La Matriz del Infierno (37 page)

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Authors: Marcos Aguinis

BOOK: La Matriz del Infierno
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—Que la acompañe un pariente del novio —y para que no lo creyese desprovisto de buena voluntad, agregó en tono amable—: ¿Qué ocurre a menudo con las huérfanas?

Gimena parpadeó.

—En este caso se trata justamente de una huérfana. El lugar de su padre puede ser ocupado por otra persona. ¡Y qué mejor, más jerarquizado, que un Lamas Lynch, o un Saavedra Lamas, o un Lynch Iraola!

Ella movió la cabeza.

—Me parece violento, padre —unió las manos en oración—. No quiero volver al pasado. Usted sabe cuánto dolor tuve y sigo teniendo. Acepto a Edith porque no hay más remedio, pero hubiera preferido a... ¡Dios mío! Usted sabe.

—Reflexione —y añadió en voz secreta—: Que la lleve al altar el doctor Ricardo Lamas Lynch.

—Sí, pero él...

—Será bueno para la novia, para Alberto y para toda la familia. Quedará en claro que esta muchacha es incorporada a los Lamas Lynch y no al revés.

—Es que Emilio no se lleva bien con su hermano.

—En estas circunstancias se deben olvidar los conflictos menores. Háblelo.

Gimena habló con Emilio, pero el resultado fue un desastre. Emilio reaccionó como una fiera.

—¿Otra ofensa contra Edith? ¿Otra más? ¿Así le daremos nuestra bienvenida?

Gimena cayó sobre una butaca y murmuró el Padrenuestro. Evocó el accidente en Los Cardos y se dijo “no es posible que el padre Ivancic esté equivocado. ¿A quién escuchar, por Dios?”

—Ya no sé qué hacer, Emilio. Quiero el bien de Alberto, de todos. Acepto el casamiento, renuncio a Mirta Noemí. Qué más.

—Convencer a ese párroco cabeza dura de que no es de cristianos su propuesta.

—Es muy terco: no aceptará de ninguna forma al tío de Edith.

—Tampoco yo aceptaré a Ricardo como padrino. Mi padre se revolcaría en su tumba.

—¿Entonces?

—¡Entonces, no! Edith será la esposa de Alberto y será nuestra hija. Por lo tanto, actuaré como un caballero; hablaré con quien corresponde.

—No entiendo.

—Sólo hay un hombre en su familia, uno solo, que la representa lealmente: su tío. Le diré la verdad, aunque le caiga encima como un carro de bosta.

—Por favor, no menciones al padre Ivancic.

—¿Por qué no? Deberá saberlo.

—Es mi confesor, le debo mucho.

Salomón Eisenbach palpó su pipa vacía en el bolsillo de la chaqueta, retorció las largas puntas de sus bigotes y golpeó la aldaba de bronce. Tomás le recibió el sombrero y lo guió por encerados mosaicos hasta el estudio. Emilio lo invitó a sentarse en el sofá de cuero negro. Ordenó café.

—¿O prefiere una bebida? —preguntó arrepentido.

—Está bien el café.

Primero tocaron un asunto fácil: Bariloche y la pampa húmeda. Dos regiones distantes y maravillosas, para colmo tan desconectadas. Emilio mencionó su actividad agropecuaria y Salomón su producción de dulces y trucha ahumada.

—Es casi un pecado —reconoció Emilio—, pero nunca fui al sur. La más austral de mis excursiones sólo llegó hasta Bahía Blanca.

—Pues queda formalmente invitado. Tenemos una casa modesta y confortable.

—Gracias —suspiró—. En cambio la mía es suntuosa, ¿no le parece?

—Ya lo creo.

—Se me ocurre que demasiado. Refleja un optimismo poco realista. Nuestro país, dentro de poco, no será el mismo.

—¿Por qué tan escéptico?

—Porque el mundo cambia. Ha cambiado, ya. Y contra estos cambios surgen tendencias regresivas en todas partes.

