«En un segundo va a ponerme en ridículo y me van a echar de la mesa, prometiéndome una azotaina», pensó Angélica, que se sentía cercada. Se inclino un poco y miró hacia la cabecera de la mesa
—Me han dicho que el señor Exili era el más entendido en cuestión de venenos
Aquella nueva piedra en la ciénaga se propago en ondas violentas. Hubo un murmullo de espanto
—¡Oh, esta chiquilla esta endemoniada! —exclamo la señora Du Plessis, mordiendo con rabia su pañuelo de encaje— Es la segunda vez que me cubre de vergüenza Se esta ahí inmóvil como una muñeca con ojos de vidrio, y de pronto abre la boca y dice cosas terribles
—¿Terribles? ¿Por qué terribles? —dijo suavemente el príncipe, que no apartaba los ojos de Angélica— Lo serían si fuesen verdaderas. Pero son divagaciones de chiquilla que no sabe callarse
—Me callaré cuando me plazca —dijo Angélica
—¿Y cuando os placerá, señorita?
—Cuando dejéis de insultar a mi padre y le hayáis concedido los pobres favores que pide.
El rostro del señor Condé se oscureció bruscamente. El escándalo había llegado al colmo. Los invitados del fondo de la galería se subían a las sillas.
—La peste… la peste… —murmuró el príncipe, ahogándose. Púsose de pie bruscamente, con el brazo extendido como si lanzase sus tropas al asalto de las trincheras españolas—. Seguidme —rugió.
«Me va a matar», se dijo Angélica, y el aspecto de aquel gran señor la hizo estremecerse de miedo y de placer. Sin embargo, siguió detrás de aquel gran pájaro lleno de cintas. Observó que llevaba sobre las rodillas grandes volantes de encaje almidonado, y sobre las trusas, una especie de falda corta adornada de infinitos galones. Nunca había visto un hombre vestido de modo tan extravagante. A pesar de lo cual admiraba su apostura, el modo con que apoyaba en el suelo sus altos tacones.
—Ya estamos solos —dijo de pronto y con suavidad Condé, volviéndose hacia ella—. Señorita, no quiero enojarme con vos, pero es menester que respondáis a todas mis preguntas.
La voz almibarada asustó a Angélica más que los estallidos de ira que esperaba. Se vio en un gabinete desierto, sola con aquel hombre poderoso cuyas intrigas venía a trastornar, y comprendió que acababa de enredarse y perderse en ellas como en una tela de araña. Retrocedió, balbució, fingió ser una campesina necia.
—No pensaba decir nada malo.
—¿Por qué habéis inventado semejante insulto en la mesa de un tío vuestro al que respetáis?
Comprendió lo que quería hacerle confesar, vaciló, pesó el pro y el contra. Dado lo que sabía, no habría de creer en una protesta de ignorancia total.
—No he inventado… He repetido cosas que me han dicho —murmuró—. Que el señor Exili es hombre muy hábil en hacer venenos… Lo del rey lo he inventado. No hubiera debido.
Estaba encolerizada. Jugaba torpemente con el cabo de su cinturón.
—¿Quién os lo ha dicho?
La imaginación de Angélica trabajaba activamente.
—Un… un paje. No sé cómo se llama.
—¿Podrías señalármelo?
—Sí.
La llevó a la entrada de los salones. Angélica le señaló el paje que se había burlado de ella.
—¡Malditos críos que escuchan detrás de las puertas! —gruñó el príncipe—. ¿Cómo os llamáis, señorita?
—Angélica de Sancé.
—Escuchad, señorita de Sancé. No es bueno repetir a tontas y a locas palabras que una niña de vuestra edad no puede comprender. Eso puede perjudicaros, a vos y a vuestra familia. Por esta vez consiento en olvidar el incidente. Examinaré el caso de vuestro padre y veré si puedo hacer algo por él. Pero ¿qué garantía tendré de vuestro silencio?
