayuda entre el fuego, y que después desaparecía tragado por las llamas, y entonces se slusaba el más gronco, doloroso y doliente grito que haya lanzado nunca una golosa humana. Y entonces supe que iba a vomitar, de modo que criché:
—Quiero vomitar. Por favor, déjenme vomitar. Por favor, tráiganme algo para vomitar. —Pero este doctor Brodsky replicó:
—Pura imaginación. No tiene por qué preocuparse. Ya viene otra película. —Tal vez quiso hacer una broma, porque oí como una smecada en la oscuridad. Y entonces tuve que empezar a videar una película repugnante sobre la tortura japonesa. Era en la guerra de 1939-1945, y aparecían soldados clavados a los árboles, y debajo encendían fuego, y después les cortaban los yarblocos, e incluso se videaba cómo le cortaban la golová a un soldado de un sablazo; la cabeza rodaba, y la rota y los glasos parecían seguir vivos, y el ploto del soldado continuaba corriendo, y del cuello le brotaba una fuente de crobo, y al final se derrumbaba, y todo el tiempo los japoneses se reían como locos. Los dolores en la barriga, y la cabeza, y la sed que yo sentía eran terribles, y todo parecía venir de la pantalla. Así que criché:
—¡Paren la película! ¡Por favor, paren eso! ¡No puedo soportar más! —Y la golosa de este doctor Brodsky dijo:
—¿Que paremos? ¿
Que paremos
, dijíste? Caramba, si apenas hemos comenzado. —Y él y los otros smecaron de veras.
No quiero explicarles, oh hermanos, qué otras horribles vesches me obligaron a videar esa tarde. Las mentes de este doctor Brodsky y el doctor Branom y los otros de chaquetas blancas, y recuerden que estaba esta débochca manejando las llaves y mirando los medidores, deben haber sido más calosas y sucias que cualquier prestúpnico de la propia staja. Porque no me parece posible que a un veco se le ocurriese siquiera hacer películas con lo que me obligaban a videar, atado al sillón y los glasos abiertos a la fuerza. Lo único que yo podía hacer era crichar muy gronco que pararan, que pararan, y así en parte ahogaba el ruido de los que dratsaban y peleaban, y también de la música que acompañaba todo. Ya se imaginan qué alivio fue cuando vi la última película y este doctor Brodsky dijo, con una golosa aburrida y somnolienta: —Creo que es suficiente para el Día Uno, ¿no le parece, Branom? —Y se encendieron las luces, y la golová me palpitaba como un motor bolche y grande que fabrica dolores, y tenía la rota toda seca y calosa, y la sensación de que podía vomitar hasta el último pedazo de pischa que había comido, oh hermanos míos, desde el día que me destetaron.— Muy bien —dijo este doctor Brodsky—, pueden llevarlo a la cama. —Me dio unos golpecitos en el plecho y dijo: —Bien, bien. Un comienzo muy promisorio —sonriendo con todo el litso, y se alejó seguido por el doctor Branom; pero antes de irse el doctor Branom me echó una sonrisa muy druga y simpática, como si él no tuviese nada que ver con esta vesche, y lo hiciese obligado como yo.
En fin, me soltaron el ploto atado al sillón y la piel encima de los glasos, así que pude abrirlos y cerrarlos de nuevo, y bien que los cerré, oh hermanos míos, por el dolor y los latidos de la golová, y luego me pusieron en la vieja silla de ruedas, y sentí que me llevaban a mi malenco dormitorio, y el subveco que empujaba el carrito canturreaba una podrida canción pop, de modo que casi rugí: —Cállate de una vez —pero se limitó a smecar y dijo: —No te preocupes, amigo —y siguió cantando más fuerte. Me pusieron en la cama, pero yo seguía bolnoyo y no podía dormir, aunque pronto empecé a sentirme un malenco mejor, y ahí nomás me trajeron un chai caliente con mucho moloco y sacarro, y al pitearlo comprendí que la horrible pesadilla era cosa pasada y concluida. En eso entró el doctor Branom, todo simpatía y sonrisas, y me dijo:
—Bien, según mis cuentas ahora comienzas a sentirte mejor, ¿no es así?
—Señor —respondí con voz cansada. No entendí muy bien de qué goboraba con ese asunto de las cuentas, porque sentirse mejor después de estar bolnoyo es asunto de uno, y nada tiene que ver con cuentas. El doctor Branom se sentó, muy amable y drugo, en el borde de la cama, y me dijo:
—El doctor Brodsky está muy contento contigo. Tuviste una reacción muy positiva. Por supuesto, mañana habrá dos sesiones, por la mañana y por la tarde, y supongo que luego te sentirás un poco decaído. Pero si queremos curarte tenemos que ser duros.
—¿Quiere decir que tendré que aguantar...? Es decir, ¿otra vez esas...? Oh, no —dije—. Fue horrible.
