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Authors: Marcos Aguinis

La Matriz del Infierno (55 page)

BOOK: La Matriz del Infierno
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—Cada día es más dramático que el anterior —dijo Lichtenberg—. Ni siquiera sabemos cómo portarnos, qué hacer, por dónde suministrar ayuda. En Cáritas y en San Rafael nos sentimos desbordados.

Las miradas giraron hacia Leo Baeck, quien corrió su plato vacío hacia adelante.

—Todavía no matan judíos en la calle de manera frecuente, pero eso vendrá. Sufro al decirlo, debo decirlo. Lo que ahora se hace y lo que vienen haciendo desde antes de tomar el poder, sólo lleva a un lugar: el genocidio. La lógica existe; y las tendencias también —levantó su copa y bebió un sorbo de vino—. Debemos ser francos. Yo insisto en que es urgente la emigración de los judíos alemanes. Sus mil años de vida en este querido país han llegado a su fin. Así está hecho el mundo: todo llega a su fin.

—¡Pero no tenemos adónde dirigirnos! —exclamó un hombre con barbita, parecido a Baeck, pero más joven.

Los ojos húmedos del rabino descendieron hasta el blanco mantel.

—Es nuestro escollo, por cierto. El mundo revela hasta dónde llega su insensibilidad, su crueldad. Desde que Hitler asaltó la Cancillería hasta hoy, septiembre de 1938, los Estados Unidos sólo admitieron 27.000 judíos. ¿Qué les parece? ¡Una miseria! La burocracia americana está llena de hombres que salieron de country clubs y fraternidades universitarias donde no se admiten judíos. Fueron educados para ser antisemitas. Y no es mejor Gran Bretaña, donde el doctor Jaim Weizman presiona sin cesar. La semana pasada recibí otra de sus apesadumbradas cartas: no consigue que abran las puertas de Gran Bretaña y menos las de Palestina. Cuando, ardiendo de fastidio, Weizman le gritó a un ministro: “¡Y bien, entonces denuncie los malos tratos que en Alemania se cometen contra los judíos!”, le contestó sin inmutarse: “Tampoco es posible, porque no podemos interferir en los asuntos internos de otro país”.

—¿Y Francia? —señaló Lichtenberg—. En San Rafael muchos piden ir a Francia. Al fin de cuentas sólo es necesario cruzar la frontera, incluso a pie. Y podrían retornar enseguida, cuando cese el nazismo.

—¿Cuando cese el nazismo? Sobre eso, mi querido canónigo —Baeck le llenó la copa—, quiero desengañarlo: los nazis no cesarán sino después de una gran tragedia. Su veneno no se diluirá por arte de magia, sino mediante espantosas convulsiones. Pero usted se refería a Francia. Y bien; en la reunión oficial que hace unas semanas mantuvieron Ribbentropp y Georges Bonnet surgió el tema de los judíos. El ministro francés no se quejó por los malos tratos que nos infligen, sino por la corriente ilegal de judíos que cruza a su país y genera inconvenientes económicos. ¿Qué me dice? Los judíos que penetraron en Francia fueron objeto de una cacería y varios terminaron en Suiza, donde tampoco se les dio un tratamiento hospitalario. Miles fueron devueltos a Alemania, no es un secreto.

—La negativa del mundo a aceptar judíos es tan grande que ya produjo dos consecuencias vergonzosas —dijo el hombre parecido a Baeck—: por un lado el negocio del soborno y la estafa compartido por nazis y decenas de cónsules. Por otro el respaldo indirecto que reciben los nazis a su política.

—Esto es lo más triste —asintió Baeck—. Primero los nazis decretaron la persecución; luego agregaron la expulsión, etapa en la que estamos ahora y debemos aprovechar. Pronto vendrá la matanza.

—Pero usted no se va, doctor —lo interpeló una mujer—. Sabemos que ha recibido ofrecimientos.