—El fascismo...

—El fascismo en Italia, el nazismo en Alemania, el nacionalismo católico en Francia y en Argentina, la impunidad en todas partes. ¡Vaya uno a saber qué sigue!

—Son costosas frenadas al progreso, pero el progreso continúa.

—Me gusta esa reflexión: “costosas frenadas”. ¿Cuánto significa el costo?

—Soy optimista por naturaleza. Creo que tarde o temprano, el mundo volverá al equilibrio.

—Pero ahora marchamos hacia el desequilibrio.

Ingresó una bandeja con pocillos de café fileteados en oro, una jarra con agua, copas redondas y una botella de coñac. Tomás la depositó sobre una mesita. Emilio revolvió el azúcar de su pocillo y propuso entrar en materia. Salomón se atragantó levemente.

—Ofrezco brindar la recepción del casamiento en esta casa; ¿le parece bien? Daré utilidad a tanto espacio. Caben más de doscientas personas distribuidas en cuatro salones. Además, disponemos de un amplio jardín donde también habrá mesas.

—No puedo sino agradecerle su generosidad.

—Nada que agradecer. Es el casamiento de mi único hijo.

Depositó el pocillo y exhibió la botella de coñac. Salomón asintió; el líquido fluyó hacia las copas. Emilio ofreció una a su huésped y abrigó la suya con ambas manos. Tenía que abordar el tema crítico: en la iglesia del Socorro habían puesto un obstáculo idiota —“también abunda la idiotez”— porque el párroco —“un individuo severo y antipático”— se resiste a que la novia sea acompañada por alguien ajeno al catolicismo.

—No me sorprende.

—A mí sí. Y me cayó muy mal. Pero... en fin. Yendo al punto: ¿estaría usted de acuerdo en que otra persona oficie de padrino? Dejaríamos la elección a su cargo.

Salomón miró los relieves del cielo raso beige.

—Lo lamento, pero no. Yo acompañaré a mi sobrina. Hace un año y medio que asesinaron a su padre.

—Estoy de acuerdo —bebió unas gotas—. Sólo quería escucharlo de su boca.

Salomón también bebió.

—Gracias. ¡Ah, qué rico es este coñac!

—Aclarado este punto, mi paso siguiente será discutirlo directamente con el obispo. Espero poder tomarme un desquite con este Torquemada de nuestro tiempo: doblegaré su imbecilidad.

—¿Confía en que el obispo cambiará de parecer?

—No, pero es más sutil. Lo conozco.

—Mire, aunque autorice que yo sea el padrino de la novia, no quiero el casamiento en esa iglesia.

Emilio acarició la punta de su barba.

—¿Por qué? Es la iglesia del Socorro, allí vamos...

—Por dignidad, simplemente —lo interrumpió—. Los judíos, pese a tantas humillaciones y calumnias, pese a bajar la cabeza durante siglos, conservamos porciones de dignidad que, a veces, como en este caso, se ponen de manifiesto. Extraño, ¿no?

—Diría lógico. No me resulta difícil entenderlo. ¿Qué me propone, entonces?

—Otro templo. No faltan en Buenos Aires.

Emilio lanzó una breve risita:

—Claro que no. Pero se repetirá el problema.

—En la iglesia de San Roque, por ejemplo, donde concurren muchos alemanes, han brindado apoyo espiritual a mi cuñada y celebraron misa por mi hermano. Supongo que no tendrán el coraje de formular objeciones.

Emilio quedó pensativo.

—No estoy seguro. De todas formas, sorprenderá y dolerá que el casamiento no se celebre en el Socorro. Y bueno, ¡que se jodan por porfiados!

Cósima se enteró por Salomón y no perdió tiempo. Fue a la sacristía y exigió a la nerviosa verruga del padre Antonio Ferlic que la ayudase. La Iglesia debía tener una respuesta para este dilema, así como la tuvo en Colonia, cuando se unió a Alexander. La verruga se paralizó y trató de ver claro. No era sencillo para quien no fuera experto en derecho canónigo. Ferlic garabateó círculos y luego apoyó los codos sobre la mesa.

