La Marquesa De Los Ángeles (21 page)

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Authors: Anne Golon

Tags: #Histórica

BOOK: La Marquesa De Los Ángeles
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—Si el tal Molines os propuso ese negocio, es porque salía ganando. No es hombre capaz de hacer regalos. Pero tiene cierta rectitud, y si os deja esas cuarenta mil libras, es que estima que el trabajo que os habéis tomado y los servicios que le habéis hecho las valen de sobra.

—Es cierto —respondió el barón— que, bien o mal, nuestro pequeño comercio de mulos y de plomo con España, exento de impuesto hasta el océano, marcha. En los años sin saqueos, vendiendo el resto de la producción al Estado, se cubren gastos… Es verdad. —Lanzó a Angélica una mirada perpleja—. Pero ¡con qué claridad me hablas, hija! Me pregunto si tal lenguaje, práctico y hasta crudo, sienta bien a una joven que acaba de salir del convento.

Angélica se echó a reír.

—Parece que en París las mujeres son las que lo dirigen todo: la política, la religión, las letras, hasta las ciencias. Las llaman «las preciosas». Se reúnen todos los días en casa de una de ellas con los hombres de ingenio, con los sabios. La dueña de la casa está tendida en su lecho; los invitados se amontonan en la «
ruelle
»
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de la alcoba, y allí discuten. Me pregunto si, cuando vaya a París, no crearé tambien una
«ruelle»
en la que se hablará de comercio y de negocios.

—¡Qué horror! —exclamó el barón, francamente escandalizado—. Angélica, no pueden ser las ursulinas de Poitiers las que te han inculcado ideas semejantes.

—Decían que soy excelente para el cálculo y el razonamiento. Hasta demasiado… En cambio, deploraban mucho no haber podido hacer de mí una devota ejemplar… e hipócrita como mi hermana Hortensia. Ella les hizo creer que entraría en su orden. Pero, decididamente, los atractivos del procurador sacaron ventaja.

—Hija, no tienes por qué estar celosa, puesto que ese Molines te ha encontrado un marido que es ciertamente muy superior al de Hortensia.

La joven dio una patadita de impaciencia.

—¡La verdad es que el tal Molines exagera un poco! Cualquiera que os oyese diría que soy hija suya y no vuestra, puesto que se toma tanto interés por mi porvenir.

—Mal harías en quejarte, mulita —dijo su padre sonriendo—. Escúchame un poco. El Condé Joffrey de Peyrac es descendiente de los antiguos Condes de Toulouse, cuyos cuarteles de nobleza se remontan más allá que los de nuestro rey Luis XIV. Además, es el hombre más rico e influyente del Languedoc.

—Es posible, padre; pero, en fin, no me puedo casar así como así con un hombre a quien no conozco, a quien vos mismo no habéis visto nunca.

—¿Por qué? —se asombró el barón—. Todas las jóvenes de calidad se casan de este modo. No son ellas ni es el azar quien debe decidir sobre las alianzas favorables para sus familias ni sobre su destino, en el cual comprometen no sólo su porvenir, sino también su nombre.

—¿Es… es joven? —preguntó Angélica vacilando.

—¿Joven, joven? —gruñó el barón con fastidio—. He ahí una pregunta ociosa para una persona práctica. De hecho, es verdad que tu futuro esposo tiene doce años más que tú. Pero los treinta, en un hombre, es la edad de la fuerza y la seducción. Numerosos hijos puede concederos el cielo. Tendrás un palacio en Toulouse, castillos en Albi y en Bearn, coches, galas… —El señor de Sancé se detuvo, falto de imaginación—. Por mi parte —concluyó—, estimo que la petición en matrimonio de un hombre que tampoco te ha visto nunca es una suerte inesperada, extraordinaria…

Dieron algunos pasos en silencio.

—Precisamente —murmuró Angélica— esa suerte me parece demasiado extraordinaria. ¿Por qué ese Conde que tiene todo lo necesario para elegir por esposa una heredera rica viene a buscar al fondo del Poitou a una muchacha sin dote?

—¿Sin dote? —exclamó Armando de Sancé, cuyo rostro se iluminó—. Ven conmigo a casa, Angélica, y vístete para salir. Iremos a caballo. Quiero enseñarte algo.

En el patio del castillo, un criado, por orden del barón, sacó dos caballos de la cuadra y los ensilló rápidamente. Intrigada, la joven ya no hacía preguntas. En el momento de montar se dijo que, después de todo, estaba destinada al matrimonio y que la mayor parte de sus compañeras se casaban con candidatos que les presentaban sus padres. ¿Por qué este proyecto provocaba en ella tal rebeldía? El hombre que le destinaban no era un anciano. Sería rica… Angélica se dio cuenta de que la invadía de pronto una agradable sensación física y tardó algún tiempo en comprender la causa.

La mano del criado que la había ayudado a montar y a acomodarse en la silla acababa de deslizarse por su tobillo y lo acariciaba suavemente, en ademán que ni el más desavisado del mundo podía tomar por inadvertencia. El barón había entrado en el castillo para cambiar de botas y ponerse una gorguera limpia.