—Es verdad. Pero abandonar a mis hermanos me hundiría en la desesperación. Saldré con el último judío. Tengo el sencillo deber de velar por ellos en la casa de la aflicción.

—También pidió que yo me quedase —denunció Perelstein.

—Comprendió mis razones —sonrió Baeck—. Perelstein es un experto en agricultura y entrena a miles de jóvenes en el único oficio que aceptan algunos países para dejarlos entrar. No obstante, saldrá antes que yo. Espero.

—Enseño agricultura en una institución dedicada a la formación de rabinos. —Perelstein se dirigió a Lichtenberg y a Edith con una mueca.

—La
Hochschule
enseña ahora de todo —intervino Cora—: decenas de profesores judíos expulsados de la Universidad hallan refugio y consuelo en ella.

—No podemos seguir llamándola
Hochschule
—lamentó el joven que estaba a la izquierda de Edith—. Los nazis decretaron cambiar su nombre por el de
Lehranstalt
a fin de rebajar su categoría.

—Es la obsesión de estos fanáticos, decididos a no dejar en pie ningún signo judío de valor —explicó Baeck—. Personalmente, no me molestaría que la llamasen colegio o escuela elemental o lo que fuera.

—¡Cuánta injusticia, Dios, cuánta injusticia! —balbuceó Lichtenberg mientras se acariciaba su fina nariz con los ojos cerrados.

Estalló un fuerte golpe, seguido por una insolente gritería. Cora y Perelstein se incorporaron de inmediato. El joven sentado a la izquierda de Edith hizo lo mismo con tanto susto que su silla cayó al suelo. Los golpes y las voces no podían ser otras que las de un pelotón de asalto.

Leo Baeck extendió ambas manos:

—Calma. Tardarán algunos minutos en llegar. Ustedes —señaló a Lichtenberg y Edith— escapen por la ventana de la cocina: el muro tiene suficientes hendiduras para que puedan bajar como si fuese una mala escalera; y después corran hasta su auto y evapórense. Usted, Perelstein, salga por la ventana del baño: da a un patio interior con una puertita que usa el jardinero y comunica con el edificio vecino; aparecerá en otra calle. El resto debe permanecer sentado: no podríamos huir todos.

—¿Por qué Perelstein?

—Por la misma razón por la cual no debe irse de Alemania: es demasiado valioso.

Lichtenberg empujó a Edith para que saliese primero. Apoyada en el alféizar, tanteaba con la punta del zapato las hendiduras del muro que daban al parque. Hasta ellos llegaba aún la asordinada voz de Leo Baeck tratando de contener el nerviosismo de sus comensales. Una violenta ola negra de uniformes penetró en la sala cuando Lichtenberg ya introducía sus manos y pies en los huecos del muro. Añosos árboles oscurecían la zona. Lichtenberg apretó los hombros de Edith para que se acuclillara entre los arbustos mientras recuperaban fuerzas. En lo alto seguían encendidas las luces del departamento de Baeck, pero se apagaban las de los vecinos: la irrupción de la patrulla aconsejaba irse a otro mundo.

Reptaron hacia el automóvil. No hablaban, no podían. En la garganta seca de Edith ahogaba la vergüenza del abandono, de la traición; ella huía mientras los demás iban a ser objeto de vaya a saber qué malos tratos. Lichtenberg abrió la puerta y estuvieron a punto de entrar cuando una voz estentórea les cortó la respiración.

—¡Alto!

Los rodeó un grupo de SS.

—¡Qué hacen aquí!


Heil Hitler!
—saludó Lichtenberg con el brazo en alto—. Salimos a tomar aire, deseábamos dar un paseo, señor...

—¡SS Rottenführer!

—Señor SS Rottenführer —repitió Lichtenberg.

—¡Sus documentos!

Lichtenberg entregó su cédula y Edith su pasaporte argentino. Una linterna iluminó las fotografías y luego los rostros. La operación se prolongaba: la luz de la linterna enfocaba los documentos y luego brincaba a los rostros, en especial las pupilas, con la intención de encandilar.