—Cósima: ofrezco algo.

—Qué.

—Casarlos aquí.

Ella se paró.

—¡Es lo que esperaba! Con Salomón de padrino, ¿eh?

—Por supuesto. Edith no merece menos.

—Salomón no se persignará.

—Lo sé.

—La gente se dará cuenta.

—Permanecerá de pie durante la ceremonia, respetuosamente. Y no se le borrará la sonrisa durante todo el tiempo.

—¡Padre Antonio! —Cósima se inclinó para besarle la mano.

—¡No es para tanto! —también se incorporó—. Pero ahora necesito hacerle una pregunta a usted. ¿Estarán de acuerdo los Lamas Lynch? San Roque es una iglesia modesta.

Cósima contempló las paredes de la sacristía.

—La prefiero al boato del Socorro.

Esa misma tarde Alberto y Emilio fueron notificados y dieron su conformidad. Pero Emilio no se privó de denunciar ante el obispo al fanático de Gregorio Ivancic. Su enojo se remontaba a los desaforados ataques contra liberales y masones que escupía desde el púlpito.

—No olvide —recordó el obispo mientras acomodaba sobre su pecho una pesada cruz dorada— que los judíos niegan al Señor. Aunque San Pablo, es verdad, nos aconsejó tener paciencia: algún día vendrán hacia nosotros.

—Vendrán un poco maltrechos, monseñor.

—¡Suya y no nuestra es la responsabilidad!

En la casa de Alberto se desató una actividad furiosa; parecía el Teatro Colón en vísperas de un estreno. Circulaban operarios, ingresaban paquetes, volaban trapos, cepillos, baldes y esponjas. Manos expertas limpiaban los marfiles de las vitrinas, el mármol de los pedestales, la madera de las balaustradas y el bronce de los picaportes. Se planchaban y restauraban los manteles de encaje. La vajilla era contada por mucamas minuciosas que la redistribuían en otras cajas para su próxima instalación en las mesas. Se abrillantaron los floreros de plata y lavaron los de vidrio, porcelana y cristal. Se revisaron con hilo grueso y aguja firme los bordes de las alfombras en busca de ocultos desgarros mientras ojos inquisidores identificaban las manchas ocultas entre los dibujos. Fueron descolgados los cortinados de terciopelo, brocato y voile.

Los jardineros resembraron el césped, arreglaron los macizos de flores, enderezaron los rieles por donde trepaban las madreselvas y recortaron las puntas de los arbustos como si fuesen peluqueros. Dos pintores se ocuparon de blanquear la glorieta del patio. En torno al vasto jardín ahora lucían mejor los abetos, los alisos y los robles.

Gimena decidió enrollar la alfombra otomana del salón de recepción para que luciera el mármol de Paonazetto cuya nívea superficie era surcada por un delicado tejido de venas rosas; había sido traído de Italia en grandes bloques por el padre de Emilio cuando decidió construir esta casa. En cambio le dio pena remover las demás alfombras —ya revisadas, limpias— que almohadillaban cientos de metros cuadrados. Decidió que en la salita de estar forrada por la roja madera de Eslavonia se exhibiesen los regalos.

Lástima que Alberto no se casaba con Mirta Noemí. Parpadeó ante los tapices que colgaban sobre muros color crema; no había que tocarlos, apenas quitarles el polvo. Y se miró en un alto espejo veneciano: la impresionó su tez envejecida. No era la madre feliz a punto de celebrar el casamiento de su único hijo varón, sino el producto de una larga pena. Levantó el mechón encanecido que tendía a cubrirle un párpado, observó las arrugas que rodeaban los ojos y midió la piel que colgaba de su cuello. Se tuvo lástima. Tragó saliva y procuró recuperar su juventud estirándose el cutis. Sabía que era inútil y pecaminoso. Enderezó la espalda, crispó los puños y gritó a la mucama que trasponía el umbral:

—¡Manipule con más cuidado: son obras de arte!