—Pero… ¿te has vuelto loco, villano? —dijo Angélica haciendo un ademán nervioso que obligó al caballo a dar unos pasos.

Estaba sofocada y furiosa contra sí misma, porque debía confesar que durante la breve caricia la había sacudido un estremecimiento delicioso. El criado, un Hércules de anchos hombros, levantó la cabeza. Mechones de oscuros cabellos le caían sobre los ojos negros, que brillaban con malicia familiar.

—¡Nicolás! —exclamó Angélica, mientras el placer de volver a encontrar a su antiguo compañero de juegos y la confusión provocada por el atrevido ademán disputaban dentro de ella.

—¡Ah! Has reconocido a Nicolás —dijo el barón de Sancé, que volvía a largos pasos—. Es el peor diablo de la comarca y no hay quien pueda con él. No le interesa ni el trabajo del campo ni los mulos. Perezoso y mujeriego, he ahí a tu antiguo y buen mozo compañero de antaño.

El joven no pareció avergonzarse de las observaciones de su amo y continuó mirando a Angélica con risa que mostraba sus blancos dientes y con atrevimiento casi insolente. La camisa abierta mostraba su pecho macizo y negro.

—¡Eh, galán, toma un caballo y sigúenos! —dijo el barón, que no se daba cuenta de nada.

—Está bien, señor.

Los tres jinetes franquearon el puente levadizo y tomaron el camino a la izquierda de Monteloup.

—¿A dónde vamos, padre?

—A la antigua cantera de plomo.

—¿Aquellos hornos derruidos cerca de las tierras de la abadía de Nieul?

—Los mismos.

Angélica recordó el claustro de los frailes libertinos, la loca escapatoria de su infancia cuando había querido marchar a las Américas, las explicaciones del hermano Anselmo sobre el plomo y la plata y los trabajos realizados en la cantera durante la Edad Media.

—No veo qué interés puede tener ese pedazo de tierra inculto…

El barón de Sancé interrumpió a su hija, diciéndole:

—Ese pedazo de tierra, que ya no está inculto y ahora se llama Argentiére, representa sencillamente tu dote. Recordarás que Molines me había pedido que renovase el derecho de explotación por mi familia y solicitara la exención de impuestos para la cuarta parte de la producción. Obtenido esto, ha traído obreros sajones. Viendo la importancia que daba a este terreno hasta ahora desheredado, le dije un día que te lo daría en dote. Creo que en aquel instante germinó en su fértil cabeza la idea de un matrimonio con el Condé de Peyrac, porque, en efecto, ese señor tolosano parece que quiere adquirirlo. No he comprendido bien el género de transacciones a que se entrega con Molines; creo que él es el intermediario en el negocio de los mulos y metales que enviamos por mar con destino a España. Eso demuestra que hay muchos más gentilhombres de los que se cree que se entregan al comercio. Había creído, sin embargo, que el Conde de Peyrac poseía bastantes propiedades y tierras para no tener que recurrir a procedimientos innobles. Tal vez le sirva de distracción. Dicen que es muy original.

—Si he comprendido bien —dijo lentamente Angélica—, sabíais que deseaba la mina, y habéis dado a entender que había que llevarse a la moza con ella.

—¡Desde qué ángulo fantástico presentas las cosas, Angélica! Me parece que esta solución de darte en dote la mina es excelente. El deseo de ver a mis hijas bien establecidas ha sido mi preocupación principal, lo mismo que la de tu pobre madre. Ahora bien, entre nosotros no se venden las tierras. A pesar de las peores dificultades, hemos conseguido conservar el patrimonio intacto, y, sin embargo, el primo Du Plessis ha mirado más de una vez con ojos codiciosos mis famosos terrenos de los pantanos desecados. Pero casar a mi hija, no sólo honrosamente, sino ricamente, eso sí me produce satisfacción. La tierra no sale de la familia: no pasa a extraños, sino a una nueva rama, a una nueva alianza.

Angélica iba un poco detrás de su padre, así que éste no podía ver la expresión de su rostro. Sus blancos dientecillos mordían los labios con expresión de rabia impotente. No podía explicar a su padre cuan humillante era para ella el modo con que se había presentado esta demanda de matrimonio, puesto que él estaba persuadido de haber preparado muy hábilmente el porvenir feliz de su hija. A pesar de todo, intentó luchar.

—Si mal no recuerdo, ¿no habíais arrendado esta cantera a Molines por diez años? Aún quedan, pues, cuatro años de arrendamiento. ¿Cómo es posible dar en dote esa tierra que está arrendada?

—Molines no sólo está de acuerdo en que así se haga, sino que continuará explotándola por cuenta del señor de Peyrac. Por lo demás, el trabajo ha empezado hace ya tres años, como vas a ver. Ya llegamos.

En una hora de trote habían llegado al lugar en cuestión. En otro tiempo Angélica creía que la negra cantera y las aldeas protestantes estaban situadas en el fin del mundo. Pero ahora parecían estar muy cerca. Un camino bien cuidado confirmaba aquella nueva impresión. Se había construido una aldea para los trabajadores.