—¿Es usted cura? —preguntó el SS.

—Canónigo.

—No usa sotana.

—Circunstancialmente.

—Ha violado la ley.

—No violo la ley. No es obligatorio usar siempre sotana.

—Me refiero a algo peor.

—¿...?

—Estuvo en la casa de un judío. Y eso es violar la ley.

Lichtenberg ya tenía las conjuntivas rojas por la quemadura de la linterna y trató de mirar al nazi invisible.

—¡Yo no violo la ley! —repitió con las últimas reservas que le quedaban; no sabía qué argumentar.

—¿Qué hacía usted con un canónigo? —la voz se dirigió a Edith. Y lo hizo con tanta violencia que la obligó a retroceder un paso.

—Lo ayudo en el Centro Cultural y decidimos salir después de muchas horas de trabajo.

—¿Centro Cultural?

—San Agustín.

—¡Una organización de maricones!... —miró con desprecio al canónigo—. Usted váyase, y piense más en el Führer. Váyase, le he dicho.

Lichtenberg vacilaba.

—Pero ella, ella estaba conmigo —resistió.

—¡Fuera! —aulló el SS Rottenführer.

—Es, es la esposa de un diplo...

—¡Por favor! —lo interrumpió Edith; lo único que faltaba era complicar a Alberto.

—¿Esposa de quién? —preguntó el nazi levantándolo de las solapas.

—Esposa de un diplomático, es una señora casada.

—¿Y usted el asqueroso amante? ¡Ja, ja, ja! ¡Estos curas sí que son una mierda! ¿Así que sale de noche por los parques con mujeres casadas? ¿Pero no es judía, verdad? ¿Es usted judía, señora casada?

—Soy argentina.

Bajó la linterna al documento y de inmediato le apuntó la luz a los ojos.

—Me acompañará —sentenció.

Lichtenberg la tomó de la mano.

—No.

—¡Fuera de aquí! —rugió el SS Rottenführer mientras dos oficiales levantaban a Edith.

—Estaba conmigo, soy responsable de su seguridad, debo llevarla a su casa —imploró mientras estiraba sus dedos para retenerla—. Por favor, señor SS Rottenführer.

Le hicieron una zancadilla y cayó sobre el pavimento.

—¡Fuera! —repitió el jefe al sacerdote mientras empujaban a Edith hacia un auto militar que arrancó enseguida.

Lichtenberg corrió tras el vehículo en un absurdo intento de recuperación.

ALBERTO

Aún no era tarde y esperaba a Edith leyendo en el sillón hamaca de nuestro dormitorio.

Sonó el timbre. La forma de pegarse al botón me hizo pensar en la Gestapo. Sospeché lo peor y volé hacia la puerta. Cuando me asomé al recibidor, ya Brunilda había dejado pasar a un hombre que parecía tiritar dentro de su traje azul oscuro.

—¿Doctor Lamas Lynch?

—Sí, soy yo. ¿Qué se le ofrece?

—Perdóneme —no hablaba con claridad—. Soy el canónigo Lichtenberg, del Centro San Agustín. Edith...

Al instante comprendí todo. Corrí a vestirme y, ante su propuesta de seguirme con su viejo auto, lo introduje sin cortesía en el mío. En mi precipitación ahogué el motor y, transpirando, le hice preguntas para ordenar su relato. El canónigo no cesaba de culparse por haber permitido que se la llevasen; nunca se rescataba a nadie en la jungla de prisiones nazis.

—Ni siquiera su pasaporte diplomático alcanzará para abrirnos la debida puerta, doctor.

—¿Esos imbéciles no vieron que ella también tenía un pasaporte diplomático? —volví a estimular el arranque.

—Creo que sí; pero eran oficiales de baja graduación, unos analfabetos. Y Edith no quería complicarlo a usted.

—¿Complicarme? ¡Vaya tontería!