Levantó hacia él sus ojos verdes.
—Sé tan bien callarme cuando he obtenido lo que deseo como hablar cuando me insultan.
—¡Por el diablo, cuando seáis mujer, preveo que habrá hombres que se ahorquen por haberos encontrado! —dijo el príncipe.
Pero una vaga sonrisa flotaba en su rostro. No parecía sospechar que ella pudiese saber más de lo que le había dicho. Impulsivo y, por otra parte, aturdido, Condé carecía de psicología. Pasada la agitación primera, decidió que no había en todo ello más que chismes de corredor. Como hombre acostumbrado a la adulación y sensible a todos los hechizos femeniles, la emoción de aquella adolescente que mostraba ya notable hermosura ayudaba a apaciguar su cólera. Angélica se esforzaba por elevar hacia él una mirada de admiración ingenua.
—Quisiera preguntaros una cosa —dijo, acentuando aún más su candidez.
—¿Qué?
—¿Por qué lleváis ese faldellín?
—¿Faldellín…? Pero, niña, se trata de una «
rhingrave
». ¿No es, por otra parte, de extremada elegancia? La «
rhingrave
» disimula los trusas desagradables, que no sientan bien más que a los jinetes. Se la puede adornar con cintas y galones. Es muy cómoda. ¿Nunca la habíais visto en vuestras tierras?
—No. ¿Y esos volantes grandes que lleváis en las rodillas?
—Son «cañones». Favorecen la pantorrilla, que surge bajo ellos fina y torneada.
—Es verdad —aprobó Angélica—. Todo eso es maravilloso. ¡Jamás he visto traje tan lindo!
—¡Ah! Hablad de trapos a las mujeres y calmaréis a las más peligrosas —dijo el príncipe, encantado de su éxito—. Pero debo volver al comedor. ¿Me prometéis ser buena?
—Sí, monseñor —dijo con sonrisa mimosa que descubría sus dientecillos nacarados.
El príncipe de Condé volvió a los salones, apaciguando a todos con gesto y ademanes.
—Comed, comed, amigos. No tiene la menor importancia. La chiquilla insolente va a pedir disculpas.
Por propio impulso, Angélica se inclinaba ante la señora Du Plessis.
—Os presento mis excusas, señora, y os pido autorización para irme.
Hizo reír un poco el ademán de la señora Du Plessis, que, incapaz de hablar, señaló la puerta. Pero, delante de la puerta, se formaba otro grupo.
—Mi hija, ¿dónde está mi hija? —reclamaba el barón Armando.
—El señor barón pregunta por su hija —gritó un lacayo en son de guasa.
Entre los elegantes invitados y los lacayos de librea, el pobre hidalgo parecía un moscardón grueso y prisionero. Angélica echó a correr hacia él.
—Angélica —dijo suspirando—, me vuelves loco. Hace tres horas que te estoy buscando en la oscuridad de la noche, entre Sancé, el pabellón de Molines y el Plessis. ¡Qué día, hija mía! ¡Qué día!
—¡Vámonos, padre, vámonos a toda prisa, te lo ruego!
Estaban ya en el pórtico, cuando la voz del marqués Du Plessis los detuvo.
—Un instante, primo mío. El señor príncipe desearía hablar con vos un minuto… Es a propósito de los derechos de aduana de que me habéis hablado…
El resto se perdió cuando los dos hombres volvieron a entrar en la casa.
Angélica se sentó en el último escalón del pórtico y esperó a su padre. De pronto le pareció que se había quedado enteramente vacía de todo pensamiento, de toda voluntad. Un cachorrillo blanco vino a olisquearla. Lo acarició maquinalmente.
Cuando el señor de Sancé reapareció, tomó a su hija por la muñeca.
—Temía que hubieras vuelto a escaparte. Verdaderamente, tienes el demonio en el cuerpo. El señor de Condé me ha hecho de ti elogios tan extraños que no sabía si debiera disculparme de haberte traído al mundo.
Un poco más tarde, cuando sus caballos marchaban al paso en las tinieblas, el señor de Sancé volvió a hablar:
—No entiendo a estas gentes. Me escuchan y se ríen de mí. El marqués, con números en la mano, me expone hasta qué punto su situación pecuniaria es más precaria que la mía. Me dejan marchar sin ofrecerme siquiera un vaso de vino para enjuagarme el gaznate, y después, de repente, me salen a buscar a toda prisa y me prometen todo lo que quiero. Según monseñor, la exención de mis derechos de aduana me la concederán dentro del mes próximo.
—Tanto mejor, padre —dijo Angélica.
Escuchaba, surgiendo de la noche, el canto nocturno de las ranas que indicaba la proximidad de la ciénaga y del viejo castillo fortificado, y de pronto le entraron deseos de llorar.
—¿Crees que la señora Du Plessis te tomará como doncella de honor? —preguntó el barón.
—¡Oh, no creo! —respondió suavemente Angélica.
Del viaje a Poitiers, Angélica no conservó más que un recuerdo realmente desagradable. Habían arreglado para la ocasión una viejísima carroza en la cual tomó asiento con Hortensia y Madelón. Un mozo conducía las mulas de tiro, y Raimundo y Gontran montaban sendos caballos de buena raza que su padre les había regalado. Decían que los jesuitas tenían en sus colegios cuadras reservadas para las cabalgaduras de los jóvenes nobles.
Dos pesados caballos de carga completaban la caravana. En uno cabalgaba el viejo Guillermo, encargado de escoltar a sus jóvenes amos. Circulaban por la comarca demasiadas malas noticias de agitaciones y guerras. Se decía que el señor de la Rochefoucauld estaba sublevando el Poitou por cuenta del príncipe de Condé. Reclutaba ejércitos y se llevaba parte de las cosechas para alimentarlos. Quien dice ejército dice hambre y pobreza, y vagabundos en las encrucijadas de los caminos.
Allí estaba, pues, el viejo Guillermo con su pica apoyada en el estribo y su vieja espada al cinto.
A pesar de todo, fue un viaje tranquilo. Al atravesar un bosque vieron algunas siluetas sospechosas que se dispersaron entre los árboles. Sin duda la pica del viejo mercenario, a menos que fuese la pobreza de la caravana, desanimó a los bandidos.
Pasaron la noche en una posada, en una encrucijada siniestra donde no se oía más que el silbar del viento entre las ramas desnudas del bosque. El posadero se dignó servir a los huéspedes un agua clara bautizada con el nombre de caldo y un poco de queso que comieron a la luz de una menguada vela de sebo.
—Todos los posaderos son cómplices de los bandidos —explicó Raimundo a sus aterrorizadas hermanas—. En las posadas de los caminos es donde se cometen más asesinatos. En nuestro último viaje dormimos en una donde un mes antes habían degollado a un rico hacendado que no había hecho más daño que viajar solo. —Lamentó haberse entregado a reflexiones demasiado profanas y añadió—: Esos crímenes cometidos por hombres del pueblo son la consecuencia de los desórdenes de aquellos que ocupan altos puestos. Todo el mundo ha perdido el temor de Dios.
Aún tuvieron una jornada de camino. Sacudidas como sacos arrastrados por caminos helados y llenos de huellas y baches, las tres hermanas estaban deshechas. Sólo muy rara vez encontraban tramos de la vía romana con sus grandes losas antiguas y regulares. Lo corriente eran caminos de tierra arcillosa destrozados por el paso incesante de jinetes y carrozas. A la entrada de los puentes se detenían a veces horas enteras hasta quedarse helados, porque el encargado de cobrar los derechos de peaje era generalmente un funcionario poco diligente y muy charlatán que aprovechaba el paso de cada viajero para disfrutar un ratito de conversación. Sólo pasaban sin detenerse los grandes señores que con mano desdeñosa arrojaban por la portezuela una bolsa a los pies del empleado.
Madelón lloraba de frío y se apretaba contra Angélica. Hortensia, con ademán altivo, decía:
—¡Es inadmisible!
Estaban las tres rendidas, y no pudieron menos de lanzar un suspiro de alivio cuando al atardecer del segundo día, apareció Poitiers, con sus tejados de color de rosa marchito, en la pendiente de una colina rodeada por un río risueño: el Clain.
Era un día de verdadero invierno. Hubieran podido creer que estaban en un paisaje del Mediodía, del cual, por otra parte, Poitiers es el umbral, tal suavidad ostentaba el cielo sobre los tejados. Las campanas se respondían unas a otras tocando el ángelus.
Aquellas campanas, de allí en adelante, iban a reglamentar las horas de Angélica durante casi cinco años. Poitiers era una ciudad de iglesias, de conventos y de colegios. Las campanas regulaban la vida de aquel pueblo de sotanas, de aquel ejército de estudiantes tan alborotadores como silenciosos eran sus maestros. Sacerdotes y bachilleres se tropezaban en las esquinas de las calles en cuesta, a la sombra de los patios, en las plazas, en las calles, que, escalón tras escalón, ofrecían sus descansillos a los peregrinos de la ciudad.
Los herederos de Sancé se separaron ante la catedral. El convento de las ursulinas quedaba un poco a la izquierda, sobre el Clain. El colegio de los padres jesuitas estaba en lo más alto. Con la timidez de la adolescencia, se separaron sin pronunciar casi una palabra; únicamente Madelón, llorando, abrazó a sus hermanos.
Así, las puertas del convento se cerraron tras Angélica.
Tardó mucho en comprender que la sensación de ahogo que la oprimía procedía de aquella ruptura con el espacio. Muros y siempre muros; rejas en todas las ventanas. Sus compañeras no le parecieron simpáticas. Siempre había jugado con muchachos campesinos que la admiraban y la seguían. Y ahora aquí, entre señoritas de alto linaje y fortuna sólida, el puesto de Angélica de Sancé no podía estar sino entre las últimas filas.
También fue necesario someterse a la tortura del rígido corsé emballenado y estrechamente ajustado que, obligando a las muchachas a estar siempre derechas, les daba para toda la vida, fuesen las que fueran las circunstancias, apostura de reinas desdeñosas. Angélica, robusta y flexible, graciosa por instinto, hubiera podido prescindir de tal tormento. Pero se trataba de una institución que iba mucho más allá del marco conventual. Oyendo hablar a las mayores, no pudo caberle duda de que el corsé ocupaba un gran lugar en todo lo referente a la moda. Lo mismo sucedía con la «
busquiére
», especie de plastrón o pechera en forma de pico de pato que se mantenía rígido gracias a un cartón fuerte o a laminillas de hierro y que se bordaba y adornaba con lazos y joyas. Naturalmente, las mayores se comunicaban tales detalles en secreto, aunque el convento estuviese especialmente encargado de preparar a las jóvenes para el matrimonio y la vida mundana.
Había que aprender a bailar, a saludar, a tañer el laúd, a tocar el clavecín, a sostener con dos o tres compañeras conversaciones sobre un asunto determinado, y hasta a manejar el abanico y ponerse colorete. También se daba importancia a los quehaceres de la casa. En previsión de los reveses que el cielo podía enviar, las alumnas debían aprender hasta las ocupaciones más humildes. Por turno trabajaban en las cocinas y en los lavaderos, encendían y cuidaban las lámparas, barrían y fregaban los suelos embaldosados. Por último se les daban algunos rudimentos de conocimientos intelectuales: historia y geografía, secamente expuestas, mitología, matemáticas, teología, latín. Se dedicaba mucho tiempo a los ejercicios de estilo, ya que el arte epistolar es esencialmente femenino y el cambio de cartas entre amigos y amantes representaba una de las ocupaciones vitales de una dama mundana.