El padre y la hija echaron pie a tierra, y Nicolás se acercó para sujetar las riendas de los caballos.

El lugar, cuyo aspecto desolado Angélica recordaba muy bien, había cambiado por completo: Un canal traía agua corriente y movía varias muelas de piedra. Martinetes de hierro fundido quebrantaban con ruido sordo las piedras, mientras algunos obreros desprendían los bloques con mazas de mano. Ardían dos hornos, en los que enormes fuelles de cuero avivaban las llamas. Montañas de negro carbón de leña yacían junto a los hornos, y el resto del terreno de la mina estaba ocupado por montones de piedra. En canales de tablas por donde corría agua, algunos hombres echaban paladas de la roca quebrantada que salía de las muelas. Otros, con azadas y en dirección contraria a la corriente, removían el fondo de arena. Un edificio bastante grande, construido a poca distancia, mostraba puertas con rejas y barras de hierro, cerradas con gruesos candados. Dos nombres armados de mosquetes lo custodiaban.

—La reserva de los lingotes de plata y plomo —dijo el barón.

Muy orgulloso, añadió que pediría uno de aquellos días a Molines que enseñase a Angélica el contenido. Después la llevó a ver la cantera contigua. Enormes gradas, de cuatro metros de alto cada una, dibujaban ahora una especie de anfiteatro romano. Aquí y allá, negros subterráneos que se hundían en la roca vomitaban de cuando en cuando carritos arrastrados por asnos.

—Hay aquí diez familias sajonas de mineros de oficio, fundidores y canteros. Ellos y Molines son los que han montado la explotación.

—¿Y cuánto produce el negocio por año? —preguntó Angélica.

—Esa, lo confieso, es una pregunta que nunca se me ha ocurrido —respondió con un tanto de confusión Armando de Sancé—. Comprende: Molines me paga regularmente el arrendamiento. Ha hecho todos los gastos de instalación. Ha traído los ladrillos para los hornos desde Inglaterra, y también sin duda de España, pasados por caravanas de contrabandistas del Languedoc.

—Probablemente, ¿no es verdad?, por intermedio del que me destináis para esposo.

—Es posible. Parece que se ocupa de mil cosas diversas. Por otra parte, es un sabio, pues él es quien ha dibujado el plano de esta máquina de vapor.

El barón condujo a su hija hasta la entrada de una de las galerías bajas de la montaña. Le mostró una especie de enorme caldera de hierro bajo la cual se encendía lumbre, y de la que salían dos gruesos tubos que luego iban a hundirse en un pozo. Un chorro de agua brotaba periódicamente del suelo.

—Es una de las primeras máquinas de vapor construidas hasta hoy en el mundo. Sirve para sacar el agua subterránea de las minas. Es una invención que el Conde de Peyrac ha puesto a punto en uno de sus viajes a Inglaterra. Ya ves, como mujer que quiere convertirse en «preciosa», vas a tener un marido tan sabio como yo ignorante, y tan ingenioso como yo lerdo —añadió con mueca lamentable—. ¡Ah! Buenos días, Fritz Hauer.

Uno de los obreros que estaban junto a la máquina se quitó la gorra y se inclinó profundamente. Tenía el rostro azulado por el polvo de roca que se le había incrustado en la piel en el transcurso de su larga carrera de minero. Le faltaban dos dedos de una mano. Rechoncho y jorobado, hubiérase dicho que tenía los brazos demasiado largos. Mechones de cabello le caían sobre los ojos, pequeños y brillantes.

—Encuentro que se parece un poco a Vulcano, el dios de los infiernos —dijo el señor de Sancé—. Parece que no hay hombre que conozca mejor las entrañas de la tierra que este obrero sajón. Tal vez por eso tiene aspecto tan curioso. Esas cuestiones de minas nunca me parecieron muy claras, y no sé si no se mezcla con ellas un tanto de brujería. Dicen que Fritz Hauer conoce un procedimiento secreto para transformar el plomo en oro. Eso sí que sería extraordinario. Trabaja desde hace varios años con el Conde de Peyrac, que lo ha enviado al Poitou para instalar la Argéntiére.

«¡El Conde de Peyrac! ¡Siempre el Conde Peyrac!», pensó Angélica, molesta. Y dijo en alta voz:

—Puede que por eso sea tan rico el tal Conde de Peyrac. Transforma en oro el plomo que le envía este Fritz Hauer. Hasta que me transforme a mí en rana…

—Verdaderamente me apenas, hijita. ¿Por qué ese tono de burla? ¿No se diría que estoy tramando tu infelicidad? No hay en este proyecto nada que pueda justificar tu desconfianza. Esperaba de ti gritos de alegría, y no obtengo sino sarcasmos.

—Es verdad, padre; perdonadme —dijo Angélica, confusa y desolada ante la decepción que leía en el honrado rostro del hidalgo—. Las religiosas me decían a menudo que yo no era como las demás, que tenía reacciones desconcertantes. No os ocultaré que, en vez de regocijarme, esta demanda de matrimonio me es en extremo desagradable. Dejadme tiempo para reflexionar, para acostumbrarme…

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