—Al jefe del grupo sólo le impactó que era una mujer casada paseando con un sacerdote. Y por eso la llevó, supongo. Tiene la mente podrida. ¿No deberíamos pasar a mi auto?

Arranqué al fin y disparé hacia Schoeneberg. Seguramente la habían encerrado en el cuartel más próximo al domicilio de Baeck. Por las calles circulaban pocos vehículos privados: casi todos eran de la policía. Cuando avisté las luces del cuartel con las esvásticas flameando y botas haciendo guardia en la puerta, mi pie aflojó el acelerador para no despertar sospechas por exceso de velocidad, pero no pude apretar el freno. Pasé de largo y doblé en la esquina. Lichtenberg me miró atónito. Le dije que no tenía sentido presentarnos de esa manera, como dos gallinas que ruegan la clemencia del zorro. Empeoraríamos su situación: no sabíamos si había confesado haber visitado a Baeck; tampoco sabíamos si había dicho que era medio judía.

—¿Entonces? —me miró angustiado.

Tomé otro rumbo y aumenté la velocidad. Su nombre había aparecido delante de mí como un chispazo. Era el único que conocía los vericuetos del albañal.

Le ordené levantarse. Se manifestó francamente disgustado, porque acababa de regresar de Viena, adonde lo había mandado Labougle para auditar lo que quedaba de nuestra embajada tras la anexión de Austria. Cuando le expliqué, maldijo por lo bajo la execrable ocurrencia de celebrar el
Shabat
en casa de un rabino.

—Su mujer es una imbécil, señor consejero —caminó nervioso alrededor de la mesita ratona.

—Le advertí lo mismo que usted. Pero ahora debemos salvarla. ¡Víctor: ayúdeme!

—Espere, espere —amplió su vuelta por el coqueto living enfundado en una larga bata de seda verde; tenía el pelo revuelto y la barba naciente, por lo que parecía notablemente envejecido. Dio un puñetazo sobre la palma y fue hacia el escritorio disimulado por un biombo japonés. Sacó libretas.

—¡French! —exclamé—. Por favor, no podemos demorar tanto. Vaya a vestirse, yo busco las direcciones que necesita.

—¿Vestirme? —su arrugada cara dibujó un enorme signo de interrogación—. ¿Para qué?

—Tenemos que buscar a Edith. Encontrarla. Sacarla.

—Yo no me visto, señor consejero. Ni salgo de aquí. No sea torpe —siguió buscando en sus libretas.

Miré a Lichtenberg en busca de ayuda, pero estaba más estupefacto que yo.

—Esos asuntos se arreglan desde aquí, amigo mío. Por teléfono. Y sólo por teléfono. Sin meter la nariz ni la pata. ¿Entiende? Siéntense. A los dos les digo. Y sírvanse una copa, allí están las botellas. Así me dejan trabajar tranquilo.

Al cabo de dos horas y media escuché la frenada de un vehículo ante la casa de Víctor French. Estuve a punto de salir corriendo a la calle, pero el dueño de casa me hundió en el sillón:

—Usted no se mueve; ni usted tampoco, padre.

Sonó el timbre. French alisó su bata y ordenó con los dedos su cabellera. Ensayó unos pasos tranquilos, elegantes, y fue a abrir.


Heil Hitler!
—rugió alguien.


Heil Hitler
—contestó French.

—¿Es usted el señor Víctor French, secretario de la Embajada argentina?

—Sí, señor oficial.

—Traigo a una señora, por órdenes superiores.

—Gracias, señor oficial.

Escuché el taconeo, puertas de auto que se abrían y cerraban. Enseguida entró Edith. Contraje mis puños para no correr a su encuentro hasta que Víctor cerrase. Entonces saltamos el uno hacia el otro y nos abrazamos conmocionados.

—¡Gracias, Dios mío! —Lichtenberg levantó sus palmas al cielo.

Víctor French examinó las botellas del bar y ninguna lo satisfizo.

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