El aturdimiento de los preparativos no disipó la inquietud.

El día de la boda Edith se levantó temprano, arrasada por pesadillas. No aceptó más desayuno que un vaso de agua y una taza de café.

Llegaron a su casa la maquilladora, la manicurista, la modista y dos expertas en tocados. Ninguna aceptó empezar su tarea si antes no se sometía a un relajante baño de sales que le quitase “el natural nerviosismo de las novias”.

—Sólo veinte minutos —la consoló Raquel.

Luego fue sentada ante un espejo y empezaron a zumbar peines, tijeras, alicates, pinzas y ruleros como abejas en torno al panal. Mientras avanzaban en su trabajo, le derramaron chorros de conversación para mantenerla distraída. A menudo le recomendaron que no se impacientara, total “trabajamos nosotras”. Pero ni los esfuerzos de Edith por permanecer inmóvil ni el afán de ellas por hacer una tarea excepcional consiguieron imponer la calma.

Un tema recurrente fue el de los regalos. Edith levantaba los hombros y las embellecedoras, entonces, revelaban cuán eficientes resultaban los correos secretos: sabían que Gimena había decidido presentar los regalos en la salita de madera roja y que la aldaba no cesaba de percutir con la llegada de nuevos paquetes; ya lucían juegos de porcelana, cubiertos de plata y de vermeil, cuadros al óleo, jarrones chinos, sábanas de seda, encajes belgas, candelabros de bronce y de cristal, mantelería bordada, finos artículos de escritorio, lámparas decoradas, floreros de Murano y arañas de Bohemia.

Cósima entraba y salía. No dejaba de ser increíble que después de perder a Alexander, su hija se casara con un hombre como Alberto. Algo le susurraba que era demasiado, quizás una coartada de Lucifer. En su mente seguía firme su condición de inmigrante y la impotencia que la abrumaba cuando empezaron las hostilidades antisemitas. Mónica, haciendo gala de buena percepción, había registrado las turbaciones de Cósima y empezó a visitarla en las últimas semanas. Pero ni siquiera Edith había advertido que en su madre había comenzado algo grave.

Cuando llegó la hora de partir hacia la iglesia, la modista fue atacada por el pánico. Alucinó que se aflojaban cinco costuras de la cola y estaban por caer los botones de las mangas. Recorrió minuciosamente las zonas de riesgo con la aguja en ristre mientras empezaba a lagrimear. A medida que probaba y reforzaba las costuras lanzaba suspiros de catástrofe. Luego se derrumbó sobre una silla y pidió té de tilo: aún debía acompañar a la novia hasta la iglesia y luego a la recepción. Verificó en los bolsillos de su delantal las almohadillas con agujas y los carreteles de hilo y dijo “ya estoy bien, vamos”. No estaba bien.

En el coche la esperaba su tío Salomón, apuesto como un noble prusiano.

—¡Qué elegancia! —exclamó Edith al verlo por primera vez con traje de etiqueta.

—¡Qué reina!

La iglesia de San Roque lucía como una fogata. Arañas y candelabros emitían un resplandor jubiloso. Mientras el órgano hacía sonar la marcha nupcial, Edith recorrió la nave apoyada en el brazo de Salomón. A los lados se extendían guirnaldas con hiedras, rosas y lirios. La cascada musical imponía sonrisas en los rostros más duros. Entre los bancos, de pie, se agolpaban los familiares y amigos, deseosos de contemplar a la novia y su albo estuche. Algunas mujeres comentaban el vaporoso encaje, la mantilla bordada en los conventos de Brujas, los guantes de raso y el bouquet de azahares. María Eugenia admiró la prudencia del maquillaje, María Elena rogaba atrapar el ramo de azahares durante la fiesta y Mónica guiñó con picardía.

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