—Por supuesto que fue horrible —sonrió el doctor Branom—. La violencia es algo muy horrible. Eso precisamente es lo que estás aprendiendo ahora. Tu cuerpo lo está aprendiendo.
—Pero —dije— no entiendo nada. No entiendo por qué me sentí tan enfermo. Antes no me enfermaba nunca. Todo lo contrario. Quiero decir, que si lo hacía o miraba, me sentía realmente joroschó. No veo ahora por qué o cómo o qué...
—La vida es algo maravilloso —observó el doctor Branom con una golosa muy solemne—. ¿Quién conoce realmente esos milagros que son los procesos de la vida, la estructura del organismo humano? Por supuesto, el doctor Brodsky es un hombre notable. Lo que ahora te ocurre es lo que debiera ocurrirle a cualquier organismo humano normal y sano que observa las fuerzas del mal, el trabajo del principio de destrucción. Estamos curándote, te estamos devolviendo la salud.
—No me parece —dije—, y no entiendo nada. Lo que ustedes consiguieron es que me sienta muy enfermo.
—¿Te sientes enfermo ahora? —preguntó, siempre con la vieja sonrisa druga en el litso—. Estás bebiendo té, descansando, charlando tranquilamente con un amigo... ¿no es cierto que te sientes bien?
Busqué como escuchando y tanteando dolores y malestares en la golová y el ploto, claro que con algún temor, pero era cierto, hermanos; me sentía realmente joroschó, y hasta tenía ganas de comer. —No sé —dije—. Seguro que hacen algo para que me sienta enfermo. —Y fruncí el ceño, tratando de recordar.
—Esta tarde te sentiste mal —dijo el doctor Branom— porque estás mejorando. El hombre sano siente náusea y miedo cuando se encuentra con cosas odiosas. Te estás curando, eso es todo. Y mañana a la misma hora te sentirás mejor todavía. —El doctor Branom me dio una palmadita en la noga y salió de la habitación, y yo traté de descifrar lo mejor posible toda la vesche. Pensé que tal vez eran los cables y las otras vesches que me habían puesto en el ploto los que me provocaban esos malestares, y que en realidad todo era un truco. Seguía pensando en el asunto y preguntándome si valdría la pena resistirse al día siguiente, cuando me quisieran atar al sillón, armando una buena dratsada con todos, porque yo tenía mis derechos, cuando vino a verme otro cheloveco. Era un veco starrio y sonriente, Encargado de Egresos según dijo, y traía un montón de papelitos.
—¿Adónde irás cuando salgas de aquí? —En realidad, no había pensado en esa clase de vesche, y sólo ahora comenzaba a entender que muy pronto sería un málchico suelto y libre; y entonces vi que eso ocurriría sólo si yo aceptaba todo, y no empezaba a dratsar, crichar, y rehusarme, y esas cosas.
—Oh, iré a casa —dije—. De vuelta con pe y eme.
—¿Con quién? —Claro, el veco no conocía la jerga nadsat, así que le aclaré:
—Con mis padres, en la vieja y querida casa de vecindad.
—Comprendo —dijo—. ¿Cuándo fue la última vez que te visitaron?
—Un mes —contesté— más o menos. Suspendieron un tiempo las visitas porque una ptitsa le pasó un poco de pólvora a un prestúpnico. y castigaron también a los inocentes, lo cual fue una jugada calosa. Así que desde hace un mes no tengo visitas.
—Comprendo —dijo el veco—. ¿Y saben tus padres de tu traslado y tu próxima libertad? —Ese slovo
libertad
tenía un svuco realmente hermoso.
—No —contesté, y luego—: Será toda una sorpresa para los dos, ¿verdad? Yo entro por la puerta y digo: «Aquí estoy, otra vez un veco libre». Sí, realmente joroschó.
—Bien —dijo el Encargado de Egresos—, lo dejaremos así. Lo importante es que tengas dónde vivir. Bueno, está también el problema del trabajo ¿no? —y me mostró una larga lista de empleos posibles, pero yo pensé que para eso había tiempo de sobra. Primero un lindo y malenco descanso. Podía buscarme una crastada apenas saliera y llenarme así los carmanos, pero tendría que hacerlo con mucho cuidado y completamente odinoco. Ya no confiaba en los supuestos drugos. Así que le dije a este veco que dejáramos estar un poco la cosa, y que ya volveríamos a goborarla. El veco dijo bien bien bien y se preparó para salir. Descubrí que era un tipo muy raro de veco, pues en ese momento soltó una risita y luego dijo: —¿Te gustaría darme un puñetazo en la cara, antes que me vaya? —Me pareció que yo no había slusado bien, y le pregunté:
—¿Qué?
—¿No te gustaría —aquí otra risita— darme un puñetazo en la cara? —Lo miré con el ceño fruncido, muy asombrado, y pregunté: