La Marquesa De Los Ángeles (19 page)

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Authors: Anne Golon

Tags: #Histórica

BOOK: La Marquesa De Los Ángeles
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Sin ser alumna indócil, Angélica no dio grandes satisfacciones a sus profesoras. Ejecutaba lo que le mandaban, pero parecía no comprender por qué la obligaban a hacer tantas cosas estúpidas. A veces, a la hora de las lecciones, la buscaban en vano, para encontrarla, por fin, en la huerta, que era como un gran jardín suspendido entre callejuelas tibias y poco frecuentadas. A los reproches más severos respondía siempre que no se daba cuenta de haber hecho nada malo mirando crecer las coles.

El verano siguiente hubo en la ciudad una epidemia bastante grave que llamaron peste porque muchas ratas salían de sus guaridas para morir en las calles y en las casas. La Fronda de los príncipes, dirigida por los señores de Condé y Turena, traía la miseria y el hambre a aquellas regiones del Oeste hasta entonces no alcanzadas por las guerras extranjeras. Ya no se sabía quién estaba por el rey ni quién en contra. Los campesinos cuyas aldeas habían sido quemadas refluían hacia las ciudades y formaban un ejército de miserables que se dejaban caer ante las puertas de los ricos, alargando la mano. Pronto hubo más mendigos que abates y estudiantes.

Las pensionistas de las ursulinas daban limosna a ciertas horas a los pobres que acudían a las puertas del convento. Se les enseñó que esto entraba también en sus atribuciones de futuras grandes damas perfectas.

Por primera vez Angélica vio ante sí la miseria sin remedio, la miseria andrajosa, la verdadera miseria con ojos desesperados y miradas de odio. No se conmovió ni se trastornó como algunas de sus compañeras que lloraban y retorcían los labios de asco. Le pareció reconocer una imagen impresa en su interior desde siempre, como el presentimiento de que algo le reservaba un extraño destino.

Había sido cosa fácil que la peste estallara y se desarrollara entre aquellas heces que llenaban las callejuelas en cuesta, en un mes de julio ardoroso que había secado todas las fuentes.

Hubo varios casos entre las alumnas. Una mañana, en el patio de recreo, Angélica no vio a Madelón. Preguntó por ella, y le dijeron que estaba enferma y la habían llevado a la enfermería. Madelón murió pocos días después. Ante el cuerpecillo lívido y como desecado, Angélica no lloró. Hasta sintió rencor por Hortensia y por sus lágrimas espectaculares. ¿Por qué lloraba aquella grandota de diecisiete años? Nunca había querido a Madelón. Sólo a sí misma se quería.

—¡Ay, mis pequeñas queridas —les dijo suavemente una anciana religiosa—, es la ley de Dios! Muchos niños mueren. Me dicen que vuestra madre ha tenido diez hijos y no había perdido más que uno. Con ésta serán dos. No es mucho. Conozco a una señora que ha tenido quince hijos y ha perdido siete. Ya lo veis, es así. Dios da los hijos, Dios se los lleva. Hay muchos niños que mueren. ¡Es la ley de Dios!

Después de la muerte de Madelón se acentuó la hosquedad de Angélica, que llegó a ser hasta indisciplinada. No hacía sino lo que se le antojaba. Desaparecía durante horas enteras en rincones ignorados de la grandísima casa. Le habían prohibido estar en el jardín y la huerta. Sin embargo, encontraba medios de ir. Pensaron en despedirla, pero el barón de Sancé pagaba regularmente la pensión de sus dos hijas, a pesar de las dificultades que le causaba la guerra civil, y muchas pensionistas no hacían lo mismo. Además, Hortensia prometía llegar a ser una de las jóvenes más adelantadas de su promoción. Por consideración a la mayor, conservaron a la pequeña, pero renunciaron a ocuparse de ella.

Así, un día de enero de 1652, Angélica, que acababa de cumplir quince años, se hallaba una vez más posada como un pájaro en lo alto del muro de la huerta, divirtiéndose en contemplar las idas y venidas de los transeúntes y calentándose al tibio sol de invierno.

En aquellos primeros días del año había gran animación en Poitiers, porque el rey, la reina y sus partidarios acababan de instalarse en la ciudad. ¡Pobre reina, pobre reyecito, zarandeados de rebelión en rebelión! Habían ido antes a Guyenne para combatir al señor de Condé. A su vuelta se detuvieron en el Poitou con intento de negociar con el señor de Turena, que tenía en sus manos aquella provincia, desde Fontenay-le-Comte hasta el océano. Chátellerault y Lucon, antiguas plazas fuertes protestantes, se habían puesto de parte del general hugonote, pero Poitiers, que no olvidaba que cien años antes sus iglesias habían sido saqueadas y su alcalde ahorcado por los herejes, había abierto sus puertas al monarca.

Hoy no se veían junto al rey adolescente más que las sayas negras de la Española. El pueblo, la Francia entera, había gritado tanto: «¡No queremos a Mazarino, no queremos a Mazarino!», que el hombre del ropón rojo había terminado por inclinarse. Había dejado a la reina, aunque la amaba, y se había refugiado en Alemania. Pero su marcha no bastaba para aplacar las pasiones…

Apoyada en el muro del convento, Angélica escuchaba el murmullo de la ciudad agitada, la excitación de cuyas gentes repercutía hasta en aquel barrio alejado.

Las blasfemias de los cocheros cuyas carrozas se atascaban en las tortuosas callejuelas se mezclaban con las risas y el griterío de los pajes y sirvientas y con los relinchos de los caballos. El repique de las campanas volaba sobre el barullo. Angélica reconocía ya todos los carillones: el de San Hilario, el de Santa Radegunda, el bordón de Nuestra Señora la Mayor, las graves campanas de la Torre de San Porchaire.

De pronto, al pie del muro, llegó una farándula de pajes que pasaron como una bandada de pájaros exóticos, con sus ropas de raso y seda… Uno de ellos se detuvo para atarse el lazo del zapato. Al enderezarse, levantó la cabeza y encontró la mirada de Angélica, que lo contemplaba desde lo alto del paredón.

—¡Salud, señoritina! No parecéis muy divertida en esas alturas.

Parecíase a los pajes que había visto en el Plessis y llevaba, como ellos, el pantaloncito ahuecado, la trusa a la moda del siglo XVI, que le hacía destacar sus larguísimas piernas de zancudo. Fuera de eso, era simpático, con cara sonriente tostada por el sol y hermoso cabello castaño rizado.

Le preguntó su edad. El respondió riendo que tenía dieciséis años.

—Pero no os inquietéis, señorita —añadió—. Sé hacer la corte a las damas.

Le dirigía miradas cariñosas y de pronto alargó los brazos hacia ella.

—¡Venid conmigo!

Una agradable sensación invadió a Angélica. La prisión gris y triste donde se marchitaba su corazón pareció abrirse para ella. Aquella alegre risa que subía hacia ella le prometía un no sabía qué de suave y sabroso de lo cual tenía hambre, como después de los grandes ayunos de cuaresma.

—Venid —insistía él quedito—. Si queréis, os llevaré hasta la villa de los duques de Aquitania, donde se ha alojado la Corte, y os mostraré al rey.

No vaciló sino un poquito, y se arregló la manta de lana negra con capucha.

—¡Cuidado, que voy a saltar! —gritó.

El paje la recibió casi en los brazos. Se echaron a reír. Rápidamente la tomó por el talle y se la llevó.

—¿Qué van a decir las monjitas de vuestro convento?

—Están acostumbradas a mis caprichos.

—¿Y cómo os vais a arreglar para volver a entrar?

—Llamaré a la puerta y pediré limosna.

El paje soltó la carcajada.

Angélica se sentía embriagada por el torbellino de que se encontró rodeada de pronto. Entre señores y damas con hermosos atavíos que maravillaban a los provincianos pasaban mercaderes. El paje compró a uno de ellos dos varitas en las cuales estaban ensartadas ancas de rana fritas. Como había vivido siempre en París, le parecía muy cómico aquel manjar. Los dos comieron con buen apetito. El paje contó que se llamaba Enrique de Roguier y que estaba al servicio del rey. Este, alegre compañero, a veces dejaba plantados a los graves señores de su Consejo para ir a rascar un poco la guitarra con sus amigos. Las encantadoras muñecas italianas, sobrinas del cardenal Mazarino, seguían en la Corte, a pesar de la marcha forzada de su tío.

Charlando, charlando, el muchacho conducía insidiosamente a Angélica hacia barrios menos animados. Ella se dio cuenta, pero no dijo nada. Su cuerpo, súbitamente despierto, esperaba algo que prometía la mano del paje estrechándole el talle.

Este se detuvo, la empujó vivamente al hueco de una puerta. Y empezó a besarla rápidamente. Decía cosas triviales y divertidas.

—Eres bonita… tienes las mejillas como flores del campo, y los ojos verdes como las ranas… de tu tierra… Me gustas, amiga…

Le dejaba divagar, acariciarla. Echó un poco la cabeza hacia atrás, apoyándola en la piedra cubierta de musgo, y sus ojos miraron maquinalmente al cielo azul por encima de un muro festoneado.

Ahora el paje callaba. Su respiración se aceleraba. Se inquietó y miró en torno con fastidio. La calle estaba bastante tranquila. Sin embargo, algunas gentes iban y venían. Hasta pasó una cabalgata de estudiantes que gritaron: «¡Uh!, ¡uh!», al divisar a la pareja en la sombra del muro. Entonces el muchacho retrocedió y dio unas pataditas en el suelo.

—¡Ay, qué rabia! Las casas están llenas hasta los topes en esta condenada ciudad provinciana. ¿Dónde podremos estar un poco tranquilos?

—Estamos bien aquí —murmuró ella.

Pero él no parecía satisfecho. Lanzó una mirada a la escarcela que llevaba al cinto, y su rostro se iluminó.

—Ven. Se me ocurre una idea. Vamos a encontrar un sitio a nuestra medida.

La tomó de la mano y la llevó corriendo por las calles. Llegaron a la plaza de Nuestra Señora la Mayor. Aunque ya llevaba dos años en Poitiers, Angélica no conocía nada de la ciudad. Contempló con admiración la fachada de la iglesia, trabajada como un cofrecillo indio y flanqueada de torreones en forma de pinas. Se hubiera dicho que hasta la piedra había florecido bajo el cincel mágico de los escultores.

Enrique dijo entonces a su compañera que se quedase en el pórtico y le esperase. Volvió a poco, muy contento, con una llave en la mano.

—El sacristán me ha alquilado el pulpito por un ratito.

—¿El pulpito? —dijo Angélica estupefacta.

—¡Bah! No es la primera vez que hace ese favor a los pobres enamorados.

La había vuelto a sujetar por el talle y bajaba los escalones que conducían al santuario, cuyo pavimento se había hundido un tanto. Angélica se sobrecogió en las tinieblas y el frescor de las bóvedas. Las iglesias del Poitou son las más sombrías de Francia. Edificios sólidos, plantados sobre enormes pilares, ocultan en su sombra antiguas decoraciones murales cuyos colores vivos van apareciendo poco a poco ante los ojos sorprendidos. Los dos adolescentes avanzaban en silencio.

—Tengo frío —murmuró Angélica envolviéndose en la capa.

El paje le pasó un brazo protector por encima de los hombros, pero su exaltación había cedido y parecía intimidado. Abrió la primera puerta del pulpito monumental, después subió los escalones y entró en la rotonda reservada al predicador. Maquinalmente, Angélica le siguió.

Sentáronse ambos en el suelo de tablas, cubierto por una alfombra de terciopelo. Aquella iglesia, aquella oscuridad profunda que olía a incienso, parecían haber calmado el atrevimiento del mozo. Volvió a poner el brazo sobre los hombros de Angélica y la besó suavemente en la sien.

—¡Qué hermosa eres, amiga mía! —suspiró—. ¡Y cuánto te prefiero a todas esas grandes damas que me acarician y se burlan de mí! No siempre me agrada, pero tengo que complacerlas… Si supieras… —Volvió a suspirar. Su rostro había recobrado su verdadero aire de jovencito—. Voy a enseñarte algo hermoso, excepcional —dijo mientras hurgaba en su escarcela.

Sacó de ella un cuadrado de lienzo blanco adornado en el borde con un encajito y no muy limpio.

—¿Un pañuelo? —dijo Angélica.

—Sí. El pañuelo del rey. Lo dejó caer esta mañana. Lo recogí y lo guardé como talismán. —La miró largamente, soñador—. ¿Te lo doy en prenda de amor?

—¡Oh, sí! —dijo Angélica alargando vivamente la mano.

El brazo tropezó con la balaustrada de sólida madera, y el golpe produjo un eco enorme bajo las bóvedas. Se quedaron inmóviles, un tanto atemorizados.

—Creo que viene alguien —murmuró Angélica.

El muchacho confesó en tono de desconsuelo:

—Olvidé cerrar la puerta al pie de la escalera.

Se callaron, atentos a los pasos que se acercaban. Alguien subió los escalones de su refugio, y la cabeza de un sacerdote anciano, cubierta con el solideo negro, apareció por encima de ellos.

—¿Qué hacéis ahí, niños? —preguntó.

El paje tenía ya preparado su cuento.

—Quise ver a mi hermana que está en un convento de Poitiers, pero no sabía dónde encontrarme con ella. Nuestros padres…

—No hables tan fuerte en la casa de Dios —dijo el sacerdote—. Levántate, y tu hermana también, y seguidme.

Los llevó a la sacristía, y él se sentó en un taburete. Después, con las manos apoyadas en las rodillas, miró a uno y después al otro. Los cabellos blancos, saliendo por debajo del solideo, aureolaban un rostro que, a pesar de su ancianidad, conservaba fuertes rasgos campesinos. Tenía la nariz gruesa y los ojillos vivos y penetrantes, y usaba corta barbilla blanca. Enrique de Roguier pareció de pronto asustado y se calló con una confusión que no era fingida.

—¿Es tu amante? —preguntó secamente el sacerdote a Angélica, designando con un movimiento del mentón al mozo.

El rubor invadió el rostro de la adolescente, y el paje exclamó viva y francamente:

—Señor, yo lo hubiera deseado, pero ella no es de esa especie.

—Más vale así, hija mía. Si tuvieses un hermoso collar de perlas, ¿te divertirías en tirarlas al corral lleno de estiércol donde los puercos hozan con sus asquerosos hocicos? ¿Lo harías?

—No. No lo haría.

—No hay que echar perlas a los cerdos. No debes malgastar ese tesoro de tu virginidad, que debe reservarse para el matrimonio. Y tú, chiquillo grosero —continuó suavemente volviéndose al muchacho—, ¿dónde se te ha ocurrido la idea sacrílega de traer a tu amiga al pulpito de la iglesia para retozar con ella?

—¿Adónde iba a llevarla? —protestó el paje con mal humor—. No se puede hablar tranquilamente en las calles de esta ciudad, estrechas como alacenas. Sabía que el sacristán de Nuestra Señora la Mayor suele alquilar el pulpito y los confesonarios para que pueda uno murmurar algún secreto fuera del alcance de oídos indiscretos. En estas ciudades de provincias, vos lo sabéis, señor Vicente, hay muchas damitas severamente guardadas por un padre gruñón y una madre salvaje, que nunca tendrían ocasión de escuchar una palabra dulce si…

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